martes, 4 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 52




El mar estaba agitado. El viento no había dejado de soplar en toda la noche y estaba arreciando aún más con las primeras luces del alba. Pedro no tenía prisa por contemplar el amanecer. Para él, eso sólo significaba que quedaba un día. 


Apartándose de la ventana, se volvió hacia la cama.


Paula estaba sentada en el borde, con una mano sobre el hombro de Sebastian. Había estado desesperada por regresar a su camarote para verlo. No había tenido paciencia para soportar las preguntas de Locatelli ni las palabras de elogio por su valentía que le había dirigido la plantilla del barco y la policía italiana. Se había negado en redondo a ser examinada por un médico. Sólo había ansiado una cosa: abrazar a su sobrino.


Al principio, la noche se le había hecho interminable. Y eternos los cuarenta minutos transcurridos entre la llamada de teléfono de Paula y la operación comandada por Locatelli. Pedro había querido que la policía actuara inmediatamente, pero el capitán Pappas se había negado a inundar la cubierta de agentes sin haberla acordonado bien antes para proteger la seguridad de los demás pasajeros.


Luego, cuando vio a Fedorovich encañonando a Paula con su pistola, el concepto del tiempo había dejado de tener sentido. Se frotó los ojos, intentando borrar aquella imagen de su mente. 


Paula estaba a salvo. No había sufrido ningún daño. Y lo mismo Sebastián.


Fedorovich estaba esposado a una cama en la clínica del barco. Aún no había recuperado la conciencia, y era posible que eso nunca llegara a ocurrir. Según el médico del crucero, el golpe que le había dado Pedro le había fracturado el cráneo y los pedazos habían afectado al cerebro.


No lo lamentaba en absoluto. Y eso que, hasta la fecha, Pedro jamás había levantado la mano contra otro ser humano. Era demasiado consciente de su tamaño, de su fortaleza. Había heredado su físico de su padre biológico y lo había aprovechado en cada uno de los deportes que había practicado. Pero ni una sola vez había recurrido a la violencia, por mucho que lo hubieran provocado.


Tan cuidadoso había sido controlando su fuerza como refrenando sus sentimientos. Sabía lo destructivos que ambos podían llegar a ser. Él mismo había padecido las consecuencias de la impulsividad de su madre biológica. Su misma concepción había sido un error. Y su espalda era un constante recordatorio de lo que sucedía cuando un hombre utilizaba su propia fuerza para el mal.


Por causa de todo ello, siempre había procurado refrenar sus emociones. Ése precisamente había sido uno de los factores que habían intervenido en su divorcio. Pero que no pudiera expresar sus sentimientos no significaba que no los tuviera, y Elena jamás había llegado a diferenciar una cosa de la otra.


Con Paula, sin embargo, era distinto. Sólo tenía que pensar en ella para que sus emociones escaparan a su control: algo que no le había sucedido con nadie. Con Sebastián no había necesitado disimular sus sentimientos, le había abierto su corazón… y Paula lo había aprovechado para meterse dentro junto con él.


La tomó de la mano, obligándola suavemente a levantarse.


—Está dormido.


—Parece un ángel.


—Ya está a salvo —le acarició el pelo—. Por favor, Paula, deja de llorar.


—Es culpa mía —se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos—. Yo traje aquí a ese asesino.


Pedro le pasó un brazo por los hombros y la sacó del dormitorio. Cualquiera se habría derrumbado después de todo lo que había pasado. Ella no.



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