sábado, 25 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 18




El taxi intentaba sortear el tráfico hacia el puerto de Dubrovnik, obligado a detenerse a cada momento. Pedro miraba continuamente su reloj. Paula apretaba los dientes: era la única manera que tenía de mantener su sonrisa, dado lo mucho que le dolían los músculos de la cara. 


Estaba harta de tanta amabilidad y educación.


—No está lejos.


—El barco zarpa a las seis.


—Sí, ya lo sé. Conozco el programa.


—Si la gente se atiene a los programas es por algo, Paula. Para prevenir situaciones como la que estamos viviendo ahora.


Paula se cruzó de brazos para dominar el impulso de pegarle. Pero aunque lo hubiera hecho, seguramente Pedro habría respondido con una sonrisa, fingiendo que solamente había querido sacudirle una mosca de la camisa.


Aquel día había sido todo amabilidad: desde que se encontró con ella en el vestíbulo para desembarcar los tres y dar una vuelta por Dubrovnik. Para entonces no había quedado ni rastro del hombre despeinado, angustiado, apasionado que se había presentado la noche anterior en su suite.


¿Era ella la única que no podía olvidar el episodio ocurrido en la terraza de su camarote, a la luz de la luna? ¿Acaso se había imaginado la corriente de atracción que había circulado entre ellos? Había estado tan cerca de… ¿de qué? ¿De besarlo?


—La excursión que yo había reservado nos habría dejado en el muelle a eso de las cuatro.


¿Cómo podía estar pensando en besarlo cuando, durante la mayor parte del tiempo, lo que quería era abofetearlo?


—La excursión que tú contrataste nos habría aburrido mortalmente.


—Un padre responsable planifica las cosas. La estabilidad es vital para un niño.


—Se ha divertido.


—Está agotado.


Era cierto. Paula había pretendido en un principio enseñarle los monumentos de la antigua ciudad, pero después de verlo jugar con los cañones de la fortaleza, había cambiado de idea. Y durante el resto del día habían cambiado continuamente de autobús y de taxi, deteniéndose a explorar toda aquello que había llamado la atención del Sebastián, desde la balaustrada de una antigua iglesia hasta la colorida decoración del carro de un vendedor de castañas. En vez de por un mapa, se habían dejado guiar por su capricho.


Paula descruzó los brazos para acariciar la frente de Sebastian. Se había dormido sentado entre los dos y tenía la cabeza apoyada en el brazo de Pedro, de manera que cuando ella le tocaba el pelo, podía rozar su bíceps con la punta de los dedos.


Se había estado fijando en sus músculos durante todo el día. Su sencilla y aburrida camiseta de golf no había podido disimular su torso de atleta. Le había dicho que impartía la asignatura de educación física y que su padre biológico había sido vaquero de rodeo. Eso podía explicar su impresionante físico y su parecido con un cowboy. Y, tal como había descubierto el día anterior, podía llegar a ser muy tierno acariciando a una mujer. La manera en que le había acariciado la muñeca con un solo dedo la había dejado estremecida.


Pero lo que más le había conmovido era la historia que le había contado. Él mismo era un hijo adoptado y quería adoptar a un niño. En lugar de amargarle, el recuerdo de su desgraciada infancia lo había impulsado a devolver el mismo bien que había recibido de manos de los Alfonso. Y eso era algo que Paula habría encontrado admirable… si no se hubiera tratado de su niño. De su Sebastian.


«Somos enemigos, Paula. Ninguno de los dos debería olvidar eso». Las palabras que le había dirigido la víspera no habían dejado de acosarla en todo el día. Por supuesto, sabía que había hecho bien recordándoselo.


—La caja de música que le has regalado a Sebastián tiene algunas aristas que pueden resultar peligrosas —le dijo de pronto él—. Me gustaría limárselas antes de que se la entregues.


Paula ya no apretaba los dientes, ya que la mandíbula estaba empezando a dolerle tanto como los músculos de la cara, así que se mordió el labio inferior. Abrió la bolsa y sacó el regalo al que se había referido Pedro.


Era una caja preciosa, un regalo poco apropiado para un niño: forrada de cristal azul cobalto con una filigrana de plata. Los hilos de metal se alzaban en las esquinas, y sólo en ese momento se dio cuenta de que Sebastian podría pincharse con ellas o enganchárselas en la ropa. No se le había ocurrido cuando la compró. La había visto en un escaparate y no había podido resistir la tentación.


La filigrana representaba dos diminutos pájaros posados en una rama de alambre. Sus cabecitas se movían al son de la música, lo que hizo reír a Sebastián cuando se la enseñó. Pero la melodía era triste: La Canción de Lara, el famoso tema musical de la película Doctor Zhivago, besada en la novela de Pasternak. Una novela cuyo argumento no era otro que el de dos amantes destinados a separarse. En la literatura rusa, la mayor parte de las historias de amor terminaban mal.


Volvió a guardar la caja y le tendió la bolsa.


—Le encanta la música.


—Sí. Es un regalo bonito. Es sólo que…


—No es seguro, ni apropiado. Ni inteligente. Demasiado extravagante. Ya he escuchado eso antes.


—Paula…


—¿Estás intentando mostrarte poco agradable a propósito?


—No sé lo que quieres decir.


—Pues deberías —apoyó un brazo sobre el respaldo del asiento mientras se volvía para mirarlo—. Anoche yo conocí al verdadero Pedro. No estaba obsesionado con los programas ni las planificaciones. Era un hombre bueno y amable. Me escuchó cuando le conté la historia de mi familia y me estuvo hablando de la suya. Me demostró cuan profundamente se preocupaba por su sobrino.


—Mi hijo —la corrigió él.


—¿Lo ves? Durante todo el día no has perdido la oportunidad de mostrarte desagradable.


—Soy la misma persona.


—Exteriormente sí, pero… ¿y aquí? —le clavó un dedo en el pecho—. Eres el Señor Padre Perfecto que no pierde una sola oportunidad de marcarse puntos a su favor.


—¿Y tú no?


—¿Yo? —se llevó una mano a la base del cuello.


Pedro siguió su gesto con la mirada. Un músculo latía en su mandíbula.


—No te hagas la inocente. Te apropiaste de la excursión que yo había planeado para hacer ostentación de tus virtudes. Desde que bajamos del barco te has pasado cada minuto demostrando lo mucho que sabes sobre esta ciudad.


—Conozco muy bien Dubrovnik, al igual que muchas otras ciudades europeas.


—Sí. Y sabes croata y Dios sabe cuántos idiomas más.


—Sólo cuatro, sin contar el ruso.


—Y sabes cómo enseñar historia a un niño de cinco años sin que se aburra.


—Eso es porque no fue una lección en el marco de una clase oficial.


—Y has hecho reír a Sebastian. En cuatro días no lo había oído reír así, pero tu estúpido, caprichoso y completamente inapropiado regalo le ha arrancado una carcajada.


—Sí. ¿Tienes algún problema con eso también?


—No.


—Porque a veces los niños necesitan algo más que… —se interrumpió en seco—. ¿Has dicho «no»?


Pedro sonrió. Y no con una de esas sonrisas frías y corteses que había estado exhibiendo durante todo el día. Esa era real. Era una sonrisa del hombre que se ocultaba debajo de aquella sencilla y aburrida camiseta de golf.


—Gracias, Paula —murmuró—. La risa de Sebastián es el mejor regalo que has podido hacernos.


Se alegró de llevar gafas oscuras. Porque así Pedro no podía ver las lágrimas que habían asomado a sus ojos. Maldijo para sus adentros. Discutir era mucho más fácil.


De repente el autobús que iba delante de ellos arrancó. Paula urgió al taxista a que aprovechara la oportunidad. Le prometió doblarle la carrera si conseguía llevarlos al muelle a tiempo de abordar el barco. El hombre aceleró y adelantó al autobús.


El movimiento despertó a Sebastian. Miró a su alrededor con expresión soñolienta, hasta que se fijó en Paula.


—Ya casi hemos llegado, Sebasvovovichki —le dijo ella.


El niño se metió el pulgar en la boca. Por encima de su cabecita. Pedro la miró.


—Probablemente tenga hambre.


—Sí, ya conozco el programa. Una cena temprana en el jardín-terraza de la cubierta Artemis: actividad número ocho de la agenda del día —Paula rebuscó en su bolso y sacó una chocolatina—. Con esto podrá ir tirando hasta que lleguemos al barco.


—¿Has oído hablar de la palabra «nutrición sana»?


Sebastian se sacó el dedo de la boca y engulló la chocolatina. Masticando a dos carrillos, se puso de rodillas en el asiento y se volvió para mirar por el parabrisas trasero.


—Tendremos suerte si no vomita —murmuró Pedro.


—Está acostumbrado a viajar —le dijo Paula. No iba a hablarle de las ocasiones en que lo había atiborrado a dulces, se había puesto luego a correr con él y al final había terminado vomitando—. Procede de una dinastía de pescadores. Se necesitaría algo más que este vaivén para hacerlo vomitar.


El taxi dobló una esquina y aceleró colina abajo. Paula tomó a Sebastián de los hombros y lo hizo sentarse de nuevo. Con la velocidad que estaba tomando el taxi, le habría gustado que tuviera cinturones de seguridad. Se arrepintió también de no haber prestado mayor atención a la hora: si lo hubiera hecho, no habrían tenido que apresurarse tanto. Pedro tenía razón en el valor de los programas y planificaciones, sobre todo con niños de por medio. Lo que no significaba que estuviera dispuesta a reconocerlo…


Llegaron con el tiempo justo. Paula añadió una generosa propina a la carrera duplicada del taxi, mientras Pedro recogía la bolsa con la caja de música y ayudaba a Sebastian a bajar del coche. El taxi los había dejado cerca del muelle, pero todavía tenían que pasar el control de seguridad portuaria antes de abordar el barco. 


Tal y como habían hecho durante todo el día, Pedro lo tomó de una mano y Paula de la otra. No habían avanzado más de tres pasos cuando el niño se puso a temblar.


El primer pensamiento de Paula fue que se había empachado de chocolate. Pero no estaba doblado sobre sí mismo o con las manos en el estómago. Estaba mirando hacia atrás.


—Hey, ¿qué pasa? —le preguntó Pedro. Arrodillándose frente a él, abrió los brazos—. ¿Quieres que te lleve a hombros?


—He visto… al monstruo —pronunció Sebastián, mirando a uno y a otra.


—¿Qué? No, hijo, eso era sólo…


—El monstruo —repitió—.¡Eevyerg! —y tiró de ellos, lejos de la acera donde los había dejado el taxi.


—Eso sólo era un sueño —le dijo Paula en ruso—. No era real. No hay ningún monstruo aquí, Sebastián. No tienes por qué tener miedo.


Pero el niño seguía tirando de ellos. Pedro lo levantó en brazos.


—No te preocupes por los monstruos, Sebastian —le dijo mientras se dirigía hacia la terminal del crucero—. No se acercarán a ti mientras yo esté contigo. Te lo prometo.


Paula miró también hacia atrás, pero por supuesto no había ningún monstruo: sólo más taxis descargando pasajeros y un par de policías uniformados acercándose a un coche patrulla. 


Detrás de ellos, un camión de carga estaba maniobrando cerca de un grupo de estibadores.


Por un instante creyó ver a un hombre alto con un largo abrigo negro al otro lado del camión…


Eso debía de ser lo que tanto había alterado a Sebastian. Cansado y hambriento como estaba, el niño había visto a un hombre con un abrigo negro… y su imaginación había hecho el resto.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 17




El pequeño café se hallaba a kilómetros de distancia del recinto medieval que tanto atraía a los turistas, en Dubrovnik. No había iglesias o fuentes pintorescas en aquella calle, ni tiendas de moda, ni vistas panorámicas. El sol que se derramaba sobre los rojos tejados de la ciudad aún no había penetrado en las sombras de aquel barrio. Varias bombillas amarillas colgaban sobre una mezcla de sillas cromadas, asientos de vinilo y mesas de madera.


Como era habitual, a Ilya Fedorovich no le importaba la mezquindad de aquel ambiente. 


Las posibilidades de que cualquier agencia gubernamental de seguridad lo estuviera buscando precisamente allí, en Croacia, eran prácticamente nulas. Sólo el marinero ruso con quien estaba citado sabía dónde estaba. Y lo que le pasaría si decidía irse de la lengua.
Ilya eligió una mesa en una esquina, de cara a la puerta. Pidió un café para que la camarera lo dejara en paz, pero apenas lo probó. No necesitaba cafeína. Ya estaba experimentando una deliciosa excitación en la sangre ante la perspectiva de matar. El Sueño de Alexandra había atracado una hora atrás, siguiendo estrictamente su calendario.


Intentaba dominar su impaciencia mientras observaba la puerta. Cinco minutos después entró un hombre bajo y moreno, ataviado con un impermeable de marinero, que se dirigió directamente a su mesa.


—El niño que está buscando está a bordo —dijo mientras tomaba asiento.


Ilya lo estudió detenidamente para asegurarse de que no le estaba diciendo simplemente lo que sabía que él quería escuchar. Se había entrevistado con Mauro por primera vez en Moscú, diez años atrás, cuando estaba trabajando en un taller de coches. No había hecho preguntas mientras arreglaba los agujeros de bala del vehículo de Ilya, algo que seguramente se habría debido más a una cuestión de cobardía que de inteligencia. Luego se había enrolado como marinero de cruceros, entre otras razones para evitar a una novia demasiado demandante.


Era un débil. Una bala habría resuelto fácilmente el problema de aquella mujer.


—¿Tienes alguna prueba?


—Da. Una amistad me ha pasado la lista de pasajeros —sacó varios papeles de un bolsillo de su impermeable y los extendió sobre la mesa—. Está aquí, en la cubierta siete. Pedro Alfonso y Sebastián Gorsky. Alfonso es su padre adoptivo. Probablemente todavía no habrá tenido tiempo de cambiarle el apellido; por eso figura el antiguo en los documentos de viaje.
Ilya recogió los papeles y se los guardó en su gabardina. Al fin. Aquello confirmaba la información que le había facilitado Serguéi: ahora sabía exactamente dónde se encontraba su objetivo. La finalización de su trabajo sólo era cuestión de tiempo.


—Mauro, ¿a quién más le has contado esto?


—¿Qué? No se lo he dicho a nadie.


—¿Entonces quién te ha facilitado la lista de pasajeros?


—Ella no es nadie.


—¿Otra novia?


—Bueno, sí, pero yo no le expliqué lo que necesitaba saber. No quiero problemas.


Gotas de sudor perlaban su frente.


—¿Entonces por qué estás tan nervioso?


—Er, yo… no he podido conseguirte una credencial de tripulante.


Ilya frunció el ceño. Confirmar que el niño Gorsky se hallaba a bordo era el primer paso: el siguiente era embarcar en el crucero. Lo cual no era tan sencillo como abordar un tren o un ferry. 


Era demasiado tarde para comprar un pasaje. 


No se permitían visitantes a bordo. El mejor método era hacerse pasar por un miembro de la tripulación: por eso había ordenado a Mauro que le consiguiera una credencial.


—Pues tendrás que subirme a bordo de otra forma.


—No puedo. Las medidas de seguridad son demasiado rígidas.


—Siempre hay agujeros. Filtraciones.


—No, te lo aseguro. El jefe de seguridad conoce su oficio. Gideon Dayan es muy eficaz. Y el capitán Pappas es un hueso duro de roer. Es el viaje de bautismo del crucero y está siguiendo el manual al pie de la letra, como si quisiera demostrarse algo a sí mismo.


—No es eso lo que yo quería escuchar, Mauro.


El marinero se pasó un dedo por la boca. El sudor se le había acumulado justo encima del labio superior.


—Mire, no es culpa mía. Yo he hecho todo lo que he podido.


Ilya le lanzó una mirada cargada de desprecio. Aquel hombre era demasiado débil para obedecer una simple orden. Y su credencial no le serviría de nada: era moreno y demasiado bajo para que pudiera suplantarlo.


—Sólo es un niño —dijo de pronto Mauro.


—¿Qué quieres decir?


—¿Pretende matarlo? Si ha sido testigo de algo, es demasiado pequeño para que lo crean y…
Ilya sacó la mano del bolsillo donde había guardado los papeles para hundirlo en aquél en el que llevaba la pistola. Los cobardes podían ser peligrosos en los momentos difíciles. Podían olvidarse de su lealtad y hablar con gente equivocada.


—¿Qué te pasa? Pareces nervioso.


—Lo siento, yo no quería ofenderlo…


—Habla. Estamos en un lugar público. ¿Acaso te habría traído a un lugar como éste si hubiera querido hacerte algún daño?


Mauro echó un vistazo a su alrededor y luego volvió a mirar a Ilya, ya más tranquilo, como si hubiese encontrado consuelo en el salón lleno de clientes.


—Por lo que he oído, el niño se va a América. Eso queda muy lejos de su territorio. Quizá lo más fácil sería dejarlo en paz…


Los labios de Ilya se curvaron mientras acariciaba el seguro de su pistola. Mauro debió de interpretar su mueca como una sonrisa, porque se inclinó hacia él y empezó a hablar a mayor velocidad, con más confianza.


—El niño estará al otro lado del mundo. No representará ninguna amenaza para nadie. No debe de tener ni siquiera cinco años. ¿Por qué no se compadece de él…?


La cicatriz de Ilya era un recordatorio de la única vez que había mostrado algo de compasión. Mauro se equivocaba. La compasión podía llegar a ser letal.


Estiró una mano para agarrarlo de un hombro, en un gesto que cualquier observador habría interpretado como un gesto de amistad o simpatía. Luego sacó su pistola por debajo de la mesa y le descerrajó dos tiros.


La pistola llevaba silenciador, de manera que nadie oyó nada en medio del bullicio reinante. 


Mauro bajó la mirada con gesto sorprendido a los dos agujeros rojos que se abrían en su impermeable. Ilya le había disparado justamente en el diafragma, con la intención de que la mayor parte de la sangre se vertiera hacia dentro. Eso reduciría la cantidad de oxígeno con cada bocanada de aire, con lo que no tardaría en perder el sentido.


Volvió a guardarse la pistola y colocó a Mauro sobre la mesa con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, como si estuviera durmiendo. Aquel asesinato no estaba planeado. Había sido una cuestión de pura necesidad.


Aun así, la excitación volvía a correr por sus venas. Se le había hecho la boca agua. La familiar neblina roja volvía a enturbiarle la mirada. Transcurriría todavía un buen rato antes de que alguien pudiera descubrir algo extraño.
Ilya volvió a hundir la mano en el bolsillo del arma y acarició con el pulgar el cañón de la pistola recién disparada. Luego se mordió la cara interior de la mejilla atravesada por la cicatriz, para llenarse la boca de sabor a sangre… y se dedicó a observar la agonía de Mauro.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 16




Probablemente no había sido la decisión más inteligente del mundo, pero lo que más le preocupaba en aquel momento era Sebastián, y no el impacto que lo sucedido aquella noche pudiera tener sobre el pleito sobre su custodia. Y sobre su propia libido.


Se pasó una mano por el pelo. Ése era precisamente el otro motivo de su inquietud. 


Había hecho todo lo posible por evitarlo, pero lo cierto era que se había sentido físicamente atraído por Paula desde el momento en que le abrió la puerta de su camarote. Había sido una reacción natural, dado su estado de preocupación y la avanzada hora de la noche…


De acuerdo, Paula era una mujer muy atractiva. Eso estaba muy claro. Tendría que haber estado ciego para no fijarse en lo bien que le sentaba aquel pijama de satén, que acariciaba su cuerpo como si fuera agua. O en los maravillosos reflejos cobrizos de su pelo. Iba descalza, y las uñas pintadas de color fucsia asomaban tentadoramente bajo su pijama…


Pero, para Pedro, su rasgo más atractivo no era en absoluto físico. Era el amor que había visto reflejado en su rostro mientras arrullaba a su hijo. Y que pudiera encontrar atractivo eso resultaba absurdo. Precisamente porque amaba a Sebastian, Paula estaba decidida a arrebatárselo. Pedro no era tan estúpido como para pensar que aquella tácita tregua pudiera durar más de lo que ya había durado. Una vez que la crisis había pasado y Sebastián dormía plácidamente, Paula utilizaría aquella situación en su propio beneficio. Era demasiado inteligente para no hacerlo.


—Puedes dejar aquí a Sebastián durante el resto de la noche, Pedro. Yo te lo devolveré por la mañana.


—No, gracias, Paula. Esperaré unos minutos más y luego me lo llevaré a mi camarote.


—Puede que quiera volver a hablar cuando se despierte. Y entonces sería mejor que estuviera con alguien que hablase ruso.


—Te agradezco la oferta, pero soy su padre y ya encontraré alguna manera de arreglármelas.


—Otra vez estás hablando con ese tono…


—¿Qué tono?


—El de un profesor preocupado por su calendario de actividades. No estoy intentando aprovecharme de ti o marcarme un punto a mi favor, Pedro. Estoy pensando en Sebastian.


—Por supuesto.


—En periodos de cambio, de alteraciones, se suelen tener pesadillas. Y Sebastián ha padecido demasiados cambios. Ha perdido su hogar y sus padres, y ahora está a punto de perder su cultura y su lengua materna. En sus actuales condiciones, creo que se sentiría mucho mejor conmigo.


—Para alguien que no pretende marcarse un punto a su favor, estás demostrando tener un buen saque.


—¿Qué quiere decir eso? ¿Es algún término americano de béisbol?


—De tenis o de voleibol, más bien. ¿No eres aficionada a los deportes?


—No.


—La mayoría de los niños adoran los deportes.


Paula alzó la barbilla.


—Por el bien de Sebastian, estoy dispuesta a corregirme.


—En mi instituto, enseño matemáticas y educación física. Estoy capacitado para instruir a Sebastian en cualquier deporte.


—Y yo puedo conseguirle un entrenador personal. Podría incluso comprarle un equipo de béisbol, si él me lo pidiera.


—Pero no puedes comprarle su propia autoestima. Eso es algo que tiene que ganarse él.


—¿Has criado a algún niño antes? —le preguntó ella.


—No, pero…


—Pues entonces no estás más cualificado para ello que yo.


—Sé que un niño no necesita ser rico para ser feliz. El dinero no puede comprar las cosas importantes de la vida.


Paula bebió un trago de refresco para pasar el nudo que se le había formado en la garganta.


—Eso ya me lo habían dicho.


—¿Quién?


—Mi hermana. Un punto a su favor, señor Alfonso —pasó de largo frente a él, abrió la puerta corredera y salió a la terraza. Después de dejar el vaso sobre una mesa baja, se acodó en la barandilla.


Pedro había querido marcarse un punto, desde luego, pero no a costa de incomodarla. O de tocarle una fibra sensible. La siguió a la terraza.


—Paula…


—Avísame cuando estés listo para irte —le dijo sin volverse.


Sabía que debería marcharse. No tenía sentido prolongar su estancia, y sin embargo se acercó a ella. La noche estrellada se abría ante ellos, confundiéndose con el mar: era una sensación mágica, como si estuvieran flotando en el universo. Y Pedro volvió a experimentar el irrefrenable impulso de estrecharla en sus brazos…


Finalmente, entrelazó los dedos y se apoyó también en la barandilla.


—Tu dinero fue un motivo de fricción entre tu hermana y tú, ¿verdad?


—Te felicito: lo has adivinado.


—No he hecho más que sumar dos y dos. Ya te había dicho que enseñaba matemáticas.


—Mi dinero era una de las cosas en las que Olga y yo no estábamos de acuerdo. Yo quería darle algo, pero ella siempre se negó a aceptarlo. Borya y ella eran felices con lo que tenían.


—¿Cómo era Borya?


—Es difícil describirlo con pocas palabras. Solía recordarme una de esas rocas de la costa que brillan al sol, sólidas y hermosas al mismo tiempo.


—Quiero que sepas que no pretendo ocupar su lugar en la vida de Sebastian —le aseguró Pedro—. Por eso le pedí que me llamara «papá» en inglés, en lugar del término correspondiente en ruso.


—Me alegro —Paula se volvió para mirarlo—. Borya te lo habría agradecido.


—¿A qué se dedicaba?


—Era pescador, como mi padre.


—Sebastián adora los barcos. Debe de ser por eso.


—Sí. Sebastian adoraba el barco de Borya. Y le encantaba ver los demás barcos en el puerto, también. Aunque ya no había tantos como en la época de mi padre. Las grandes fábricas de conservas de Murmansk cerraron tras la disolución de la Unión Soviética y las subvenciones para las regiones más alejadas del centro se cortaron de golpe.


—¿Cómo se las arreglaron los padres de Sebastián?


—Borya tuvo que vender lo que pescaba a barcos-factoría de empresas extranjeras. A veces se ausentaba durante meses enteros, y Olga tenía que hacer malabarismos con el poco dinero que tenían, pero siempre se negaron a aceptar ayuda alguna de mi parte. Borya rechazaba la caridad con la misma energía con que se negaba a recurrir al contrabando para complementar sus ingresos.


—¿Contrabando?


—En todos los puertos hay maneras de ganar un dinero extra si posees un barco, pero eso no era para Borya. Era un hombre orgulloso, y honrado. Olga se enamoró de él desde el primer momento. Y Sebastián nació de aquel amor —su voz se tornó ronca—. Era ella la hermana rica, no yo.


—Lo lamento, Paula. A veces me olvido de que Sebastián no fue el único que perdió a su familia en aquel accidente de coche. Tú también. Debió de haber sido un duro golpe.


—Fue como si me hubieran dejado abandonada en el mar, a la deriva. De alguna manera, volví a sentir lo mismo que cuando murieron mis padres. Sé que no los visitaba muy a menudo, pero la familia me daba estabilidad. Eran mi ancla con la vida. No habría podido sacar el coraje para hacer todas las cosas que he hecho si no hubiera sentido a mi familia conmigo, aquí dentro —se llevó una mano al corazón.


Pedro sabía lo que quería decir. Él debía todo lo que era a los Alfonso.


—Sebastián es el único familiar que me queda. Ésa es la otra razón por la que lo quiero tanto. Sin él, yo… estoy sola —soltó un tembloroso suspiro—. Perdona. Creo que he estado parloteando sin ton ni son.


—Yo a eso lo llamaría más bien expresar tus sentimientos.


De nuevo se volvió para mirarlo. La luna daba a sus ojos un brillo plateado, como de azogue.


—Háblame de tu familia, Pedro. ¿Tienes alguna hermana?


Vaciló. Desde el principio había pensado que la enorme extensión de la familia Alfonso constituiría la mejor baza a su favor a la hora de asegurarse la custodia de Sebastian. Y que cualquier niño se sentiría mucho mejor y más seguro rodeado de decenas de parientes que acompañado de un único familiar, su tía, para el caso. Pero no quiso comentarle nada de eso a Paula.


—¿Qué pasa? —inquirió ella—. ¿Tú puedes preguntarme por mi hermana pero yo no puedo preguntarte por la tuya?


—No, no es eso. Tengo una hermana mayor y dos más pequeñas. Mis dos hermanos son mayores que yo.


—¿Tienes tres hermanas y dos hermanos?


—Sí. Bianca, Barbara, Aurora, Leandro y Juan.


Paula pareció asimilar su información.


—Vaya. Tus padres escogieron hombres muy distintos.


—Es que lo único que nos dieron fue el apellido: el nombre ya lo llevábamos cada uno. Todos somos adoptados —vio que se llevaba una mano a la boca y sacudía lentamente la cabeza—. ¿Qué pasa?


—Eres adoptado —murmuró—. Jamás lo habría imaginado. ¿Es por eso por lo que te decidiste a adoptar un niño?


—Hubo varias razones. Una fue que sabía, por propia experiencia, que funcionaría. Estuve en varios hogares antes de que me acogieran los Alfonso. Me adoptaron formalmente al cabo de tres años.


—Pero no son tus verdaderos padres.


—En realidad, sí. Aunque biológicamente no lo sean —se giró para mirar el sofá donde Sebastian seguía durmiendo.


Y mientras contemplaba a su hijo, el recuerdo de sus primeras noches en la casa de los Alfonso asaltó su mente. De niño él tampoco había dormido bien, pero no sólo por las pesadillas, sino por el dolor de las heridas de la espalda. 


Paula siguió la dirección de su mirada.


—Por eso te muestras tan protector con Sebastián. Porque eras huérfano, como él.


—Yo no era huérfano, Paula.


—¿Qué quieres decir?


Decidió que no había motivo para edulcorar las cosas. Era más que probable que el abogado de Paula hubiera empezado a investigar su pasado. Los archivos oficiales estaban vedados al público, pero había mucha gente que conocía la verdad, así que no tenía nada que perder.


—Yo nunca conocí a mi padre. Tengo entendido que se ganaba la vida en los circuitos de rodeo, y que conoció a mi madre cuando estuvo de paso por Tulsa. Ella tenía quince años cuando se quedó embarazada y su familia la echó de casa.


—Dios mío… ¿qué hizo entonces?


—Viajó hacia el este con la idea de triunfar en Broadway, pero terminó en Burlington. No recuerdo gran cosa de aquellos primeros años, excepto que me quedaba sentado muy quietecito en la barra de la cafetería en la que trabajaba. Era camarera. Cuando cumplí cinco años, me prendió una nota a la camisa, me dejó en la cafetería cuando terminó su turno y ya no volvió más.


—¿Te abandonó?


—No puedo culparla. Apenas era una niña. No estaba preparada para ser madre.


—¿Y su familia, sus abuelos? ¿No te ayudaron?


—No. Se avergonzaron tanto de ella como de mí.


Paula le agarró el brazo con las dos manos.


—¡Eras un inocente niño! ¡Me resulta inconcebible!


—Sobreviví.


—Los niños son como tesoros. Sus familiares están obligados a responsabilizarse de ellos.


—La gente no necesita estar biológicamente emparentada para formar una familia. Yo soy la prueba viviente de ello.


—Pero tú tenías familiares, ¿no? Deberían haberte ayudado.


Pedro bajó la mirada al brazo que todavía lo estaba agarrando. No le sorprendía su reacción. Paula tenía un concepto muy alto de la familia y estaba indignada. Sabía que no debería interpretar aquel contacto de una manera demasiado personal… por mucho que le gustara.


—Ser padre de un niño no te convierte automáticamente en un padre adecuado.


Paula se quedó callada por un momento.


—¿Sigues hablando de ti o te estás refiriendo a Sebastian?


—Lo que he dicho es aplicable a los dos. Un padre biológico no tiene por qué ser un buen padre.


Murmurando una especie de juramento en ruso, soltó su brazo y le dio un manotazo en el pecho.


—¿Siempre tienes que ser mi enemigo? ¿No podemos olvidar nuestras diferencias por un momento?


Pedro la sujetó de la muñeca.


—Sabes que no puedo.


—¿Por qué?


—Porque ésa es la razón por la que estás aquí.


—¿Aquí?¿Qué quieres decir?


—En este barco. En mi vida. Hablándome como lo estás haciendo ahora. Somos enemigos, Paula. Ninguno de los dos debería olvidar eso.


Le brillaban los ojos. Esa vez fue ella quien alzó la mirada hasta el lugar donde la estaba tocando: la muñeca. La manga de la chaqueta del pijama había resbalado hasta el codo, descubriendo su esbelto brazo. La mano ancha y morena de Pedro contrastaba con la blancura de su piel.


Pedro deslizó el pulgar por la parte interior de su muñeca. Podía sentir la aceleración de su pulso, reflejo de una excitación que parecía igualarse a la suya.


—Creo que deberías marcharte, Pedro —le espetó.


No pudo evitarlo. Sin pensárselo dos veces, tiró de ella hacia sí. Vio que entreabría los labios: si fue para protestar o para formular una invitación, nunca lo supo. Un movimiento en el salón llamó su atención. Sebastián se había despertado y los estaba mirando.


Pedro se dio cuenta de que debería sentirse agradecido por la interrupción. Aunque mucho tiempo después de haberse llevado a su hijo al camarote… seguía sin estar muy convencido de ello.