sábado, 9 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 30





Hacía años que Paula no se fijaba en las luces de navidad. Había olvidado lo mágicas que podían ser. El cielo estaba despejado y la noche era fría, pero la calefacción del coche de Pedro envolvía sus piernas en una agradable placidez. 


Pedro se había detenido hacía unos minutos a comprar algo de comer. Los niños habían llenado el asiento trasero de migas y tenían restos de dulce por toda la cara. El interior del coche olía a mantequilla y canela.


Pedro conducía lentamente arriba y abajo por la calle, diciendo:
—¡Guau! ¡Mirad esa casa! ¿Veis el trineo y la estrella?


Los niños empezaron a decir «guau» a intervalos cada vez más frecuentes y a reír excitados.


Al principio, Paula se sentía un poco fuera de lugar. Estaba allí por casualidad y era prácticamente una extraña para los niños. Pero, en determinado momento, Pedro dejó de señalar árboles de navidad y angelitos y le dijo:
—Me alegra que las cosas hayan salido así. Es bueno tener compañía en el asiento delantero, y mamá ha podido salir con tiempo. Gracias, Paula.


—De... de nada, Pedro.


Paula tuvo que esforzarse por ocultar su emoción. Había sido agradable volver a ver a la señora Alfonso y se habían dado un cálido abrazo. Su embarazo la estaba volviendo muy emocional últimamente. Se alegraba de que el interior del coche estuviera oscuro. Miró a Pedro y vio que este se estaba fijando de nuevo en las luces. Aprovechó la oportunidad para mirarlo y lo hizo de forma casi codiciosa, culpable, deseando tener el derecho de tocarlo, de sentir que estaban hechos el uno para...


Ni hablar. Estaba embarazada de otro hombre y aún no sabía cómo iba a afectarle aquello en el futuro. Pero quería estar entre los brazos de Pedro, aunque no durara.


—¡Mirad, niños! ¡Mirad ese gran árbol! —exclamó él en aquel momento a la vez que señalaba con la mano.


Estaba tan alerta mostrando a sus hijos las mejores luces como ocupándose de su seguridad y, con cada día que pasaba, Paula había empezado a responder con más fuerza a aquella cualidad suya. Si alguna vez llegara a necesitar un hombre en el que apoyarse, estaba convencida de que Pedro no la decepcionaría.


Era tentador... tan tentador... hasta que su espíritu se rebeló.


«Necesito manejar esto por mi cuenta», se dijo con firmeza.


Para distraerse, preguntó.


—¿Cómo suelen ser tus navidades, Pedro?


El sonrió.


—¡Grandes! A mamá le gusta montarlas a lo grande y con todos los extras. Yo solía protestar, pero desde que han nacido los niños me he dado cuenta de que esa clase de cosas son importantes. Los puntos de vista cambian cuando uno tiene niños.


—Supongo.


—¿Y tú?


—Supongo que mi punto de vista también cambiará. Al menos eso es lo que dice todo el mundo. Trato de tenerlo todo organizado para minimizar la conmoción. O lo que sea. Estoy asustada.


—No lo estés. Y no me refería a tu punto de vista, sino a cómo son tus navidades.


—Oh —Paula asintió—. Son tranquilas. Ahora. Pero mi madre era como la tuya. Le encantaban todos los detalles.


—¿Las echas de menos?


—Bueno, ya sabes, es un gran esfuerzo y... —Paula se interrumpió y suspiró—. Sí. Las echo de menos.


Los niños se habían apaciguado y faltaban veinte minutos para su cita en el restaurante. 


Cuando vio que Pedro miraba su reloj, dijo:
—Tendremos que ir hacia el restaurante.


Él asintió.


—Me habría gustado que fuéramos los cuatro a tomar un chocolate caliente, pero me temo que no hay tiempo para más.


—No. Desafortunadamente.




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