sábado, 25 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 17




El pequeño café se hallaba a kilómetros de distancia del recinto medieval que tanto atraía a los turistas, en Dubrovnik. No había iglesias o fuentes pintorescas en aquella calle, ni tiendas de moda, ni vistas panorámicas. El sol que se derramaba sobre los rojos tejados de la ciudad aún no había penetrado en las sombras de aquel barrio. Varias bombillas amarillas colgaban sobre una mezcla de sillas cromadas, asientos de vinilo y mesas de madera.


Como era habitual, a Ilya Fedorovich no le importaba la mezquindad de aquel ambiente. 


Las posibilidades de que cualquier agencia gubernamental de seguridad lo estuviera buscando precisamente allí, en Croacia, eran prácticamente nulas. Sólo el marinero ruso con quien estaba citado sabía dónde estaba. Y lo que le pasaría si decidía irse de la lengua.
Ilya eligió una mesa en una esquina, de cara a la puerta. Pidió un café para que la camarera lo dejara en paz, pero apenas lo probó. No necesitaba cafeína. Ya estaba experimentando una deliciosa excitación en la sangre ante la perspectiva de matar. El Sueño de Alexandra había atracado una hora atrás, siguiendo estrictamente su calendario.


Intentaba dominar su impaciencia mientras observaba la puerta. Cinco minutos después entró un hombre bajo y moreno, ataviado con un impermeable de marinero, que se dirigió directamente a su mesa.


—El niño que está buscando está a bordo —dijo mientras tomaba asiento.


Ilya lo estudió detenidamente para asegurarse de que no le estaba diciendo simplemente lo que sabía que él quería escuchar. Se había entrevistado con Mauro por primera vez en Moscú, diez años atrás, cuando estaba trabajando en un taller de coches. No había hecho preguntas mientras arreglaba los agujeros de bala del vehículo de Ilya, algo que seguramente se habría debido más a una cuestión de cobardía que de inteligencia. Luego se había enrolado como marinero de cruceros, entre otras razones para evitar a una novia demasiado demandante.


Era un débil. Una bala habría resuelto fácilmente el problema de aquella mujer.


—¿Tienes alguna prueba?


—Da. Una amistad me ha pasado la lista de pasajeros —sacó varios papeles de un bolsillo de su impermeable y los extendió sobre la mesa—. Está aquí, en la cubierta siete. Pedro Alfonso y Sebastián Gorsky. Alfonso es su padre adoptivo. Probablemente todavía no habrá tenido tiempo de cambiarle el apellido; por eso figura el antiguo en los documentos de viaje.
Ilya recogió los papeles y se los guardó en su gabardina. Al fin. Aquello confirmaba la información que le había facilitado Serguéi: ahora sabía exactamente dónde se encontraba su objetivo. La finalización de su trabajo sólo era cuestión de tiempo.


—Mauro, ¿a quién más le has contado esto?


—¿Qué? No se lo he dicho a nadie.


—¿Entonces quién te ha facilitado la lista de pasajeros?


—Ella no es nadie.


—¿Otra novia?


—Bueno, sí, pero yo no le expliqué lo que necesitaba saber. No quiero problemas.


Gotas de sudor perlaban su frente.


—¿Entonces por qué estás tan nervioso?


—Er, yo… no he podido conseguirte una credencial de tripulante.


Ilya frunció el ceño. Confirmar que el niño Gorsky se hallaba a bordo era el primer paso: el siguiente era embarcar en el crucero. Lo cual no era tan sencillo como abordar un tren o un ferry. 


Era demasiado tarde para comprar un pasaje. 


No se permitían visitantes a bordo. El mejor método era hacerse pasar por un miembro de la tripulación: por eso había ordenado a Mauro que le consiguiera una credencial.


—Pues tendrás que subirme a bordo de otra forma.


—No puedo. Las medidas de seguridad son demasiado rígidas.


—Siempre hay agujeros. Filtraciones.


—No, te lo aseguro. El jefe de seguridad conoce su oficio. Gideon Dayan es muy eficaz. Y el capitán Pappas es un hueso duro de roer. Es el viaje de bautismo del crucero y está siguiendo el manual al pie de la letra, como si quisiera demostrarse algo a sí mismo.


—No es eso lo que yo quería escuchar, Mauro.


El marinero se pasó un dedo por la boca. El sudor se le había acumulado justo encima del labio superior.


—Mire, no es culpa mía. Yo he hecho todo lo que he podido.


Ilya le lanzó una mirada cargada de desprecio. Aquel hombre era demasiado débil para obedecer una simple orden. Y su credencial no le serviría de nada: era moreno y demasiado bajo para que pudiera suplantarlo.


—Sólo es un niño —dijo de pronto Mauro.


—¿Qué quieres decir?


—¿Pretende matarlo? Si ha sido testigo de algo, es demasiado pequeño para que lo crean y…
Ilya sacó la mano del bolsillo donde había guardado los papeles para hundirlo en aquél en el que llevaba la pistola. Los cobardes podían ser peligrosos en los momentos difíciles. Podían olvidarse de su lealtad y hablar con gente equivocada.


—¿Qué te pasa? Pareces nervioso.


—Lo siento, yo no quería ofenderlo…


—Habla. Estamos en un lugar público. ¿Acaso te habría traído a un lugar como éste si hubiera querido hacerte algún daño?


Mauro echó un vistazo a su alrededor y luego volvió a mirar a Ilya, ya más tranquilo, como si hubiese encontrado consuelo en el salón lleno de clientes.


—Por lo que he oído, el niño se va a América. Eso queda muy lejos de su territorio. Quizá lo más fácil sería dejarlo en paz…


Los labios de Ilya se curvaron mientras acariciaba el seguro de su pistola. Mauro debió de interpretar su mueca como una sonrisa, porque se inclinó hacia él y empezó a hablar a mayor velocidad, con más confianza.


—El niño estará al otro lado del mundo. No representará ninguna amenaza para nadie. No debe de tener ni siquiera cinco años. ¿Por qué no se compadece de él…?


La cicatriz de Ilya era un recordatorio de la única vez que había mostrado algo de compasión. Mauro se equivocaba. La compasión podía llegar a ser letal.


Estiró una mano para agarrarlo de un hombro, en un gesto que cualquier observador habría interpretado como un gesto de amistad o simpatía. Luego sacó su pistola por debajo de la mesa y le descerrajó dos tiros.


La pistola llevaba silenciador, de manera que nadie oyó nada en medio del bullicio reinante. 


Mauro bajó la mirada con gesto sorprendido a los dos agujeros rojos que se abrían en su impermeable. Ilya le había disparado justamente en el diafragma, con la intención de que la mayor parte de la sangre se vertiera hacia dentro. Eso reduciría la cantidad de oxígeno con cada bocanada de aire, con lo que no tardaría en perder el sentido.


Volvió a guardarse la pistola y colocó a Mauro sobre la mesa con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, como si estuviera durmiendo. Aquel asesinato no estaba planeado. Había sido una cuestión de pura necesidad.


Aun así, la excitación volvía a correr por sus venas. Se le había hecho la boca agua. La familiar neblina roja volvía a enturbiarle la mirada. Transcurriría todavía un buen rato antes de que alguien pudiera descubrir algo extraño.
Ilya volvió a hundir la mano en el bolsillo del arma y acarició con el pulgar el cañón de la pistola recién disparada. Luego se mordió la cara interior de la mejilla atravesada por la cicatriz, para llenarse la boca de sabor a sangre… y se dedicó a observar la agonía de Mauro.




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