domingo, 31 de mayo de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 13




Fue el tono bromista y condescendiente lo que quebró el frágil control que ella mantenía sobre su temperamento. ¡Y fue sólo una reacción impulsiva que le arrojara el contenido de la copa!


—¿Qué...? —Pedro se levantó de un salto y separó la camisa de su torso.


—¡No puedo creer que me humilles de esa manera! La sedujiste, ¿verdad?


—¡No! Ella se me acercó y...


—¿Cómo has podido humillarme de esa manera? ¿Cómo pudiste convencerme para este matrimonio y no contarme la...?


—¿De qué demonios estás hablando? ¡No estamos casados!


—¡Gracias el cielo! —espetó con vehemencia—. ¡Eres el hombre más insensible que jamás he conocido!


—¿No olvidas al furtivo de Ivan?


—¡Deja a Ivan fuera de esto! Jamás me trataría como lo has hecho tú.


—¡Y un cuerno! ¡Él te sedujo y luego, sin decirte nada, se casa con otra!


—¡Al menos jamás me ha humillado en público! Dios mío, no me extraña que Rebeca me dirigiera esas miradas. Te conoce por lo que realmente eres... ¡un cerdo traidor obsesionado por el sexo!


—¡Ya te lo dije, entre nosotros no pasó nada! Por el amor del cielo, si yo llevaba un bañador sin bolsillos.


—¿Y qué tiene que ver lo que tú llevaras con todo esto? —preguntó desconcertada.


—Piénsalo, Pau. Sin bolsillos. ¿De verdad me consideras tan estúpido como para correr el riesgo de tener sexo sin protección con alguien que me encuentro en la playa?


—Eso está muy bien, Pedro —dijo, negándose a reconocer el alivio que sintió—. Pero hay muchas maneras de disfrutar de intimidad sin tener que practicar el sexo.


—Y sin duda Ivan te educó en algunas de las mejores.


—¡Esto no tiene nada que ver con Ivan! —el comentario hizo que se ruborizara, a pesar de no tener motivos para sentirse culpable o avergonzada—. ¡No era él quien besaba a Rebeca Mulligan a espaldas de su marido!


—Claro que no. ¡Él te quiere a ti a espaldas de su esposa! —replicó Pedrodesabotonándose la camisa con impaciencia—. Y no la besaba. Fue ella quien me besó —se secó el pecho con la camisa—. Una vez.


—Sí, claro. Y hoy estaba llena de moretones por el modo en que tuviste que quitártela de encima.


—¡No tuve que quitármela de encima! En cuanto oyó el sonido del helicóptero del hotel recogió sus cosas y se marchó a toda velocidad. Fin de la historia. Bueno, fin de ese capítulo, en todo caso —corrigió—. Me podría haber desmayado la otra noche cuando me presentaron a Rebeca como lady Mulligan. Bueno, para resumir una historia larga y perfectamente inocente, cuando se hizo obvio que no iba a permitir que algo tan trivial como su anillo de bodas se interpusiera en una pequeña aventura, decidí que necesitaba una esposa para detenerla.


—Seguro que también piensas que el azúcar puede detener a las hormigas —rió con ironía.


—Fue la mejor idea que se me ocurrió así, de repente.


—De acuerdo. Pero, ¿por qué, cuando Australia tiene una población de nueve millones de mujeres, a cuyo cuarenta por ciento conoces íntimamente, tenía que ser yo quien terminara por ser la señora del Semental Alfonso?


—¡Cielos, Pau, dame un respiro! ¿A quién más iba a pedírselo? —demandó con exasperación—. Aparte del hecho de que necesitaba a alguien en quien pudiera confiar y que usara la cabeza para pensar, si mencionara la palabra matrimonio, de verdad o de mentira, ante la mayoría de las mujeres a las que conozco, me encontraría ante el altar antes de poder respirar de nuevo.


—Destino que, en tu opinión, es peor que la muerte. Podrías haberme contado toda la historia antes de verme metida de lleno en ella.


—¿Cuándo? ¿En el aeropuerto? ¿En el helicóptero? Sé razonable, Pau. Esta es la primera oportunidad que hemos tenido de hablar, y como resultado he terminado con una copa encima. ¿Cuánto crees que habría durado mi credibilidad si hubieras empezado a tirarme copas en público?


—Oh, lo comprendo —asintió—. A ti se te permite ser sensible a la humillación, pero a mi no. ¡Para que hables de doble rasero!


—¿De dónde te sacas eso de la humillación? ¡No he hecho nada para humillarte! A menos, desde luego, que te refieras a besarte en el aeropuerto, y si eso te ofendió, entonces eres una puritana. Seguro que no molestaría a ninguna de las esposas de mis amigos.


—Dejas sin aliento a muchas de las esposas de tus amigos, ¿no?


—Me refería a que no les habría molestado que sus maridos las besaran en el aeropuerto. O en ningún otro lado.


—Puede que no, pero apuesto que se sentirían resentidas ante la mujer que su marido ha besado a escondidas. En especial si supieran que esa devoradora de hombres pensaba que podía repetirlo.


—¿Estás enfadada porque Rebeca me besó?


—¡Bingo!


—¿Por qué? —quedó desconcertado, ya que esperaba oír una negativa—. Es estúpido. Tú y yo no estamos casados.


—Lo sé! Pero Rebeca no. Y es evidente que aún cree que tiene una oportunidad contigo. Después de todo, en el pasado fueron amantes, y como la dejaste besarte en la playa es obvio que va a suponer que todavía la encuentras atractiva.


—¿A dónde quieres ir a parar?


—¿No es evidente?


—Para mí no —repuso él con sinceridad.


—Mira, Pedro —comenzó con exasperación—, fingir que estamos casados y que estoy terriblemente enamorada de mi marido es una cosa, pero fingir que estoy locamente enamorada de un hombre que no se siente atraído sólo por mí... es... es humillante —cuando la única respuesta que obtuvo de Pedro fue una mirada silenciosa, Paula quiso creer que al ver la luz, lo que hacía era buscar una disculpa. No le gustaba pelear con Pedro, pero si querían tener éxito en frustrar las intenciones de la depredadora Rebeca Mulligan, él tenía que saber cuál era su postura—. ¿Y? —instó—. ¿Entiendes ahora lo embarazosa que resulta para mí toda la situación? —la miró unos momentos más antes de ponerse de pie, sacudir la cabeza y musitar algo—. Pedro... ¿a dónde vas?


—A tomar una ducha y a serenarme.


—¿Serenarte? Si sólo has bebido una cerveza y... —agitó la lata—... ni siquiera la has terminado.


—Lo sé. Pero teniendo en cuenta lo que acabo de oír, uno de los dos debe estar borracho. Como tu encontraste cosas más creativas que hacer con tu gin tonic que beberlo... supongo que tengo que ser yo.





MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 12




Frunció el ceño al contemplar el sofá de dos plazas que Paula inspeccionaba y tuvo un escalofrío. Pedro sabía que se pasaría toda la noche chocando con los apoyabrazos, aunque por algún milagro pudiera acomodar su metro noventa y cinco.


—Sería más democrático si lo echáramos a suertes —dijo.


—Sin ninguna duda. Pero como yo no pude votar al venir aquí, ni siquiera fui consultada, no pienso defender los derechos democráticos para ti. ¡Aja! —exclamó cuando al fin pudo abrir el sofá—. Aquí tienes tu cama matrimonial. Desde luego, querido marido, si quieres dormir sobre sábanas, tendrás que hacértela tú mismo, porque hasta ahí llego sin un anillo en el dedo.


—Oh, vamos, Pau. Ten compasión. No puedo dormir ahí; es demasiado corto. Las piernas me colgarán.


—Encógete.


—No puedo dormir encogido. Sabes que me gusta estirarme.


—En realidad, Pedro —rió—, figuro en ese insignificante porcentaje de la población femenina comprendido entre los dieciocho y los cuarenta y dos años que carece de conocimiento íntimo de tus hábitos de sueño. Aunque imagino que podría pedirle a lady Mulligan que corrobore tu historia.


—Muy graciosa. Hasta Damian sabe que tengo el sueño ligero —se tumbó en el sofá y se contrajo hasta parecer un pigmeo; gimió. La escayola que había tenido que soportar después de romperse la pierna esquiando no había sido tan rígida—. ¡Jamás podré dormir aquí! —se quejó, pero Paula parecía felizmente despreocupada mientras llevaba su equipaje al dormitorio. Se levantó y se dirigió a la mininevera, decidiendo que necesitaba una copa—. No te pongas muy cómoda ahí —anunció en voz alta—.Porque aun no está decidido. 



—Sí que lo está —respondió ella— Puede que haya venido por obligación, pero no pienso sufrir durante mi estancia aquí.


—Sé razonable, Pau. No esperarás en serio que negocie con éxito la compra de un hotel por muchos millones de dólares si soy víctima de falta de sueño y de lumbago.


—Oh, pobrecito —sus palabras provocaron la risa desde la otra habitación—. ¡El sofá no mermará tus habilidades negociadoras!


—¿Y qué te hace estar tan segura de ello? —abrió una lata de cerveza.


—¡Tu impresionante historial de triunfos tanto en los dormitorios como en las salas de juntas por todo el país! —repuso—. Llámame cínica, pero estoy dispuesta a apostar que no es el primer trato que negocias después de disfrutar de mucha cama y poco sueño.


—¡Eres cínica! ¡Y perderías la apuesta! —mintió, sonriendo para sí mismo—. Me estoy preparando una copa; ¿quieres una?


—Sí, gracias. No tardaré.


Como el gin tonic y el vino blanco era el único alcohol que probaba Pau, y el vino sólo durante las comidas, no tuvo que preguntarle qué quería. 


Cuando ella reapareció, había llevado las copas al pequeño patio cubierto por una aromática parra.


Se había cambiado el traje con el que llegó por unos pantalones cortos y una camiseta amplios; iba descalza. Con gracilidad se dejó caer en la tumbona y alargó la ir mano para asir la copa.


—Por la exitosa compra de Illusion Island —brindó.


—Que por desgracia depende de un sofá pequeño.


—Deja de gimotear, Pedro. Si hubieras dormido en una cama menos, puede que hoy no te encontraras en esta posición.


—¿Te importaría explicar ese comentario?


—Rebeca —sonrió—. ¿Es suficiente?


—Más que suficiente. Casi me muero cuando me enteré de que estaba casada con Mulligan. Gracias a Dios no dejé que las cosas llegaran demasiado lejos...


—¿Qué demonios quieres decir con eso? Exactamente, ¿de cuan lejos estamos hablando? —vio suficiente consternación en el rostro de Pedro como para saber que algo había pasado entre su antigua amante y él antes de averiguar que era lady Mulligan. Soltó un juramento—. ¡Maldita sea, Pedro! No te habrás acostado con ella, ¿verdad?


—¡Claro que no! Bueno, no desde que estoy aquí —aguantó la mirada penetrante de ella unos cinco segundos antes de suspirar— Escucha, el día que llegué, Mulligan había tenido que irse de repente a Brisbane por negocios. Pensé que era una buena oportunidad para ver la isla sin que me atosigaran con propaganda pensada para aumentar el precio... —se detuvo y trató de estudiar su expresión, pero Paula estaba impasible.


—Continúa —dijo ella, aunque no quería escuchar lo que vendría a continuación. Ya lo sabía.


—Bueno, mientras paseaba por la playa privada de Mulligan, me encontré con Rebeca. Y, naturalmente, al ser una vieja amiga, me detuve a hablar con ella.


—Oh, naturalmente —no pudo resistir decir—. Y naturalmente es demasiado esperar que ella te contara de inmediato lo feliz que estaba casada con un viejo forrado de dinero y un título y que por casualidad era el dueño del lugar —aunque su rostro lo delató, por motivos que no fue capaz de explicar, ella insistió en una respuesta—. ¿Y bien? ¿Surgió o no el hecho de que estaba casada con Frank Mulligan?


—No exactamente... Empezó a hablar de los viejos tiempos, y entonces...


—Y entonces —interrumpió ella—, con la práctica que tienes con las mujeres, tus ojos de lince de inmediato notaron esa pelota que llama anillo, y dijiste «¡Felicidades, Rebeca! Veo que estás casada...»


—Hmmm, no exactamente... Ella, eh, no llevaba ninguna joya.


—Comprendo... ¿y qué llevaba?


—No mucho.


—Ah. Dime, Pedro, ¿llevaba algo? —el destello en sus ojos y la sonrisa que intentaba controlar respondieron con más elocuencia que las palabras. ¿Por qué un hombre de su intelecto seguía atraído por mujeres que sólo eran capaces de mantener una conversación en la que únicamente se requería que dieran sus nombres y números de teléfono?


—No te muestres tan agitada, Pau. ¿Te haría sentir algo mejor si te dijera que llevaba una sonrisa arrebatadora y que en ningún momento mis ojos bajaron del cuello?





sábado, 30 de mayo de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 11




Tal como Pedro había sospechado, la actitud de esposa amante de Paula se desvaneció en cuanto estuvieron a solas en su cabaña.


—Puede que haya aceptado salvarte el trasero y rescatar este trato fingiendo estar casada contigo, Pedro Alfonso —espetó apuntándole con un dedo—. Pero no me gusta que me den el papel de muñequita ni que se aluda a mí como «servicio de habitaciones».


—Jamás lo hice. Lo que dije...


—¡Sé lo que dijiste! Diste a entender que deseaba tanto tu cuerpo que sólo tenías que chasquear los dedos para conseguir lo que quisieras.


—En realidad, la implicación era que yo te deseaba a ti —corrigió con una sonrisa—. Y sólo después de que aletearas esas largas pestañas y anunciaras que querías una cabaña para poder estar sola conmigo.


—Reconozco que moví las pestañas en tu dirección —se apartó indignada—, pero yo no era la única que lo hacía. Debes estar agradecido de que se me ocurriera un modo de minimizar el tiempo que tendremos que pasar con ellos.


—Sí, la idea de la cabaña fue un toque de genio —acordó, supervisando el interior mientras Paula abría una de las puertas interiores del salón y desaparecía de la vista— Por desgracia... —elevó la voz para que pudiera oírlo— ...no nos evitó tener que cenar con ellos esta noche —la habitación principal tenía un suelo de pizarra y unos muebles y dos alfombras de algodón dividían el salón del comedor. En un rincón había tres taburetes ante una barra que daba a una cocina pequeña—. No está mal —musitó, volviéndose cuando Paula regresó a través de la segunda puerta.


—Cambiaras de parecer cuando descubras que sólo hay un dormitorio y un cuarto de baño.


—Se supone que estamos casados. No iba a pedir una con dos, ¿verdad?


—¡Lo comprendo! —exclamó—. Pero pensé que en alguna parte habría una cama plegable. Todos nuestros hoteles las tienen.


—Cuando Porters compre el sitio las incorporaremos. Mientras tanto, tendremos que arreglarnos.


—En ese caso espero por tu bien que el sofá se convierta en una cama, o dormirás en el suelo.


—¿Qué quieres decir?


—Quiero decir, Pedro —explicó como si le hablara a un niño—, que una de las dos personas que en este momento están aquí no dormirá en el maravilloso colchón de agua. Y yo sí.



MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 10



Pedro sintió un nudo en el estómago ante la pregunta y el tono de voz. Eso era lo que había estado temiendo. Se esforzó por oír lo que decía Mulligan sobre unos movimientos recientes en el mercado de valores y la conversación en el asiento de atrás.


—¡Oh, pero me encantan las joyas! —repuso Pau con una risa encantada que Pedro reconoció como falsa—. Pendientes, brazaletes, anillos... lo que digas. Tengo docenas. ¿No es verdad, Pedro? —preguntó, sin darle ocasión para responder—. Por desgracia, tiendo a hincharme cuando vuelo, de modo que no puedo llevar nada que me esté prieto. ¿Ves? —en prueba estiró las manos hasta dejarlas entre los dos asientos, para que sir Frank también las viera. Al mirarlas, Pedro supuso que los dedos largos y elegantes podrían haber estado mínimamente hinchados, pero sólo lo habría notado alguien que la conociera muy bien, aunque Rebeca no quedó muy convencida—. No se preocupen, regresarán a la normalidad en unas horas —continuó Pau, como si todo el mundo se hubiera quedado boquiabierto y horrorizado—. Y podré volver a ponerme mis anillos. He de reconocer que me siento desnuda sin ellos.


—Sé lo que quieres decir —coincidió Rebeca—. No hay nada como un anillo de boda para hacer sentir a una persona realmente casada. Lo cual, desde luego, es el motivo por el que tantos hombres se niegan a llevar uno... Dime, ¿Pedro usa el suyo?


Pedro notó la pausa forzada y apenas contuvo la tentación de decir: «Déjalo ya, Rebeca, tú sabes que no lo llevo».


Sólo pudo suponer que Pau debió sacudir la cabeza, ya que la siguiente pregunta de Rebeca fue un espantado: «¿Y eso no te da motivo de preocupación?»


—No. ¿Por qué habría de hacerlo?


—Oh... Bueno, no hay ningún motivo, por supuesto... supongo —repuso Rebeca con titubeo teatral—. Es que la mayoría de las mujeres que conozco se sentiría engañada si sus maridos no quisieran llevar el anillo de boda. Después de todo, no sólo declara que un hombre queda vedado para otras mujeres, sino que es la declaración definitiva de su absoluto compromiso con su matrimonio.


—¿De verdad? Qué extraño... —Pedro contuvo una sonrisa ante el tono incrédulo de Paula—. Todas las mujeres y hombres que yo conozco consideran que los votos del matrimonio son la declaración definitiva de su compromiso.


—Recuerda lo que te dije, Paula —intervino sir Frank cuando entraron en la elegante recepción del edificio principal del hotel—. Nos encantaría tenerlos como invitados esta noche si...


—¡Oh, no, sir Frank! Ni se nos pasaría por la cabeza irrumpir en su espacio privado. Después de todo, Pedro y tú están enfrascados en discusiones de negocios, y soy una firme partidaria de mantener separadas las relaciones profesionales de las personales —«¡Aunque lady Rebeca carece de semejantes inhibiciones!», pensó al notar que la «dama» en cuestión dirigía sus ojos de dormitorio y sus mohines sexys en la dirección de Pedro. Como las cosas siguieran así, tendría que pegarse a Pedro las veinticuatro horas o seguir a Rebeca con un cubo con agua fría—. En realidad, sir Frank —ofreció la mejor de sus sonrisas—, me fascinan esas cabañas que sobrevolamos en el otro extremo de la isla. ¿Existe la posibilidad de que Pedro y yo podamos alojarnos en una de ellas?


—¿Una cabaña? —Pedro se mostró más sorprendido por la petición que sir Frank.


—Oh, cariño, sé que odias no poder recibir un servicio de habitaciones inmediato —dijo—. Pero después de pasar las últimas cinco semanas rodeada de botones y doncellas, me encantaría relajarme en una atmósfera un poco menos comercial. El aislamiento y la soledad de una cabaña alejada del hotel principal me parecen celestiales. Y, bueno... en realidad no hemos podido estar solos desde que regresé de Perth.


La risita de sir Frank le indicó que había interpretado sus palabras del modo en que ella deseaba, mientras que el destello de aprobación en los ojos de Pedro significaba que había comprendido el mensaje más sutil dirigido a él: cuanto más lejos estuvieran de los Mulligan, mejor.


—Es una idea estupenda, cariño... —la voz de Pedro sonó baja y con la consistencia de la miel; le rodeó los hombros con un brazo y la apretó contra su costado—. Estoy de acuerdo, una cabaña sería perfecta.


Pedro desempeñaba tan bien su papel de marido que ella vio mariposas al mirarlo a los ojos. Cuando él siguió contemplándola como si aguardara alguna respuesta, Paula se preguntó si quizá las esposas agradecidas debían besar a sus maridos en ocasiones
como esa. Pero decidió dirigirle una sonrisa radiante. Dados los efectos secundarios
del beso que le dio en el aeropuerto, cuanto menos tontearan con eso, mejor.


—¿Y bien, sir Frank? —preguntó Pedro, sin soltarla—. ¿Hay alguna cabaña disponible?


—Lo averiguaremos enseguida. Y si la hay, me ocuparé de que dispongan de servicio de habitaciones las veinticuatro horas, y no de siete de la mañana a diez de la noche.


—Es muy generoso, sir Frank —agradeció Pedro— Pero innecesario. Después de estar cinco semanas lejos de mi esposa, el único servicio de habitaciones que necesitaré durante la noche no requerirá una llamada a Recepción.


Paula casi se atraganta por el rubor que invadió su rostro cuando la sonora carcajada de sir Frank reverberó por el vestíbulo del hotel, atrayendo toda la atención hacia ellos. Metida bajo el brazo de Pedro, se sentía como una muñeca.


Él estaba disfrutando. De buena gana se habría soltado de su «afectuoso» brazo y de la falsa caricia de sus dedos en su cuello para largarse del hotel. Por mucho menos le habría roto sus bonitos y demasiado perfectos dientes. Pero recordó su misión y le pasó un brazo por la cintura, pellizcándolo sin que nadie la viera. Con fuerza, mucha fuerza.


Aunque Pedro no mostró señal exterior de que le había causado algún dolor, la soltó en el acto y se reunió con sir Frank y un hombre uniformado en la recepción del hotel, dejándola sola en mitad del vestíbulo, sintiéndose aún más conspicua. Al dirigirse hacia unos sillones de bambú, se encontró con la expresión furiosa de lady Mulligan, que aguardaba un ascensor.


En ausencia de su marido, la increíblemente atractiva morena no hizo ningún intento por ocultar el desagrado que le producía Paula, y el mensaje que irradiaban sus ojos esmeralda habría sido obvio para cualquier mujer de más de quince años. «Te lo advierto. Sé lo que quiero y pretendo conseguirlo».


A Paula no le cabía ninguna duda de que si Rebeca estuviera soltera Pedro habría aceptado en un segundo lo que le te ofrecía, sin importar que estuviera en viaje de negocios o no. La mujer era su tipo. Hermosa, alta, bien dotada... de acuerdo, muy bien dotada. Pero así como no había duda de que lady Rebeca conocía que poseía las armas sexuales para librar batalla por la atención de Pedro Alfonso, había algo que no sabía y que Paula sí; a pesar de su fama de playboy y de sus legendarias relaciones sexuales, para Pedro el matrimonio era sagrado.


Pau sabía que en cuanto Pedro tomaba una determinación, nada ni nadie podían conseguir que la cambiara. Rebeca podía mostrarse tan decidida como Juana de Arco y lanzarle desafíos silenciosos a Paula hasta que su silicona se derritiera, pero la cuestión era que, sin importar cuánto meneara las caderas, frunciera los labios o mirara a Pedro, no le serviría de nada.


Contuvo una risita al imaginar hasta dónde podría llegar la otra en su intento por tentar a Pedro. Así como aceptaba que en una contienda de atractivo sexual con Rebeca ella estaría prácticamente desarmada, la mujer perversa que llevaba dentro no pudo resistir la malvada diversión de observar a esa mujer fatal agotarse en una guerra de seducción que le era imposible ganar. Con la compra de Illusion Island en juego, Paula podía tener dos cabezas y un cuerpo retorcido, que Pedro no se iba a arriesgar a mirar dos veces a Rebeca aunque la tuviera desnuda en su cuenco de cereales.


Pero la otra no lo sabía, y con sus curvas voluptuosas y boca fruncida preparaba confiada todos sus torpedos.


«Bueno, puedo parecerte un bote de remos, lady Mulligan», pensó Paula, «pero veremos al final quién sale volando del agua».