Recorrió la casa revisando puertas y ventanas, y comprobando que Kiara seguía durmiendo, aterrada por un millón de espeluznantes posibilidades. Sus ojos ya se habían habituado a la oscuridad y por la ventana podía distinguir el perfil de los árboles. Pero no había señal alguna ni de Pedro ni de Mackie.
Durante la siguiente media hora miró el reloj de la cocina por lo menos cien veces. Hasta que finalmente oyó un ruido de pasos en el porche trasero. Pedro. Tenía que ser Pedro. ¿Pero y si no era él? De repente sintió la pistola como un peso muerto en la mano y sus músculos se tensaron, preparada para apretar el gatillo.
—Pedro, ¿eres tú?
—Sí, soy yo, Paula. Puedes bajar el arma. No pasa nada. Abre la puerta.
Dejó la pistola sobre la mesa y corrió hacia la puerta. Le temblaban los dedos cuando descorrió el cerrojo. Nada más dejar entrar a Mackie, se lanzó a los brazos de Pedro.
—¡Oh, menos mal que no ha ocurrido nada…!
—Sí que ha ocurrido.
—¿Qué quieres decir?
—Alguien ha estado en el granero. Y se ha llevado la hoz.
—¿Dónde está ahora?
—Fuera de aquí. Salí corriendo detrás de Mackie y vi las luces de un vehículo alejándose por la antigua pista forestal.
—Mackie debió de haberlo asustado.
—Sin duda. Creo que incluso llegó a morderle. Había sangre en el suelo del cobertizo. Si no hubiera tenido herida la pata, probablemente lo habría inmovilizado en el suelo a la espera de que yo llegara.
—¿Crees que pretendía atacarnos con la hoz?
—Dudo que viniera aquí desarmado.
—Pero no disparó a Mackie.
—Un disparo nos habría alertado antes que sus ladridos. Seguramente intentó atacar a Mackie con la hoz.
—¿Qué hacemos ahora? No puedo seguir durmiendo.
—Debes seguir durmiendo. Yo me quedaré vigilando.
—Pero, Pedro, no puedes quedarte levantado noche y día.
—Dormiré en una silla de la cocina con Mackie al lado. Si se produce algún movimiento al lado, me avisará. ¿Verdad, viejo amigo?
Mackie agitó alegremente el rabo, como sellando su trato.
—¿Por qué no llamamos al sheriff local?
—¿Para que haga qué? ¿Para que busque por la zona a un tipo que hace ya tiempo que se habrá largado, y que ni siquiera sabemos cómo es?
—Esto tiene que terminar, Pedro. No podemos seguir así. No podemos.
—Estoy de acuerdo contigo.
***
—Creo que llamaré otra vez al hospital —dijo Paula, mientras se hallaban atascados en el tráfico de Atlanta.
—No vamos a llegar tarde a la cita.
—No, me refería al hospital de Columbus para saber cómo está Ana.
—Bien. Porque me temo que no vamos a irnos a ninguna parte, al menos en los próximos minutos.
—Llevas un buen rato lidiando con el tráfico.
—Y con una niña en el asiento trasero.
—¿Qué diferencia puede significar eso?
—Que tengo que moderar mi lenguaje a la hora de quejarme.
Estaban de broma, pero todo era fingido.
Estaban tensos, inquietos. Aquella mañana, el cobertizo y la casa se habían llenado de agentes del FBI, tomando huellas y muestras de sangre y de ADN. Pedro seguía insistiendo en que aquel asunto estaba evolucionando muy rápido y que terminaría muy pronto.
El FBI estaba investigando también los archivos del orfanato. Según sus registros, un bebé con una minusvalía había sido adoptado por una pareja de Macón, Georgia. Sólo que la tal familia adoptiva nunca había existido. Pedro temía seriamente que aquel bebé fuera uno de los cadáveres que habían sido enterrados en los muros del sótano. En cuanto a Paula, ni siquiera quería pensar en aquella posibilidad.
Se volvió para echar un vistazo a Kiara. Estaba dormida, abrazada a su osito. El tráfico empezó a moverse de nuevo y Paula marcó de memoria el número del hospital, esperando poder contactar con alguien que pudiera ponerla al corriente de la evolución de Ana.
—Unidad de cuidados intensivos. ¿En qué puedo ayudarla?
—Me llamo Paula Chaves y llamaba para preguntar por Ana Jackson.
—¡Oh, señora Chaves! Me alegro de que haya llamado. Estaba a punto de telefonearle.
—¿Ha pasado algo malo? —inquirió, alarmada.
—No, al contrario, son buenas noticias. Ha salido del coma. Todavía no habla, pero responde con movimientos de cabeza a las preguntas del médico. Parece que lo comprende todo perfectamente. Estamos encantados. También ha preguntado por usted.
—¿De veras? ¿Le dijo que la había llamado cada día?
—Claro. Ha recibido muchas llamadas de amigos, pero usted es la única por quien ha preguntado. Sería estupendo que pudiera pasarse a verla después, porque ahora está descansando. No podrá quedarse mucho tiempo, pero seguro que le sentaría bien ver una cara familiar.
—Lo intentaré. ¿Hasta qué hora de la tarde admiten visitas?
—La última es a las ocho, pero si llega más tarde, pregunte por Juana. La dejaré entrar aunque sólo sea por unos minutos. Creo que su presencia le sentará mejor que cualquier medicina.
—Gracias. Y gracias sobretodo por la buena noticia.
—De nada.
Y se despidió.
—Pareces muy contenta… —le comentó Pedro cuando cortó la comunicación.
—Ana ha salido del coma.
—Fantástico. Y con un poco de suerte podrá facilitarnos una descripción de su agresor.
—Yo, ni siquiera había pensado en eso. ¿Qué te parece si nos pasamos a verla después de nuestra entrevista con la doctora Harrington?
—Estupendo. Si tú estás dispuesta…
—Lo estoy. Pero antes pararemos para comer algo. Así Kiara podrá estirar las piernas y jugar un poco.
Volvieron a ponerse en movimiento y Paula distinguió el hospital justo delante.
—Al final vamos a llegar a tiempo —pronunció Pedro.
—Bien. ¿Sabes? Tal vez sea la impresión resultante de una noticia tan buena como la recuperación de Ana, pero creo que es un buen presagio y que la entrevista con la doctora Harrington va a salir muy bien.
—Ojalá pudiera estar yo presente.
—Lo sé, pero prefiero que te quedes fuera con Kiara. Y no te preocupes. Lo soportaré —pronunció, cruzando supersticiosamente los dedos.
A veces a los buenos presagios había que ayudarlos…
Paula permaneció largo rato despierta después de haber hecho el amor, tumbada en el hueco que Pedro había dejado en la cama. Imaginando que aún estaba allí y que ella seguía acurrucada en sus brazos.
Se había tomado su tiempo, habían hecho el amor con pasión meticulosa, pero ambos habían convenido en que sería demasiado turbador para Kiara, si llegaba a levantarse para algo y los sorprendía juntos en la cama. Se llevó una mano al sexo, imaginándose que Pedro la estaba acariciando de nuevo. Cada contacto, cada caricia, era como descubrir un tesoro. Descubrir lo que lo hacía arder de anticipación, lo que lo hacía gemir, contener el aliento…
Y ella también estaba descubriendo cosas sobre sí misma. Que le encantaba que Pedro le sembrara el vientre de besos, sentir la caricia de su aliento en la piel, las cosquillas que le hacía en los pezones con el pelo… Estar viviendo aquel infierno y a la vez haberse enamorado de alguien en tan poco tiempo se le antojaba imposible. Y sin embargo, resultaba algo tan fácil como respirar. Era como si su pasión se alimentase del peligro.
No sabía lo que pasaría entre ellos cuando todo hubiese terminado, cuando Pedro ya no sintiera el aliciente del peligro y el desafío de proteger a Kiara, pero por el momento ni siquiera quería pensar en la perspectiva de vivir sin él…
Cerró los ojos, y lentamente, sin que pudiera evitarlo, volvió a experimentar el terror que la había asaltado aquel día, cuando vio aquellos zapatos marrones asomando por debajo de la puerta del cubículo del cuarto de baño. Tembló y se subió las sábanas hasta la barbilla, presa de un extraño delirio. Los zapatos se convirtieron en grandes ratas grises que retrocedían cegadas por la luz de una linterna. Se detuvo, vacilando, pegándose a las paredes del sótano.
Pero tenía que ser valiente. Era la mayor. Ella los había metido en aquel lío. No podía permitir que vieran lo asustada que estaba.
—No me gusta bajar aquí. Esto es horroroso.
—No es horroroso. Es excitante.
—Vamos a meternos en problemas.
—¿Qué ha sido ese ruido?
—Ratas. Están por todas partes.
—Tienen más miedo de nosotras que nosotras de ellas.
—Seguro que no tanto como yo.
—Juguemos a un juego. Al «Me gustaría…».
Alguien soltó una risita. Y luego todo el mundo se puso a reír, sin parar. Pero las ratas seguían llegando.
—El ruido está detrás de nosotros. Viene del otro lado de la pared.
Esa vez ya no reía nadie.
—Tomémonos de las manos. Tomémonos de las manos y quedémonos en silencio.
—No dejéis que los fantasmas rompan el círculo. Los fantasmas no pueden romper un círculo de amigas.
Paula se despertó sobresaltada, sentándose en la cama y moviendo los pies para ahuyentar a las ratas. Sólo que ya no había ratas. Era una pesadilla. Y Mackie estaba ladrando.
Levantándose de un salto, corrió hacia la habitación de Pedro. Ya estaba levantado y poniéndose los vaqueros, iluminado por la luz de la luna que entraba por la ventana.
—¿Crees que hay alguien ahí fuera?
—Eso espero.
Se volvió y recogió las dos pistolas que estaban sobre la mesilla.
—Está cargada. Si algún desconocido entra por esa puerta, dispárale.
Paula tomó el arma y experimentó una nueva punzada de terror, como un denso humo llenándole los pulmones.
—¿Adónde vas?
—Fuera. Cierra bien la puerta cuando salga y apaga las luces.
—No puedes salir ahí afuera tú solo…
Pedro la miró como si estuviera hablando un lenguaje que no entendía.
—Tengo a Mackie.
Se marchó. Y Paula se quedó sola con un arma cuyo contacto ni siquiera podía soportar, su hija durmiendo en la habitación del fondo del pasillo y una extraña presencia rondando el patio trasero.
Eran casi las diez, pero Pedro seguía tomando notas y revisando documentos en la mesa de la cocina.
—Creo que me voy a comprar un ordenador. Si tuviera acceso a la red, la mitad de los datos que necesito me los podría bajar de Internet.
—¿Y lo dice el mismo agricultor retirado del mundo que conocí hace una semana?
—Fue el afeitado de la barba lo que obró el milagro.
—O más bien la vuelta a la investigación criminal —lo corrigió ella—. Te encanta.
—La verdad es que me gustaría jugar algún tipo de papel oficial en todo esto, y no el de un simple particular.
—¿Has pensado en volver a trabajar con el FBI?
—Claro, yo y mi pierna coja —bromeó—. Tendría suerte si me dieran un trabajo de oficina.
—¿Tan malo sería un trabajo de oficina?
—Olvidémonos de mí —alzó una mano para acariciarle tiernamente el cabello—. Hoy estuviste fantástica. Realmente fantástica.
—Lo dices porque no me desmayé.
—Estuviste muy lejos de desmayarte. Fuiste tan valiente como una osa grizzly protegiendo a su osezno.
—Si le hubiera puesto las manos encima, creo que habría sido capaz de tirarlo por el inodoro y luego tirar de la cadena.
—Habrías contaminado el sistema de alcantarillado.
—¿Crees que pudo haber sido el propio juez Arnold?
—Lo dudo. Habría pagado a alguien para hacer ese trabajo sucio. Aunque nunca se sabe a qué extremos puede llegar una persona.
—Sobretodo una persona que dejó que las ratas se comieran a unos indefensos bebés.
Pedro empezó a masajearle suavemente los músculos del cuello.
—Deberías irte a la cama e intentar dormir un poco. Debes de estar cansada después de un día como éste.
—¿Tú te vas a acostar?
—Dentro de un rato.
A Paula no le gustó aquella perspectiva.
Acostarse sola en su cama fingiendo que su cuerpo no suspiraba por el suyo. No. Ella no podía fingir.
—¿Significa eso que no quieres que hagamos el amor esta noche?
—¿Es eso lo que crees?
—No sé qué pensar. Por eso te lo estoy preguntando.
Enterró la cara en su pelo y la abrazó sin pronunciar una palabra. Paula nunca se había sentido segura con los hombres. La única relación que había tenido había sido con Sergio, y había empezado mal ya en la noche de bodas.
—Quiero hacer el amor contigo, Paula, por supuesto que sí. Esta tarde incluso se me pasó por la cabeza ir a buscarte, llevarte en brazos hasta el cobertizo y amarte allí. No está mal para un agricultor retirado del mundo, ¿verdad?
—Pero no lo hiciste.
—No me pareció oportuno.
—¿Por qué? Pedro, estoy tan cansada de tumbas, de bebés muertos, de tanta depravación y tanta maldad… Hagamos el amor para que todo eso desaparezca, aunque sólo sea por unos minutos…
—Ojalá fuera tan sencillo.
—Es sencillo, Pedro. No te estoy pidiendo ni promesas ni compromisos. Ya me hicieron bastantes. Y no significaron nada.
—Oh, Paula, me lo estás poniendo tan difícil… Cuando todo esto termine, haré el amor contigo cada mañana, cada noche, cuando quieras. Pero ahora mismo, tengo que conservar el control y concentrarme en mantenerte a salvo. Esta misma tarde estuve a punto de perder la paciencia con el sheriff. Si le hubiera pegado, ahora mismo estaría en la cárcel, y eso no habría sido nada bueno ni para ti ni para Kiara.
—¿Habría sido diferente si no hubiéramos hecho el amor?
—Lo ignoro. Yo sólo sé que un guardaespaldas jamás debe implicarse emocionalmente con nadie, si quiere mantener intactas todas sus capacidades.
Paula se recordó que Pedro ya había cometido ese mismo error antes, al enamorarse de su protegida y perder toda perspectiva.
Comprendía su miedo y sus temores, pero en realidad ya estaban emocionalmente ligados y no veía cómo el hecho de hacer el amor podía complicar aún más las cosas.
—Yo no soy María, Pedro. No soy hermosa, ni exótica, pero tampoco tengo una agenda oculta, un plan secreto para manipularte —le echó los brazos al cuello y apoyó la cabeza sobre su pecho—. Yo sólo soy Paula, una mujer normal, sencilla, y necesito que me abraces y que me convenzas de que todavía existe belleza en este mundo…
—Tú no eres ni sencilla ni normal, Paula Chaves. Eres la mujer más fascinante e increíblemente seductora que he conocido jamás —la besó en la punta de la nariz—. Y ahora sal de aquí antes de que me olvide de todo este discurso que acabo de lanzarte y te haga el amor aquí mismo, en la mesa de la cocina.
—¿Crees que soy seductora?
—Sin duda alguna.
—Eso no es lo mismo que hacerme el amor, pero se acerca.
—Para mí no se acerca en absoluto.
Paula se dirigió hacia la salida, contoneando sensualmente las caderas.
—Dejaré la puerta de mi dormitorio abierta, por si cambias de idea.
—Sinvergüenza…
Pero el buen humor de Paula duró hasta que el ulular de un búho cortó el silencio de la noche.
Se acercó a la ventana. La luna estaba casi llena.
El buho ululó de nuevo, pero esa vez se oyó más lejos, y sonaba casi como el llanto de un bebé. Estremecida, se fue a la cama y se arrebujó entre las sábanas. Imágenes de su antigua pesadilla volvieron a acosarla. El lóbrego sótano. La procesión de fantasmas.
«Tomémonos de las manos con fuerza».
Por un instante, creyó que era ella la que había gritado, pero sólo había sido el buho volando entre los árboles. Su penetrante grito cortaba la noche como si los fantasmas lo hubieran enviado para localizarla.
Cerró los ojos rezando para que las imágenes desaparecieran, pero en lugar de ello, la procesión dio comienzo. Oscuras y aterradoras figuras empezaron a desfilar por su mente.
De repente chirrió la puerta y se sentó en la cama, como un resorte. Pedro entró en la habitación.
—No puedo hacerlo, Paula. No puedo mantenerme apartado de ti.
Nada más refugiarse en sus brazos, los fantasmas se desvanecieron. Sabía que volverían. Siempre volvían. Hacía mucho tiempo que Meyers Bickham seguía reclamando su alma, pero esa vez su corazón estaba en manos de Pedro.
Concertaron la entrevista con la doctora Abigail Harrington para las cinco de la tarde del día siguiente. Sólo que esa vez Paula no tenía intención de dejar a Kiara con Dolores.
Tendrían que conducir todo el camino hasta Atlanta y no quería perderla de vista ni un segundo.
—Ya casi hemos llegado a tu casa, señor Pedro —anunció Kiara, alegre.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he visto el puente que siempre cruzamos.
—Tienes razón —repuso él—. La siguiente carretera es la de Delringer.
—¿Podremos nadar cuando lleguemos?
—Más tarde —le dijo Paula—. Antes tengo que hacer algunas cosas.
—Yo estaba hablando con el señor Pedro… —le recordó la niña, suspicaz.
—Perdona, Kiara —pronunció Pedro—, pero yo también tengo que trabajar un poco. Luego nadaremos en la charca.
Pero cinco minutos después, cuando llegaron al antiguo caserón, comprendieron que sus planes tendrían que esperar. Había un coche patrulla en la puerta. Y apoyado en él, con gesto ceñudo, el sheriff Nicolas Wesley.
—Parece que tenemos compañía… —masculló Pedro.
Paula se limitó a gruñir por lo bajo mientras bajaba de la camioneta. Hacía calor, pero sabía que el ambiente se iba a caldear aún más.
—Vamos a ver a Mackie —le dijo a Kiara, pasando por delante del sheriff y entrando en la casa.
—Yo quiero hablar con el policía.
—Ahora no, cariño.
*****
Bruno estaba en el salón, con una lata de refresco en la mano. Se limpió la boca con el dorso de la mano mientras Paula cerraba la puerta a su espalda.
—Supongo que habrá visto al sheriff.
—Pedro está hablando con él.
—Le invité a pasar después de que me enseñara la credencial y todo, pero me dijo que prefería esperar fuera.
—¿Cuánto tiempo lleva esperando?
—Unos quince minutos.
—Mami, Mackie no deja de lamerme —se quejó Kiara.
—Si no quieres que te lama, no te tires al suelo con él. Y ten cuidado con su pata herida.
—Creo que me ha echado de menos mientras yo estaba buscando oro.
—Claro que sí —Paula le revisó la pata al animal. Se notaba que se había mordido el vendaje, pero seguía fijo en su lugar—. ¿Quieres echarle un ojo a Kiara durante unos minutos, Bruno?
—Claro.
—¿Puedo tomar yo también un refresco, mami?
—¿Qué tal un zumo?
—Bien.
—Yo se lo sirvo —se ofreció el joven.
Paula se apresuró a salir de la casa. El sheriff y Pedro continuaban hablando al lado del coche patrulla. Enfrascados en una discusión, ninguno de los dos pareció advertir su presencia.
—Lo sé todo sobre usted, Pedro Alfonso. A mí no me ha engañado como a todos esos tipos que viven por aquí.
—Así que conoce mis antecedentes. Me alegro de saber que tiene cierto talento para la investigación.
—Tengo más que suficiente y no necesito para nada que el FBI se entrometa en mi caso.
—Al parecer eso no es lo que piensa el fiscal general del estado.
—Todo este asunto de los bebés muertos no le interesaba lo más mínimo. Hasta que usted empezó a llamar a sus antiguos contactos en la Agencia.
—No puede decirse que me metiera en este lío sin invitación —le recordó Pedro.
—Ya. Pero «trabajarse» a su vecinita no le da derecho a inmiscuirse en mi caso.
Pedro se tensó visiblemente, y por un momento Paula estuvo segura de que iba a golpear al sheriff. Sin dudarlo, bajó corriendo los escalones del porche para evitar que pudiera cometer una estupidez semejante.
—Yo no veo que eso tenga nada que ver con la investigación, sheriff —le espetó—. Por mi parte, aceptó agradecida la ayuda del FBI, ya que usted no parece estar avanzando nada.
—Estoy avanzando mucho. Lo que pasa es que aún no la he informado de ello.
—¿Han identificado los cadáveres?
—Eso es confidencial.
—¿Se puede saber entonces a qué ha venido? —inquirió Pedro.
—A advertirle que se mantenga alejado de esto, eso es todo. Yo sólo pretendo hacer bien mi trabajo, y no necesito que esos burócratas sabelotodo, que no saben absolutamente nada de lo que ocurre en este estado, me digan lo que tengo que hacer.
—Tal y como yo lo veo, eso es problema suyo —replicó Pedro—. El mío es mantener a Paula a salvo.
—Entonces quizá quiera investigar un poco a la mujer que con tanta pasión está intentando proteger. Porque Paula Thomas no era ninguna santa cuando huyó del orfanato con quince años y se fue a vivir a las calles.
—Me llamo Paula Chaves—lo corrigió ella, indignada.
—Sé todo lo que necesito saber sobre Paula. Y si ya ha terminado, le agradecería que se marchara de una vez.
—Sí, me voy, pero recuerde que he hablado en serio. Manténgase apartado de esto, Pedro. Porque no quiero que ni ella ni cualquier otra persona inocente, se vea perjudicada por culpa de unos niños que llevan veinte años enterrados.
Nicolas arrancó el coche y desapareció en medio de una nube de polvo. Viéndolo alejarse, Pedro masculló una retahíla de insultos.
—Tiene razón en una cosa —admitió Paula—. Yo no he sido ninguna santa. Vivía…
—No necesitas explicarme nada —la interrumpió—. No te estoy ayudando porque seas una especie de virgen perfecta e inmaculada. Hicieras lo que hicieras, supongo que tendrías tus razones.
—¿Ni siquiera te importaría aunque hubiera sido una prostituta?
—Eso no cambiaría lo que eres ahora.
—Bueno, pues no lo fui. Llevaba gafas muy gruesas y era tan escuálida que hasta los chicos vagabundos me daban comida.
—Pues recuperaste peso muy bien —le comentó Pedro mientras subían los escalones del porche, abrazados.
—Gracias. ¿Por qué estaba tan enfadado el sheriff?
—La verdad es que no lo entiendo, dejando de lado el hecho de que no le gusta que los forenses del FBI hayan analizado los cuerpos y encontrado evidencias que a él, aparentemente, le han pasado desapercibidas.
—De modo que tiene miedo de que se descubra que es un incompetente.
—Eso parece —repuso Pedro.
—Antes me dijiste que creías que todo esto terminaría pronto. ¿Por qué? ¿En qué te basas?
—Han averiguado quién era el encargado de transferir dinero público al orfanato.
—¿Quién?
—El juez Claudio Arnold. Sólo que por supuesto, en aquel entonces todavía no era juez.
—¿Y van a interrogarlo?
—Desde luego que sí.
Paula intentó pensar en algo positivo mientras entraban en la casa. Pero aunque aquel juez hubiera sido capaz de desviar aquellos fondos veinte años atrás, seguía sin poder imaginárselo reemplazando cabezas de muñecas con pequeños cráneos, o amenazándola en los servicios de señoras.