domingo, 31 de mayo de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 12




Frunció el ceño al contemplar el sofá de dos plazas que Paula inspeccionaba y tuvo un escalofrío. Pedro sabía que se pasaría toda la noche chocando con los apoyabrazos, aunque por algún milagro pudiera acomodar su metro noventa y cinco.


—Sería más democrático si lo echáramos a suertes —dijo.


—Sin ninguna duda. Pero como yo no pude votar al venir aquí, ni siquiera fui consultada, no pienso defender los derechos democráticos para ti. ¡Aja! —exclamó cuando al fin pudo abrir el sofá—. Aquí tienes tu cama matrimonial. Desde luego, querido marido, si quieres dormir sobre sábanas, tendrás que hacértela tú mismo, porque hasta ahí llego sin un anillo en el dedo.


—Oh, vamos, Pau. Ten compasión. No puedo dormir ahí; es demasiado corto. Las piernas me colgarán.


—Encógete.


—No puedo dormir encogido. Sabes que me gusta estirarme.


—En realidad, Pedro —rió—, figuro en ese insignificante porcentaje de la población femenina comprendido entre los dieciocho y los cuarenta y dos años que carece de conocimiento íntimo de tus hábitos de sueño. Aunque imagino que podría pedirle a lady Mulligan que corrobore tu historia.


—Muy graciosa. Hasta Damian sabe que tengo el sueño ligero —se tumbó en el sofá y se contrajo hasta parecer un pigmeo; gimió. La escayola que había tenido que soportar después de romperse la pierna esquiando no había sido tan rígida—. ¡Jamás podré dormir aquí! —se quejó, pero Paula parecía felizmente despreocupada mientras llevaba su equipaje al dormitorio. Se levantó y se dirigió a la mininevera, decidiendo que necesitaba una copa—. No te pongas muy cómoda ahí —anunció en voz alta—.Porque aun no está decidido. 



—Sí que lo está —respondió ella— Puede que haya venido por obligación, pero no pienso sufrir durante mi estancia aquí.


—Sé razonable, Pau. No esperarás en serio que negocie con éxito la compra de un hotel por muchos millones de dólares si soy víctima de falta de sueño y de lumbago.


—Oh, pobrecito —sus palabras provocaron la risa desde la otra habitación—. ¡El sofá no mermará tus habilidades negociadoras!


—¿Y qué te hace estar tan segura de ello? —abrió una lata de cerveza.


—¡Tu impresionante historial de triunfos tanto en los dormitorios como en las salas de juntas por todo el país! —repuso—. Llámame cínica, pero estoy dispuesta a apostar que no es el primer trato que negocias después de disfrutar de mucha cama y poco sueño.


—¡Eres cínica! ¡Y perderías la apuesta! —mintió, sonriendo para sí mismo—. Me estoy preparando una copa; ¿quieres una?


—Sí, gracias. No tardaré.


Como el gin tonic y el vino blanco era el único alcohol que probaba Pau, y el vino sólo durante las comidas, no tuvo que preguntarle qué quería. 


Cuando ella reapareció, había llevado las copas al pequeño patio cubierto por una aromática parra.


Se había cambiado el traje con el que llegó por unos pantalones cortos y una camiseta amplios; iba descalza. Con gracilidad se dejó caer en la tumbona y alargó la ir mano para asir la copa.


—Por la exitosa compra de Illusion Island —brindó.


—Que por desgracia depende de un sofá pequeño.


—Deja de gimotear, Pedro. Si hubieras dormido en una cama menos, puede que hoy no te encontraras en esta posición.


—¿Te importaría explicar ese comentario?


—Rebeca —sonrió—. ¿Es suficiente?


—Más que suficiente. Casi me muero cuando me enteré de que estaba casada con Mulligan. Gracias a Dios no dejé que las cosas llegaran demasiado lejos...


—¿Qué demonios quieres decir con eso? Exactamente, ¿de cuan lejos estamos hablando? —vio suficiente consternación en el rostro de Pedro como para saber que algo había pasado entre su antigua amante y él antes de averiguar que era lady Mulligan. Soltó un juramento—. ¡Maldita sea, Pedro! No te habrás acostado con ella, ¿verdad?


—¡Claro que no! Bueno, no desde que estoy aquí —aguantó la mirada penetrante de ella unos cinco segundos antes de suspirar— Escucha, el día que llegué, Mulligan había tenido que irse de repente a Brisbane por negocios. Pensé que era una buena oportunidad para ver la isla sin que me atosigaran con propaganda pensada para aumentar el precio... —se detuvo y trató de estudiar su expresión, pero Paula estaba impasible.


—Continúa —dijo ella, aunque no quería escuchar lo que vendría a continuación. Ya lo sabía.


—Bueno, mientras paseaba por la playa privada de Mulligan, me encontré con Rebeca. Y, naturalmente, al ser una vieja amiga, me detuve a hablar con ella.


—Oh, naturalmente —no pudo resistir decir—. Y naturalmente es demasiado esperar que ella te contara de inmediato lo feliz que estaba casada con un viejo forrado de dinero y un título y que por casualidad era el dueño del lugar —aunque su rostro lo delató, por motivos que no fue capaz de explicar, ella insistió en una respuesta—. ¿Y bien? ¿Surgió o no el hecho de que estaba casada con Frank Mulligan?


—No exactamente... Empezó a hablar de los viejos tiempos, y entonces...


—Y entonces —interrumpió ella—, con la práctica que tienes con las mujeres, tus ojos de lince de inmediato notaron esa pelota que llama anillo, y dijiste «¡Felicidades, Rebeca! Veo que estás casada...»


—Hmmm, no exactamente... Ella, eh, no llevaba ninguna joya.


—Comprendo... ¿y qué llevaba?


—No mucho.


—Ah. Dime, Pedro, ¿llevaba algo? —el destello en sus ojos y la sonrisa que intentaba controlar respondieron con más elocuencia que las palabras. ¿Por qué un hombre de su intelecto seguía atraído por mujeres que sólo eran capaces de mantener una conversación en la que únicamente se requería que dieran sus nombres y números de teléfono?


—No te muestres tan agitada, Pau. ¿Te haría sentir algo mejor si te dijera que llevaba una sonrisa arrebatadora y que en ningún momento mis ojos bajaron del cuello?





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