miércoles, 22 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 9
—Sí, allí están, señora Alfonso.
Paula miró la esquina que la biblioteca le había indicado. Pedro y Sebastián estaban sentados en un gran sofá, al fondo de la sala. Bañados por la luz amarilla de una de las lámparas, parecían la estampa de un cuadro. Sebastian tenía la cabeza inclinada sobre el libro que Pedro sostenía en su regazo.
El contraste entre el hombre moreno y fuerte y el niño menudo y rubio era, más que visualmente atractivo, conmovedor. Una escena casi tan tierna como la de la noche anterior, cuando Pedro se sentó en su cama para consolarlo.
Paula no había sido capaz de quitarse aquella imagen de la cabeza. En particular, seguía evocando la enorme mano de Pedro apoyada en la pequeña espalda de Sebastian. Pese a su preocupación por su sobrino, había sido demasiado consciente de su abrumadora masculinidad.
No se sentía cómoda pensando tanto en él. Era algo que no tenía sentido. Aparte de su interés por Sebastian, no tenían nada en común. Él era un profesor de instituto estadounidense que programaba sus actividades diarias con un niño de cinco años. Por eso había sabido que a esa hora los encontraría en la biblioteca: ésa había sido la segunda actividad del día, justo después de desayunar y antes de una visita al puente de observación.
La ropa que llevaba no tenía nada de especial. Su camisa era perfectamente normal y lucía los pantalones caquis del día anterior. Y lo que era aún peor: podía contar con los dedos de una mano el número de veces que había leído algún tipo de emoción en su rostro. Parecía decidido a disimular sus sentimientos detrás de palabras secas y sonrisas de cortesía. ¿Qué clase de padre podía ser para un niño tan lleno de vida como Sebastian?
Por eso no tenía sentido preguntarse si aquel hombre sería capaz de acariciar a una mujer con tanto amor y tanta ternura como había acariciado a Sebastian. Pedro Alfonso era su adversario. Reprimió un suspiro: los últimos días habían sido especialmente intensos. Se había agotado emocionalmente. Después de todo, era una mujer y…
—Su hijo es encantador —le dijo la bibliotecaria.
El comentario le desgarró el corazón. Leyó el nombre de la empleada en la credencial que llevaba colgada.
—No es mi hijo, sino mi sobrino, señorita Bennett. Y el señor Alfonso no es mi marido.
—Oh, perdone. Se parecen tanto los dos que pensé que… —Ariana Bennett esbozó una tímida sonrisa, jugueteando con el libro que llevaba en la mano. Era casi de la misma estatura que Paula, con una melena de color castaño oscuro que le caía en ondas sobre los hombros y contrastaba sensualmente con su sobrio uniforme—. Insisto en que es encantador. No se ven con frecuencia niños tan tranquilos y callados. Seguro que le apasionan los libros tanto como a mí.
Paula no supo qué responder a eso. En primer lugar, porque no sabía que a Sebastian le gustaran los libros. Y, segundo, porque rara vez lo había visto tranquilo y callado cuando lo había visitado en Murmansk. Solía chillar y correr persiguiéndola por toda la casa, hasta que Olga se enfadaba y los regañaba a los dos. Lo que habría dado por volver a ver a Olga enfadada. En aquel diminuto apartamento que los Gorsky habían llenado de amor…
Nada más sentir el primer escozor de las lágrimas, ahuyentó aquellos recuerdos y atravesó la sala. Ya había llorado demasiado el día anterior. Había llegado el momento de abordar el asunto que la había traído allí: convencer a Pedro Alfonso de que el sitio de Sebastian estaba a su lado, con ella. Se agachó delante del sofá, sonriente.
—Buenos días, Sebavochik.
El niño alzó inmediatamente la cabeza.
Entreabrió los labios como si fuera a saludarla, pero luego miró a Pedro.
—¿Tyo Pau?
Pedro se inclinó entonces para susurrarle al oído:
—Tía Paula.
—Tía —repitió Sebastian. Le brillaban los ojos cuando la miró—. Tía Pau.
A Paula le molestó oírlo hablar en inglés. Había creído que no entendía el idioma. Ése era el primer punto que había pensado hacer jugar a su favor en su conversación con Pedro: que ella sabía hablar el idioma de Sebastian y él no.
—Estamos dando una lección de inglés —la informó Pedro.
Paula miró el libro que tenía abierto sobre el regazo: era un libro infantil, de dibujos. Una de las ilustraciones representaba una enorme letra B profusamente coloreada.
—Aprende muy rápido —añadió él—. ¿Qué es esto, Sebastian? —señaló la parte inferior de la página.
Mientras el niño se inclinaba sobre el brazo de Pedro para verlo, Paula se sentó en el sofá a su lado. Un barco de color rojo y negro ocupaba el espacio de la mitad inferior de la letra.
—Barco —dijo Sebastian, apuntándolo con un dedito—. Barco.
—¿Y yo? —le preguntó Pedro, señalándose el pecho—. ¿Quién soy yo?
—¡Papá!
—¿Y ella? —estirándose frente al niño, tocó a Paula en un hombro—. ¿Quién es ella? ¿Te acuerdas?
—¡La tía Pau! —exclamó Sebastian, dando botes en el sofá. Evidentemente estaba disfrutando con el juego.
Sólo que con tanto movimiento desvió la mano de Pedro, que del hombro de Paula se desplazó a su pecho. Dio un respingo cuando le rozó un pezón con la palma.
—¡Señor Alfonso!
Pedro retiró la mano como si se hubiese quemado. Al hacerlo, tiró el libro al suelo.
—Disculpe —murmuró mientras se agachaba para recogerlo.
Paula resistió el impulso de frotarse la zona donde la había tocado. El contacto había sido fugaz, apenas una leve presión en la delantera de la blusa. Aun así, le cosquilleaba la piel. Y el pezón estaba empezando a endurecérsele…
Apretó los dientes en un esfuerzo por ignorar la sensación. Debía de estar más tensa y nerviosa de lo que había creído. Ante su silencio, Sebastian lanzó una mirada interrogante a Pedro.
—Lo has hecho bien, hijo —lo despeinó cariñosamente—. ¿Verdad, Paula?
—¿Se refiere a la lección de inglés?
Sus miradas se encontraron por encima de la cabeza del niño.
—Por supuesto que sí —entregó el libro a Sebastian y le señaló una de las mesas—.Vuelve a dejar el libro donde estaba. Allí.
Sebastian asintió, apretó el libro contra su pecho y se bajó del sofá. Se dirigió directamente a la mesa.
—Los niños aprenden idiomas a una velocidad asombrosa —comentó Pedro—. Dentro de poco hablará inglés perfectamente.
Paula recordó el objetivo de aquella visita.
—No necesitaría aprenderlo si se quedara en Rusia conmigo.
—¿Entonces por qué lo ha aprendido usted?
—La primera vez que fui a Moscú, el patrón de mi pensión tenía una esposa canadiense que se convirtió en mi amiga. Yo le pedí que me enseñara inglés para poder hablar con extranjeros.
—Sí, el inglés es un idioma universal.
—Cierto.
—Así que si estamos de acuerdo en que hablar inglés constituye una innegable ventaja para cualquiera, y también para Sebastian… ¿no es una suerte que además yo sea profesor?
Aquello no se estaba desarrollando como Paula había esperado.
—¿Es por eso por lo que es tan amigo de las programaciones? ¿Por qué es profesor?
—Siempre es bueno planificar las cosas, sobre todo en lo relativo a los niños. La rutina les proporciona estabilidad. Seguridad. Por cierto, Paula, ¿a qué se dedica usted?
—Diseño ropa.
—Ya.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que ya me parecía usted una persona muy creativa. Poco… convencional.
—¿Tengo que tomármelo como un insulto?
—En absoluto. Yo admiro el talento de la gente —la miró de arriba abajo, fijándose en su atuendo. Su mirada se detuvo un instante en su escote antes de subir nuevamente hasta su rostro—. ¿Es uno de sus diseños? Es muy vistoso.
Paula se alisó nerviosa la falda de lino: era de un tono azul algo más oscuro que la blusa. De hecho, se trataba de un diseño poco colorido, comparado con el resto de su guardarropa. Le gustaba porque la falda estaba cortada en oblicuo y resultaba bastante cómoda. Diminutos botones dorados en forma de venera decoraban ambas prendas. Por desgracia, sólo en aquel momento se dio cuenta de que se había dejado sin abrochar los dos botones superiores del escote.
—Gracias. El color es una de las señas de identidad de la marca Chaves —se acordó de otra cosa que había querido decirle—. El negocio de la moda es muy rentable. He ganado una escandalosa cantidad de dinero con mis diseños, más que suficiente para criar apropiadamente a Sebastian. No le faltará de nada.
—Supongo que su trabajo debe de ser muy exigente. Seguro que trabajará muchas horas.
Paula se encogió de hombros.
—Es difícil programar la creatividad.
—Ayer dijo que estuvo en París el año pasado, ¿Viaja muy a menudo?
—Sí, intento asistir a las grandes presentaciones internacionales. Además, cuando hago un negocio con cualquier empresa de cualquier país, me gusta negociar las condiciones cara a cara.
—Con una agenda tan apretada como la suya, supongo que no pasará mucho tiempo en casa.
Paula entrecerró los ojos. Sabía adonde quería llevarla y no quería regalarle otro punto a su favor.
—Sean cuales sean mis exigencias profesionales, mi prioridad sería el bienestar de Sebastian. ¿No es una suerte que sea lo suficientemente rica como para proporcionárselo de sobra?
Pedro no respondió. Se levantó cuando volvió Sebastian.
—Buen trabajo, hijo —lo tomó de la mano—. Nos vamos al puente de observación, Paula. Eres libre de acompañarnos.
Paula no sabía si había ganado algo con aquella conversación, pero no estaba dispuesta a darse por vencida.
—Por supuesto, el puente de observación. La actividad número tres. Vamos para allá.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 8
Hacía seis horas que había anochecido, pero el barrio de Moscú donde vivía Ilya Fedorovich no estaba en absoluto silencioso. Una sirena resonaba al fondo del estrecho callejón de edificios de ladrillo. La música rock del bar de la esquina atronaba la casa.
Ilya ni siquiera se había planteado alquilarse un mejor apartamento. No le importaba la comodidad. Su trabajo le exigía viajar continuamente, y en las raras ocasiones en que se quedaba allí, aquel lugar satisfacía a la perfección sus necesidades de intimidad.
De modo que ignoró los ruidos de la calle, encendió la lámpara de la mesa de la cocina y se llevó el teléfono a la oreja.
—Te escucho, Serguéi.
—Ella abandonó ayer su apartamento. Yo mismo le cargué las maletas en el taxi.
Ilya utilizó su mano libre para recoger el paño cuidadosamente doblado que había dejado al lado del aceite para engrasar la pistola.
—Eso no es nada inusual. Viaja a menudo. Dijiste que tenías noticias frescas.
—Da. Desde el primer momento sospeché que no se trataba de un viaje de negocios normal. Llevaba equipaje suficiente para llenar el taxi hasta los topes.
Ilya comenzó a limpiar el cañón del revólver Makarov de nueve milímetros que descansaba en el centro de la mesa.
—¿Algo más?
—No sabía adonde se había ido hasta que su secretaria y su abogado se presentaron esta tarde a recoger unos contratos que había olvidado llevarse al despacho. Escuché su conversación. Estaban muy descontentos con la manera en que se había marchado, a toda prisa. Había cancelado todas sus citas para largarse a un crucero por el Mediterráneo.
—Serguéi, eso a mí no me importa. No me interesan sus planes de vacaciones.
—Por eso precisamente lo he llamado. Llevo siete años trabajando de portero en el Black Eagle Arms, y en todo ese tiempo las únicas vacaciones que se ha tomado esa mujer han sido para volver a su casa de Murmansk.
Llya se acercó a la nariz el cañón del arma: le encantaba el olor a grasa fresca.
—Ya lo sé. Quizá quiera disfrutar de un mejor clima.
—Niet, no es por eso por lo que se ha embarcado en ese crucero —Serguéi bajó el tono de voz—. Su secretaria dijo que iba a ver a su sobrino.
Apretó con fuerza el teléfono. Estrangularía a Serguéi con sus propias manos si al final se demostraba que se trataba de otra falsa pista.
—¿Has dicho «sobrino»?
—Eso es lo que le oí decir. Por eso estaba tan contenta cuando se marchó. Como antes, cuando se iba a Murmansk de vacaciones. Tiene que haber encontrado al chico que usted estás buscando.
—Excelente. Has hecho bien en llamarme.
Serguéi se aclaró la garganta.
—Er… ella me dio una propina de mil rublos cuando se marchó.
—Yo te daré diez mil si me dices de qué puerto ha salido.
—Lo siento, pero no lo sé. Le dijo al taxista que la llevara al aeropuerto. No sé nada más.
—Eso es menos que nada. Puede haber volado a cualquier parte. Desde Estocolmo hasta Estambul.
—Lo sé. Lo siento. Su secretaria se quejó a su abogado, y él le dijo que tendrían que enviarle los contratos que encontraran en su apartamento directamente al barco, por fax.
A Ilya se le ensancharon las aletas de la nariz, como a un depredador que hubiera olisqueado su presa.
—¿El barco? ¿Mencionó su nombre?
—¡Da! El Sueño de Alexandra.
—Bien hecho, Serguéi.
Un claxon resonó en la calle. Un perro empezó a ladrar a lo lejos. Pero Ilya no oía nada más que el rápido latido de su corazón.
—¡Gracias, coronel!
Colgó el teléfono, satisfecho. Poca gente seguía llamándole así, pero Serguéi había servido en su unidad y se acordaba bien de él. Aunque sospechaba que aquella cortesía no era más que una táctica para conseguir favores.
El mundo había cambiado desde los días gloriosos del ejército soviético. En aquel entonces, la palabra «lealtad» todavía tenía sentido. Un soldado tenía honor y dignidad. Tal vez a Serguéi no le quedara ya orgullo, sobreviviendo como sobrevivía de portero de un lujoso edificio de apartamento y comiendo de la caridad de los novye russkie, los «nuevos rusos».
Pero era un elemento útil. Y su carencia de honor iba a permitir a Ilya cumplir con su deber.
Porque, aunque el mundo había cambiado, Ilya no. Desde que tomó conciencia de su propósito en la vida, se había labrado una reputación tachable. Sus numerosas medallas lo atestiguaban. Desvió la mirada hacia la colección enmarcada que colgaba en una pared.
El ejército lo había ascendido a coronel en reconocimiento a su talento. Pero ahora trabajaba para otro patrón y le pagaban mucho mejor. Y eso que el trabajo era el mismo.
Miró el arma que tenía en la mano. ¿Trabajo?
No, matar era mucho más que una profesión para Ilya. Era una vocación. Era bueno en lo que hacía. El mejor. Cuando le encargaban algo, no descansaba hasta que lo cumplía.
El encargo de matar al pescador y a la familia no debería haber presentado mayores problemas.
El hombre había sido un don nadie que había cometido el fatal error de desafiar a la Mafia local. Las tres muertes habrían debido servir de ejemplo a otros, y, como siempre, Ilya no había demostrado compasión alguna. Había resultado patéticamente fácil sacar aquella antigualla de la carretera. No había habido testigos. Y no debería haber habido supervivientes. Borya Gorsky estaba muerto. Y su mujer también.
Pero su hijo vivía: había escapado. Lo habían ingresado en un orfanato y después había desaparecido sin dejar rastro, desafiando todo intento de Ilya por encontrarlo. Hasta ahora.
Ilya cerró los ojos y se pasó el cañón de la pistola por la cicatriz que le atravesaba una mejilla: le dolía aquella antigua herida. Y cuando le dolía, sabía que sólo había una cosa capaz de aplacar aquel dolor. Tenía que terminar el trabajo.
Y gracias a la determinación que había demostrado Paula Chaves por encontrar a su sobrino… al fin iba a hacerlo.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 7
Pedro intentó disimular su frustración, pero no era fácil. Horacio había descubierto el error en el apellido cuando la adopción de Sebastián era casi un hecho. Era por eso por lo que la información sobre la familia de Sebastián había sido tan escasa. No era de extrañar que Paula se sintiera legitimada para discutirle su custodia.
Pero el hecho seguía siendo el mismo: aquella mujer quería arrebatarle a su hijo. Y Pedro no estaba dispuesto a consentirlo. Por lo que a él se refería, no había nada más que hablar.
Pero Paula Chaves no parecía el tipo de mujer que se conformara con un silencio por respuesta. No necesitaba hablar para llamar la atención y su presencia difícilmente habría pasado desapercibida para nadie. Y no sólo debido a su estatura.
Examinados de forma aislada, sus rasgos eran demasiado enérgicos. Tenía la nariz grande y los labios demasiado llenos… aunque en conjunto resultaba impresionante. Su pelo liso semejaba una cascada de oro pálido. Su vestido, que parecía recoger todas las gamas posibles del verde y del azul, se le pegaba al cuerpo con cada ráfaga de brisa marina. Y por si todo eso no fuera suficiente para llamar la atención de cualquiera, sus pulseras de plata tintineaban a lo largo de su esbelto brazo al menor de sus gestos.
No parecía la mujer que se había imaginado la primera vez que oyó hablar de ella. Ni tampoco el tipo de mujer que habría aceptado con gusto la responsabilidad de criar a un hijo. Era demasiado… apasionada. Vitalista. Impulsiva. Y un niño necesitaba orden y estabilidad en su vida.
—Mi abogado y yo tuvimos que enfrentarnos con las burocracias de dos países para conseguir que Sebastian se viniera a casa conmigo. El nombre equivocado no cambia nada, porque todos los documentos necesarios fueron debidamente corregidos. Es el niño que yo he adoptado. Legalmente, yo soy su padre.
—Pero usted no es pariente de sangre. Y yo sí.
—Señorita Chaves, ¿usted quiere realmente a su sobrino?
—Qué pregunta más ridícula. Por supuesto que lo quiero —volvieron a tintinear sus pulseras mientras se llevaba una mano al pecho—. Con todo mi corazón.
Pedro mantuvo la mirada fija en su cara, pese a que con aquel gesto había tensado la tela de su vestido en torno a sus senos. Ya lo había manipulado una vez antes. Quizá fuera una táctica deliberada para distraerlo.
—Entonces piense en él, y no en sí misma. Su presencia aquí sólo servirá para hacer daño a Sebastian.
—¿Cómo puede decir eso? Usted mismo ha visto las ganas que tenía de que me quedara con él…
—Lo está confundiendo. Cuanto más tiempo pase con él, peor se sentirá cuando tenga que despedirse al final del crucero.
—Esa despedida no será definitiva. Mi abogado presentará un recurso para impugnar su adopción.
«¡No!», quiso gritarle Pedro. Sebastián era su hijo.
—Su reclamación llega demasiado tarde.
—Demasiado tarde para impedir el error, no para rectificarlo. Si no me cree, hable con el señor Rothsburger.
Desde luego que pensaba ponerse en contacto con Horacio lo antes posible. Había aprendido a desconfiar de las mujeres. Elena también había afirmado querer a Sebastian, pero sus actos la habían traicionado. Tener un hijo era un compromiso para toda la vida. Pedro sabía demasiado bien que no todo el mundo estaba preparado para ser padre. Y cuando una pareja se separaba, era el hijo quien sufría.
—¿Dónde vive usted, señorita Chaves?
—Tengo un apartamento en Moscú. ¿Por qué?
—Debe de haber unos mil kilómetros entre Murmansk y Moscú. Su sobrino no la reconoció al principio. Es evidente que no lo veía a menudo.
—Son cuatrocientos kilómetros, y lo veía tan a menudo como podía —se interrumpió bruscamente—. Pero yo no tengo por qué explicarle nada. No intente calibrar mi amor por mi sobrino con un cronómetro, señor Alfonso, porque le advierto que, si sigue así, será usted quien salga perdiendo. Hace menos de dos días que conoce a Sebastián.
—Yo comencé con los procedimientos de adopción hace ya siete meses, y usted no se molestó en reclamarlo hasta el último momento. Lo cual no puede menos que cuestionar el cariño que dice sentir hacia él.
—¿Qué no me molesté en…? —hizo a un lado una de las tumbonas y se acercó a él. La terraza era estrecha, así que en dos pasos cerró la distancia que los separaba—. No fue precisamente falta de interés lo que me mantuvo alejada de Sebastian. Estaba en París cuando mi hermana y mi cuñado murieron. No me enteré del accidente hasta que volví a casa, y para entonces Sebastián había desaparecido. Me dijeron que lo habían trasladado, pero nadie sabía adonde. Registré a fondo el orfanato de Murmansk: seis veces. Ofrecí recompensas, intenté sobornar a gente. Desde el último mes de agosto, he vivido cada minuto con el corazón en vilo —apoyando una mano en la puerta de cristal, contempló al niño dormido—. Puede usted cuestionar mis actos, señor Alfonso, pero no mi amor.
Se había puesto a llorar otra vez, al igual que cuando Sebastián había pronunciado su nombre en cubierta. Las lágrimas resbalaban por su rostro y ella no parecía notarlo. Era como si toda la agresividad con que se había acorazado para enfrentarse con Pedro se hubiera desinflado de pronto. Seguía mirando al niño con una temblorosa sonrisa de ternura en los labios.
Un hombre habría tenido que ser de piedra para no dejarse conmover por aquella sonrisa.
Descruzó los brazos. No había sido consciente de que se había acercado a ella hasta que vio su propia mano a sólo unos centímetros del hombro de Paula. Contra toda lógica, quería consolarla. No tenía sentido. ¿Cómo podía querer consolar a alguien que quería arrebatarle a su hijo? Afortunadamente, se retiró a tiempo.
—Lo he fastidiado todo, ¿verdad? —murmuró ella—. Eso es lo que dicen ustedes, los americanos.
—Depende de a lo que se refiera.
Emitió un sonido que era mitad sollozo, mitad carcajada. Sacudiendo la cabeza, recogió una punta de su chal de seda para enjugarse las lágrimas.
—Mi abogado me advirtió que corría el riesgo de empeorar las cosas, pero pensé que sería mejor para Sebastian que no acabáramos llevándolo a los tribunales. Mi intención era resolver el asunto con usted antes de que terminara este crucero. Por eso compré el pasaje, para poder dedicar los diez próximos días a discutir la situación —dejó caer el chal, apoyó la frente contra el cristal y soltó un suspiro—. Pero cuando vi a Sebastian, me olvidé de todos los argumentos impecablemente lógicos que había preparado.
Pedro ya no podía ver su boca: la cortina de su pelo había caído sobre su mejilla. Estaba impresionado. A no ser que fuera la mejor actriz del mundo, los sentimientos de aquella mujer tenían que ser sinceros. Lo cual no tenía por qué significar que fuera una buena madre.
Pese a las protestas de Paula, Pedro seguía siendo el tutor legal del niño y nada de lo que ella pudiera decirle cambiaría eso. La ley también estaba de su parte. Tenía derecho a quejarse a las autoridades del crucero y conseguir que la mantuvieran alejada de él y de Sebastian durante el resto del viaje.
Pero eso no habría sido justo para Sebastian. Ella era el único pariente vivo que le quedaba.
Sin embargo, ¿qué pasaría después, cuando volvieran a casa? Si Paula se empeñaba en disputarle judicialmente la custodia, el caso se complicaría con cuestiones de derecho internacional y podría tardar años en resolverse.
El destino de Sebastian podría estar en el limbo hasta que fuera lo suficientemente mayor para ir a la universidad… eso si a Pedro le quedaba dinero suficiente para pagársela después de abonar las tarifas de los abogados.
A la luz de aquel escenario, cualquier posibilidad de resolver el asunto al margen de los tribunales merecía la pena ser explorada.
—Señorita Chaves —dijo al fin—, estoy dispuesto a lo que sea con tal de evitarle a Sebastián la dura prueba de un juicio que resuelva el asunto de su custodia. Estoy de acuerdo con usted en que lo mejor será que lo arreglemos los dos.
Paula giró la cabeza sin retirar la frente del cristal.
—¿De veras?
—Sí. Siempre y cuando usted no diga o haga nada que pueda volver a alterar a Sebastian, estoy dispuesto a escuchar sus argumentos. Le pasaré una copia de nuestro programa de actividades para que podamos encontrarnos y hablar.
Paula se apartó de la puerta.
—Oh, gracias, señor Alfonso.
Pedro alzó entonces una mano.
—Yo escucharé su versión, pero usted también tendrá que escuchar la mía.
—Por supuesto. Ya se dará cuenta de que… —se interrumpió para volver a mirar a través de la puerta de cristal.
Pedro oyó el grito en el mismo momento que ella. Abrió la puerta y corrió hacia la cama.
Sebastián se había hecho un ovillo y estaba jadeando.
—Tranquilo, Sebastián —susurró Pedro—. Estoy aquí, contigo.
Aunque el niño no abrió los ojos, su voz pareció calmarlo. Su respiración se fue tranquilizando.
—Yo siempre estaré a tu lado, cuando me necesites —continuó Pedro mientras le acariciaba tiernamente un brazo—. Estás a salvo conmigo, te lo prometo. Ya no tienes nada de qué preocuparte.
La pesadilla no parecía haber durado mucho. Minutos después, volvió a quedarse dormido. Lo mismo había sucedido la noche anterior, cuando se quedaron en el hotel de Atenas a la vuelta de San Petersburgo. Pedro estaba preocupado, pero no alarmado. Teniendo en cuenta lo que había padecido, esa clase de pesadillas eran normales.
—No puedo entenderlo —susurró Paula, extrañada—. ¿Cómo es que ha conseguido tranquilizarlo?
Pedro la miró por encima del hombro: lo había seguido al interior del camarote. Se hallaba de pie en el espacio que mediaba entre las dos camas gemelas, con las manos juntas sobre el estómago. A la luz del cuarto de baño que se filtraba en la habitación, su parecido con Sebastián resultaba aún más evidente que antes. No tanto por sus rasgos sino por su expresión. Parecía… Perdida. Sola. Necesitada de afecto.
Podía tocarla con sólo extender un brazo. Y experimentó de nuevo el abrumador impulso de hacerlo.
—Entiendo lo que siente —contestó—. Sabe lo que quiero decirle. No consentiré que nada, ni nadie, vuelva a hacer el menor daño a este niño.
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