domingo, 22 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 56




Paula permaneció largo rato despierta después de haber hecho el amor, tumbada en el hueco que Pedro había dejado en la cama. Imaginando que aún estaba allí y que ella seguía acurrucada en sus brazos.


Se había tomado su tiempo, habían hecho el amor con pasión meticulosa, pero ambos habían convenido en que sería demasiado turbador para Kiara, si llegaba a levantarse para algo y los sorprendía juntos en la cama. Se llevó una mano al sexo, imaginándose que Pedro la estaba acariciando de nuevo. Cada contacto, cada caricia, era como descubrir un tesoro. Descubrir lo que lo hacía arder de anticipación, lo que lo hacía gemir, contener el aliento…


Y ella también estaba descubriendo cosas sobre sí misma. Que le encantaba que Pedro le sembrara el vientre de besos, sentir la caricia de su aliento en la piel, las cosquillas que le hacía en los pezones con el pelo… Estar viviendo aquel infierno y a la vez haberse enamorado de alguien en tan poco tiempo se le antojaba imposible. Y sin embargo, resultaba algo tan fácil como respirar. Era como si su pasión se alimentase del peligro.


No sabía lo que pasaría entre ellos cuando todo hubiese terminado, cuando Pedro ya no sintiera el aliciente del peligro y el desafío de proteger a Kiara, pero por el momento ni siquiera quería pensar en la perspectiva de vivir sin él…


Cerró los ojos, y lentamente, sin que pudiera evitarlo, volvió a experimentar el terror que la había asaltado aquel día, cuando vio aquellos zapatos marrones asomando por debajo de la puerta del cubículo del cuarto de baño. Tembló y se subió las sábanas hasta la barbilla, presa de un extraño delirio. Los zapatos se convirtieron en grandes ratas grises que retrocedían cegadas por la luz de una linterna. Se detuvo, vacilando, pegándose a las paredes del sótano. 


Pero tenía que ser valiente. Era la mayor. Ella los había metido en aquel lío. No podía permitir que vieran lo asustada que estaba.


—No me gusta bajar aquí. Esto es horroroso.


—No es horroroso. Es excitante.


—Vamos a meternos en problemas.


—¿Qué ha sido ese ruido?


—Ratas. Están por todas partes.


—Tienen más miedo de nosotras que nosotras de ellas.


—Seguro que no tanto como yo.


—Juguemos a un juego. Al «Me gustaría…».


Alguien soltó una risita. Y luego todo el mundo se puso a reír, sin parar. Pero las ratas seguían llegando.


—El ruido está detrás de nosotros. Viene del otro lado de la pared.


Esa vez ya no reía nadie.


—Tomémonos de las manos. Tomémonos de las manos y quedémonos en silencio.


—No dejéis que los fantasmas rompan el círculo. Los fantasmas no pueden romper un círculo de amigas.


Paula se despertó sobresaltada, sentándose en la cama y moviendo los pies para ahuyentar a las ratas. Sólo que ya no había ratas. Era una pesadilla. Y Mackie estaba ladrando.


Levantándose de un salto, corrió hacia la habitación de Pedro. Ya estaba levantado y poniéndose los vaqueros, iluminado por la luz de la luna que entraba por la ventana.


—¿Crees que hay alguien ahí fuera?


—Eso espero.


Se volvió y recogió las dos pistolas que estaban sobre la mesilla.


—Está cargada. Si algún desconocido entra por esa puerta, dispárale.


Paula tomó el arma y experimentó una nueva punzada de terror, como un denso humo llenándole los pulmones.


—¿Adónde vas?


—Fuera. Cierra bien la puerta cuando salga y apaga las luces.


—No puedes salir ahí afuera tú solo…


Pedro la miró como si estuviera hablando un lenguaje que no entendía.


—Tengo a Mackie.


Se marchó. Y Paula se quedó sola con un arma cuyo contacto ni siquiera podía soportar, su hija durmiendo en la habitación del fondo del pasillo y una extraña presencia rondando el patio trasero.




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