sábado, 1 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 39




Paula se asomó a la mirilla de la puerta por enésima vez durante la última hora y continuó vagando nerviosa por la habitación. Pedro no podía culparla. Si él hubiera disfrutado de una mayor movilidad, probablemente habría hecho lo mismo.


Apoyó las muletas en el armario donde había guardado su abrigo y se sentó en el sofá. Era más de medianoche y ninguno de los dos tenía muchas ganas de dormir.


—¿Siguen ahí los vigilantes?


—Sí —respondió Paula—. ¿Crees que serán suficientes?


—Gabriel me dijo que este camarote había sido diseñado para alojar a clientes de categoría con medidas de seguridad especiales. Las suites más grandes, como ésta, son las más seguras, de manera que Sebastián estará más a salvo aquí que en ningún otro sitio —se quitó la corbata, la enrolló y se la guardó en una bolsillo de la chaqueta—. Te estoy muy agradecido por habernos dado alojamiento. Soy consciente de que es un trastorno para ti…


—No seas absurdo —lo interrumpió, mirándolo por encima del hombro—. Tengo más espacio del que necesito, y todo esto me atañe a mí tanto o más que a ti. Fedorovich asesinó a mi hermana.


—Lo siento mucho, Paula.


—Yo también. No es justo. El único delito que cometió Borya fue ser un hombre honrado —volvió a asomarse a la mirilla—. Hay que pararle los pies a ese loco.


—Lo conseguiremos. Ahora que el personal de seguridad del barco tiene su descripción, si por alguna casualidad llega a abordar el barco, no lo dejarán acercarse.


—Sebastian dijo que anoche lo vio en el Salón Imperial. Puede que ya esté aquí.


Pedro pensó que las cosas habían cambiado: ahora le tocaba a él jugar el papel de persona razonable, en lugar de Paula. Una vez que ya sabían con quién se estaban enfrentando, veía las cosas mucho más claras. Ya no estaban batallando contra un fantasma. El monstruo de Sebastián tenía un nombre y una cara. Agentes de la ley y personal de seguridad de comprobada eficacia estaban a su lado para combatirlo.


—La posibilidad de que Fedorovich se encuentre a bordo es remota. Creo que Gabriel nos asignó esos vigilantes pensando más en nuestra propia tranquilidad que en cualquier otra cosa.


Pedro sospechaba también que había sido una manera de disculparse con él por su anterior actitud escéptica.


—Sí, pero… ¿cómo podemos estar seguros?


—Lo único que podemos hacer es esperar y confiar en los expertos en seguridad.


Paula se apartó bruscamente de la puerta y se puso a pasear de nuevo de un lado a otro de la habitación.


—Podríamos contratar a más agentes para que vigilaran el puerto de Palermo. O anunciar una recompensa por la captura del asesino…


—Si hacemos eso, ahuyentaríamos a Fedorovich. Y entonces ya no tendríamos manera alguna de prever cuándo volvería a aparecer otra vez.


—¡Dios mío, detesto sentirme tan impotente!


Pedro colocó un cojín del sofá sobre la mesa para poder apoyar cómodamente la pierna lesionada. Él también detestaba sentirse impotente. Y más aún en su estado actual…


—Ese hombre tiene que ser un monstruo —Paula se detuvo frente a la puerta de la terraza—. ¿Cómo puede querer hacer daño a un niño? ¿Quién sabe qué clase de…? —de repente tomó conciencia de lo que estaba diciendo—. Oh, Pedro. Lo siento, no me di cuenta de que…


—¿De qué?


Se acercó al sofá.


—Tú conoces a ese tipo de personas, los monstruos que aterrorizan a los niños. Debí haberte hecho caso. Tuviste razón durante todo el tiempo.


—No te creas, Paula. Precisamente porque me estaba viendo reflejado en Sebastian, saqué la conclusión equivocada: que lo habían maltratado en el orfanato. Nada más lejos de la realidad.


—Sí, pero en lo importante acertaste. No usaste la cabeza, sino esto —le tocó el pecho, justo en el lugar del corazón—. Confiaste en tu intuición. Por eso supiste que Sebastian estaba en problemas. Y menos mal, porque de lo contrario…


Pedro le cubrió la mano con la suya y se la apretó. Había perdido la cuenta del número de veces que la había tocado desde que volvieron a su camarote. Le parecía inútil resistirse.


—Pobrecito Sebastián… —murmuró Paula. Le temblaba la barbilla—. Todos esos meses pasados en los orfanatos, guardándose para sí mismo aquella pesadilla… Tú fuiste el único que lo ayudaste cuando más solo se encontraba.


—Sentí un vínculo especial con él desde el instante en que lo vi en el vídeo de la adopción.


—Claro, fue por eso. Tu corazón lo reconoció.


—Quizá.


Parpadeó varias veces, mordiéndose el labio.


—¿Qué te pasa? —le preguntó Pedro, acariciándole los nudillos.


—Cuando me enteré de que habías adoptado a Sebastian, te odié.


—No me extraña.


—No, te odié de verdad. Te llamé ladrón, secuestrador, te deseé la muerte. A Rodolfo le preocupaba que pudiera intentar arrojarte por la borda… Pero si tú no hubieras adoptado a Sebastián… —le brillaban las pestañas por las lágrimas—. Si nadie lo hubiera creído o hubiera acudido a la policía para verificar lo del monstruo de sus pesadillas… ahora mismo se encontraría completamente indefenso. Nadie habría sabido que necesitaba protección. Y nada ni nadie habría podido impedir que Fedorovich terminara su trabajo —sacudió la cabeza—. Me alegro enormemente de que fueras tú quien lo adoptara, Pedro.


Aspiró profundamente para llenarse los pulmones de su aroma. Un aroma tan delicioso y acogedor como el calor de su mano contra su pecho.


—¿Quieres saber lo que pensé cuando me enteré de que la tía de Sebastián había reclamado su custodia?


—Me odiaste también.


—Mi reacción no fue tan virulenta porque nunca llegué a tomarte completamente en serio. Me imaginé a una arpía que solamente quería hacerse cargo de él para aligerar sus remordimientos de conciencia —de repente sonrió—. Y tardé menos de un día en darme cuenta de que estaba equivocado.


—Desde luego. Haría cualquier cosa por ese niño.


Pedro alzó una mano para acariciar un mechón de su cabello.


—Cierto. Estabas dispuesta a enviarlo a Estados Unidos conmigo.


—Sólo para mantenerlo a salvo, Pedro.


—Sí, soy consciente de ello.


—Y que me alegre enormemente de que fueras tú quien lo adoptara no significa que esté conforme con la adopción. Sigo queriendo hacerme cargo de él.


—Sí, eso también lo entiendo —enterró los dedos en su pelo—. Pero, dadas las circunstancias… ¿crees que podríamos aparcar el debate de la custodia por un tiempo?


Paula se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y suspiró. Luego rodeó la mesa y se sentó en el sofá, a su lado.


—La culpa es mía.


—¿Por qué?


—Porque pude haberme esforzado más por encontrar a Sebastián. Pude haber hecho mucho más y no lo hice.


—Pues a mí me parece que hiciste todo lo posible.


—No debí haber ido a París en agosto pasado. Debí haber convencido a Borya y a Olga de que se trasladaran a Moscú. Nada de esto habría sucedido si ellos no se hubieran quedado en Murmansk.


—No te culpes, Paula. Tú no puedes controlar lo que hacen los demás.


—Lo sé. Es sólo que… —se abrazó las rodillas, haciéndose un ovillo—. El pensamiento de perder a Sebastián me vuelve loca. Ese niño es lo único que me queda en el mundo.




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