martes, 28 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 27





Incluso en mayo, la luz del Mediterráneo poseía una pureza que no existía en ninguna otra parte del mundo. A esa hora del día el sol había calentado agradablemente la cubierta, arrancando reflejos al agua de la piscina. 


Algunos pasajeros tomaban refrescos bajo las sombrillas o se bronceaban en las tumbonas. En la piscina, Paula procuraba relajarse más que hacer ejercicio. Aquella misma mañana el barco había atracado en Civitavecchia, el puerto de Roma. La mayor parte de los pasajeros habían aprovechado la oportunidad para visitar la Ciudad Eterna. Paula la conocía bien, pero Pedro no estaba en condiciones de ir a ninguna parte. Y tampoco le permitiría que se llevara a Sebastian a pasear por Roma sin él.


En cualquier caso, tampoco ella se lo había pedido. No habría sido justo aprovecharse de su estado para reforzar su posición de cara a Sebastian. Además, Pedro parecía encontrarse de mal humor, lo cual era perfectamente lógico. 


Se veía a las claras que estaba intentando aguantar el dolor en silencio, estoicamente. Si ella hubiera sido la atropellada, seguro que no habría podido resignarse a sufrir en silencio…


Salió de la piscina y se ató la falda-pareo a la cintura. Luego colocó su tumbona al lado de la de Pedro, para poder tener una mejor vista de la zona infantil donde se estaba bañando Sebastian.


—Parece que Sebastian está más tranquilo esta tarde.


—Todavía sigue afectado —repuso Pedro, ajustándose sus gafas de sol—. Necesita tomar conciencia de que se encuentra a salvo.


Observó a su sobrino, que chapoteaba en el borde de la piscina junto a otros niños. Dirigía el grupo Emma Slater, la monitora del programa infantil. Cuando Sebastián tenía que recibir un gran balón de playa, se despistó porque estaba distraído mirando a Pedro y a Paula. Los había estado vigilando frecuentemente mientras jugaba, como si quisiera asegurarse de que seguían allí.


—Sospecho que el accidente de ayer le ha recordado el que tuvieron Olga y Borya —comentó Paula.


—Es posible.


—¿Ha hablado de eso contigo?


—No.


—¿Y si un día decide hacerlo?


—Lo mejor sería dejarlo hablar, sin más. Es lo más sano. Así podría empezar a controlar sus propios recuerdos y superarlos.


Paula se mordió el labio. Pedro pensaba que el monstruo de las pesadillas de Sebastián era un recuerdo real. De hecho, se había tomado tan en serio la descripción de su sobrino que había hablado de ello con el jefe de seguridad del barco. Eso le había sorprendido. Pedro era demasiado sensato y racional para pedir a las autoridades del crucero que investigaran una pesadilla infantil…


Sospechaba que si Pedro pensaba que el monstruo de Sebastián podía ser real era porque se negaba a aceptar la explicación más obvia de los miedos del niño. Un accidente de coche había matado a sus padres, así que ver otro accidente debía de haberle recordado todo lo que había perdido. Se habían producido demasiados cambios en su vida, y por muy bienintencionada que hubiera sido la adopción de Pedro, por fuerza su sobrino tenía que echar de menos su hogar, su lengua, su cultura y su familia. El ogro de la pesadilla era en realidad una encarnación de su ansiedad.


Miró las muletas que había dejado sobre cubierta, al lado de su tumbona. Ese día llevaba una de sus típicas camisetas blancas y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto la venda elástica de su rodilla.


Pedro, acerca de lo de ayer…


Giró la cabeza. Las gafas de sol le ocultaban los ojos, pero su tensión resultaba evidente por la manera que tenía de apretar la mandíbula.


—¿Sí?


—Quería darte las gracias.


—¿Por qué?


—Por haberme salvado la vida.


—De nada —volvió a mirar hacia la piscina—. También salvé la de Sebastián.


—Lo sé.


—¿Fue por eso por lo que me besaste?


Debería haber previsto que no podría evitar aquella pregunta para siempre. Le habría gustado mentirle. Nada más fácil que decirle que lo había besado por gratitud, y sin embargo…


—¿Por qué me besaste, Paula?


Se puso sus gafas de sol y se estiró en la tumbona.


—Porque me apeteció.


—Estabas alterada.


—Por supuesto que estaba alterada. Pudieron haberte matado.


—Eso habría resuelto tu problema con la custodia de Sebastian.


Paula se incorporó rápidamente y bajó los pies. Había intentado ser paciente con su mal humor, pero parecía como si la estuviera provocando a propósito.


—¿Cómo te atreves a bromear con eso? ¿Y cómo puedes insinuar siquiera que me gustaría que te pasara algo así? Te confieso que en algún momento me han entrado ganas de darte una bofetada, pero jamás se me ocurriría…


—¿Así que me besaste porque estabas alterada y agradecida?


—Bueno, no puede decirse que estuviera loca de deseo… tenías un aspecto terrible. Lo sigues teniendo. Como si…


—¿Cómo si me hubiera atropellado un coche?


—Te he dicho que no bromees con ello. He visto cómo te tambaleabas cuando llegaste. Para cuando te sentaste, estabas a punto de caerte al suelo. Deberías haber pedido una silla de ruedas en lugar de esas muletas.


—Estoy acostumbrado a andar con muletas. Hace un par de años me lesioné las dos rodillas jugando al fútbol.


—Te estás haciendo el héroe porque no quieres que Sebastian se dé cuenta de la gravedad de tus lesiones.


—¿El héroe? Yo soy un simple profesor de instituto, Paula.


Cinco días atrás, ella había pensado lo mismo. Había creído que era gris, flojo y aburrido, y se había equivocado de medio a medio. Cada día le revelaba una nueva faceta de su fortaleza, que no solamente era física.


—¿Tienes algún novio esperándote en Moscú? —le preguntó él de pronto.


—¿Por qué?


—Dijiste que el matrimonio no era para ti, pero eso no significa que no haya un hombre en tu vida. ¿Cómo encajará eso en tus planes para hacerte cargo de Sebastián?


Paula suspiró. Otra vez habían vuelto a la competición, a ver quién se anotaba más puntos.


—No tengo novio.


—Me cuesta creerlo. Yo había imaginado que una persona de tu carácter tendría un ejército de admiradores.


Esa vez fue ella la que se revolvió:
—En mi experiencia, es precisamente ese carácter lo último que suelen buscar los hombres en una mujer. Todavía no he conocido a ninguno que le haya interesado cómo soy realmente.


—¿Y qué es lo que les interesa?


—Mi chequera.


—Sigo diciendo que me cuesta creerlo, Paula.


—Sucede que mi chequera está excepcionalmente bien dotada, Pedro.


—Una chequera no te calienta por las noches.


—Pero sí paga las facturas. Disfruto de mi independencia y no tengo tiempo para los hombres.


—Pues con ese traje de baño no te faltarán pretendientes.



lunes, 27 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 26



Pedro recibió el vaso de agua de manos de Gabriel y se tomó uno de los analgésicos que le había recetado el médico. Había retrasado ese momento todo lo posible para poder mantener despejada la cabeza, pero el dolor estaba empezando a imponerse.


—Le agradezco que me haya atendido tan tarde, señor Dayan.


—Podríamos posponer esta conversación hasta mañana —dijo Gabriel, volviendo a colocar el vaso sobre el escritorio—. Me parece que usted necesita descansar.


Pedro se recolocó en la silla, buscando una postura más cómoda. Su lado derecho era el que había sufrido más: cada centímetro de ese flanco le recordaba el golpe contra el parachoques del taxi y el asfalto de la calle. 


Habría dado cualquier cosa por acostarse, pero Sebastian se había dormido y tenía que aprovechar la oportunidad para hablar con Gabriel en privado. Aunque Paula había desaprobado la idea, se había quedado a vigilar al niño hasta que regresara.


—No, prefiero hablar con usted ahora. Seré breve.


Sentado ante su escritorio, Gabriel abrió su carpeta y desenroscó su pluma. Su despacho era pequeño y sin ventanas: una habitación puramente funcional.


—Adelante —lo animó Gabriel—. Transmitiré su información a la policía de Nápoles.


—No se trata del atropello de hoy, sino de otro asunto.


—Usted dirá.


—Tiene que ver con mi hijo adoptado, Sebastian.


—Sí, me acuerdo. El niño ruso.


Pedro observó al jefe de seguridad. Gabriel parecía un tipo competente y responsable. Otra cosa era que se dignara tomarse en serio sus preocupaciones. De todas formas, tenía que intentarlo.


—Temo que Sebastian haya sufrido algún tipo de maltrato en alguno de los orfanatos donde estuvo.


Gabriel se inclinó sobre la mesa.


—¿Quiere que lo examine nuestro equipo médico?


Ésa era una de las preguntas más difíciles que Pedro había tenido que hacerse. Intentó responder con la mayor tranquilidad de que fue capaz, aunque la sola idea le ponía enfermo.


—No creo que a estas alturas eso le reporte ningún bien. No tiene heridas recientes o que no tengan fácil explicación. Por otro lado, tampoco se comporta como un niño que haya sufrido maltrato sexual.


—Si no tiene ninguna herida física… ¿por qué sospecha que ha sido maltratado? ¿Se lo ha contado él?


—No.


—¿Entonces?


—Ha tenido pesadillas con un monstruo. Y creyó ver a ese mismo monstruo conduciendo el coche que me atropello. Por eso se alteró tanto.


—Sueña con monstruos. Ya.


Pero Pedro insistió, pese al escepticismo que destilaba la voz de Gabriel.


—Su descripción de ese monstruo es muy detallada y específica… por eso creo que podría tratarse de una persona real.


—Cree que el monstruo de la pesadilla podría ser alguien de ese orfanato.


—Sí. Sebastián fue muy feliz antes de que murieran sus padres y luego estuvo en varios orfanatos. Ése debe de ser el origen de su ansiedad.


Gabriel tamborileó con su pluma en el escritorio.


—O tal vez se trate simplemente de una pesadilla. Sin más.


Pedro sacudió la cabeza. Tuvo que apretar los dientes para combatir la sensación de mareo que lo estaba asaltando.


—Eso es lo que yo pensé la primera vez que le sucedió. Pensaba que sólo era un incidente aislado, pero se ha convertido en una especie de pauta. No puedo ignorar la posibilidad de que mi hijo esté intentando decirme algo.


—¿Hablándole de un monstruo?


—Sí, no hay muchas vías de comunicación abiertas para un niño que tiene miedo de un adulto, especialmente de un cuidador. Nadie se muestra muy dispuesto a creer algo así.


—Lo entiendo, pero…


—No, me parece que no lo entiende, señor Dayan. Lo único que necesita un maltratador para quedar impune es que una sola persona desprecie o ignore los terrores de un niño.


—Los niños tienen una imaginación muy activa.


—Desde luego. Se inventan cosas continuamente. Pero eso no quiere decir que se lo inventen todo. Sea cual sea el motivo, mi hijo está aterrorizado por un hombre con una cicatriz en la cara.


Gabriel volvió a enroscar su pluma y se levantó.


—No sé muy bien qué es lo que espera que haga por su hijo, señor Alfonso. Me encargo de la seguridad de este barco. Mi autoridad no se extiende más allá.


Pedro recogió sus muletas y se levantó también.


—Pero sí que puede contactar con gente que tenga esa autoridad, ¿verdad?


—¿Qué quiere decir?


—Sebastian estuvo en dos orfanatos: uno en Murmansk y otro en San Petersburgo. Contacte con la policía de esos lugares. Pregúnteles si en la plantilla de esos centros hay alguien alto, que le guste vestir de oscuro y con una cicatriz en la cara con forma de hoz. Quizá siga trabajando allí. Quizá solamente se trate de una visita. Quizá no sea más que un producto de la imaginación de mi hijo. Pero si existe, hay que investigarlo.


—¿A partir de la única base de las pesadillas de su hijo?


—Me doy cuenta de que suena ridículo, pero… ¿qué daño pueden hacer unas cuentas llamadas?


—Señor Alfonso, puedo ver que es usted sincero, pero, francamente, creo que sería una pérdida de tiempo molestar a la policía partiendo de algo tan insustancial.


—Maldita sea, ¿qué es lo que tiene que perder? Puede que haya un monstruo suelto por ahí maltratando niños… Sebastian está ahora a salvo. Yo siempre lo protegeré. Pero… ¿quién protegerá a esos otros niños? ¿A los niños que se han quedado dentro, en esos centros?


Gabriel pareció reflexionar y finalmente asintió con la cabeza.


—Déme los números de teléfono de esos orfanatos. Haré algunas averiguaciones por mi cuenta.


No era todo lo que Pedro había esperado, pero por la expresión de Dayan sabía que no iba a conseguir mucho más. Agarró con fuerza las muletas, sobreponiéndose a otra punzada de dolor. Le dolían las rodillas y los moratones. 


Pero no todo el dolor procedía de sus heridas. 


También le dolían los recuerdos.


Desde el principio, había percibido que Sebastián y él compartían algo. Y, desde luego, esperaba que no fuera eso.


—Gracias, señor Dayan. Ruego a Dios que esté equivocado.


—Yo también, señor Alfonso.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 25




Al principio, le temblaban los labios. Intentó recordar sus heridas y ser extremadamente cuidadosa. Pero cuando sintió su boca moviéndose contra la suya, se puso de puntillas para intensificar el contacto.


Besaba de la misma manera que sonreía. No con aquellas sonrisas frías y educadas, sino con las verdaderas: las que apenas dejaban vislumbrar la pasión que tanto se empeñaba en contener. Ladeando la cabeza, empezó a bordear el contorno de sus labios con la punta de la lengua y…


—¡Papá! ¡Tía Pau!


Al oír la voz de Sebastian, Paula abrió los ojos. 


Apartándose, parpadeó varias veces para poder enfocar bien el rostro de Pedro. Seguía sin saber qué decir. Aparentemente, él tampoco.


—¡Monstruo! ¡He visto al monstruo!


Ambos bajaron la mirada. Sebastian seguía aferrado a su pierna izquierda con un brazo y se había agarrado a la falda de Paula con la otra mano. Le temblaba la barbilla, como si estuviera a punto de ponerse a llorar otra vez.


—No pasa nada, hijo —le aseguró Pedro con voz ronca. Se aclaró la garganta—. No te preocupes por los monstruos. Yo te protegeré, te lo prometo.


Sebastián miró entonces a Paula y le dijo algo en ruso, hablando tan rápidamente como cuando tuvo la última pesadilla. Le describió al ogro de la misma manera que antes: pálido, con el rostro marcado por una cicatriz y con alas negras.


Pero esa vez no lo había visto ni en su pesadilla ni en el muelle… sino al volante del coche que había atropellado a Pedro.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 24





—¿Por qué tardan tanto? —inquirió Paula—. Los paramédicos lo estuvieron revisando antes de subirlo al barco. ¿Es que ha surgido algún problema?


La enfermera le apretó cariñosamente un hombro y la guió hacia el sofá de la sala de espera.


—Tranquilícese, señora Alfonso. Su marido se encuentra perfectamente, teniendo en cuenta lo que ha pasado. Ha tenido mucha suerte. Sólo le estamos haciendo una revisión exhaustiva para asegurarnos de que podremos atenderlo convenientemente en el barco.


—No es mi marido —replicó Paula—. Sólo somos… —se interrumpió. Seguía sin encontrar la palabra adecuada que pudiera definir su relación con Pedro—. ¿Cuándo podremos verlo?


—Supongo que no tardará mucho. El médico saldrá dentro de poco para hablar con usted. Por favor, tome asiento.


El centro médico del crucero estaba perfectamente equipado para hacer frente a cualquier emergencia. La plantilla parecía muy competente. Los paramédicos que habían tratado a Pedro en la calle habían diagnosticado heridas leves, unos pocos moratones y un esguince de rodilla, dado que el coche no había llegado a golpearlo de lleno. No había requerido hospitalización, pero Paula todavía no podía creer que hubiera salido tan bien parado. De lleno o no, lo había atropellado un coche.


Si hubiera estado sola, habría ignorado a la enfermera y habría entrado en la sala para confirmar el buen estado de Pedro por sí misma. 


Pero tenía que pensar en Sebastian. No había vuelto a pronunciar una palabra desde el incidente. De hecho, había vuelto a meterse el pulgar en la boca. Los únicos sonidos que emitía eran gimoteos y sollozos. Lo ocurrido debía de haberle despertado horribles recuerdos.


Se sentó en el sofá, abrazó a Sebastian y enterró la nariz en su pelo. Todo aquello era culpa suya. No debió hacerle cruzar la calle para comprarle un helado. Debió haber mirado bien antes de cruzar. Debió haberse fijado en aquel conductor temerario.


Pero no lo había hecho. Y ahora Pedro estaba herido y Sebastián traumatizado, y todo porque se había enfadado con él por culpa de aquella aburrida excursión turística. No, había sido más que eso. Había querido demostrarle a Pedro que podía entretener a Sebastián mucho mejor que él. Y, al mismo tiempo, había querido poner alguna distancia entre ella y aquella devastadora sonrisa suya.


Pedro se lo había pagado salvándole la vida. 


¿Y si no la hubiera empujado a tiempo? ¿Y si el coche hubiera atropellado a Sebastian? Se estremeció. Sebastián estaba sano y salvo. En aquel momento podía sentir el calor de su cuerpecillo. Por su bien, tenía que conservar la calma.


—Hey, Sebasochka —le dijo, meciéndolo dulcemente—. ¿Te acuerdas de la canción de la caja de los pajaritos?


Alzó la cabeza para mirarla. Tenía los ojos hinchados, pero ya no lloraba. Paula sonrió y se puso a tararear la melodía del Doctor Zhivago, de la caja de música que le había regalado. Aunque le habría gustado que no fuera tan triste porque…


—¿Señora Alfonso?


Al oír aquella voz masculina, levantó rápidamente la mirada. El hombre que se había detenido frente a ella llevaba un uniforme de oficial de crucero, no de médico.


—Me llamo Paula Chaves —dijo—. Soy una… —«¿qué?», volvió a preguntarse. ¿Enemiga? ¿Admiradora? ¿Amiga?— conocida del señor Alfonso


Era un hombre atractivo, no tan alto como Pedro, pero igual de atlético.


—Soy Gabriel Dayan —le tendió la mano—. El jefe de seguridad del crucero.


—¿Han detenido ya al conductor?


—Acabo de hablar con la policía de Nápoles. Han encontrado el vehículo a varias manzanas del lugar del incidente, pero sin rastro alguno del conductor.


Ya había sido interrogada por la policía, pero apenas había podido facilitarles información alguna. No había visto nada hasta que oyó el grito de Sebastián y Pedro los empujó a los dos.


—Era un taxi.


—Sí, están buscando al propietario.


—Quienquiera que sea debería estar encerrado. Es una amenaza. Si no hubiera sido por Pedro… —le falló la voz. Tampoco pudo completar el pensamiento. Apretando los labios, abrazó de nuevo a Sebastian.


—He pedido a las autoridades de Nápoles que me mantengan informado mientras continúan investigando el accidente.


—Supongo que detendrán al conductor en cuanto lo encuentren, ¿verdad?


—Sí. Disponen de sus declaraciones, así como de las de otros testigos que se encontraban en el escenario del incidente.


—Bien.


—Si recuerda algún detalle más, o si quiere que la mantengamos al corriente de las últimas investigaciones, póngase por favor en contacto conmigo.


—Lo haré.


—Mientras tanto, si hay algo que podamos hacer para hacerle más cómoda su estancia aquí, sólo tiene que decírmelo.


—Gracias, pero lo que realmente me gustaría saber es cómo se encuentra el señor Alfonso… —se interrumpió cuando vio abrirse una de las puertas de la zona de tratamiento. El hombre que salió por ella no era ningún médico, sino Pedro.


Llevaba una ancha venda en la frente y otra en el antebrazo, por debajo del codo. Se había duchado y cambiado de ropa. Parecía casi normal.
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Antes de que Paula pudiera levantarse del sofá, Sebastián saltó como un rayo, corrió hacia él y se abrazó a su pierna derecha. Pedro, repentinamente lívido, estiró una mano para cambiarlo de pierna y acariciarle la cabeza.


—Hola, hijo… Tienes que estar hambriento. ¿Qué te parece si nos cenamos una pizza?


Paula estaba equivocada. No estaba bien. 


Estaba muy pálido, con ojeras. Obviamente, no debería haberse bajado de la camilla tan pronto. ¿En qué diablos habría estado pensando?


Pero entonces vio la sonrisa en la cara de Sebastian, y comprendió por qué lo había hecho. Por supuesto. No había querido preocupar a Sebastian con su aspecto. Por eso había encontrado tiempo para lavarse y cambiarse de ropa, y se había obligado a levantarse.


Se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos y fue a reunirse con ellos. De cerca, pudo ver que tenía un rasguño en el pómulo derecho, sin vendar. Detestaba imaginar la cantidad de ellos que tendría debajo de aquella ropa limpia. 


Debería estar en la cama. Qué hombre más absurdamente testarudo… Probablemente estaría sufriendo. Con exquisito cuidado, le acunó tiernamente el rostro entre las manos y se estiró para darle un beso.


No había planeado besarlo. Había pensado en ello, sí, pero nunca se había decidido. Esa vez fue diferente. Porque en ningún idioma existían palabras que pudieran expresar lo que en aquel momento estaba sintiendo.