sábado, 21 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 51




El día amaneció soleado. Y con un enorme paquete de mensajería esperando en la puerta de la casa, lleno de copias de todo tipo de documentos sobre el antiguo orfanato. Pedro los había extendido sobre la mesa de la cocina y llevaba ya media hora examinándolos y tomando notas.


Paula, mientras tanto, se había dedicado a dar de desayunar a Kiara. También había vuelto a telefonear al hospital. Ana seguía inconsciente, pero sus constantes vitales se estaban fortaleciendo. Aún se hallaba en la unidad de cuidados intensivos, y los médicos le habían asegurado que no sufriría daños cerebrales irreversibles. Paula sabía con toda seguridad que aquella agresión, las amenazas que había recibido y el incendio de la cabaña estaban íntimamente ligados. No sabía qué podía tener que ver todo aquello con los bebés enterrados en el sótano, pero la conexión existía. Y cada vez estaba más decidida a descubrirla.


Había pasado años intentando olvidar, y así era como había terminado: Refugiada en una casa de las montañas, esperando a que sucediera una nueva desgracia. Ni siquiera podía visitar a Ana por temor a que eso pudiera perjudicarla aún más. Todos sus actos parecían desencadenar una catástrofe aún mayor que la anterior.


Se asomó de nuevo al salón para asegurarse de que Kiara seguía allí, con Mackie. Sentado en la alfombra, con la pata vendada, el perro la observaba jugar con sus muñecas. Por suerte, el veterinario que atendía los caballos de Henry se había pasado aquel día por la casa y no había dado importancia a la herida.


Se reunió con Pedro en la cocina.


—Creo que he encontrado algo —anunció él.


—¿Qué es? —inquirió Paula, mientras se servía otra taza de café.


—¿No me dijiste que por lo general, los bebés eran rápidamente adoptados después de entrar en el orfanato?


—Sí, a no ser que existiera alguna razón en contra para que no lo fueran. E incluso entonces eran enviados a hogares de acogida. El orfanato era para los niños que nadie quería, como las pelirrojas pecosas como yo que tenían pesadillas cada noche.


—Según estos documentos, la sección de los bebés estaba casi siempre llena.


—No puede ser.


Paula se sentó a su lado, examinando los papeles.


—Aquí se recoge la cantidad de entre dieciocho y veinticuatro niños menores de edad internos en el orfanato —le explicó Pedro, señalándole las cifras.


—Pero si no había más de cinco o seis…


—¿Estás segura?


—No puedo afirmar que esa fuera la cantidad para todo el tiempo, pero sí durante los dos últimos años, ya que estuve trabajando en la guardería cada fin de semana. En aquel entonces, doce bebés ya habrían sido muchos.


—Entonces se trata de registros muy creativos.


—Como los que informaban de que yo estuve viviendo allí hasta los dieciocho años, cuando me fugué tres años antes.


—Parece que tenían la costumbre de registrar niños que ya habían dejado de estar allí —comentó Pedro.


—Quizá tuvieran miedo de que el estado les cerrase el centro si no lo aprovechaban en toda su capacidad.


—Efectivamente. Además, un centro a plena capacidad siempre consigue más dinero público —Pedro sacó unos papeles de un sobre marrón—. El programa era financiado según la cantidad de internos. De esa manera recibían por los niños inexistentes un dinero que podrían embolsarse con toda tranquilidad.


—Así que, básicamente, robaban a los huérfanos —concluyó Paula—. Pero para eso tenía que haber alguien importante en el escalafón, detrás de ello…


—Sí, o tal vez una trama entera. Administradores que no tuvieran ningún escrúpulo en falsear los registros y al menos un inspector gubernamental, que o no se molestaba en revisar sus archivos o estaba en el negocio con ellos… Por dinero, por supuesto. Secretos muy sucios que han permanecido durante mucho tiempo enterrados… Y que probablemente así habrían seguido si no se hubieran descubierto esos cadáveres.


—Pero nos falta algo… —reflexionó Paula—. Sigo sin ver la relación entre el dinero y esos pobres bebés enterrados en el sótano.


—Quizá se tratara de esos bebés inadoptables que antes has mencionado. Bebés que no podían ser adoptados, ni enviados a hogares de acogida. Enfermos, minusválidos… Lo que fuera.


Paula esbozó una mueca, estremecida.


—Tú sigues pensando que esos bebés fueron asesinados, ¿verdad? A mí me cuesta creerlo. Una cosa es que se estuvieran enriqueciendo de manera ilícita, y otra muy distinta que mataran a los bebés. No, eso no puede ser.


—¿Cómo puedes estar tan segura? Tú odiabas tanto ese orfanato que te fuiste a vivir a las calles con sólo quince años. Y ni siquiera soportabas pensar en ese lugar. Ayer por poco te dio un ataque cuando te sugerí que lo visitáramos.


—Por supuesto, detestaba vivir allí. Las guardianas eran autoritarias y nos castigaban continuamente por la más ligera infracción de sus incontables reglas. Hasta el día de hoy, odio las reglas. Me sentía humillada con el horrible uniforme que nos obligaban a llevar. Y nos sometían a absurdos apagones y toques de silencio. Incluso en el instituto se suponía que teníamos que pasar al estado de coma a las diez en punto de la noche. Y además… —de repente se interrumpió—. Lo siento. Lo estoy haciendo otra vez, ¿verdad? He alzado la voz y me tiemblan las manos. Y eso que lo único que estoy haciendo es hablar de ese lugar.


Pedro le puso una mano en el hombro. Era la primera vez que la tocaba desde que hicieron el amor la noche anterior. Estaba segura de que lo hacía únicamente para consolarla, pero aquel contacto, y los sentimientos que le provocaba, no pudo menos que recordarle la complejidad de su situación. ¿Cómo podía haber llegado a sentirse tan atraída por un hombre cuando su propia vida estaba hecha un desastre? Sólo que no se trataba de una simple atracción. Era mucho más grave que eso.


Se estaba enamorando de Pedro. Se estaba enamorando desesperadamente de un hombre que tal vez seguía enamorado de otra mujer. Y que en el mejor de los casos, apenas estaba empezando a librarse del traumático pasado que lo había impulsado a retirarse del mundo. 


Suspiró profundamente, decidida a concentrarse en la tarea que tenía entre manos.


—No creo que esos bebés fueran asesinados, Pedro. Puede que peque de ingenua, pero no creo en absoluto que alguien de Meyers Bickham fuera capaz de asesinar a un niño a sangre fría.


—¿Por qué estás tan segura?


—Porque soy madre. No puedes hacerte cargo de una criatura absolutamente dependiente de ti, día tras día, y no sentir nada por ella.


—En la historia ha habido casos de bebés asesinados por sus madres.


—Pero siempre por trastornos de personalidad. No por el esfuerzo conjunto de una serie de gente aparentemente racional… Y que además gobierna un orfanato.


Pedro se levantó y se colocó detrás de ella, masajeándole los músculos del cuello. Los tenía rígidos, tensos.


—Eres sorprendente, Paula Chaves. Después de todo lo que has pasado, sigues sin enfrentarte al hecho de que hay gente realmente mala en el mundo.


—Eso no es cierto. Yo creo que el tipo que incendió la cabaña es un malvado. Y lo mismo pienso del que atacó a Ana, si es que no fue el mismo. Lo que no me creo es que un grupo de gente dedicada a llevar un orfanato decidiera matar a ocho o diez bebés, por el poco dinero que pudiera sacar de ellos. Eso es demasiado macabro… Como una de esas horribles películas que suelen estrenar por Halloween.


—Necesito un poco de café —pronunció Pedro, aparentemente reacio a seguir profundizando en aquel tema—. ¿Quieres otra taza?


—No, pero puedes calentarme esta.


Le tendió su taza medio vacía, para concentrarse después en uno de los documentos que Pedro había subrayado con lápiz rojo. Eran nombres de miembros activos de la plantilla, durante la época que ella estuvo interna. La mayor parte eran de mujeres, probablemente guardianas o trabajadoras sociales.


Recordaba tan pocos… Seguramente por el esfuerzo que había hecho por expulsarlos de su mente y olvidar aquella etapa de su vida.


—Reconozco uno de estos nombres —le informó de pronto—. Mary Ellen Spence.


—¿Qué es lo que recuerdas de ella? —le preguntó Pedro, dejándole la taza al lado.


—Tenía una voz tan aguda y estridente que podía romper el cristal… Y eso cuando estaba de buen humor. Cuando se enfadaba, se ponía como una furia. Precisamente discutí con ella la noche antes de largarme de aquel lugar.


—¿Sobre qué fue la discusión?


—No me acuerdo. No he vuelto a pensar en eso en años. Simplemente, me vino a la cabeza cuando vi el nombre escrito —continuó examinando la lista—. ¡Ah, recuerdo éste también! Abigail Hoyt.


—¿Ésa también te gritaba?


—No, fue mi salvadora, la doctora de la que te hablé. La que me ayudó a superar mis pesadillas y la pérdida de mi madre.


—Doctora Hoyt. Veintiocho años. Soltera —leyó Pedro—. Una médica interna que trabajaba en el hospital, especializándose en pediatría. Mmmm… Me pregunto si podría ser la doctora Abigail Harrington…


—¿Quién es?


—La jefe del departamento de pediatría de los hospitales de Atlanta. Está casada con uno de los hombres más ricos de este estado.


—¿Por qué piensas que pudo estar relacionada con Meyers Bickham?


—Era uno de los nombres que me pasó Bob, pero él no pensaba que pudiera jugar un papel importante, ni que tuviera acceso a los archivos o motivo para cambiarlos.


—Si Harrington y Hoyt son la misma persona, estoy convencida de que ella no tuvo nada que ver en esos enterramientos ilegales.


—Y en esos posibles asesinatos…


Paula sacudió la cabeza, apartándose la melena del rostro.


—Creo que estás obsesionado con el tema de los asesinatos, Pedro. Mi doctora Hoyt jamás habría estado involucrada en algo tan demencial como el entierro ilegal de unos cadáveres de bebés en el sótano de Meyers Bickham.


Continuaron estudiando los documentos durante una hora más, sin que Paula volviera a recordar nada relevante. De pronto Kiara entró en la cocina, con su osito de peluche en una mano y una tetera en miniatura en la otra.


—¿Queréis un té caliente? —les preguntó—. Porque vamos a tomar el té y nos sobra mucho.


Pedro alzó su taza.


—Yo, sí quiero.


—Pero no puedo echártelo ahí —dijo Kiara, asomándose a su taza—. Todavía te queda café.


—Vaya… —sonrió él—. ¿En qué estaría pensando?


—Yo sí que he terminado el café —dijo Paula.


Kiara sirvió su té imaginario y dejó luego su minúscula tetera en el borde de la mesa.


—Estoy cansada de cocinar —acercándose a Pedro, se colgó de su brazo—. ¿Vamos a ir a buscar nuestro tesoro o no?


—Es verdad. Te prometí que hoy iríamos a la mina de oro.


—Creo no deberíamos dejar solo a Mackie tanto tiempo… —objetó Paula.


Pedro empezó a recoger los documentos y a guardarlos en un gran sobre marrón.


—No estaremos tanto tiempo fuera. Mackie probablemente aprovechará para dormir un poco. Y Bruno vendrá esta tarde para hacer abono orgánico, así que le echará un vistazo.


—Bueno, entonces supongo que no hay inconveniente. Iremos a buscar oro —sentenció.


—Y a comer también —añadió Pedro—. Henry dice que hay un restaurante en Dahlonega que sirve los mejores pasteles de manzana de todo Georgia. Pero primero tengo que llamar a Bob Eggars. Quiero que investigue quién pudo haber hecho de intermediario en las transferencias de dinero público al orfanato. Y también me gustaría informarle, de la discrepancia entre tu versión y la de los archivos del centro sobre el número de bebés internados en el centro.


Pedro le rozó la mano cuando fue a recoger los papeles que estaban en el otro extremo de la mesa. Fue un contacto accidental, pero aun así el pulso se le aceleró. Su relación era ya demasiado intensa para que hubiera podido ser de otra manera. Y no sólo el hecho de que hubieran hecho el amor la noche anterior había cambiado las cosas. Era la sintonía de sus mentes, de sus traumas del pasado, de sus almas.




viernes, 20 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 50





Paula no cesaba de dar vueltas y más vueltas en la cama. Pedro estaba durmiendo a pocos metros de su habitación, probablemente roncando con toda tranquilidad mientras que ella no podía quitarse de la cabeza lo que acababan de compartir. Habían hecho el amor.


Si no hubieran tenido nada más de qué preocuparse, quizá en aquel preciso instante habría estado durmiendo en su cama, acurrucada contra su cuerpo, disfrutando de su delicioso calor. Pero no era así. Tenía que pensar en Kiara, y la pobre niña ya había padecido suficientes cambios en su vida, como para encima tener que asimilar aquella nueva y extraña relación de su madre.


Además, estaba el asunto de Meyers Bickham. 


Casi se había olvidado de ello mientras hacían el amor. Aquel peligro parecía tan omnipresente como el aire que respiraba. Dio unas cuantas vueltas más en la cama hasta que se quedó mirando el techo. La tormenta había amainado pero el cielo seguía muy oscuro, con la luna y las estrellas cubiertas por una espesa capa de nubes bajas. Al igual que los sombríos nubarrones de Meyers Bickham, seguían pendiendo sobre su vida.


Finalmente empezó a deslizarse en una desganada duermevela salpicada de recuerdos. 


Un bebé estaba llorando. Un bebé fantasmal. 


«Tomémonos de las manos. Tomémonos de las manos y quedémonos en silencio».


Intentó imaginar a quién pertenecía la mano que estaba agarrando, pero justo en aquel instante se quedó dormida.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 49





Tan excitado estaba, que le resultó poco menos que imposible quitarse los vaqueros empapados. 


Pero lo consiguió, y al momento cerró con llave la puerta, sólo por si Kiara se despertaba y se le ocurría ir a buscar a su madre.


Descorrió la cortina y se reunió con Paula en la gran bañera de patas de bronce. Pero no se movió. No podía. Se quedó de pie, mirándola, jadeando, repentinamente aterrado. Habían pasado tres años y medio desde la última vez que había estado con una mujer.


Sus temores, sin embargo, se desvanecieron cuando Paula lo atrajo hacia sí, abrazándolo con ternura. Tenía el cuerpo húmedo, resbaladizo, tibio, deliciosamente suave. Se estremeció al sentir el contacto de sus senos contra su pecho.


Alzó la cabeza, ofreciéndole los labios. Cuando sus bocas se fundieron, Pedro se quedó tan aturdido de deseo que a punto estuvo de caerse de espaldas. Aturdido, mareado, embriagado de un millón de sensaciones que lo habrían dejado abrumado si se hubiera detenido a pensar sobre ellas.


Pero no estaba pensando. Sólo estaba reaccionando, estimulado por un violento deseo que no parecía encajar con el hombre en que se había convertido. Aquel era el antiguo Pedro. La besó una y otra vez, incansable, deslizando las manos por su espalda, por su cintura, por su escurridizo trasero. Ansiaba mirarla, tocarla por todas partes, acariciarle los pezones con la lengua y deslizar los dedos en sus más secretos lugares. Quería oírla gemir de placer hasta que estuviera tan preparada como él…


—Déjame mirarte, Paula.


Se apartó para mirarla de pies a cabeza.


—No hay mucho que ver —susurró ella.


—A mí me pareces preciosa…


Mejor que eso. Eran tan real, tan natural… Le acunó los senos entre las manos. Eran perfectos. Sin soltarlos, comenzó a besárselos.


—¡Oh, Pedro…! ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?


—Cortesía de Mackie.


Sabía que no era eso a lo que se había referido, pero si intentaba hablar en las condiciones en que se encontraba, diría algo poco adecuado y la decepcionaría. Y decepcionarla era lo último que quería hacerle esa noche.


Continuó besándola, y acariciándola… Hasta que enterró suavemente los dedos en el interior de su sexo.


—¡Oh, Pedro! —gimió su nombre, aferrándose a sus hombros—. Si sigues haciéndome eso, no seré capaz de esperar…


—Pues no esperes.


—Te quiero dentro de mí.


Deslizó una mano entre sus cuerpos para tocar su miembro erecto. Acariciándoselo suavemente, lo guió hasta su sexo y seguidamente le echó los brazos al cuello, mientras él la penetraba.


—Oh, Paula, Paula… —susurró, preso de una necesidad que lo dejaba consumido.


Miles de pensamientos cruzaron por su mente. 


¿Cómo podía decirle que aquello superaba todos sus sueños, todas sus fantasías? El pulso atronaba sus sienes con la potencia de un río desbordado. Se sumergió en ella una y otra vez hasta que reventó en una explosión de sensaciones que lo dejó jadeante, sin aliento.


La abrazó con fuerza, el corazón todavía acelerado. Pero la pasión fue desapareciendo y se hizo un silencio incómodo. Pedro temía que ella pudiera esperar oír de sus labios alguna promesa de amor, o de compromiso. Alguna promesa que muy probablemente, jamás podría cumplir.


Sin embargo, no ocurrió nada de eso. De repente Paula se puso de puntillas y lo besó de nuevo, murmurando con un tono entre burlón y seductor:
—Ahora sí que has vuelto a la vida, Pedro Alfonso.


—Pero he necesitado un poco de ayuda.


—Ya que estamos aquí… ¿Qué te parece si yo te lavo la espalda y tú me lavas la mía? —le propuso, empapando una esponja y ofreciéndosela.


—Trato hecho.


Pese a aquel tono bromista, habían traspasado una frontera al hacer el amor. De amigos se habían convertido en amantes.


Pedro se dijo que ya pensaría en algo más tarde, para solucionar su situación. De momento se aseguraría de que sus sentimientos no interfirieran en la tarea de protección que se había encomendado. Porque ese era un error que no estaba dispuesto a volver a cometer.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 48




Desde el porche trasero, Paula contemplaba cómo el viento barría las oscuras nubes del cielo, despeinándola y pegándole el fino camisón al cuerpo. Estaba sola. Kiara ya estaba acostada, durmiendo plácidamente. Aunque probablemente terminaría despertándola algún trueno de los que se estaban acercando.


Pedro se había retirado a su habitación después de ayudarla a fregar los platos. Pero mientras le leía un cuento a Kiara antes de dormir, había oído el ruido del agua de la ducha. Desde que regresaron a casa, había estado muy callado. 


Ninguno de los dos había vuelto a mencionar a María, aunque sabía que ambos no habían dejado de pensar en ella.


Se había enamorado de una exótica belleza, que lo había manipulado para cometer un error de consecuencias trágicas. Pedro hablaba de ella como si la odiara, y quizá fuera así, pero Paula no estaba muy segura. Demasiado bien conocía la débil frontera que separaba el amor del odio.


Nadie en toda su vida la había llamado «preciosa». Ni siquiera Sergio. Él le había dicho que era inteligente, buena, valiente… Incluso que sus ojos tenían una mirada ardiente que lo excitaba. Pero nunca la había considerado una mujer hermosa. Si se lo hubiera dicho, habría descubierto al instante que estaba mintiendo. 


Tenía ojos en la cara. Y espejos. Tenía las piernas excesivamente largas y delgadas. Su cabello era de un rojo demasiado vivo. Como mucho, cuando se preocupaba de arreglarse bien, que era algo que ocurría bien pocas veces… Era una medianía. Una de tantas.


Un relámpago atravesó el cielo, seguido de un trueno que hizo temblar los cristales de la ventana que tenía a su espalda. Aguzó los oídos por si Kiara se había despertado, pero no escuchó ningún ruido aparte del ulular del viento y del rumor de las hojas en los árboles. De repente crujió la puerta de rejilla. Se volvió a tiempo de ver a Pedro saliendo al porche, descalzo, vestido solamente con unos vaqueros.


—Este viento es malo para las manzanas —le comentó, deteniéndose a su lado.


Paula procuró agarrarse el borde del camisón, que ondeaba como una bandera.


—¿Perderás muchas?


—Es posible, si el viento sigue arreciando —se inclinó sobre la barandilla para poder ver la otra esquina de la casa—. ¿Has visto a Mackie?


—Últimamente no. De hecho, creo que no he vuelto a verlo desde que fui a buscar a Kiara para darle de cenar. Tú dijiste que solía dormir en el cobertizo, ¿no?


Estalló otro relámpago, esa vez aterradoramente cerca. El rayo cayó en vertical, como si hubiera estado apuntando al patio trasero. El trueno que lo siguió fue ensordecedor.


—Será mejor que vaya con Kiara —pronunció Paula, entrando en la casa.


Se detuvo en la puerta de la habitación de su hija. Seguía durmiendo. El día entero que había pasado en la granja de los Callahan, la había dejado absolutamente agotada.


Se alejó sigilosamente mientras la lluvia comenzaba a repiquetear contra las ventanas. Al dirigirse hacia la puerta trasera para cerrarla, vio que Pedro seguía en el porche, con la mirada clavada en el cielo. La lluvia le estaba empapando el pecho y la parte delantera de los vaqueros.


—No es normal que Mackie se quede fuera durante una tormenta. Tiene miedo de los truenos. Al primero que oye, corre al porche y se pone a ladrar. Voy a buscarlo.


—Pero te sorprenderá la tormenta…


—No iré muy lejos, pero quiero mirar por los alrededores del patio. Por si acaso.


«Por si acaso». Aquellas palabras la hicieron estremecerse de terror. Las piernas le temblaban tanto que tuvo que apoyarse en la puerta. La pesadilla que estaban viviendo era interminable, pero… ¿Se atreverían a hacerle daño a Mackie? Lo más probable era que así fuera. Las amenazas, el incendio, Ana… Nada de todo aquello tenía sentido, excepto para la mente de un desquiciado criminal.


Pedro silbó una vez más y bajó los escalones del porche. Paula salió corriendo detrás.


—¡Espera, Pedro!


—Vuelve dentro, Paula. Es absurdo que nos empapemos los dos.


Un nuevo rayo surcó el cielo, arrancando un reflejo a la pistola que llevaba en la mano. Justo en aquel preciso instante, oyeron quejarse a Mackie. Se hallaba en el borde del patio trasero, cerca del sendero que llevaba al huerto, cojeando lastimosamente.


Pedro echó a correr hacia él, seguido de Paula.
Debido a su cojera, ella llegó primero. El pobre animal sangraba profusamente de una de las patas delanteras.


—¡Oh, pobrecito…!


Resonó otro trueno, y Mackie se pegó a sus piernas, gimiendo. Lo alzó en brazos. Pesaba una tonelada, pero aun así corrió hacia la casa con él. Como Pedro no tardó en aliviarla de la carga, pudo adelantarse para abrirles la puerta de la cocina.


Mientras ella fue a buscar unas toallas, Pedro se dedicó a examinarle la pata.


—¿Es una herida grave?


—No tanto como parecía en un principio. No es un corte limpio. Es como si se le hubiera quedado atrapada la pata en algo y hubiera dado un tirón, desgarrándose la carne.


—¿Pero cómo…?


—No te preocupes, Paula. Mackie es un perro de campo, fuerte y duro. Se hizo más daño el otro día cazando una ardilla en el cobertizo, cuando una pata se le quedó encajada entre las tablas de un cajón de manzanas.


—Creo que deberías llamar al veterinario.


—No, a las diez de la noche. Le lavaré la herida con antiséptico, le pondré un poco de crema antibiótica y se la vendaré. Si mañana por la mañana no me gusta su aspecto, llamaré al veterinario.


Pedro se incorporó para ir a buscar el botiquín mientras ella se dedicaba a secarlo con las toallas. Durante todo el proceso, el animal no dejó de lamerle las manos y la cara, agradecido.


—Ponle tú el antiséptico, que yo lo sujeto —le pidió Pedro, tendiéndole el frasco.


Alzó en brazos al animal y le acercó la pata al fregadero.


Para sorpresa de Paula, el animal apenas se quejó mientras lo curaban. Luego se tendió en el suelo de la cocina, dejando mansamente que Pedro le vendara la pata.


—Yo te ayudaré —se ofreció ella, inclinándose sobre el perro para cortar un trozo de cinta adhesiva y fijar la venda.


Fue consciente de la mirada de Pedro. Aunque seguía teniendo las manos ocupadas con Mackie, no apartaba los ojos de ella. Estaba empapada. El camisón se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Sus senos se dibujaban nítidamente bajo la fina tela de algodón.


Distraído, a Pedro se le escapó el vendaje, que empezó a desenredarse. Paula, por su parte, tuvo la inequívoca sensación de que la temperatura de la cocina había subido varios grados. Pero el verdadero calor estaba en su interior, ahogándola por dentro.


—Tengo que irme. Voy a… A tomar una ducha.


Sabía que como disculpa de su retirada, sonaba absurda. Pero tenía que salir rápidamente de aquella habitación si no quería lanzarse a los brazos de Pedro. Estaba tan excitada que sabía de sobra que no se conformaría cor un simple beso.


Abandonó la cocina, consciente en todo momento de la mirada de Pedro clavada en ella, mientras Mackie terminaba de desenredarse el resto de la venda.


Pedro consiguió finalmente terminar de vendar a Mackie. La lluvia seguía repiqueteando contra los cristales, pero lo único que oía era el ruido del agua de la ducha, obsesivo. A unos pocos pasos de allí, Paula estaba desnuda bajo el chorro del agua caliente. Dulce, sexy, maravillosamente tentadora…


Estaba terriblemente excitado. Un deseo tan intenso como jamás había sospechado que volvería a sentir, ardía en sus venas ofuscándole el pensamiento. Un hombre jamás debía comprometerse emocionalmente con la mujer a la que teóricamente debía proteger, pero era absurdo negar lo evidente.


Sabía que debería encerrarse con llave en su habitación en aquel preciso momento. Pero en lugar de ello, echó a andar en dirección opuesta, hacia el cuarto de baño. Se disponía a llamar a la puerta cuando cambió de idea, y la abrió completamente.


La habitación estaba llena de vapor. Como él, que estaba hirviendo por dentro.


—¿Tienes espacio ahí para dos?


—Creía que nunca me lo ibas a preguntar.



jueves, 19 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 47





Claudio Arnold paseaba por el gran salón de su casa de estilo colonial, deteniéndose a hablar con sus invitados. La fiesta tenía como fin concreto, recaudar dinero para un programa de inserción laboral de los niños más pobres de Atlanta, una de tantas galas que solía organizar su mujer, siempre con fines benéficos.


Pensó que Felicia llenaba de contenido el término de «esposa-florero». No sólo tenía veinte años menos que él y era impresionantemente hermosa, sino que había sido educada en el selecto ambiente de la alta sociedad georgiana. «Dinero antiguo», como solía decirse. Aquella mujer le daba un estatus social, un barniz aristocrático que no podía comprar. O se nacía con ello o se casaba uno con una mujer que lo tuviera.


Por suerte, Claudio había conseguido esto último pese a proceder de los barrios bajos de la ciudad. No habían sido pocos los medios deshonestos que había utilizado para llegar a donde estaba, pero habría vuelto a hacerlo sin dudarlo. Si se hubiera visto obligado, únicamente habría disimulado mejor su rastro… 


Sobretodo con el asunto de Meyers Bickham. 


Pero entonces era mucho más joven, e inexperto.


En cualquier caso, lo del orfanato sólo había sido uno de los pecados menores que había cometido. Su problema era que últimamente, lo ocurrido allí estaba interesando demasiado a los medios. Razón por la cual se había asegurado de que Abigail y su marido figuraran en la lista de invitados de aquella noche. La buscó con la mirada y como no la encontró, tomó un canapé de la bandeja de un camarero y se dirigió a la barra que estaba instalada en la veranda.


Allí estaba Abigail, vestida de rosa, radiante.


Llevaba la melena de color castaño recogida en lo alto de la cabeza, con mechones rizados cayéndole sobre las mejillas. Eran de edad semejante, rondando la cincuentena, pero ella conservaba un cuerpo delgado y fibroso. Y pocas arrugas, resultado de la mejor cirugía plástica que podía permitirse.


Se sirvió un whisky con hielo y esperó a que terminara de conversar con un senador antes de acercársele:
—Me alegro de que hayas podido venir esta noche, Abigail.


—Intento no perderme jamás una fiesta de Felicia.


—Demos un paseo por el jardín.


—Dime que es para enseñarme una nueva variedad de rosa que ha descubierto tu jardinero y no para hablar de negocios.


—Ya sabes de lo que se trata.


—En ese caso —frunció el ceño—, necesito rellenar mi copa —se la tendió—. Un martini con vodka.


—Lo sé. Muy seco y con dos aceitunas.


—Qué amable que te acuerdes.


Fue a por su copa y al volver, la encontró caminando por el sendero que llevaba al jardín.


—No puedo creer que ese lunático haya atacado a la profesora que estaba en el apartamento de Paula —susurró después de asegurarse de que nadie los estaba oyendo.


—Según los polis, Ana resultó herida en un intento de robo.


—Y tú sabes que eso no es verdad. Ese tipo siempre ha sido un exaltado, un loco.


—Yo no lo recuerdo así.


—Bueno, yo no me he acostado con él —replicó Claudio—, así que es lógico que tu opinión difiera de la mía.


—¿Has hablado con él?


—Pues sí.


—¿Y qué te ha dicho?


—Que me despreocupe y lo deje todo en sus manos.


—A mí me parece una buena sugerencia —comentó Abigail—. Y puedo asegurarte que él no atacó a nadie en Columbus. De hecho, yo había atribuido aquel error a tu apresuramiento, Claudio.


—Yo no soy ningún imbécil para cometer ese tipo de errores. Soy un juez federal y pienso seguir siéndolo.


—Me alegro por ti.


—Necesitamos asegurarnos de que Paula no abra la boca.


—¿Cuándo se te meterá en la cabeza que ella no sabe nada de lo que ocurrió en ese sótano?


—¿Cómo puedes decir eso, con la cantidad de veces que hablaste con ella después de lo que vio?


—Por eso precisamente puedo decírtelo. Para ella, aquello simplemente fue una horrible pesadilla. Me aseguré personalmente de que lo creyera así.


—Pero supón que lo descubre.


—¿Desde cuándo te has convertido en un repugnante cobarde, Claudio? Recuerdo que antes no tenías miedo de nada.


—Eso fue antes de que tuviera algo que perder.


—¿Quién temes que pueda descubrir todo esto? El FBI no está a cargo de la investigación. Se trata simplemente de un delito cometido en una pequeña población, a cargo de un simple sheriff de condado. El orfanato ni siquiera existe ya. No hay nada de lo que preocuparse.


—Durante toda esta semana, el escándalo ha ocupado la primera plana de los informativos.


—Sólo porque estamos en verano y no está ocurriendo nada importante. Espera unos días más. Algún político acosará a alguna becaria o un famoso jugador de rugby echará a golpes a un tipo de un bar. Entonces la atención de los medios se desplazará a otro tema y la gente se habrá olvidado de los bebés enterrados en el sótano.


—Para ti todo es siempre tan sencillo, Abigail… Fue precisamente por eso por lo que nos metimos en este lío. Lo presentaste como algo tan fácil…


—Lo sigue siendo, Claudio—le puso una mano en el brazo—. Así que vuelve a tu fiesta con tu preciosa esposa y olvídate de que Meyers Bickham ha existido alguna vez.


Sacó un espejo de su pequeño bolso negro y se revisó el maquillaje.


—Estás perfecta, como siempre —pronunció.


Claudio, evocando sin embargo las veces que la había visto desarreglada, con el maquillaje corrido, o desnuda. Recuerdos que continuaban teniendo el poder de excitarlo.


—Gracias —repuso Abigail, volviendo a guardarse el espejo—. Y ahora volvamos antes de que alguien nos eche de menos y se pregunte qué estamos haciendo.


La observó mientras daba media vuelta y se marchaba. Siempre tan segura de sí misma, tan confiada… Había cosas que nunca cambiaban.


Se volvió para contemplar su casa, con todas las luces encendidas. Hasta el jardín llegaba el rumor de las risas y de las conversaciones. 


Estaba claro que no podría contar con la ayuda de Abigail, pero no pensaba ceder. Esa vez no estaba dispuesto.