sábado, 1 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 41



Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer, Pedro se habría tomado aquel comentario como un desafío. Pero sabía que Paula no lo había dicho en ese sentido. Simplemente estaba siendo tan sincera como siempre.


—Y una vez que la marca Chaves empezó a triunfar… sospechaste que los hombres estaban más interesados en tu cuenta bancada que en tus encantos, ¿verdad?


—Exacto.


—Eso es duro.


—Sí, pero también es la ventaja de haber sido una adolescente fea —replicó ella—. Uno aprende a descubrir la verdad por debajo de la superficie de las cosas.


Había orgullo en su voz, en absoluto autocompasión, así que Pedro se abstuvo de llevarle la contraria. A él siempre le había parecido una mujer hermosa, aunque se daba cuenta de que su belleza no procedía exactamente de sus rasgos, sino que era producto de su energía y de su pasión. Su belleza estaba en la forma que tenía de alzar la barbilla y mirar a cualquiera directamente a los ojos, negándose a darse por vencida cuando creía que tenía razón. Sonriendo, se acercó lo suficiente para poder acariciarle el lóbulo de una oreja.


—Pues ahora eres preciosa. Supongo que serás consciente de ello.


—Gracias. En eso consiste mi trabajo. Diseño ropa para que cualquier mujer pueda sentirse bonita. Utilizo el color y el corte para destacar los atractivos de una mujer y minimizar sus defectos, y todo ello lo combino con unos tejidos cómodos. Éste, por ejemplo —se señaló el vestido—. Es uno de los más solicitados.


Pedro bajó la mirada a su vestido. Paula parecía creer que era solamente su ropa lo que la hacía atractiva, pero eso era absurdo. Desnuda habría estado todavía mucho mejor…


Intentó ignorar el efecto que le había producido aquel pensamiento. Se recordó que había agentes de seguridad de guardia ante su puerta. 


Y un despiadado asesino esperando en el siguiente puerto. Debería pensar en cualquier otra cosa que no fueran las deliciosas curvas de las caderas de Paula…


—Pero, para responder a tu pregunta, sí, siempre he sido consciente de que me faltaba algo. Yo no poseo siquiera una fracción del instinto maternal que tenía mi hermana, pero aun así, la primera vez que la vi con Sebastian recién nacido en los brazos… experimenté algo especial, un sentimiento casi doloroso.


—Y sin embargo no cambiaste de idea respecto a las relaciones.


—No puedo cambiar quién soy. Tengo mal genio y poca paciencia para los rituales de cortejo y me paso la mayor parte del tiempo trabajando. Es indiferente que quiera o no tener un amor como el que compartieron Olga y Borya: eso a mí no me sucederá nunca. Hace tiempo que me he resignado a ello.


—Paula…


—Y es por eso por lo que no quiero que le pase nada a Sebastian —apoyó la frente en las rodillas—. Sin él, estaría completamente sola.


Esa vez, Pedro no se detuvo a pensar en nada. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. La sintió tensarse.


Pedro, acordamos que no…


—Sólo quiero abrazarte. Nada más.


—Será mejor que no me compadezcas.


—Diablos, no. Antes compadecería a todos aquellos pobres tipos que tenían ganas de salir contigo y descubrieron el mal genio y la poca paciencia que tienes.


—No debí haberte dicho nada.


—Ya lo había notado, Paula. No eres precisamente una persona de trato fácil.


—¡Lo estás arreglando! —replicó, irónica.


—En cualquier caso, sigo teniendo ganas de abrazarte.


—Sigues siendo mi enemigo, Pedro —suspirando, apoyó la cabeza sobre su hombro.


—Sí —le acarició tiernamente el pelo—. Y tú mi enemiga.


—Una vez que Fedorovich sea capturado, nuestro pleito continuará.


—Por supuesto.


—Porque Sebastian me pertenece.


—Ya basta —le puso un dedo en los labios para acallarla.


Pero debería haber previsto que Paula no se callaría tan fácilmente. Cerró los dientes sobre el dorso de su dedo y le mordisqueó ligeramente el nudillo.


La sensación de sus dientes en su piel acabó con sus buenas intenciones. Tomándola de la barbilla, la obligó a levantar la cabeza.


Paula entreabrió los labios, con un brillo retador en los ojos. Pero, en lugar de hablar, bajó la mirada hasta su boca.


Pedro no supo quién se movió primero. Sus bocas se encontraron con una pasión casi dolorosa. La tomó de la nuca. Fue un beso de frustración y desafío, que sólo terminó cuando ambos se quedaron sin aliento.


—No quiero volver a besarte, Pedro.


—Ya lo sé. Una situación terrible, ¿verdad?


Esa vez, el beso empezó con una carcajada. La risa: Pedro pudo sentirla en el temblor que estremecía sus labios. Luego deslizó una mano por su hombro y fue bajando cada vez más… Le resultaba tan natural acariciarla, que no se dio cuenta de que le estaba acunando un seno hasta que ella se apartó para mirarlo.


Mirándola a su vez a los ojos, frotó suavemente el pezón que se destacaba contra la fina tela. 


Vio que sus pupilas se oscurecían. El temblor que percibió esa vez nada tenía que ver con la risa.


—Te mentí, Paula —murmuró—. Quiero hacer algo más que abrazarte.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 40




Pedro apoyó un brazo en el respaldo del sofá y se volvió para mirarla. Sus pies descalzos asomaban por debajo del dobladillo de la falda de su vestido de noche. La brillante tela se tensaba en torno a sus muslos.


Pese a todo su dinero, pese a su constante aire de confianza en sí misma, en aquel momento parecía perdida. Sola. Igual que aquella primera noche en el crucero, cuando la sorprendió contemplando a Sebastián mientras dormía, en su camarote.


Paula le había dicho más de una vez que no tenía deseo alguno de casarse y que estaba demasiado concentrada en su carrera profesional para pensar en formar una familia. Y Pedro había estado demasiado pendiente de utilizar todas aquellas afirmaciones en su propio beneficio para reflexionar sobre ellas.


Había algo que no encajaba. Paula era una mujer apasionada, pero no tenía novio. Quería con locura a su sobrino, pero había escogido tener una vida sin hijos. Le puso una mano en el hombro.


—¿Cuál fue la verdadera razón por la que no te casaste, Paula?


—¿Qué? Ya te lo dije. El matrimonio no es para mí.


—Sí, me dijiste que querías crear belleza y que esperabas mucho más de la vida de lo que podía ofrecerte Murmansk, pero he visto cómo quieres a Sebastian. No puedo creer que no quieras tener una familia propia.


Paula ladeó la cabeza.


—Yo no te dije que yo no quisiera eso, Pedro… sino que eso no era para mí.


—¿Qué quieres decir?


—Yo sabía que nunca sería como Olga. Ella siempre fue la mejor. Heredó el encanto de nuestro padre y la belleza de nuestra madre. Todos los chicos del colegio terminaban enamorándose de ella.


—¿Y qué tiene eso que ver contigo?


—Pues que yo siempre fui perfectamente consciente del contraste. Lo cual me hizo valorar otras cosas.


—Sigo sin entender. ¿A qué contraste te refieres?


Paula puso los ojos en blanco.


—Seguro que te habrás fijado en mi nariz.


—No hay nada malo en tu nariz.


—No, aparte de que es grande, funciona perfectamente bien. Pero imagina esta nariz en la cara de una niña de cinco años, con estas orejas —se retiró la melena de un lado de la cara para enseñarle una.


—Tus orejas tampoco tienen nada de malo. Son como las de Sebastián.


—Por supuesto que no tienen nada de malo. No para un adulto, pero cuando era niña, me llamaban «orejas de elefante». Ahora imagínate a una adolescente alta y desgarbada, con las orejas grandes, teniendo que llevar los mismos vestidos que tan bien había visto que le quedaban a su hermana mayor. No podía quejarme, porque en casa no sobraba el dinero y esa ropa era buena.


—Así fue como empezaste a diseñar tus propios vestidos. Tú me dijiste que comenzaste arreglando la ropa que heredabas de tu hermana.


—Eso es. Yo no tenía poder para cambiar mi aspecto, pero sí para hacer que, gracias a la ropa, pareciera hermosa. Además, ya no estaba dispuesta a soportar más bromas relativas a mi apariencia, así que cada vez que alguno de los amigos de Olga me hacía un comentario particularmente hiriente, aprendí a devolvérselo.


—Entiendo —dijo Pedro—. A partir de ese momento, ya no te dejaste pisar por nadie.


—Mi hermana me aconsejaba que no fuera tan directa y descarada. Decía que de esa manera nunca me saldría novio, pero yo nunca pensé en tener uno. Encontraba mis diseños mucho más interesantes que los hombres que la rondaban a ella.


—¿Y que pasó después, cuando te fuiste a Moscú? ¿No llegaste a preguntarte si te faltaba algo?


Paula se desplazó a una esquina del sofá, alejándose de su contacto.


—Al principio no. Mi trabajo me mantenía demasiado ocupada. No tenía tiempo para relaciones.


—¿Nunca…?


Le lanzó una elocuente mirada:


—Tengo treinta y dos años, Pedro. No soy virgen. Lo que pasa es que todavía no he conocido a ningún hombre que me interese realmente.





CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 39




Paula se asomó a la mirilla de la puerta por enésima vez durante la última hora y continuó vagando nerviosa por la habitación. Pedro no podía culparla. Si él hubiera disfrutado de una mayor movilidad, probablemente habría hecho lo mismo.


Apoyó las muletas en el armario donde había guardado su abrigo y se sentó en el sofá. Era más de medianoche y ninguno de los dos tenía muchas ganas de dormir.


—¿Siguen ahí los vigilantes?


—Sí —respondió Paula—. ¿Crees que serán suficientes?


—Gabriel me dijo que este camarote había sido diseñado para alojar a clientes de categoría con medidas de seguridad especiales. Las suites más grandes, como ésta, son las más seguras, de manera que Sebastián estará más a salvo aquí que en ningún otro sitio —se quitó la corbata, la enrolló y se la guardó en una bolsillo de la chaqueta—. Te estoy muy agradecido por habernos dado alojamiento. Soy consciente de que es un trastorno para ti…


—No seas absurdo —lo interrumpió, mirándolo por encima del hombro—. Tengo más espacio del que necesito, y todo esto me atañe a mí tanto o más que a ti. Fedorovich asesinó a mi hermana.


—Lo siento mucho, Paula.


—Yo también. No es justo. El único delito que cometió Borya fue ser un hombre honrado —volvió a asomarse a la mirilla—. Hay que pararle los pies a ese loco.


—Lo conseguiremos. Ahora que el personal de seguridad del barco tiene su descripción, si por alguna casualidad llega a abordar el barco, no lo dejarán acercarse.


—Sebastian dijo que anoche lo vio en el Salón Imperial. Puede que ya esté aquí.


Pedro pensó que las cosas habían cambiado: ahora le tocaba a él jugar el papel de persona razonable, en lugar de Paula. Una vez que ya sabían con quién se estaban enfrentando, veía las cosas mucho más claras. Ya no estaban batallando contra un fantasma. El monstruo de Sebastián tenía un nombre y una cara. Agentes de la ley y personal de seguridad de comprobada eficacia estaban a su lado para combatirlo.


—La posibilidad de que Fedorovich se encuentre a bordo es remota. Creo que Gabriel nos asignó esos vigilantes pensando más en nuestra propia tranquilidad que en cualquier otra cosa.


Pedro sospechaba también que había sido una manera de disculparse con él por su anterior actitud escéptica.


—Sí, pero… ¿cómo podemos estar seguros?


—Lo único que podemos hacer es esperar y confiar en los expertos en seguridad.


Paula se apartó bruscamente de la puerta y se puso a pasear de nuevo de un lado a otro de la habitación.


—Podríamos contratar a más agentes para que vigilaran el puerto de Palermo. O anunciar una recompensa por la captura del asesino…


—Si hacemos eso, ahuyentaríamos a Fedorovich. Y entonces ya no tendríamos manera alguna de prever cuándo volvería a aparecer otra vez.


—¡Dios mío, detesto sentirme tan impotente!


Pedro colocó un cojín del sofá sobre la mesa para poder apoyar cómodamente la pierna lesionada. Él también detestaba sentirse impotente. Y más aún en su estado actual…


—Ese hombre tiene que ser un monstruo —Paula se detuvo frente a la puerta de la terraza—. ¿Cómo puede querer hacer daño a un niño? ¿Quién sabe qué clase de…? —de repente tomó conciencia de lo que estaba diciendo—. Oh, Pedro. Lo siento, no me di cuenta de que…


—¿De qué?


Se acercó al sofá.


—Tú conoces a ese tipo de personas, los monstruos que aterrorizan a los niños. Debí haberte hecho caso. Tuviste razón durante todo el tiempo.


—No te creas, Paula. Precisamente porque me estaba viendo reflejado en Sebastian, saqué la conclusión equivocada: que lo habían maltratado en el orfanato. Nada más lejos de la realidad.


—Sí, pero en lo importante acertaste. No usaste la cabeza, sino esto —le tocó el pecho, justo en el lugar del corazón—. Confiaste en tu intuición. Por eso supiste que Sebastian estaba en problemas. Y menos mal, porque de lo contrario…


Pedro le cubrió la mano con la suya y se la apretó. Había perdido la cuenta del número de veces que la había tocado desde que volvieron a su camarote. Le parecía inútil resistirse.


—Pobrecito Sebastián… —murmuró Paula. Le temblaba la barbilla—. Todos esos meses pasados en los orfanatos, guardándose para sí mismo aquella pesadilla… Tú fuiste el único que lo ayudaste cuando más solo se encontraba.


—Sentí un vínculo especial con él desde el instante en que lo vi en el vídeo de la adopción.


—Claro, fue por eso. Tu corazón lo reconoció.


—Quizá.


Parpadeó varias veces, mordiéndose el labio.


—¿Qué te pasa? —le preguntó Pedro, acariciándole los nudillos.


—Cuando me enteré de que habías adoptado a Sebastian, te odié.


—No me extraña.


—No, te odié de verdad. Te llamé ladrón, secuestrador, te deseé la muerte. A Rodolfo le preocupaba que pudiera intentar arrojarte por la borda… Pero si tú no hubieras adoptado a Sebastián… —le brillaban las pestañas por las lágrimas—. Si nadie lo hubiera creído o hubiera acudido a la policía para verificar lo del monstruo de sus pesadillas… ahora mismo se encontraría completamente indefenso. Nadie habría sabido que necesitaba protección. Y nada ni nadie habría podido impedir que Fedorovich terminara su trabajo —sacudió la cabeza—. Me alegro enormemente de que fueras tú quien lo adoptara, Pedro.


Aspiró profundamente para llenarse los pulmones de su aroma. Un aroma tan delicioso y acogedor como el calor de su mano contra su pecho.


—¿Quieres saber lo que pensé cuando me enteré de que la tía de Sebastián había reclamado su custodia?


—Me odiaste también.


—Mi reacción no fue tan virulenta porque nunca llegué a tomarte completamente en serio. Me imaginé a una arpía que solamente quería hacerse cargo de él para aligerar sus remordimientos de conciencia —de repente sonrió—. Y tardé menos de un día en darme cuenta de que estaba equivocado.


—Desde luego. Haría cualquier cosa por ese niño.


Pedro alzó una mano para acariciar un mechón de su cabello.


—Cierto. Estabas dispuesta a enviarlo a Estados Unidos conmigo.


—Sólo para mantenerlo a salvo, Pedro.


—Sí, soy consciente de ello.


—Y que me alegre enormemente de que fueras tú quien lo adoptara no significa que esté conforme con la adopción. Sigo queriendo hacerme cargo de él.


—Sí, eso también lo entiendo —enterró los dedos en su pelo—. Pero, dadas las circunstancias… ¿crees que podríamos aparcar el debate de la custodia por un tiempo?


Paula se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y suspiró. Luego rodeó la mesa y se sentó en el sofá, a su lado.


—La culpa es mía.


—¿Por qué?


—Porque pude haberme esforzado más por encontrar a Sebastián. Pude haber hecho mucho más y no lo hice.


—Pues a mí me parece que hiciste todo lo posible.


—No debí haber ido a París en agosto pasado. Debí haber convencido a Borya y a Olga de que se trasladaran a Moscú. Nada de esto habría sucedido si ellos no se hubieran quedado en Murmansk.


—No te culpes, Paula. Tú no puedes controlar lo que hacen los demás.


—Lo sé. Es sólo que… —se abrazó las rodillas, haciéndose un ovillo—. El pensamiento de perder a Sebastián me vuelve loca. Ese niño es lo único que me queda en el mundo.




viernes, 31 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 38




La mafia habría necesitado un medio de transporte para su droga. Borya poseía un pesquero. Y el testarudo, honrado Borya jamás habría aceptado a seguirles el juego. Un asesino a sueldo había sido contratado en Murmansk el verano pasado…


—Agosto pasado. El accidente —se interrumpió, incapaz de continuar.


—Los padres de Sebastián fallecieron en un accidente de coche —terminó de explicarles Pedro—. ¿Es posible que Fedorovich estuviera detrás de ello?


—Sí —respondió Locatelli—. Las autoridades rusas creen que la mafia contrató a Fedorovich para que eliminara a la familia Gorsky. Todavía están investigando la hipótesis de que Borya colaborara con la mafia y luego fuera sorprendido intentando estafarlos.


—No —exclamó Paula—. Eso es imposible. Mi cuñado era un hombre honrado.


—Si lo era, entonces la mafia pudo haberlo matado para intimidar a los demás pescadores para que colaborasen —continuó Locatelli—. En cualquier caso, la muerte de la familia al completo habría servido de ejemplo.


—Mi hermana y mi cuñado fueron asesinados. Oh, Dios mío, Sebastián estaba en el coche con ellos. Él debió de ver…


—Sebastian vio a Fedorovich —afirmó Pedro—. Eso es lo que estaba intentando decirnos. No tenía nada que ver con el orfanato. Yo estaba completamente equivocado.


—Fuera cual fuera el motivo de sus sospechas, señor Alfonso —intervino Gabriel— es una suerte que las tuviera. De lo contrario, nunca habríamos podido establecer la conexión.


—El señor Dayan está en lo cierto —le apoyó Locatelli—. Una vez que la policía rusa descubrió que Fedorovich estaba mezclado y contactaron con la Interpol, las pistas se acumularon rápidamente. La bala que mató al tripulante ruso del Sueño de Alexandra en Dubrovnik fue disparada por una Makarov de nueve milímetros, la misma que acabó con la vida del dueño del taxi que lo atropello. La Interpol comparó ambos proyectiles con un tercero procedente de una de las víctimas confirmadas de Fedorovich.


—Parece que el pistolero ha estado siguiendo al crucero —dijo Gabriel.


Paula se estremeció. Aquello era básicamente lo que había sospechado Pedro, sólo que hasta entonces ella lo había tomado por una paranoia suya.


—¿Por qué? —inquirió mientras deslizaba un brazo por su cintura, esforzándose por asimilar la información.


—Va detrás de Sebastian —respondió Pedro.
Locatelli asintió.


—El chico está corriendo un gran peligro. Fedorovich debió de descubrir que había escapado al mal llamado «accidente» que acabó con la vida de sus padres.


—Pero Sebastián no es más que un niño —exclamó Paula—. No es una amenaza para nadie. Aunque recordara lo del accidente, es demasiado pequeño para que un juez pueda recabar formalmente su testimonio.


—No es por eso por lo que lo persigue Fedorovich —dijo Locatelli—. Según su expediente, ese hombre tiene la reputación de no dejar nunca un trabajo a medias. Todavía no ha cumplido del todo con su contrato. Está obsesionado con matar. Lo considera su deber, y lo ejercita de una manera tan implacable como si estuviera en una campaña militar. Esa es una de las razones por las que todavía no lo han capturado. Hasta ahora, sus objetivos sólo han sido descubiertos una vez que han sido liquidados.


Pedro se tensó visiblemente.


—Usted no ha venido aquí para advertirnos. Ha venido para utilizar a Sebastián como cebo.


—Cebo… —repitió Paula, aturdida—. ¡No pensará exhibir a mi sobrino delante de ese asesino!


—Fedorovich no sabe que andamos detrás de él. Por eso volé a Cerdeña y embarqué anoche en el crucero, antes de que abandone Alghero. Ésta puede ser la única oportunidad que tengamos de descubrirlo. Necesitamos actuar rápidamente para rentabilizar el factor sorpresa.


Pedro retiró el brazo de los hombros de Paula y utilizó una sola muleta para rodear la mesa y plantarse frente al policía.


—Que quede esto claro: no consentiré que nadie ponga en peligro la seguridad de mi hijo.


Pese a que Pedro le sacaba una cabeza, Locatelli no se dejó intimidar.


—Evidentemente Fedorovich conoce el itinerario del Sueño de Alexandra, así que es seguro que nos estará esperando en Palermo cuando arribemos mañana por la mañana.


—Entonces por nada del mundo bajaré a Sebastián del barco.


—Me ha interpretado mal. Nosotros queremos que se queden aquí, donde podamos controlar la situación. No necesitan bajar a puerto: simplemente bastará con que se apunten a una excursión o alquilen un coche, como si fueran a hacerlo realmente. Nuestros hombres estarán vigilando el puerto. En el instante en que Fedorovich asome la cabeza, lo arrestaremos.


—¿Y si se les escapa? Si ese hombre sube al barco. Sebastian será objetivo fácil.


—Nuestra gente se coordinará con el servicio de seguridad del señor Dayan para asegurarnos de que eso no suceda. Ya he informado al capitán Papas de nuestra estrategia y ha aceptado colaborar. Con el servicio de seguridad ya desplegado, y las medidas extraordinarias con las que contaremos a nuestra llegada a puerto, el riesgo será mínimo. Además, si los sacáramos del barco, tendría que ser con escolta y eso alertaría a Fedorovich. El capitán es de la opinión de que si no aprovechamos esta oportunidad para detener a Fedorovich ahora, Sebastián se encontrará en un peligro aún mayor. Ésta podría ser nuestra única opción para cazar al asesino y salvar al mismo tiempo la vida de su hijo.


Paula recogió la fotografía de la mesa y la blandió delante de las narices de Locatelli.


—¿No esperará que nos quedemos tranquilamente sentados a esperar a que ese asesino aparezca, ¿verdad? Si es así, usted no está en sus cabales.


—El niño estará perfectamente protegido hasta que capturemos a Fedorovich —insistió el policía—. Es la única opción.


—No, no es la única —Paula dejó caer la foto y se volvió hacia Pedro—. Puedes llevarte a Sebastian a América.


—Señorita Chaves… —empezó Locatelli.


—Saca a Sebastian del barco esta noche —continuó ella—. Antes de que atraquemos en Palermo, contrataré un helicóptero para que venga a recogeros en el mar. Así Fedorovich no sabrá que te has llevado a Sebastian.


Pedro se la quedó mirando asombrado.


—¿Serías capaz de hacer eso?


—Sí. Cualquier cosa. Lo que fuera.


—Eso no funcionaría —objetó Locatelli—. Fedorovich acabaría enterándose.


—Pero Sebastian estaría a salvo —Paula señaló el teléfono—. Mi abogado se encargará de los billetes de avión. Para cuando Fedorovich descubra que Sebastián no está en el barco, Pedro ya lo habrá puesto a salvo en Estados Unidos.


Terminó de pronunciar aquellas palabras con el corazón desgarrado. Una semana atrás, jamás habría podido imaginarse a sí misma diciendo algo así. Era justamente lo que se había propuesto evitar. Pero en aquel momento el asunto de la custodia era lo menos importante. La vida de Sebastian estaba en juego.


—Mi sobrino se quedará en Estados Unidos contigo —insistió, volviéndose de nuevo hacia Pedro—. Confío en que lo protegerás. Lo mantendremos alejado de ese asesino.


—Me temo que eso no será posible, señorita Chaves —dijo Locatelli—. Ilya Fedorovich ha actuado en más de una docena de países: por eso mismo empezó a buscarlo la Interpol. Según sus informaciones, las fronteras no son ningún obstáculo para el. Llevar el niño a Estados Unidos podría retrasar a Fedorovich, pero no disuadirlo. Ese hombre no renunciará tan fácilmente. Más tarde o más temprano, encontrará alguna manera de terminar su trabajo.



—¿Entonces qué podemos hacer?


—Colaborar con nosotros en detenerlo ahora.