sábado, 25 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 16
Probablemente no había sido la decisión más inteligente del mundo, pero lo que más le preocupaba en aquel momento era Sebastián, y no el impacto que lo sucedido aquella noche pudiera tener sobre el pleito sobre su custodia. Y sobre su propia libido.
Se pasó una mano por el pelo. Ése era precisamente el otro motivo de su inquietud.
Había hecho todo lo posible por evitarlo, pero lo cierto era que se había sentido físicamente atraído por Paula desde el momento en que le abrió la puerta de su camarote. Había sido una reacción natural, dado su estado de preocupación y la avanzada hora de la noche…
De acuerdo, Paula era una mujer muy atractiva. Eso estaba muy claro. Tendría que haber estado ciego para no fijarse en lo bien que le sentaba aquel pijama de satén, que acariciaba su cuerpo como si fuera agua. O en los maravillosos reflejos cobrizos de su pelo. Iba descalza, y las uñas pintadas de color fucsia asomaban tentadoramente bajo su pijama…
Pero, para Pedro, su rasgo más atractivo no era en absoluto físico. Era el amor que había visto reflejado en su rostro mientras arrullaba a su hijo. Y que pudiera encontrar atractivo eso resultaba absurdo. Precisamente porque amaba a Sebastian, Paula estaba decidida a arrebatárselo. Pedro no era tan estúpido como para pensar que aquella tácita tregua pudiera durar más de lo que ya había durado. Una vez que la crisis había pasado y Sebastián dormía plácidamente, Paula utilizaría aquella situación en su propio beneficio. Era demasiado inteligente para no hacerlo.
—Puedes dejar aquí a Sebastián durante el resto de la noche, Pedro. Yo te lo devolveré por la mañana.
—No, gracias, Paula. Esperaré unos minutos más y luego me lo llevaré a mi camarote.
—Puede que quiera volver a hablar cuando se despierte. Y entonces sería mejor que estuviera con alguien que hablase ruso.
—Te agradezco la oferta, pero soy su padre y ya encontraré alguna manera de arreglármelas.
—Otra vez estás hablando con ese tono…
—¿Qué tono?
—El de un profesor preocupado por su calendario de actividades. No estoy intentando aprovecharme de ti o marcarme un punto a mi favor, Pedro. Estoy pensando en Sebastian.
—Por supuesto.
—En periodos de cambio, de alteraciones, se suelen tener pesadillas. Y Sebastián ha padecido demasiados cambios. Ha perdido su hogar y sus padres, y ahora está a punto de perder su cultura y su lengua materna. En sus actuales condiciones, creo que se sentiría mucho mejor conmigo.
—Para alguien que no pretende marcarse un punto a su favor, estás demostrando tener un buen saque.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Es algún término americano de béisbol?
—De tenis o de voleibol, más bien. ¿No eres aficionada a los deportes?
—No.
—La mayoría de los niños adoran los deportes.
Paula alzó la barbilla.
—Por el bien de Sebastian, estoy dispuesta a corregirme.
—En mi instituto, enseño matemáticas y educación física. Estoy capacitado para instruir a Sebastian en cualquier deporte.
—Y yo puedo conseguirle un entrenador personal. Podría incluso comprarle un equipo de béisbol, si él me lo pidiera.
—Pero no puedes comprarle su propia autoestima. Eso es algo que tiene que ganarse él.
—¿Has criado a algún niño antes? —le preguntó ella.
—No, pero…
—Pues entonces no estás más cualificado para ello que yo.
—Sé que un niño no necesita ser rico para ser feliz. El dinero no puede comprar las cosas importantes de la vida.
Paula bebió un trago de refresco para pasar el nudo que se le había formado en la garganta.
—Eso ya me lo habían dicho.
—¿Quién?
—Mi hermana. Un punto a su favor, señor Alfonso —pasó de largo frente a él, abrió la puerta corredera y salió a la terraza. Después de dejar el vaso sobre una mesa baja, se acodó en la barandilla.
Pedro había querido marcarse un punto, desde luego, pero no a costa de incomodarla. O de tocarle una fibra sensible. La siguió a la terraza.
—Paula…
—Avísame cuando estés listo para irte —le dijo sin volverse.
Sabía que debería marcharse. No tenía sentido prolongar su estancia, y sin embargo se acercó a ella. La noche estrellada se abría ante ellos, confundiéndose con el mar: era una sensación mágica, como si estuvieran flotando en el universo. Y Pedro volvió a experimentar el irrefrenable impulso de estrecharla en sus brazos…
Finalmente, entrelazó los dedos y se apoyó también en la barandilla.
—Tu dinero fue un motivo de fricción entre tu hermana y tú, ¿verdad?
—Te felicito: lo has adivinado.
—No he hecho más que sumar dos y dos. Ya te había dicho que enseñaba matemáticas.
—Mi dinero era una de las cosas en las que Olga y yo no estábamos de acuerdo. Yo quería darle algo, pero ella siempre se negó a aceptarlo. Borya y ella eran felices con lo que tenían.
—¿Cómo era Borya?
—Es difícil describirlo con pocas palabras. Solía recordarme una de esas rocas de la costa que brillan al sol, sólidas y hermosas al mismo tiempo.
—Quiero que sepas que no pretendo ocupar su lugar en la vida de Sebastian —le aseguró Pedro—. Por eso le pedí que me llamara «papá» en inglés, en lugar del término correspondiente en ruso.
—Me alegro —Paula se volvió para mirarlo—. Borya te lo habría agradecido.
—¿A qué se dedicaba?
—Era pescador, como mi padre.
—Sebastián adora los barcos. Debe de ser por eso.
—Sí. Sebastian adoraba el barco de Borya. Y le encantaba ver los demás barcos en el puerto, también. Aunque ya no había tantos como en la época de mi padre. Las grandes fábricas de conservas de Murmansk cerraron tras la disolución de la Unión Soviética y las subvenciones para las regiones más alejadas del centro se cortaron de golpe.
—¿Cómo se las arreglaron los padres de Sebastián?
—Borya tuvo que vender lo que pescaba a barcos-factoría de empresas extranjeras. A veces se ausentaba durante meses enteros, y Olga tenía que hacer malabarismos con el poco dinero que tenían, pero siempre se negaron a aceptar ayuda alguna de mi parte. Borya rechazaba la caridad con la misma energía con que se negaba a recurrir al contrabando para complementar sus ingresos.
—¿Contrabando?
—En todos los puertos hay maneras de ganar un dinero extra si posees un barco, pero eso no era para Borya. Era un hombre orgulloso, y honrado. Olga se enamoró de él desde el primer momento. Y Sebastián nació de aquel amor —su voz se tornó ronca—. Era ella la hermana rica, no yo.
—Lo lamento, Paula. A veces me olvido de que Sebastián no fue el único que perdió a su familia en aquel accidente de coche. Tú también. Debió de haber sido un duro golpe.
—Fue como si me hubieran dejado abandonada en el mar, a la deriva. De alguna manera, volví a sentir lo mismo que cuando murieron mis padres. Sé que no los visitaba muy a menudo, pero la familia me daba estabilidad. Eran mi ancla con la vida. No habría podido sacar el coraje para hacer todas las cosas que he hecho si no hubiera sentido a mi familia conmigo, aquí dentro —se llevó una mano al corazón.
Pedro sabía lo que quería decir. Él debía todo lo que era a los Alfonso.
—Sebastián es el único familiar que me queda. Ésa es la otra razón por la que lo quiero tanto. Sin él, yo… estoy sola —soltó un tembloroso suspiro—. Perdona. Creo que he estado parloteando sin ton ni son.
—Yo a eso lo llamaría más bien expresar tus sentimientos.
De nuevo se volvió para mirarlo. La luna daba a sus ojos un brillo plateado, como de azogue.
—Háblame de tu familia, Pedro. ¿Tienes alguna hermana?
Vaciló. Desde el principio había pensado que la enorme extensión de la familia Alfonso constituiría la mejor baza a su favor a la hora de asegurarse la custodia de Sebastian. Y que cualquier niño se sentiría mucho mejor y más seguro rodeado de decenas de parientes que acompañado de un único familiar, su tía, para el caso. Pero no quiso comentarle nada de eso a Paula.
—¿Qué pasa? —inquirió ella—. ¿Tú puedes preguntarme por mi hermana pero yo no puedo preguntarte por la tuya?
—No, no es eso. Tengo una hermana mayor y dos más pequeñas. Mis dos hermanos son mayores que yo.
—¿Tienes tres hermanas y dos hermanos?
—Sí. Bianca, Barbara, Aurora, Leandro y Juan.
Paula pareció asimilar su información.
—Vaya. Tus padres escogieron hombres muy distintos.
—Es que lo único que nos dieron fue el apellido: el nombre ya lo llevábamos cada uno. Todos somos adoptados —vio que se llevaba una mano a la boca y sacudía lentamente la cabeza—. ¿Qué pasa?
—Eres adoptado —murmuró—. Jamás lo habría imaginado. ¿Es por eso por lo que te decidiste a adoptar un niño?
—Hubo varias razones. Una fue que sabía, por propia experiencia, que funcionaría. Estuve en varios hogares antes de que me acogieran los Alfonso. Me adoptaron formalmente al cabo de tres años.
—Pero no son tus verdaderos padres.
—En realidad, sí. Aunque biológicamente no lo sean —se giró para mirar el sofá donde Sebastian seguía durmiendo.
Y mientras contemplaba a su hijo, el recuerdo de sus primeras noches en la casa de los Alfonso asaltó su mente. De niño él tampoco había dormido bien, pero no sólo por las pesadillas, sino por el dolor de las heridas de la espalda.
Paula siguió la dirección de su mirada.
—Por eso te muestras tan protector con Sebastián. Porque eras huérfano, como él.
—Yo no era huérfano, Paula.
—¿Qué quieres decir?
Decidió que no había motivo para edulcorar las cosas. Era más que probable que el abogado de Paula hubiera empezado a investigar su pasado. Los archivos oficiales estaban vedados al público, pero había mucha gente que conocía la verdad, así que no tenía nada que perder.
—Yo nunca conocí a mi padre. Tengo entendido que se ganaba la vida en los circuitos de rodeo, y que conoció a mi madre cuando estuvo de paso por Tulsa. Ella tenía quince años cuando se quedó embarazada y su familia la echó de casa.
—Dios mío… ¿qué hizo entonces?
—Viajó hacia el este con la idea de triunfar en Broadway, pero terminó en Burlington. No recuerdo gran cosa de aquellos primeros años, excepto que me quedaba sentado muy quietecito en la barra de la cafetería en la que trabajaba. Era camarera. Cuando cumplí cinco años, me prendió una nota a la camisa, me dejó en la cafetería cuando terminó su turno y ya no volvió más.
—¿Te abandonó?
—No puedo culparla. Apenas era una niña. No estaba preparada para ser madre.
—¿Y su familia, sus abuelos? ¿No te ayudaron?
—No. Se avergonzaron tanto de ella como de mí.
Paula le agarró el brazo con las dos manos.
—¡Eras un inocente niño! ¡Me resulta inconcebible!
—Sobreviví.
—Los niños son como tesoros. Sus familiares están obligados a responsabilizarse de ellos.
—La gente no necesita estar biológicamente emparentada para formar una familia. Yo soy la prueba viviente de ello.
—Pero tú tenías familiares, ¿no? Deberían haberte ayudado.
Pedro bajó la mirada al brazo que todavía lo estaba agarrando. No le sorprendía su reacción. Paula tenía un concepto muy alto de la familia y estaba indignada. Sabía que no debería interpretar aquel contacto de una manera demasiado personal… por mucho que le gustara.
—Ser padre de un niño no te convierte automáticamente en un padre adecuado.
Paula se quedó callada por un momento.
—¿Sigues hablando de ti o te estás refiriendo a Sebastian?
—Lo que he dicho es aplicable a los dos. Un padre biológico no tiene por qué ser un buen padre.
Murmurando una especie de juramento en ruso, soltó su brazo y le dio un manotazo en el pecho.
—¿Siempre tienes que ser mi enemigo? ¿No podemos olvidar nuestras diferencias por un momento?
Pedro la sujetó de la muñeca.
—Sabes que no puedo.
—¿Por qué?
—Porque ésa es la razón por la que estás aquí.
—¿Aquí?¿Qué quieres decir?
—En este barco. En mi vida. Hablándome como lo estás haciendo ahora. Somos enemigos, Paula. Ninguno de los dos debería olvidar eso.
Le brillaban los ojos. Esa vez fue ella quien alzó la mirada hasta el lugar donde la estaba tocando: la muñeca. La manga de la chaqueta del pijama había resbalado hasta el codo, descubriendo su esbelto brazo. La mano ancha y morena de Pedro contrastaba con la blancura de su piel.
Pedro deslizó el pulgar por la parte interior de su muñeca. Podía sentir la aceleración de su pulso, reflejo de una excitación que parecía igualarse a la suya.
—Creo que deberías marcharte, Pedro —le espetó.
No pudo evitarlo. Sin pensárselo dos veces, tiró de ella hacia sí. Vio que entreabría los labios: si fue para protestar o para formular una invitación, nunca lo supo. Un movimiento en el salón llamó su atención. Sebastián se había despertado y los estaba mirando.
Pedro se dio cuenta de que debería sentirse agradecido por la interrupción. Aunque mucho tiempo después de haberse llevado a su hijo al camarote… seguía sin estar muy convencido de ello.
viernes, 24 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 15
Era él, efectivamente, pero casi no lo reconoció.
Estaba despeinado, sin afeitar. Una sombra de preocupación nublaba su mirada. Todo eso lo asimiló de un solo vistazo antes de concentrar su atención en el niño que sostenía en sus brazos. Sebastián tenía los ojos hinchados y las mejillas bañadas en lágrimas.
—Paula, necesito tu ayuda.
Agarrándolo de un brazo, lo hizo pasar inmediatamente.
—¿Qué ha pasado?
—Ha tenido otra pesadilla. Esta vez no he podido calmarlo. Tiene miedo de algo, pero no puedo entender lo que dice. Tenía la esperanza de que tú pudieras traducírmelo. Intenté llamarte, pero tenías el teléfono ocupado.
—Estaba hablando con Rodolfo. Sebastián, ¿qué pasa? —le preguntó en ruso.
Sebastian soltó otro sollozo antes de enterrar la cara en el cuello de Pedro. Paula apartó los folletos del suelo para facilitarle el paso y señaló el sofá.
Pedro se sentó y acomodó al niño en su regazo.
—¿Ves? Aquí está la tía Pau. No pasa nada. Todo saldrá bien.
Paula tomó asiento a su lado y volvió a preocuparse por lo que le sucedía. Fue inútil. Seguía llorando, incapaz de hablar. Pedro la miró.
—Hace un momento, antes de abandonar el camarote, estaba hablando a toda velocidad. No paraba de decir algo así como eevyerg.
—Eso significa «monstruo». Como en los cuentos infantiles. Un ogro.
—Dijo más cosas, pero no podía entenderlo.
—No recuerdo que Olga me comentara que Sebastián tuviera muchas pesadillas. Era un niño muy feliz. Probablemente tenga que ver con lo que le sucedió el pasado verano. Incluso un adulto tendría pesadillas después de lo que le pasó.
—Estaba intentando decirme lo que le aterrorizaba, Paula —Pedro le cubrió una mano con la suya—. Sea lo que sea, quiero ayudarlo a luchar contra ello.
Pese a su preocupación por Sebastián, Paula no pudo evitar pensar en el propio Pedro. Una vez más se preguntó cómo había podido tomarlo por un hombre frío y desapasionado. Los relámpagos de emoción que había vislumbrado durante los dos últimos días no eran nada comparados con la cruda angustia que en aquel momento podía leerse en sus ojos.
—Esto es importante —insistió con voz ronca—. Sebastian necesita comprender que alguien está dispuesto a escucharlo y ayudarlo, porque si no, volverá a cerrarse sobre sí mismo. Por favor, inténtalo de nuevo.
—Está bien. Déjamelo.
Pedro no se opuso. Apartándose, dejó que Paula levantara al pequeño y lo sentara en su regazo.
De repente Paula experimentó una punzada de incertidumbre. En sus visitas a su familia, sólo había conocido al Sebastian divertido, bromista. Había sido Olga quien se había encargado de él cuando tenía sueño o se ponía de mal humor, y de paso no había perdido ocasión de recordarle lo poco que sabía sobre niños.
Pero no era ése el momento más adecuado para lamentar su falta de preparación maternal. Como solía hacer cuando se enfrentaba con algún problema, decidió seguir su intuición. Acercando los labios a su oído, se puso a tararear una de las canciones que su padre solía tocar. Aunque era un pobre sustituto de la balalaica de su padre o de la voz de Olga, los sollozos de Sebastián empezaron a espaciarse. Le habló en ruso de cosas insustanciales pero tranquilizadoras, como la forma de los bombones que había comido esa mañana o los veleros que había visto en el puerto de Katakolon. Y cuando volvió a preguntarle por lo que había soñado, finalmente comenzó a hablar.
Pedro había estado en lo cierto. La pesadilla de Sebastián tenía que ver con un monstruo. La criatura que le describió era una confusa mezcla de hombre y ogro de cuento infantil. Era alto y delgado, con una larga gabardina negra que se convertía en dos alas. Una cicatriz en forma de hoz atravesaba su cara lívida.
Un estremecimiento la sacudió mientras traducía a Pedro lo que acababa de escuchar. No era de extrañar que su sobrino estuviera tan alterado. Probablemente ella sería la siguiente en tener pesadillas con aquel ser.
Pedro atravesó el salón, rodeó la mesa del comedor y se acercó a la puerta de la terraza.
La suite de Paula debía de contar con tres habitaciones, cada una del tamaño de su camarote, con lo que disponía de suficiente espacio para moverse. Se alegraba de ello, porque estaba demasiado inquieto para permanecer sentado.
Lógicamente, sabía que la pesadilla de Sebastián no había sido más que eso: una pesadilla. Eso era lo que decía Paula. Todos los niños tenían pesadillas. Aun así… un sueño no solía generar esa clase de ataques de pánico. Y su descripción del monstruo había sido demasiado detallada: era como si hubiera recordado algo concreto, real. Si eso era cierto, entonces lo peor que podía hacer Pedro era considerar a ese hombre de la cicatriz como un simple producto de la imaginación de Sebastian.
Por otro lado, tenía que admitir que tal vez estuviera interpretando demasiadas cosas a partir de una simple pesadilla. Los terrores de Sebastián habían convocado los propios fantasmas infantiles de Pedro, con lo que ser objetivo le resultaba doblemente difícil. Por lo demás, ¿qué podía hacer? ¿Pedir una investigación policial con la pesadilla de un niño como prueba?
—Mi sobrino tiene una gran imaginación, Pedro —Paula sacó dos refrescos de la nevera y le ofreció uno. Ante su negativa, volvió a guardarlo y se sirvió el suyo en un alto vaso de cristal.
Pedro se volvió para mirar a Sebastian, dormido en el sofá. Una hora atrás, había empezado a adormecerse en el regazo de Paula, y Pedro no había querido arriesgarse a despertarlo llevándolo de vuelta a su camarote. No había encontrado ninguna razón para oponerse cuando ella le sugirió que lo dejara allí por unas horas.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 14
Paula sujetó el teléfono con la barbilla para poder usar ambas manos y rebuscar en el montón de folletos de excursiones y guías turísticas que había dejado sobre la mesa del comedor. Por el móvil no podía hablar, pero los teléfonos de los camarotes eran inalámbricos, de modo que resultaban casi igual de manejables.
Continuó buscando hasta que una de las amplias mangas de su pijama se enganchó en el borde de un panfleto, descubriendo una esquina de su cuaderno de bocetos.
—Un momento, Rodolfo. Creo recordar haber visto algo antes…
—Suri te mandó por fax esta mañana los contratos, Paula.
Se subió las mangas y recogió el cuaderno.
Dentro estaban los documentos que le había enviado su secretaria.
—Ya está.
—Bien. Me gustaría llamar tu atención sobre el de la ropa de playa. Segundo párrafo de la tercera página.
—Espera… —se llevó el teléfono y los documentos al salón y se sentó en el suelo.
Aquella suite era muy lujosa, sólo había cuatro en todo el barco, bastante más amplia que muchos de los apartamentos en los que había vivido. Aparte de la mesa del comedor y de las sillas, había varios armarios, un sofá y un sillón en el salón, más una enorme cama de matrimonio en el dormitorio. Las paredes de un tono verde apagado y los muebles de madera clara causaban un efecto general muy agradable.
Alineó las hojas del primer contrato sobre la moqueta y se inclinó para examinar la tercera página. Aunque se había leído el articulado en Moscú, al parecer había ciertos puntos que Rodolfo quería cambiar. Eso era lo que más le desagradaba de su trabajo: el papeleo. Habría preferido dedicar todo su tiempo a pensar y elaborar diseños, pero el aspecto comercial de su negocio era un mal necesario.
Afortunadamente, no tardó mucho tiempo en arreglarlo. Tan pronto como quedó resuelto el problema, Rodolfo le comentó:
—Dado que todavía no he recibido noticia alguna de una orden de alejamiento contra ti, tengo que suponer que el señor Alfonso aún sigue dispuesto a hablar contigo.
—Efectivamente —sentada en el suelo, apoyó la espalda en el sofá—. No tenías por qué haberte preocupado tanto.
—Yo siempre me preocupo, Paula. Para eso me pagas.
—No me está yendo nada mal. Pedro está colaborando. Está de acuerdo en que sería mejor para Sebastian que evitaramos los tribunales.
—¿Entonces quieres que retire nuestra reclamación?
—Aún no. Todavía no ha aceptado que me quede con Sebastián: sólo que lo discutamos.
—¿Estás haciendo progresos en ese sentido?
—Confío en ello.
—Eso es muy poco ortodoxo. Yo preferiría que te olvidaras de eso y utilizaras los canales apropiados.
—Tú te llevarías bien con Pedro, Rodolfo. Las reglas y procedimientos le gustan tanto como a ti. Pero se está esforzando con Sebastián.
—Ya lo supongo. De lo contrario, a estas alturas ya lo habrías arrojado por la borda.
Paula soltó una carcajada:
—Queda más de una semana de viaje. Todavía hay posibilidades de que eso suceda.
—Me alegro de oírte reír. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
«Nueve meses», pronunció Paula para sus adentros mientras colgaba. Desde que se enteró de la muerte de Olga y Borya, había tenido muy pocas razones para sonreír y ninguna para reír. Pero tampoco se había dedicado a lamentarse: de repente localizar a su sobrino se había convertido en el objetivo más importante de su vida. Encontrarlo finalmente había sido como salir de un largo y frío invierno para entrar en una exuberante primavera.
Estaba segura de que, si por alguna razón volvía a perderlo, no podría soportarlo. Dejando los contratos en el suelo, se levantó para acercarse de nuevo a la mesa del comedor, y buscó entre los folletos hasta que encontró uno con un mapa. Al día siguiente el crucero recalaría en Dubrovnik, y Pedro, siguiendo su programa, pensaba realizar otra excursión con Sebastián. Ésa sería la oportunidad perfecta de demostrarle la ventaja que representaba haber hecho tantos viajes de negocios. Había visitado Dubrovnik varias veces y podría enseñarle a Sebastian lugares que sabía le gustarían.
Si al final Sebastian terminaba viviendo con ella, podría acompañarla en aquellos viajes. Haría que se familiarizara con todo tipo de lenguas y culturas; conocería de primera mano los monumentos más famosos de la antigüedad. Recibiría una educación mucho más completa que la que pudiera proporcionarle Pedro con sus libros.
De repente se oyeron unos rápidos golpes en la puerta. Era más de medianoche. Sobresaltada, se apartó de la mesa.
—¿Paula? —volvieron a llamar.
Era la voz de Pedro. Dejó caer el folleto y atravesó corriendo la habitación. Se disponía a agarrar el picaporte cuando la puerta tembló como si Pedro la hubiera golpeado con el puño. Abrió inmediatamente.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 13
Desde que se casó, Elena le había hablado de su deseo de tener hijos. Su infertilidad, sin embargo, no había sido la principal razón del fracaso de su matrimonio. Si los fundamentos de su relación hubieran sido lo suficientemente sólidos, ambos habrían sido capaces de capear el problema: ahora se daba cuenta de ello. Pero en aquel entonces Pedro había esperado que la adopción de un hijo acabaría por resolver la crisis. Y ciertamente, durante una temporada, su entusiasmo ante la perspectiva de adoptar a Sebastián había vuelto a unirlos. O al menos eso era lo que había creído él.
Era por eso por lo que la aventura extramatrimonial que ella terminó por confesarle le había afectado tanto. Se había sentido engañado. Utilizado. Y para colmo Elena no había sentido ningún remordimiento por su traición. Le había echado la culpa a él de su propia infidelidad.
«Tú nunca me quisiste, Pedro. Estás demasiado amargado para querer a nadie». Aquella definitiva acusación había sido lo más duro de soportar. Lo había obligado a enfrentar el hecho de que, después de cinco años de matrimonio, su mujer seguía sin entenderlo. Y Pedro nunca se había considerado a sí mismo un amargado.
Volvió a concentrar su atención en la pantalla, escogió una de las excursiones y apagó el monitor. Luego se giró en el sillón para ver dormir a Sebastian. La vida podía dar unos giros tan extraños… Había perdido una esposa, pero en el proceso había ganado un hijo. Y Elena se había equivocado respecto a su capacidad para amar. Pedro ya quería con todo su corazón a aquel niño. Pero dudaba que volviera a arriesgarse a amar a otra mujer.
Por eso no podía entender por qué su mente se llenaba continuamente de imágenes de Paula.
Paula con una mancha de chocolate en la punta de la nariz porque se había estado riendo y había sido incapaz de mantener las manos quietas. Paula inclinándose para abrazar a Sebastian, inconsciente de la perspectiva que ofrecía su escote… ¿Realmente no se había dado cuenta? ¿O lo había hecho deliberadamente? ¿Esperaba seducirlo y acusarlo luego de ser un pervertido y, por tanto, un mal padre?
¿O acaso su mirada sobre Paula estaba condicionada por la traición de Elena? De repente oyó un rumor de sábanas y se volvió hacia Sebastian. Estaba empezando a moverse de nuevo en la cama. Se abrazó las rodillas, con la respiración cada vez más acelerada. Un temblor sacudía sus hombros.
Pedro se levantó de la silla y se acercó a la cama. Las pesadillas habían vuelto. Era ya la tercera noche.
—No pasa nada, Sebastian —murmuró—. Tranquilo. Yo estoy aquí, contigo.
Sin embargo, al contrario que la otra vez, sus palabras no parecieron calmarlo. Su rostro se contrajo como si fuera a llorar. Pero, cuando entreabrió los labios, no salió ningún sonido.
—Sebastián, no es más que un sueño —le acarició la frente—. Estás bien, a salvo.
Pero el niño rechazó su contacto y se volvió hacia el otro lado, haciéndose un ovillo.
Temblaba de pies a cabeza. Aquella vez era peor que otras. Pedro se arrodilló frente a la cama, decidido a despertarlo para poner fin a la pesadilla.
—Vamos, hijo —lo agarró del hombro—. Soy papá. No tienes nada que temer.
Sebastian soltó el aliento en un grito sin voz, con lo que su silencio resultó aún más impresionante.
—Sebasochka —probó Pedro, recordando los diminutivos que había utilizado Marina—. Sebasanichka.
Por fin abrió los ojos, de golpe. Miró asustado a su alrededor, jadeante.
—Tranquilo, hijo. ¿Lo ves? Estás bien. No estás solo.
El niño se lanzó entonces a sus brazos.
—Ya está… Sólo ha sido una pesadilla. No hay por qué tener miedo.
—Eevyerg —susurró contra el cuello de Pedro.
—¿Eevyerg? —repitió la palabra sin comprender.
Sebastian asintió con rapidez, rozándole la barbilla con el pelo. Y continuó susurrando palabras, entre sollozo y sollozo. Pedro supuso que estaría escribiéndole su pesadilla, contándole a su papá lo que tanto le había aterrorizado. Pero lo estaba haciendo en ruso.
Sabía que esa vez no le bastaría con su diccionario de bolsillo. Delante de Paula había intentado minimizar el problema de la comunicación con su hijo, pero sabía que se trataba de algo muy serio. Sobre todo en la situación presente, dado que aunque Pedro se esforzaba por tranquilizarlo, Sebastián seguía muy alterado. Ni siquiera podía llevarse el pulgar a la boca: los sollozos eran demasiado violentos. Temblaba mientras continuaba confesandole sus miedos, con la desesperación de alguien que hubiera estado reteniendo las palabras durante meses.
Era el primer acto de confianza de Sebastián, un paso de gigante en su relación con Pedro, y en esa ocasión necesitaba algo más que abrazos y palabras tranquilizadoras. Las palabras surgían en un torrente, un avance enorme en un niño tan callado, pero… ¿cómo podría ayudarlo Pedro si ni siquiera lo entendía?
La respuesta era evidente. Estrechándolo contra su pecho, se levantó, se acercó al teléfono y marcó el número del camarote de Paula.
Si al final Paula acababa aprovechándose de que hubiera recurrido a ella como traductora, en un pleito en los tribunales… correría el riesgo.
La disputa sobre su custodia no tenía por qué afectar a Sebastian: haría cualquier cosa para que el niño no sufriera por culpa suya.
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