sábado, 25 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 18




El taxi intentaba sortear el tráfico hacia el puerto de Dubrovnik, obligado a detenerse a cada momento. Pedro miraba continuamente su reloj. Paula apretaba los dientes: era la única manera que tenía de mantener su sonrisa, dado lo mucho que le dolían los músculos de la cara. 


Estaba harta de tanta amabilidad y educación.


—No está lejos.


—El barco zarpa a las seis.


—Sí, ya lo sé. Conozco el programa.


—Si la gente se atiene a los programas es por algo, Paula. Para prevenir situaciones como la que estamos viviendo ahora.


Paula se cruzó de brazos para dominar el impulso de pegarle. Pero aunque lo hubiera hecho, seguramente Pedro habría respondido con una sonrisa, fingiendo que solamente había querido sacudirle una mosca de la camisa.


Aquel día había sido todo amabilidad: desde que se encontró con ella en el vestíbulo para desembarcar los tres y dar una vuelta por Dubrovnik. Para entonces no había quedado ni rastro del hombre despeinado, angustiado, apasionado que se había presentado la noche anterior en su suite.


¿Era ella la única que no podía olvidar el episodio ocurrido en la terraza de su camarote, a la luz de la luna? ¿Acaso se había imaginado la corriente de atracción que había circulado entre ellos? Había estado tan cerca de… ¿de qué? ¿De besarlo?


—La excursión que yo había reservado nos habría dejado en el muelle a eso de las cuatro.


¿Cómo podía estar pensando en besarlo cuando, durante la mayor parte del tiempo, lo que quería era abofetearlo?


—La excursión que tú contrataste nos habría aburrido mortalmente.


—Un padre responsable planifica las cosas. La estabilidad es vital para un niño.


—Se ha divertido.


—Está agotado.


Era cierto. Paula había pretendido en un principio enseñarle los monumentos de la antigua ciudad, pero después de verlo jugar con los cañones de la fortaleza, había cambiado de idea. Y durante el resto del día habían cambiado continuamente de autobús y de taxi, deteniéndose a explorar toda aquello que había llamado la atención del Sebastián, desde la balaustrada de una antigua iglesia hasta la colorida decoración del carro de un vendedor de castañas. En vez de por un mapa, se habían dejado guiar por su capricho.


Paula descruzó los brazos para acariciar la frente de Sebastian. Se había dormido sentado entre los dos y tenía la cabeza apoyada en el brazo de Pedro, de manera que cuando ella le tocaba el pelo, podía rozar su bíceps con la punta de los dedos.


Se había estado fijando en sus músculos durante todo el día. Su sencilla y aburrida camiseta de golf no había podido disimular su torso de atleta. Le había dicho que impartía la asignatura de educación física y que su padre biológico había sido vaquero de rodeo. Eso podía explicar su impresionante físico y su parecido con un cowboy. Y, tal como había descubierto el día anterior, podía llegar a ser muy tierno acariciando a una mujer. La manera en que le había acariciado la muñeca con un solo dedo la había dejado estremecida.


Pero lo que más le había conmovido era la historia que le había contado. Él mismo era un hijo adoptado y quería adoptar a un niño. En lugar de amargarle, el recuerdo de su desgraciada infancia lo había impulsado a devolver el mismo bien que había recibido de manos de los Alfonso. Y eso era algo que Paula habría encontrado admirable… si no se hubiera tratado de su niño. De su Sebastian.


«Somos enemigos, Paula. Ninguno de los dos debería olvidar eso». Las palabras que le había dirigido la víspera no habían dejado de acosarla en todo el día. Por supuesto, sabía que había hecho bien recordándoselo.


—La caja de música que le has regalado a Sebastián tiene algunas aristas que pueden resultar peligrosas —le dijo de pronto él—. Me gustaría limárselas antes de que se la entregues.


Paula ya no apretaba los dientes, ya que la mandíbula estaba empezando a dolerle tanto como los músculos de la cara, así que se mordió el labio inferior. Abrió la bolsa y sacó el regalo al que se había referido Pedro.


Era una caja preciosa, un regalo poco apropiado para un niño: forrada de cristal azul cobalto con una filigrana de plata. Los hilos de metal se alzaban en las esquinas, y sólo en ese momento se dio cuenta de que Sebastian podría pincharse con ellas o enganchárselas en la ropa. No se le había ocurrido cuando la compró. La había visto en un escaparate y no había podido resistir la tentación.


La filigrana representaba dos diminutos pájaros posados en una rama de alambre. Sus cabecitas se movían al son de la música, lo que hizo reír a Sebastián cuando se la enseñó. Pero la melodía era triste: La Canción de Lara, el famoso tema musical de la película Doctor Zhivago, besada en la novela de Pasternak. Una novela cuyo argumento no era otro que el de dos amantes destinados a separarse. En la literatura rusa, la mayor parte de las historias de amor terminaban mal.


Volvió a guardar la caja y le tendió la bolsa.


—Le encanta la música.


—Sí. Es un regalo bonito. Es sólo que…


—No es seguro, ni apropiado. Ni inteligente. Demasiado extravagante. Ya he escuchado eso antes.


—Paula…


—¿Estás intentando mostrarte poco agradable a propósito?


—No sé lo que quieres decir.


—Pues deberías —apoyó un brazo sobre el respaldo del asiento mientras se volvía para mirarlo—. Anoche yo conocí al verdadero Pedro. No estaba obsesionado con los programas ni las planificaciones. Era un hombre bueno y amable. Me escuchó cuando le conté la historia de mi familia y me estuvo hablando de la suya. Me demostró cuan profundamente se preocupaba por su sobrino.


—Mi hijo —la corrigió él.


—¿Lo ves? Durante todo el día no has perdido la oportunidad de mostrarte desagradable.


—Soy la misma persona.


—Exteriormente sí, pero… ¿y aquí? —le clavó un dedo en el pecho—. Eres el Señor Padre Perfecto que no pierde una sola oportunidad de marcarse puntos a su favor.


—¿Y tú no?


—¿Yo? —se llevó una mano a la base del cuello.


Pedro siguió su gesto con la mirada. Un músculo latía en su mandíbula.


—No te hagas la inocente. Te apropiaste de la excursión que yo había planeado para hacer ostentación de tus virtudes. Desde que bajamos del barco te has pasado cada minuto demostrando lo mucho que sabes sobre esta ciudad.


—Conozco muy bien Dubrovnik, al igual que muchas otras ciudades europeas.


—Sí. Y sabes croata y Dios sabe cuántos idiomas más.


—Sólo cuatro, sin contar el ruso.


—Y sabes cómo enseñar historia a un niño de cinco años sin que se aburra.


—Eso es porque no fue una lección en el marco de una clase oficial.


—Y has hecho reír a Sebastian. En cuatro días no lo había oído reír así, pero tu estúpido, caprichoso y completamente inapropiado regalo le ha arrancado una carcajada.


—Sí. ¿Tienes algún problema con eso también?


—No.


—Porque a veces los niños necesitan algo más que… —se interrumpió en seco—. ¿Has dicho «no»?


Pedro sonrió. Y no con una de esas sonrisas frías y corteses que había estado exhibiendo durante todo el día. Esa era real. Era una sonrisa del hombre que se ocultaba debajo de aquella sencilla y aburrida camiseta de golf.


—Gracias, Paula —murmuró—. La risa de Sebastián es el mejor regalo que has podido hacernos.


Se alegró de llevar gafas oscuras. Porque así Pedro no podía ver las lágrimas que habían asomado a sus ojos. Maldijo para sus adentros. Discutir era mucho más fácil.


De repente el autobús que iba delante de ellos arrancó. Paula urgió al taxista a que aprovechara la oportunidad. Le prometió doblarle la carrera si conseguía llevarlos al muelle a tiempo de abordar el barco. El hombre aceleró y adelantó al autobús.


El movimiento despertó a Sebastian. Miró a su alrededor con expresión soñolienta, hasta que se fijó en Paula.


—Ya casi hemos llegado, Sebasvovovichki —le dijo ella.


El niño se metió el pulgar en la boca. Por encima de su cabecita. Pedro la miró.


—Probablemente tenga hambre.


—Sí, ya conozco el programa. Una cena temprana en el jardín-terraza de la cubierta Artemis: actividad número ocho de la agenda del día —Paula rebuscó en su bolso y sacó una chocolatina—. Con esto podrá ir tirando hasta que lleguemos al barco.


—¿Has oído hablar de la palabra «nutrición sana»?


Sebastian se sacó el dedo de la boca y engulló la chocolatina. Masticando a dos carrillos, se puso de rodillas en el asiento y se volvió para mirar por el parabrisas trasero.


—Tendremos suerte si no vomita —murmuró Pedro.


—Está acostumbrado a viajar —le dijo Paula. No iba a hablarle de las ocasiones en que lo había atiborrado a dulces, se había puesto luego a correr con él y al final había terminado vomitando—. Procede de una dinastía de pescadores. Se necesitaría algo más que este vaivén para hacerlo vomitar.


El taxi dobló una esquina y aceleró colina abajo. Paula tomó a Sebastián de los hombros y lo hizo sentarse de nuevo. Con la velocidad que estaba tomando el taxi, le habría gustado que tuviera cinturones de seguridad. Se arrepintió también de no haber prestado mayor atención a la hora: si lo hubiera hecho, no habrían tenido que apresurarse tanto. Pedro tenía razón en el valor de los programas y planificaciones, sobre todo con niños de por medio. Lo que no significaba que estuviera dispuesta a reconocerlo…


Llegaron con el tiempo justo. Paula añadió una generosa propina a la carrera duplicada del taxi, mientras Pedro recogía la bolsa con la caja de música y ayudaba a Sebastian a bajar del coche. El taxi los había dejado cerca del muelle, pero todavía tenían que pasar el control de seguridad portuaria antes de abordar el barco. 


Tal y como habían hecho durante todo el día, Pedro lo tomó de una mano y Paula de la otra. No habían avanzado más de tres pasos cuando el niño se puso a temblar.


El primer pensamiento de Paula fue que se había empachado de chocolate. Pero no estaba doblado sobre sí mismo o con las manos en el estómago. Estaba mirando hacia atrás.


—Hey, ¿qué pasa? —le preguntó Pedro. Arrodillándose frente a él, abrió los brazos—. ¿Quieres que te lleve a hombros?


—He visto… al monstruo —pronunció Sebastián, mirando a uno y a otra.


—¿Qué? No, hijo, eso era sólo…


—El monstruo —repitió—.¡Eevyerg! —y tiró de ellos, lejos de la acera donde los había dejado el taxi.


—Eso sólo era un sueño —le dijo Paula en ruso—. No era real. No hay ningún monstruo aquí, Sebastián. No tienes por qué tener miedo.


Pero el niño seguía tirando de ellos. Pedro lo levantó en brazos.


—No te preocupes por los monstruos, Sebastian —le dijo mientras se dirigía hacia la terminal del crucero—. No se acercarán a ti mientras yo esté contigo. Te lo prometo.


Paula miró también hacia atrás, pero por supuesto no había ningún monstruo: sólo más taxis descargando pasajeros y un par de policías uniformados acercándose a un coche patrulla. 


Detrás de ellos, un camión de carga estaba maniobrando cerca de un grupo de estibadores.


Por un instante creyó ver a un hombre alto con un largo abrigo negro al otro lado del camión…


Eso debía de ser lo que tanto había alterado a Sebastian. Cansado y hambriento como estaba, el niño había visto a un hombre con un abrigo negro… y su imaginación había hecho el resto.




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