sábado, 25 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 16




Probablemente no había sido la decisión más inteligente del mundo, pero lo que más le preocupaba en aquel momento era Sebastián, y no el impacto que lo sucedido aquella noche pudiera tener sobre el pleito sobre su custodia. Y sobre su propia libido.


Se pasó una mano por el pelo. Ése era precisamente el otro motivo de su inquietud. 


Había hecho todo lo posible por evitarlo, pero lo cierto era que se había sentido físicamente atraído por Paula desde el momento en que le abrió la puerta de su camarote. Había sido una reacción natural, dado su estado de preocupación y la avanzada hora de la noche…


De acuerdo, Paula era una mujer muy atractiva. Eso estaba muy claro. Tendría que haber estado ciego para no fijarse en lo bien que le sentaba aquel pijama de satén, que acariciaba su cuerpo como si fuera agua. O en los maravillosos reflejos cobrizos de su pelo. Iba descalza, y las uñas pintadas de color fucsia asomaban tentadoramente bajo su pijama…


Pero, para Pedro, su rasgo más atractivo no era en absoluto físico. Era el amor que había visto reflejado en su rostro mientras arrullaba a su hijo. Y que pudiera encontrar atractivo eso resultaba absurdo. Precisamente porque amaba a Sebastian, Paula estaba decidida a arrebatárselo. Pedro no era tan estúpido como para pensar que aquella tácita tregua pudiera durar más de lo que ya había durado. Una vez que la crisis había pasado y Sebastián dormía plácidamente, Paula utilizaría aquella situación en su propio beneficio. Era demasiado inteligente para no hacerlo.


—Puedes dejar aquí a Sebastián durante el resto de la noche, Pedro. Yo te lo devolveré por la mañana.


—No, gracias, Paula. Esperaré unos minutos más y luego me lo llevaré a mi camarote.


—Puede que quiera volver a hablar cuando se despierte. Y entonces sería mejor que estuviera con alguien que hablase ruso.


—Te agradezco la oferta, pero soy su padre y ya encontraré alguna manera de arreglármelas.


—Otra vez estás hablando con ese tono…


—¿Qué tono?


—El de un profesor preocupado por su calendario de actividades. No estoy intentando aprovecharme de ti o marcarme un punto a mi favor, Pedro. Estoy pensando en Sebastian.


—Por supuesto.


—En periodos de cambio, de alteraciones, se suelen tener pesadillas. Y Sebastián ha padecido demasiados cambios. Ha perdido su hogar y sus padres, y ahora está a punto de perder su cultura y su lengua materna. En sus actuales condiciones, creo que se sentiría mucho mejor conmigo.


—Para alguien que no pretende marcarse un punto a su favor, estás demostrando tener un buen saque.


—¿Qué quiere decir eso? ¿Es algún término americano de béisbol?


—De tenis o de voleibol, más bien. ¿No eres aficionada a los deportes?


—No.


—La mayoría de los niños adoran los deportes.


Paula alzó la barbilla.


—Por el bien de Sebastian, estoy dispuesta a corregirme.


—En mi instituto, enseño matemáticas y educación física. Estoy capacitado para instruir a Sebastian en cualquier deporte.


—Y yo puedo conseguirle un entrenador personal. Podría incluso comprarle un equipo de béisbol, si él me lo pidiera.


—Pero no puedes comprarle su propia autoestima. Eso es algo que tiene que ganarse él.


—¿Has criado a algún niño antes? —le preguntó ella.


—No, pero…


—Pues entonces no estás más cualificado para ello que yo.


—Sé que un niño no necesita ser rico para ser feliz. El dinero no puede comprar las cosas importantes de la vida.


Paula bebió un trago de refresco para pasar el nudo que se le había formado en la garganta.


—Eso ya me lo habían dicho.


—¿Quién?


—Mi hermana. Un punto a su favor, señor Alfonso —pasó de largo frente a él, abrió la puerta corredera y salió a la terraza. Después de dejar el vaso sobre una mesa baja, se acodó en la barandilla.


Pedro había querido marcarse un punto, desde luego, pero no a costa de incomodarla. O de tocarle una fibra sensible. La siguió a la terraza.


—Paula…


—Avísame cuando estés listo para irte —le dijo sin volverse.


Sabía que debería marcharse. No tenía sentido prolongar su estancia, y sin embargo se acercó a ella. La noche estrellada se abría ante ellos, confundiéndose con el mar: era una sensación mágica, como si estuvieran flotando en el universo. Y Pedro volvió a experimentar el irrefrenable impulso de estrecharla en sus brazos…


Finalmente, entrelazó los dedos y se apoyó también en la barandilla.


—Tu dinero fue un motivo de fricción entre tu hermana y tú, ¿verdad?


—Te felicito: lo has adivinado.


—No he hecho más que sumar dos y dos. Ya te había dicho que enseñaba matemáticas.


—Mi dinero era una de las cosas en las que Olga y yo no estábamos de acuerdo. Yo quería darle algo, pero ella siempre se negó a aceptarlo. Borya y ella eran felices con lo que tenían.


—¿Cómo era Borya?


—Es difícil describirlo con pocas palabras. Solía recordarme una de esas rocas de la costa que brillan al sol, sólidas y hermosas al mismo tiempo.


—Quiero que sepas que no pretendo ocupar su lugar en la vida de Sebastian —le aseguró Pedro—. Por eso le pedí que me llamara «papá» en inglés, en lugar del término correspondiente en ruso.


—Me alegro —Paula se volvió para mirarlo—. Borya te lo habría agradecido.


—¿A qué se dedicaba?


—Era pescador, como mi padre.


—Sebastián adora los barcos. Debe de ser por eso.


—Sí. Sebastian adoraba el barco de Borya. Y le encantaba ver los demás barcos en el puerto, también. Aunque ya no había tantos como en la época de mi padre. Las grandes fábricas de conservas de Murmansk cerraron tras la disolución de la Unión Soviética y las subvenciones para las regiones más alejadas del centro se cortaron de golpe.


—¿Cómo se las arreglaron los padres de Sebastián?


—Borya tuvo que vender lo que pescaba a barcos-factoría de empresas extranjeras. A veces se ausentaba durante meses enteros, y Olga tenía que hacer malabarismos con el poco dinero que tenían, pero siempre se negaron a aceptar ayuda alguna de mi parte. Borya rechazaba la caridad con la misma energía con que se negaba a recurrir al contrabando para complementar sus ingresos.


—¿Contrabando?


—En todos los puertos hay maneras de ganar un dinero extra si posees un barco, pero eso no era para Borya. Era un hombre orgulloso, y honrado. Olga se enamoró de él desde el primer momento. Y Sebastián nació de aquel amor —su voz se tornó ronca—. Era ella la hermana rica, no yo.


—Lo lamento, Paula. A veces me olvido de que Sebastián no fue el único que perdió a su familia en aquel accidente de coche. Tú también. Debió de haber sido un duro golpe.


—Fue como si me hubieran dejado abandonada en el mar, a la deriva. De alguna manera, volví a sentir lo mismo que cuando murieron mis padres. Sé que no los visitaba muy a menudo, pero la familia me daba estabilidad. Eran mi ancla con la vida. No habría podido sacar el coraje para hacer todas las cosas que he hecho si no hubiera sentido a mi familia conmigo, aquí dentro —se llevó una mano al corazón.


Pedro sabía lo que quería decir. Él debía todo lo que era a los Alfonso.


—Sebastián es el único familiar que me queda. Ésa es la otra razón por la que lo quiero tanto. Sin él, yo… estoy sola —soltó un tembloroso suspiro—. Perdona. Creo que he estado parloteando sin ton ni son.


—Yo a eso lo llamaría más bien expresar tus sentimientos.


De nuevo se volvió para mirarlo. La luna daba a sus ojos un brillo plateado, como de azogue.


—Háblame de tu familia, Pedro. ¿Tienes alguna hermana?


Vaciló. Desde el principio había pensado que la enorme extensión de la familia Alfonso constituiría la mejor baza a su favor a la hora de asegurarse la custodia de Sebastian. Y que cualquier niño se sentiría mucho mejor y más seguro rodeado de decenas de parientes que acompañado de un único familiar, su tía, para el caso. Pero no quiso comentarle nada de eso a Paula.


—¿Qué pasa? —inquirió ella—. ¿Tú puedes preguntarme por mi hermana pero yo no puedo preguntarte por la tuya?


—No, no es eso. Tengo una hermana mayor y dos más pequeñas. Mis dos hermanos son mayores que yo.


—¿Tienes tres hermanas y dos hermanos?


—Sí. Bianca, Barbara, Aurora, Leandro y Juan.


Paula pareció asimilar su información.


—Vaya. Tus padres escogieron hombres muy distintos.


—Es que lo único que nos dieron fue el apellido: el nombre ya lo llevábamos cada uno. Todos somos adoptados —vio que se llevaba una mano a la boca y sacudía lentamente la cabeza—. ¿Qué pasa?


—Eres adoptado —murmuró—. Jamás lo habría imaginado. ¿Es por eso por lo que te decidiste a adoptar un niño?


—Hubo varias razones. Una fue que sabía, por propia experiencia, que funcionaría. Estuve en varios hogares antes de que me acogieran los Alfonso. Me adoptaron formalmente al cabo de tres años.


—Pero no son tus verdaderos padres.


—En realidad, sí. Aunque biológicamente no lo sean —se giró para mirar el sofá donde Sebastian seguía durmiendo.


Y mientras contemplaba a su hijo, el recuerdo de sus primeras noches en la casa de los Alfonso asaltó su mente. De niño él tampoco había dormido bien, pero no sólo por las pesadillas, sino por el dolor de las heridas de la espalda. 


Paula siguió la dirección de su mirada.


—Por eso te muestras tan protector con Sebastián. Porque eras huérfano, como él.


—Yo no era huérfano, Paula.


—¿Qué quieres decir?


Decidió que no había motivo para edulcorar las cosas. Era más que probable que el abogado de Paula hubiera empezado a investigar su pasado. Los archivos oficiales estaban vedados al público, pero había mucha gente que conocía la verdad, así que no tenía nada que perder.


—Yo nunca conocí a mi padre. Tengo entendido que se ganaba la vida en los circuitos de rodeo, y que conoció a mi madre cuando estuvo de paso por Tulsa. Ella tenía quince años cuando se quedó embarazada y su familia la echó de casa.


—Dios mío… ¿qué hizo entonces?


—Viajó hacia el este con la idea de triunfar en Broadway, pero terminó en Burlington. No recuerdo gran cosa de aquellos primeros años, excepto que me quedaba sentado muy quietecito en la barra de la cafetería en la que trabajaba. Era camarera. Cuando cumplí cinco años, me prendió una nota a la camisa, me dejó en la cafetería cuando terminó su turno y ya no volvió más.


—¿Te abandonó?


—No puedo culparla. Apenas era una niña. No estaba preparada para ser madre.


—¿Y su familia, sus abuelos? ¿No te ayudaron?


—No. Se avergonzaron tanto de ella como de mí.


Paula le agarró el brazo con las dos manos.


—¡Eras un inocente niño! ¡Me resulta inconcebible!


—Sobreviví.


—Los niños son como tesoros. Sus familiares están obligados a responsabilizarse de ellos.


—La gente no necesita estar biológicamente emparentada para formar una familia. Yo soy la prueba viviente de ello.


—Pero tú tenías familiares, ¿no? Deberían haberte ayudado.


Pedro bajó la mirada al brazo que todavía lo estaba agarrando. No le sorprendía su reacción. Paula tenía un concepto muy alto de la familia y estaba indignada. Sabía que no debería interpretar aquel contacto de una manera demasiado personal… por mucho que le gustara.


—Ser padre de un niño no te convierte automáticamente en un padre adecuado.


Paula se quedó callada por un momento.


—¿Sigues hablando de ti o te estás refiriendo a Sebastian?


—Lo que he dicho es aplicable a los dos. Un padre biológico no tiene por qué ser un buen padre.


Murmurando una especie de juramento en ruso, soltó su brazo y le dio un manotazo en el pecho.


—¿Siempre tienes que ser mi enemigo? ¿No podemos olvidar nuestras diferencias por un momento?


Pedro la sujetó de la muñeca.


—Sabes que no puedo.


—¿Por qué?


—Porque ésa es la razón por la que estás aquí.


—¿Aquí?¿Qué quieres decir?


—En este barco. En mi vida. Hablándome como lo estás haciendo ahora. Somos enemigos, Paula. Ninguno de los dos debería olvidar eso.


Le brillaban los ojos. Esa vez fue ella quien alzó la mirada hasta el lugar donde la estaba tocando: la muñeca. La manga de la chaqueta del pijama había resbalado hasta el codo, descubriendo su esbelto brazo. La mano ancha y morena de Pedro contrastaba con la blancura de su piel.


Pedro deslizó el pulgar por la parte interior de su muñeca. Podía sentir la aceleración de su pulso, reflejo de una excitación que parecía igualarse a la suya.


—Creo que deberías marcharte, Pedro —le espetó.


No pudo evitarlo. Sin pensárselo dos veces, tiró de ella hacia sí. Vio que entreabría los labios: si fue para protestar o para formular una invitación, nunca lo supo. Un movimiento en el salón llamó su atención. Sebastián se había despertado y los estaba mirando.


Pedro se dio cuenta de que debería sentirse agradecido por la interrupción. Aunque mucho tiempo después de haberse llevado a su hijo al camarote… seguía sin estar muy convencido de ello.



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