sábado, 30 de mayo de 2020

MAS QUE AMIGOS: CAPITULO 10



Pedro sintió un nudo en el estómago ante la pregunta y el tono de voz. Eso era lo que había estado temiendo. Se esforzó por oír lo que decía Mulligan sobre unos movimientos recientes en el mercado de valores y la conversación en el asiento de atrás.


—¡Oh, pero me encantan las joyas! —repuso Pau con una risa encantada que Pedro reconoció como falsa—. Pendientes, brazaletes, anillos... lo que digas. Tengo docenas. ¿No es verdad, Pedro? —preguntó, sin darle ocasión para responder—. Por desgracia, tiendo a hincharme cuando vuelo, de modo que no puedo llevar nada que me esté prieto. ¿Ves? —en prueba estiró las manos hasta dejarlas entre los dos asientos, para que sir Frank también las viera. Al mirarlas, Pedro supuso que los dedos largos y elegantes podrían haber estado mínimamente hinchados, pero sólo lo habría notado alguien que la conociera muy bien, aunque Rebeca no quedó muy convencida—. No se preocupen, regresarán a la normalidad en unas horas —continuó Pau, como si todo el mundo se hubiera quedado boquiabierto y horrorizado—. Y podré volver a ponerme mis anillos. He de reconocer que me siento desnuda sin ellos.


—Sé lo que quieres decir —coincidió Rebeca—. No hay nada como un anillo de boda para hacer sentir a una persona realmente casada. Lo cual, desde luego, es el motivo por el que tantos hombres se niegan a llevar uno... Dime, ¿Pedro usa el suyo?


Pedro notó la pausa forzada y apenas contuvo la tentación de decir: «Déjalo ya, Rebeca, tú sabes que no lo llevo».


Sólo pudo suponer que Pau debió sacudir la cabeza, ya que la siguiente pregunta de Rebeca fue un espantado: «¿Y eso no te da motivo de preocupación?»


—No. ¿Por qué habría de hacerlo?


—Oh... Bueno, no hay ningún motivo, por supuesto... supongo —repuso Rebeca con titubeo teatral—. Es que la mayoría de las mujeres que conozco se sentiría engañada si sus maridos no quisieran llevar el anillo de boda. Después de todo, no sólo declara que un hombre queda vedado para otras mujeres, sino que es la declaración definitiva de su absoluto compromiso con su matrimonio.


—¿De verdad? Qué extraño... —Pedro contuvo una sonrisa ante el tono incrédulo de Paula—. Todas las mujeres y hombres que yo conozco consideran que los votos del matrimonio son la declaración definitiva de su compromiso.


—Recuerda lo que te dije, Paula —intervino sir Frank cuando entraron en la elegante recepción del edificio principal del hotel—. Nos encantaría tenerlos como invitados esta noche si...


—¡Oh, no, sir Frank! Ni se nos pasaría por la cabeza irrumpir en su espacio privado. Después de todo, Pedro y tú están enfrascados en discusiones de negocios, y soy una firme partidaria de mantener separadas las relaciones profesionales de las personales —«¡Aunque lady Rebeca carece de semejantes inhibiciones!», pensó al notar que la «dama» en cuestión dirigía sus ojos de dormitorio y sus mohines sexys en la dirección de Pedro. Como las cosas siguieran así, tendría que pegarse a Pedro las veinticuatro horas o seguir a Rebeca con un cubo con agua fría—. En realidad, sir Frank —ofreció la mejor de sus sonrisas—, me fascinan esas cabañas que sobrevolamos en el otro extremo de la isla. ¿Existe la posibilidad de que Pedro y yo podamos alojarnos en una de ellas?


—¿Una cabaña? —Pedro se mostró más sorprendido por la petición que sir Frank.


—Oh, cariño, sé que odias no poder recibir un servicio de habitaciones inmediato —dijo—. Pero después de pasar las últimas cinco semanas rodeada de botones y doncellas, me encantaría relajarme en una atmósfera un poco menos comercial. El aislamiento y la soledad de una cabaña alejada del hotel principal me parecen celestiales. Y, bueno... en realidad no hemos podido estar solos desde que regresé de Perth.


La risita de sir Frank le indicó que había interpretado sus palabras del modo en que ella deseaba, mientras que el destello de aprobación en los ojos de Pedro significaba que había comprendido el mensaje más sutil dirigido a él: cuanto más lejos estuvieran de los Mulligan, mejor.


—Es una idea estupenda, cariño... —la voz de Pedro sonó baja y con la consistencia de la miel; le rodeó los hombros con un brazo y la apretó contra su costado—. Estoy de acuerdo, una cabaña sería perfecta.


Pedro desempeñaba tan bien su papel de marido que ella vio mariposas al mirarlo a los ojos. Cuando él siguió contemplándola como si aguardara alguna respuesta, Paula se preguntó si quizá las esposas agradecidas debían besar a sus maridos en ocasiones
como esa. Pero decidió dirigirle una sonrisa radiante. Dados los efectos secundarios
del beso que le dio en el aeropuerto, cuanto menos tontearan con eso, mejor.


—¿Y bien, sir Frank? —preguntó Pedro, sin soltarla—. ¿Hay alguna cabaña disponible?


—Lo averiguaremos enseguida. Y si la hay, me ocuparé de que dispongan de servicio de habitaciones las veinticuatro horas, y no de siete de la mañana a diez de la noche.


—Es muy generoso, sir Frank —agradeció Pedro— Pero innecesario. Después de estar cinco semanas lejos de mi esposa, el único servicio de habitaciones que necesitaré durante la noche no requerirá una llamada a Recepción.


Paula casi se atraganta por el rubor que invadió su rostro cuando la sonora carcajada de sir Frank reverberó por el vestíbulo del hotel, atrayendo toda la atención hacia ellos. Metida bajo el brazo de Pedro, se sentía como una muñeca.


Él estaba disfrutando. De buena gana se habría soltado de su «afectuoso» brazo y de la falsa caricia de sus dedos en su cuello para largarse del hotel. Por mucho menos le habría roto sus bonitos y demasiado perfectos dientes. Pero recordó su misión y le pasó un brazo por la cintura, pellizcándolo sin que nadie la viera. Con fuerza, mucha fuerza.


Aunque Pedro no mostró señal exterior de que le había causado algún dolor, la soltó en el acto y se reunió con sir Frank y un hombre uniformado en la recepción del hotel, dejándola sola en mitad del vestíbulo, sintiéndose aún más conspicua. Al dirigirse hacia unos sillones de bambú, se encontró con la expresión furiosa de lady Mulligan, que aguardaba un ascensor.


En ausencia de su marido, la increíblemente atractiva morena no hizo ningún intento por ocultar el desagrado que le producía Paula, y el mensaje que irradiaban sus ojos esmeralda habría sido obvio para cualquier mujer de más de quince años. «Te lo advierto. Sé lo que quiero y pretendo conseguirlo».


A Paula no le cabía ninguna duda de que si Rebeca estuviera soltera Pedro habría aceptado en un segundo lo que le te ofrecía, sin importar que estuviera en viaje de negocios o no. La mujer era su tipo. Hermosa, alta, bien dotada... de acuerdo, muy bien dotada. Pero así como no había duda de que lady Rebeca conocía que poseía las armas sexuales para librar batalla por la atención de Pedro Alfonso, había algo que no sabía y que Paula sí; a pesar de su fama de playboy y de sus legendarias relaciones sexuales, para Pedro el matrimonio era sagrado.


Pau sabía que en cuanto Pedro tomaba una determinación, nada ni nadie podían conseguir que la cambiara. Rebeca podía mostrarse tan decidida como Juana de Arco y lanzarle desafíos silenciosos a Paula hasta que su silicona se derritiera, pero la cuestión era que, sin importar cuánto meneara las caderas, frunciera los labios o mirara a Pedro, no le serviría de nada.


Contuvo una risita al imaginar hasta dónde podría llegar la otra en su intento por tentar a Pedro. Así como aceptaba que en una contienda de atractivo sexual con Rebeca ella estaría prácticamente desarmada, la mujer perversa que llevaba dentro no pudo resistir la malvada diversión de observar a esa mujer fatal agotarse en una guerra de seducción que le era imposible ganar. Con la compra de Illusion Island en juego, Paula podía tener dos cabezas y un cuerpo retorcido, que Pedro no se iba a arriesgar a mirar dos veces a Rebeca aunque la tuviera desnuda en su cuenco de cereales.


Pero la otra no lo sabía, y con sus curvas voluptuosas y boca fruncida preparaba confiada todos sus torpedos.


«Bueno, puedo parecerte un bote de remos, lady Mulligan», pensó Paula, «pero veremos al final quién sale volando del agua».




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