viernes, 24 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 13
Desde que se casó, Elena le había hablado de su deseo de tener hijos. Su infertilidad, sin embargo, no había sido la principal razón del fracaso de su matrimonio. Si los fundamentos de su relación hubieran sido lo suficientemente sólidos, ambos habrían sido capaces de capear el problema: ahora se daba cuenta de ello. Pero en aquel entonces Pedro había esperado que la adopción de un hijo acabaría por resolver la crisis. Y ciertamente, durante una temporada, su entusiasmo ante la perspectiva de adoptar a Sebastián había vuelto a unirlos. O al menos eso era lo que había creído él.
Era por eso por lo que la aventura extramatrimonial que ella terminó por confesarle le había afectado tanto. Se había sentido engañado. Utilizado. Y para colmo Elena no había sentido ningún remordimiento por su traición. Le había echado la culpa a él de su propia infidelidad.
«Tú nunca me quisiste, Pedro. Estás demasiado amargado para querer a nadie». Aquella definitiva acusación había sido lo más duro de soportar. Lo había obligado a enfrentar el hecho de que, después de cinco años de matrimonio, su mujer seguía sin entenderlo. Y Pedro nunca se había considerado a sí mismo un amargado.
Volvió a concentrar su atención en la pantalla, escogió una de las excursiones y apagó el monitor. Luego se giró en el sillón para ver dormir a Sebastian. La vida podía dar unos giros tan extraños… Había perdido una esposa, pero en el proceso había ganado un hijo. Y Elena se había equivocado respecto a su capacidad para amar. Pedro ya quería con todo su corazón a aquel niño. Pero dudaba que volviera a arriesgarse a amar a otra mujer.
Por eso no podía entender por qué su mente se llenaba continuamente de imágenes de Paula.
Paula con una mancha de chocolate en la punta de la nariz porque se había estado riendo y había sido incapaz de mantener las manos quietas. Paula inclinándose para abrazar a Sebastian, inconsciente de la perspectiva que ofrecía su escote… ¿Realmente no se había dado cuenta? ¿O lo había hecho deliberadamente? ¿Esperaba seducirlo y acusarlo luego de ser un pervertido y, por tanto, un mal padre?
¿O acaso su mirada sobre Paula estaba condicionada por la traición de Elena? De repente oyó un rumor de sábanas y se volvió hacia Sebastian. Estaba empezando a moverse de nuevo en la cama. Se abrazó las rodillas, con la respiración cada vez más acelerada. Un temblor sacudía sus hombros.
Pedro se levantó de la silla y se acercó a la cama. Las pesadillas habían vuelto. Era ya la tercera noche.
—No pasa nada, Sebastian —murmuró—. Tranquilo. Yo estoy aquí, contigo.
Sin embargo, al contrario que la otra vez, sus palabras no parecieron calmarlo. Su rostro se contrajo como si fuera a llorar. Pero, cuando entreabrió los labios, no salió ningún sonido.
—Sebastián, no es más que un sueño —le acarició la frente—. Estás bien, a salvo.
Pero el niño rechazó su contacto y se volvió hacia el otro lado, haciéndose un ovillo.
Temblaba de pies a cabeza. Aquella vez era peor que otras. Pedro se arrodilló frente a la cama, decidido a despertarlo para poner fin a la pesadilla.
—Vamos, hijo —lo agarró del hombro—. Soy papá. No tienes nada que temer.
Sebastian soltó el aliento en un grito sin voz, con lo que su silencio resultó aún más impresionante.
—Sebasochka —probó Pedro, recordando los diminutivos que había utilizado Marina—. Sebasanichka.
Por fin abrió los ojos, de golpe. Miró asustado a su alrededor, jadeante.
—Tranquilo, hijo. ¿Lo ves? Estás bien. No estás solo.
El niño se lanzó entonces a sus brazos.
—Ya está… Sólo ha sido una pesadilla. No hay por qué tener miedo.
—Eevyerg —susurró contra el cuello de Pedro.
—¿Eevyerg? —repitió la palabra sin comprender.
Sebastian asintió con rapidez, rozándole la barbilla con el pelo. Y continuó susurrando palabras, entre sollozo y sollozo. Pedro supuso que estaría escribiéndole su pesadilla, contándole a su papá lo que tanto le había aterrorizado. Pero lo estaba haciendo en ruso.
Sabía que esa vez no le bastaría con su diccionario de bolsillo. Delante de Paula había intentado minimizar el problema de la comunicación con su hijo, pero sabía que se trataba de algo muy serio. Sobre todo en la situación presente, dado que aunque Pedro se esforzaba por tranquilizarlo, Sebastián seguía muy alterado. Ni siquiera podía llevarse el pulgar a la boca: los sollozos eran demasiado violentos. Temblaba mientras continuaba confesandole sus miedos, con la desesperación de alguien que hubiera estado reteniendo las palabras durante meses.
Era el primer acto de confianza de Sebastián, un paso de gigante en su relación con Pedro, y en esa ocasión necesitaba algo más que abrazos y palabras tranquilizadoras. Las palabras surgían en un torrente, un avance enorme en un niño tan callado, pero… ¿cómo podría ayudarlo Pedro si ni siquiera lo entendía?
La respuesta era evidente. Estrechándolo contra su pecho, se levantó, se acercó al teléfono y marcó el número del camarote de Paula.
Si al final Paula acababa aprovechándose de que hubiera recurrido a ella como traductora, en un pleito en los tribunales… correría el riesgo.
La disputa sobre su custodia no tenía por qué afectar a Sebastian: haría cualquier cosa para que el niño no sufriera por culpa suya.
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