sábado, 9 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 32




Aquella mañana se había presentado voluntaria para quedarse en la guardería de la iglesia con los niños mientras Pedro asistía al servicio. Ya estaban en el suelo, jugando con otros niños. La sala estaba adecuadamente adornada para la Navidad y en un rincón había un belén. Después del servicio había organizada una fiesta con cantos de villancicos y una visita de Santa Claus.


Antes de que Pedro entrara en la iglesia tuvo tiempo de decirle:
—El viernes recibí otro anónimo.


Él frunció el ceño.


—¿Y por qué no me lo has dicho antes?


—No quería estropearte el fin de semana y le pedí a la policía que no te molestara. He traído una fotocopia.


Paula sacó un papel de su bolso y se lo entregó. Pedro lo leyó en alto.


—« ¡Cuidado! Hemos accedido a tu cuenta en el banco y a tus tarjetas de crédito a través de Internet. Lo siguiente serán las cuentas de la corporación Chaves. Cubre voluntariamente las deudas de Bill Deveson o atente a las consecuencias» —alzó la mirada—. Es más específica que las otras.


—Pero parece una amenaza vacía. Ni mi contable y ni el experto de la policía han encontrado evidencia de que alguien haya accedido a mis cuentas personales o las de la compañía.


—Si esa es la información que obtuvieron de tu armario archivador...


—Podrían haberla utilizado hace semanas —concluyó Paula por él—. Pero ahí no guardo información financiera.


—¿Y puede saberse qué guardas? Me dijiste que no faltaba nada.


—Casi todo es personal. Viejos diarios, cartas, fotos, apuntes de la universidad que probablemente debería tirar...


—En ese caso, nuestro sospechoso debió sentirse bastante decepcionado.


—A menos que quisiera leer los poemas extremadamente malos que escribí a los catorce años, o averiguar cómo se llamaban los chicos que me gustaban.


—Sí —Pedro frunció el ceño y Paula casi pudo ver cómo daban vueltas los engranajes de su mente. Entonces su tono cambió—. Hablando de chicos, dejad eso ya, niños —se agachó y separó a Martin y Leonel, que habían empezado a arrojarse unos cochecitos con los que estaban jugando. Aún se estaban riendo, pero convenía cortar antes de que la cosa fuera a más—. Y ahora, que os divirtáis. Papá volverá dentro de un rato.


—¿Papá va a la iglesia? —preguntó Leonel.


—Eso es.


—¿Y yo voy?


—Hoy no. Paula va a jugar con vosotros.


—¿Paula nos lee un cuento?


—Sí —Pedro besó a los niños, se irguió, dedicó una sonrisa a Paula y salió de la sala.


Ella se arrodilló con dificultad sobre un cojín en el suelo y cada uno de los niños le llevó un cuento. Otra niña llamada Emilia, de unos tres años, se apuntó al grupo. Todos trataron de sentarse en su regazo, cosa realmente complicada con la tripa que tenía, y tuvo que convencerlos para que se sentaran a su lado.


Los niños de Pedro solo querían oír cuentos de camiones, cosa que no hizo gracia a Emilia. Ella quería un cuento de navidad, y así lo repitió por lo menos quince veces. Ninguno permaneció quieto más de quince segundos y Paula acabó con algo pegajoso extendido por sus pantalones. 


No era precisamente la escena de paz y amor que se suponía, pero la disfrutó de todos modos.


Finalmente, Emilia se fue a jugar con otros niños y Paula se quedó a solas con Martin y Leonel, que decidieron tratarla como si fuera un aparato de gimnasia. Eran tan encantadores que en determinado momento no pudo contenerse y tuvo que tomarlos en brazos para darles un beso y un abrazo. Y en aquel momento regresó Pedro de la iglesia.


Por algún motivo, Paula se sintió como si la hubieran atrapado haciendo algo malo, y rio tímidamente.


—Me han dado bastante guerra —dijo, con los brazos aún en torno a Martin y la barbilla apoyada en su cabecita.


—No debes permitirlo.


—Oh, pero me gusta. Es... bueno para mí, o algo. 


¿Por qué la estaba mirando Pedro tan intensamente?


Mientras Paula se hacía aquella pregunta, él se apartó de la puerta para dejar pasar a otros padres.


—¡Ha llegado la hora de la fiesta! —dijo una madre.


Algunos de los niños mayores repitieron sus palabras, alborozados.


—¡Ha llegado la hora de la fiesta!


Los niños de Pedro se pusieron de inmediato en pie.


—¡Sí! ¡Sí! —exclamaron, aunque en realidad no sabían qué pasaba.


Paula no estaba segura de lo que debía hacer. Bruno aún estaba esperando fuera para acompañarla a casa. Echaría un vistazo mientras ella hacía el equipaje y luego la llevaría a la lujosa casa de su padre en Princeton, donde iban a pasar unas tranquilas navidades juntos.


« ¿Y cuándo no han sido tranquilas nuestras navidades?»


Era un pensamiento desleal, pero Paula no logró apartarlo de su mente. Eileen Harp iba a reunirse con ellos para la comida de navidad, pero por la tarde tenía que ir a visitar a una hermana. Stefania, la hermana de Paula, no podía acudir aquel año desde Europa, pero viajaría dos semanas después para la fiesta del bebé. No había otras celebraciones planeadas ni otros invitados.


¿No era un poco triste que su mejor perspectiva para animar un poco su vida fuera una fiesta para niños en una iglesia? Y, además, aún ni siquiera era madre. No pintaba nada allí.


—Debería irme —dijo en alto, a nadie en particular.


Pedro la oyó porque acababa de acercarse a Ella para confirmar sus planes para los próximos días, y captó su renuencia.


—¿No quieres irte? —preguntó.


La triste expresión de la mirada de Paula hizo que tuviera que reprimir su necesidad de reaccionar. Protegerla profesionalmente era una cosa, pero empezar a preocuparse por cómo se sentía era distinto. Le asustaba y no quería saber nada al respecto.


Una vez más, Paula se ruborizó.


—Oh... me estaba preguntando si no me vendría bien un poco de práctica.


—Creo que lo único que cuenta en el negocio de los padres es la práctica constante y diaria, pero me encantaría que te quedarás.


—Podría echar una mano.


—Eso siempre viene bien.


Paula asintió y fue a ofrecerse para hacer algo a Dorotea Minter, la organizadora de la fiesta. Esta señaló la cocina, de donde ya había gente saliendo con algunas bandejas cubiertas.



SU HÉROE. CAPÍTULO 31




Quince minutos después se detenían ante la entrada del restaurante. Pedro salió del coche para ayudar a Paula, algo que siempre hacía y que ella agradecía.


—No hace falta que te molestes en entrar. Solo hay dos pasos hasta la puerta. Estoy bien.


—Esperaré hasta que estés dentro —el tono de Pedro cambió mientras la miraba—. Ojalá hubiéramos podido ir a tomar ese chocolate.


—Ojalá.


El corazón de Paula latió con más fuerza. Un beso pendía en el aire entre ellos como un precioso diseño de cristales de nieve. Frágil, bello, dispuesto a evaporarse en un momento. 


Pedro estaba mirando su boca, pensando en lo mismo. Al acercarse instintivamente a ella chocó contra su abultado vientre, una barrera tan física como emocional. No podían hacer aquello.


—Habrá alguien esperándote cuando termines de cenar —dijo—. Puede que Carlos. O Alex. Ya los conoces a ambos. Te avisarán cuando lleguen y esperarán en algún lugar discreto. Tú y yo nos veremos el lunes.


—Gracias.


—Gracias por lo de las luces.


—No, gracias a ti por lo de las luces.


Pedro sonrió y Paula hizo lo que tenía que hacer; pasar junto a él y entrar en el restaurante.


—La verdad es que estoy empezando a acostumbrarme —dijo Paula a Pedro una semana después, en Nochebuena—. Pensaba que nunca llegaría a hacerlo.


—Suele suceder —contestó él, sonriente. 


Deseando ganarse más sonrisas como aquella.
Añadió:
—Aunque podría pasarme sin el tipo al que le faltan los dientes delanteros.


—Eso es un poco injusto. Los perdió galantemente en el cumplimiento de su deber.


—Bueno, en realidad no son los dientes, sino el aliento.


—¿Le das de comer sándwiches de ajo?


—Y la risa.


—No le cuentes chistes. Y ahora, hablando en serio, Carlos es un buen tipo, pero si quieres puedo asignarle alguna otra misión.


—No —contestó Paula de inmediato—. Tienes razón. Carlos es muy agradable. Estoy siendo injusta. Y Bruno es estupendo.


Paula miró a través de la ventana al guardaespaldas que estaba apoyado contra su coche. Tenía los hombros encogidos y parecía tener frío, pero no apartaba la mirada de los coches que entraban y salían del aparcamiento adyacente a la iglesia a la que asistía Pedro.


—Sí —asintió él—. Es el mejor.


—Mmm.


Paula no quería admitir que el único guardaespaldas que le gustaba tener alrededor era Pedro. Y por todos los motivos equivocados, como, por ejemplo, la gran sonrisa que acababa de dedicarle. La amenaza a su seguridad no había aumentado durante las semanas anteriores, pero tampoco había desaparecido. 


Justo cuando empezaba a relajarse había llegado otra carta.


Se suponía que la policía seguía trabajando en el caso, pero ella sospechaba que era la minuciosa vigilancia de Pedro la que estaba haciendo desistir a sus enemigos.


Desafortunadamente, el trabajo de Pedro consistía en protegerla, no en investigar de dónde procedían las amenazas. Ella sabía que no dejaba de pensar en ello, porque le había hecho varias preguntas crípticas al respecto, pero, como la policía, Pedro tenía otros casos de los que ocuparse.


Paula sabía que no podía pedir más. Estaba segura de que Pedro estaba desatendiendo en parte su trabajo como ejecutivo de Alfonso Security Systems por ella. O, más bien, por su padre. El sentido del honor y el deber que Pedro había heredado del suyo estaba muy desarrollado.


Y su fe también era sosegada y sincera. Aquella era la cuarta visita de Paula a su iglesia. Sabía que Pedro se sorprendió la primera vez que le dijo que iba a asistir al servicio religioso en su iglesia, y aún más cuando volvió a hacerlo las siguientes semanas. Pero ella había descubierto que le gustaba más el relajado ambiente de aquella iglesia que el de la suya, demasiado formal y estirada.




SU HÉROE. CAPÍTULO 30





Hacía años que Paula no se fijaba en las luces de navidad. Había olvidado lo mágicas que podían ser. El cielo estaba despejado y la noche era fría, pero la calefacción del coche de Pedro envolvía sus piernas en una agradable placidez. 


Pedro se había detenido hacía unos minutos a comprar algo de comer. Los niños habían llenado el asiento trasero de migas y tenían restos de dulce por toda la cara. El interior del coche olía a mantequilla y canela.


Pedro conducía lentamente arriba y abajo por la calle, diciendo:
—¡Guau! ¡Mirad esa casa! ¿Veis el trineo y la estrella?


Los niños empezaron a decir «guau» a intervalos cada vez más frecuentes y a reír excitados.


Al principio, Paula se sentía un poco fuera de lugar. Estaba allí por casualidad y era prácticamente una extraña para los niños. Pero, en determinado momento, Pedro dejó de señalar árboles de navidad y angelitos y le dijo:
—Me alegra que las cosas hayan salido así. Es bueno tener compañía en el asiento delantero, y mamá ha podido salir con tiempo. Gracias, Paula.


—De... de nada, Pedro.


Paula tuvo que esforzarse por ocultar su emoción. Había sido agradable volver a ver a la señora Alfonso y se habían dado un cálido abrazo. Su embarazo la estaba volviendo muy emocional últimamente. Se alegraba de que el interior del coche estuviera oscuro. Miró a Pedro y vio que este se estaba fijando de nuevo en las luces. Aprovechó la oportunidad para mirarlo y lo hizo de forma casi codiciosa, culpable, deseando tener el derecho de tocarlo, de sentir que estaban hechos el uno para...


Ni hablar. Estaba embarazada de otro hombre y aún no sabía cómo iba a afectarle aquello en el futuro. Pero quería estar entre los brazos de Pedro, aunque no durara.


—¡Mirad, niños! ¡Mirad ese gran árbol! —exclamó él en aquel momento a la vez que señalaba con la mano.


Estaba tan alerta mostrando a sus hijos las mejores luces como ocupándose de su seguridad y, con cada día que pasaba, Paula había empezado a responder con más fuerza a aquella cualidad suya. Si alguna vez llegara a necesitar un hombre en el que apoyarse, estaba convencida de que Pedro no la decepcionaría.


Era tentador... tan tentador... hasta que su espíritu se rebeló.


«Necesito manejar esto por mi cuenta», se dijo con firmeza.


Para distraerse, preguntó.


—¿Cómo suelen ser tus navidades, Pedro?


El sonrió.


—¡Grandes! A mamá le gusta montarlas a lo grande y con todos los extras. Yo solía protestar, pero desde que han nacido los niños me he dado cuenta de que esa clase de cosas son importantes. Los puntos de vista cambian cuando uno tiene niños.


—Supongo.


—¿Y tú?


—Supongo que mi punto de vista también cambiará. Al menos eso es lo que dice todo el mundo. Trato de tenerlo todo organizado para minimizar la conmoción. O lo que sea. Estoy asustada.


—No lo estés. Y no me refería a tu punto de vista, sino a cómo son tus navidades.


—Oh —Paula asintió—. Son tranquilas. Ahora. Pero mi madre era como la tuya. Le encantaban todos los detalles.


—¿Las echas de menos?


—Bueno, ya sabes, es un gran esfuerzo y... —Paula se interrumpió y suspiró—. Sí. Las echo de menos.


Los niños se habían apaciguado y faltaban veinte minutos para su cita en el restaurante. 


Cuando vio que Pedro miraba su reloj, dijo:
—Tendremos que ir hacia el restaurante.


Él asintió.


—Me habría gustado que fuéramos los cuatro a tomar un chocolate caliente, pero me temo que no hay tiempo para más.


—No. Desafortunadamente.




viernes, 8 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 29




Sus tacones resonaban en el pasillo mientras se alejaba de la sala de juntas y le hacían daño a cada paso que daba. Le dolían los pies. Le dolía la cabeza. Le dolía la espalda. Le daba lo mismo su imagen; ¡no pensaba volver a ponerse aquellos zapatos hasta que hubiera nacido el bebé!


Era viernes por la tarde, diez días antes de Navidad. La reunión había terminado tarde. 


Tenía que asistir a una cena de negocios en hora y media y Pedro aún seguía merodeando por el edificio como... como... bueno, como un hombre que hubiera sido contratado para protegerla y que estuviera dispuesto a llevar adelante su trabajo aunque lo matara.


Sin embargo, daba toda la sensación de no querer estar allí en aquellos momentos. Estaba lanzando continuas miradas a su reloj y tomándose la barbilla entre el pulgar y el índice, un gesto al que Paula ya se había acostumbrado.


—¿Qué te sucede? —preguntó directamente al reunirse con él. No estaba de humor para malgastar palabras.


—Teóricamente ya no debería estar aquí. Me iba a sustituir Lisa a las cinco, pero han surgido algunos problemas donde estaba trabajando y ha tenido que quedarse.


—¿Adonde tienes que ir?


¿Tendría alguna reunión? ¿O tenía que ir a recoger a sus hijos a casa de su madre? Sí, eran los niños. Lo pudo leer en su expresión.


—Se supone que voy a llevar a Martin y a Leonel a dar un paseo para ver las luces de las navidades —contestó Pedro, confirmando lo que imaginaba Paula—. Se lo había prometido. Supongo que como solo tienen dos años podría distraerlos y se olvidarían —de pronto rió—. El fin de semana pasado compré sus regalos de navidad delante de ellos y ni siquiera se dieron cuenta.


—¿En serio? —a Paula le habría gustado saber más sobre los niños de dos años. Sobre los adorables niños de Pedro.


—Sí, fue muy divertido. Pero no quiero sentar un precedente haciéndoles trampas. Mamá lleva todo el día diciéndoles que hoy van a ver las luces. ¡Odio cuando pasa esto! En circunstancias como estas, estar solo es lo peor que hay.


—Tu madre...


—Acaba de llamar para recordarme que este fin de semana va a ver a mi hermana en Virginia. Suele hacer ese trayecto a menudo, pero no le gusta salir tarde.


—Lo siento, Pedro, podrías haberte ido.


El no contestó. No tenía que hacerlo. Habían pasado tres semanas desde que había intensificado el nivel de protección de Paula. Ella ya lo conocía lo suficiente como para saber que haría falta una emergencia más importante para que dejara su trabajo.


—Podemos ir a recogerlos ahora —sugirió—. Así tu madre podrá irse y nosotros enseñaremos las luces a los niños. Puedes dejarme luego en el restaurante, asegurarte de que todo está en orden y enviar luego a alguien a recogerme.


—Pero querías ir a casa a cambiarte.


Pedro sabía aquello porque estaba programado en la agenda. Paula odiaba la agenda.


—Estoy bien —dijo. A fin de cuentas, ¿quién necesitaba unos pies que funcionaran? Las ampollas se curarían.


Pedro la miró con el ceño aún fruncido. De pronto, ella deseó acariciarlo para que se relajara.


—No discutas, por favor —dijo, y su tono pareció bastar para convencerlo.


—De acuerdo. Tu plan puede funcionar. Mamá ya les ha dado de comer, y en su calle hay bastante gente que hace un trabajo magnífico con las luces de navidad —Pedro avanzaba con paso firme hacia el ascensor mientras hablaba. A pesar de las protestas de sus ampollas, cabeza, espalda y vientre, Paula se mantuvo a su altura—. No nos llevará mucho tiempo. Puede que incluso sobre un rato para que puedas ir a...


—No necesito cambiarme.





SU HÉROE. CAPÍTULO 28





Pedro decidió preparar unos filetes al ver que Paula no parecía especialmente animada ante la sugerencia de encargar la comida fuera.


—Ahora mismo, la idea de que venga un extraño a la casa, aunque sea para traer comida, no me hace ninguna gracia —confesó ella mientras preparaba la ensalada—. ¡Tengo que superar esto! ¡Voy a superarlo!


—¿No podrías quedarte con tu padre?


Paula negó con decisión.


—Se preocupa demasiado por mí y ambos acabaríamos neuróticos.


—¿Y en casa de alguna amiga?


—Pretendo ser más independiente, no menos. No me hizo ninguna gracia tener que recurrir a Connie la otra noche. Me sentí débil; me mimó como si estuviera enferma.


—Supongo que exageró un poco su reacción.


—Tiene buena intención. Nuestra amistad ha tenido sus más y sus menos, pero nos conocemos desde que íbamos juntas al colegio.


—¿Estuvisteis juntas todo el rato?


—Bueno, comimos, vimos una... —Paula se interrumpió al comprender a qué se refería Pedro—. Si estás sugiriendo que Connie es la que ha abierto mi armario archivador...


—¿Quién se acostó primero?


—Yo. Pero...


—¿Quién más ha venido aquí desde entonces?


—Papá vino el domingo por la noche. Patricio y Catrina Callahan, unos amigos, pasaron a devolverme unos vídeos. Tengo una asistenta que viene los lunes, Bianca O'Meara, pero es una viuda irlandesa de cincuenta y siete años y no resulta muy sospechosa.


—Pero esas son las posibilidades, Paula. A menos que haya una ventana o alguna cerradura forzada en la que no te hayas fijado.


—Compruebo cada puerta y cada ventana cada vez que entro en la casa.


—Bien hecho.


—Lo odio.


—Ya lo habías mencionado.


—¿No lo odiarías tú?


—Sí, pero trataría de reaccionar racionalmente, no emocionalmente.


Paula dedicó a Pedro una mirada gélida, pero el sonrió.


—Sigue luchando. Eso está bien.


Ella lo ignoró.


—«Racionalmente», he recordado que vino alguien más el lunes cuando estaba en el trabajo. Me trajeron una silla nueva —Paula se llevó una mano a la espalda, que le estaba dando más problemas según aumentaba el tamaño de su bebé. Se suponía que la nueva silla iba a ayudar algo—. Según Bianca, el tipo estuvo aquí un rato montándola mientras ella limpiaba.


—Es otra posibilidad. Después de comer será mejor que compruebes si falta algo. Supongo que Bianca tiene su propia llave, ¿no?


—Si no fuera así sería muy difícil que viniera a limpiar, porque yo no suelo estar.


—Debes recordarle que la tenga siempre controlada. Mañana me ocuparé de que cambien las cerraduras.


Paula asintió y fue a poner la mesa. Cuando se volvió vio que Pedro la observaba.


—Comparada con lo ordenada que está tu casa, la mía debió parecerte un auténtico caos —dijo.


Ella se dejó caer en la silla más cercana y suspiró.


—La verdad es que suelo ponerme a limpiar y ordenar como terapia cada vez que siento que estoy perdiendo el control.


—Ya lo había supuesto —dijo Pedro con delicadeza.


—Oh.


Sus miradas se encontraron y una sonrisa curvó levemente los labios de Pedro antes de que se encogiera de hombros.


—Lo siento. Suele ser una reacción bastante normal cuando alguien está amenazado.


—Oh, me encanta ser clasificada como un estereotipo.


—Por otro lado, tu sarcasmo es único —la mirada de Pedro fue más burlona que sus palabras. Paula trató de enfadarse, pero no pudo—. Mantenlo vivo si hace que te sientas más fuerte. Y tienes razón, por supuesto. El control es importante.


—A veces pienso que el control me está matando —confesó Paula, que se sentía especialmente vulnerable ante la mirada de Pedro—. Cuando logro olvidarlo me siento mucho mejor. Me gustó tu casa, Pedro. Me gustó que estuviera un poco «descontrolada».


—En ese caso, ¿qué te parece si me cedes parte de ese control que no deseas de manera que te quede algo de energía para cuando nazca tu bebé?


El microondas sonó en aquel momento. El aroma de los filetes invadió la nariz de Paula, que empezó a salivar de anticipación. Sentía un hambre casi feroz. El bebé crecía deprisa y necesitaba calorías.


«Tiene razón», pensó. «No puedo enfrentarme a esto sola».


—De acuerdo. Tú ganas. Haremos las cosas de la forma que te parezca más conveniente, pero tendrás que atenerte a una regla.


—¿Qué regla?


—Cuando quiera que los guardaespaldas esperen fuera, eso harán.


—Eso es aceptable —respondió Pedro —. Y has tomado la decisión correcta. Me alegro.


Pero Paula no pudo evitar notar que, a pesar de sus palabras, no parecía nada contento.


—Nunca voy a acostumbrarme a esto —murmuró Paula.