martes, 25 de febrero de 2020

LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 24




—¿Dónde están todos?


Brian, acompañado de Paula, cruzó la puerta del restaurante, mirando extrañado a su alrededor al no ver a allí a esa hora a ninguno de sus colegas.


Paula echó una ojeada a su reloj.


—Son ya más de las siete y media. ¿Dónde estarán?


Miró el nombre con letras muy artísticas que había en la pared. Scarparolo - Su restaurante.


—Aquí viene Pedro —dijo Brian con mucha naturalidad, ajeno al efecto que aquellas simples palabras producían en Paula. Ella se armó de valor para no volver instintivamente la vista hacia él.


Pedro y Brian se saludaron secamente.


Paula conocía ya a Brian lo suficientemente bien como para advertir el sutil tono de sarcasmo que había empleado al devolver el frío saludo de Pedro. Se volvió con pretendida indiferencia y se encontró con la mirada de Pedro. Parecía nervioso. Distraído. Le vio dirigirse al maître y mantener con él una breve conversación. 


Cuando concluyó se acercó a ellos, acompañado por una camarera vestida toda de negro.


—Voy un momento al coche. Me he olvidado el móvil. Adelantaos vosotros.


Pedro se marchó deprisa, sin apenas mirarla.


Paula dirigió su atención a la mesa que les indicaba la camarera. Estaba muy bien puesta. 


En plan romántico. Junto a una ventana, y con una vela parpadeando en el centro.


Para dos.


—¿Uh…? —exclamó Brian, que parecía tan extrañado como ella.


—Esto es una reserva a nombre de AusOne —dijo Paula—. Deberíamos ser un grupo más numeroso.


La camarera pareció desconcertada por unos segundos.


—Un momento, por favor, iré a comprobarlo.


Y se dirigió al maître. Acto seguido tuvo lugar una acalorada discusión tras una torre de cartas de menús, apiladas unas encima de otras sobre el mostrador.


—Parece que, al menos por el momento, vas a tener que gozar de mi compañía. Tú y yo a solas. Procura no desmayarte.


Paula se echó a reír y miró a través de la ventana. Un coche enfilaba en ese instante la calle, iluminando la oscuridad de la noche con sus faros. A lo lejos, más allá de lo que alcanzaba su vista, creyó ver a Pedro hablando con una sombra en la acera. No le dio la impresión de que fuera aquélla una conversación amistosa. Frunció el ceño, recelosa.


Brian le tomó la mano y se la llevó a los labios. 


Paula sintió el impulso de retirarla, pero se contuvo consciente de que había más de un par de ojos curiosos observándoles en aquel establecimiento. Fuese cual fuese el juego de Brian, era un amigo, y debía guardar las formas en público.


—Brian, por favor, me has tenido pegada a ti prácticamente todo el día. Juraría que la cadena no confía en mi capacidad para hacer una escena en solitario.


—Estás haciendo un gran trabajo, Paula. ¿Nadie te lo ha dicho? —le dijo Brian con seriedad.


Paula le agradeció su cortesía apretándole suavemente la mano.


—Tan sinceramente como tú, no. Gracias, Brian.


La desconcertada camarera regresó con una brillante sonrisa.


—Parece que ha habido un error. AusOne tiene reservada la mesa grande para las ocho.


No se percibía en su voz ningún sentimiento de culpa, sólo de confusión.


—En la invitación que recibí ponía a las siete y media —dijo Paula, frunciendo el ceño.


Brian puso la misma cara de sorpresa.


—En la mía también. Una tarjeta de invitación nunca miente.


Justo en ese momento, entraba Pedro muy sofocado por la puerta del restaurante, con el móvil en la mano. Miró inmediatamente a Paula, y luego se fijó en la mano que mantenía aún sujeta a la de Brian. Ella la soltó inmediatamente al verle acercarse a ellos.


Siguieron a la camarera hasta una mesa situada en un extremo del restaurante, preparada para más de una docena de personas.


—Parece que hasta los ejecutivos pueden cometer fallos de planificación —dijo Brian en broma—. Nuestra reserva está hecha para las ocho.


—No quisiera interrumpiros —dijo Pedro, cambiando hábilmente de tema—. Haceos a la idea de que no estoy aquí.


Brian miró a Pedro con recelo.


—La verdad es que le estaba hablando a Paula del gran trabajo que está haciendo. Parece que no se siente muy… satisfecha.


Paula no había escuchado nunca hasta entonces hablar a Brian con ese tono de voz tan duro. Levantó la mirada hacia él, pero Brian tenía sus ojos fijos en los de Pedro. Se percibía una tensión creciente entre los dos hombres. 


Luego Pedro clavó sus ojos en ella, haciéndola sentirse como una mariposa en un museo. Paula lamentó enseguida todo lo que le había dicho esa noche. ¿Cuándo aprendería?


—Discúlpame, Paula. No me daba la impresión de que fueras una de esas personas que precisan constantemente de estímulos para reforzar su motivación en el trabajo.


—No lo soy, pero siento curiosidad por saber por qué no se me confía todavía una escena.


—Ese tipo de decisiones no tiene nada que ver con tus habilidades personales.


—Eso es lo que tú dices —replicó Brian desafiante.


Pedro, muy irritado, clavó en él su mirada.


—Sí, es lo que digo… Pidamos algo de beber, ¿no os parece?


Paula estaba intrigada por el extraño juego que se traían los dos hombres que tenía delante de ella.


A pesar de los esfuerzos que hacía por evitar cruzarse con los ojos de Pedro, era muy consciente de las recelosas miradas que él dirigía alternativamente a Brian y a ella. La atmósfera parecía cargada y llena de preguntas sin respuestas.


Paula miró discretamente su reloj. Todavía eran las ocho menos cuarto.





lunes, 24 de febrero de 2020

LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 23





Cobarde, cobarde, cobarde.


Pedro se maldecía a sí mismo una y otra vez en su inmaculada, lujosa y solitaria casa.


¿En qué maldita clase de encrucijada se hallaba metido? Entre la chica a la que él había prometido proteger y la carrera que era toda la razón de su vida.


Pedro abrió la puerta de su frigorífico de acero inoxidable y sacó una cerveza con los ojos llorosos. No había estado trabajando tan duramente durante seis años para arrojarlo todo por la borda. No descansaría hasta darle a su padre su merecido. Le odiaba. Había recibido más amor y comprensión de los Chaves de los que había tenido nunca de sus padres verdaderos.


La única cosa útil que había hecho su padre por él había sido burlarse de sus aficiones, llamándole vago. Eso había hecho saltar la chispa de un apasionado deseo de éxito que había incendiado y consumido rápidamente todo el material combustible que había ido encontrando a su paso. Para demostrar a Mariano Alfonso lo que de verdad era el éxito.


Tenía un trabajo que hacer. Y su compromiso de ese día era echar un poco de leña a los pies de Paula y de Brian, para encender la llama de la ilusión que deseaba la cadena televisiva.


Se apartó de la mesa de la cocina, bebiéndose la cerveza mientras paseaba arriba y abajo.


Paula había invadido su vida.


Se había acercado sigilosamente a él y se había adueñado de su vida. El nivel de crueldad que acababa de mostrar con ella había sido directamente proporcional al grado de dominio que ella ejercía sobre él. Se había comportado de forma brutal. Intencionadamente. Corroyendo los últimos lazos de amistad para poder sentirse libre de manejar esa situación sin trabas.


Y ahora ella le odiaba. Era un odio que había visto escrito en su rostro cuando le había puesto en aquella encrucijada. Ella le había servido en bandeja de plata la oportunidad de distanciarse. 


Y él la había aprovechado para romperle el corazón.





LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 22





Al aproximarse al muelle de Neutral Bay, Pedro se puso de pie y le ofreció la mano a Paula. Ella la aceptó con indecisión. Justo en el momento de incorporarse, el ferry estableció contacto con la hilera de neumáticos colgados a tal efecto en la pared del malecón, y Paula se tambaleó. Pedro la sujetó con fuerza, pasándole un brazo alrededor de la cintura para evitar que se cayera. Paula sintió un estremecimiento por todo el cuerpo.


Cruzaron el muelle y salieron a la tranquilidad nocturna de las calles de Neutral Bay.


Pedro se colgó la chaqueta de un hombro y se metió la otra mano en el bolsillo del pantalón.


Pedro… —comenzó a decir ella, arriesgándose a mirarle—. Sobre lo de la otra noche…


Pero la actitud pasiva de él fue apagando paulatinamente sus palabras, convencida de que no la estaba escuchando. Sus ojos permanecían obstinadamente fijos en la calle por la que caminaban.


—¿No vamos nunca a discutir sobre ello?


Tras unos tensos segundos, Pedro sacó la mano del bolsillo del pantalón y se la pasó por el pelo.


—No debería haber sucedido. Fue inapropiado por muchas razones.


—¿Por qué eres mi jefe?


—Y un amigo de tu hermano. Y de tu padre. Y porque soy prácticamente hermano tuyo.


¿Cuánto tiempo iba a estar ocultándose detrás de eso?


—¿Crees que ellos no lo aprobarían?


—Yo no lo apruebo, Paula. Una relación entre nosotros no sería una buena idea.


—Entonces, ¿por qué lo hicimos? —dijo ella—. Tú fuiste el que empezaste, Pedro —añadió ella, irritada al ver que él se encogía de hombros por toda respuesta.


—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —susurró él—. Podrías seguir llevando trenzas y brazaletes.


—Tú no eres un viejo, y yo tengo veinticinco años. Todos crecemos —dijo ella con mucha decisión.


—Físicamente, quizá…


—Y emocionalmente también. No me parezco en nada a la niña de entonces. Yo puedo, sin ninguna dificultad, separar al Pedro muchacho del Pedro hombre, ¿por qué no puedes tú separar a la niña que era entonces de la mujer que soy ahora?


—Tú tenías una ventaja, Paula. Yo era ya un hombre y tú fuiste siempre una niña.


La vieja herida volvió a abrirse.


—Estás pasando por alto un punto muy importante, Pedro. Tú viniste a mí. Tú me besaste. Nadie te puso una pistola en la sien.


—¿Quieres que lo diga, Paula? Bien. Has crecido. Tienes un cuerpo fantástico y sabes cómo usarlo. Estuviste usándolo conmigo esa noche, a la luz de la luna, y sólo por un instante pensé, demonios, ¿por qué no?


Paula tomó aliento para protestar a continuación, pero él le quitó las intenciones.


—Querida, nunca tuve la pretensión de ser un santo. Me dejé llevar por el momento, igual que te pasó a ti. Gracias a Dios, tu padre llamó en el instante oportuno, de otro modo ahora estaríamos teniendo una conversación muy distinta.


Paula sintió que le temblaban las manos de indignación. Decidió ocultarlas detrás de la espalda.


—Yo no me dejé llevar…


—¿Quieres decir que lo planeaste?


—¡No!


—Luego te dejaste llevar —dijo él acercándose más a ella—. Deja a un lado pues tu justa indignación, Paula. Los dos sentíamos la curiosidad de probar algo nuevo. Fin de la historia.


De pronto, aquello que habían compartido sonaba tan… sucio. Le miró en silencio con los ojos encendidos, dispuesta a no derramar una sola lágrima. No quería darle esa satisfacción.


—¿O estabas esperando una segunda oportunidad? —le dijo él desafiante a unos metros de distancia.


Paula se giró para mirarlo.


—¡Debes de estar de broma!


—¿No era eso lo que pretendías antes con tus palabras?


—¡No! —replicó ella furiosa.


—Entonces, ¿dónde está el problema? Ibas a decirme que no volvería a pasar otra vez. Yo, por mi parte, no quiero que suceda de nuevo. Creo que sobre este punto estamos en sintonía.


Paula se volvió con amenazante decisión y se fue derecha hacia él, y tan rápida que él, vacilante, dio un paso atrás cuando ella le empujó muy airada en el pecho con la mano.


—¿Qué te pasó, Pedro? ¿Qué le sucedió al inteligente joven con problemas que acostumbraba a ayudarme cuando me caía de mi tabla de surf? ¿Al muchacho al que mi madre le abrió su casa?


Él no contestó, se quedó mirándola extasiado. Bien, si no tenía nada que decir, entonces, por todos los santos, ella iba a seguir su camino.


—Pensé que le había perdido aquel día en la playa, cuando me partiste el corazón sin pensártelo dos veces, y luego en tu oficina, cuando hiciste valer tu fuerza legal para obligarme a aceptar tu apestoso contrato. Pero luego la otra noche tuve una visión del joven que recordaba, y me pregunté si no estaría aún aquí enterrado en lo más profundo… —dijo ella golpeándole con la mano en el pecho.


Pedro dio otro paso más hacia atrás.


—Pero ese Pedro, mi Pedro, nunca hablaría a nadie de la forma en que tú lo hiciste.


—Ése es el problema, Paula. Yo nunca fui tuyo. Y tú siempre me tuviste demasiado alto en un pedestal. Bienvenida a la realidad, querida —dijo abriendo los brazos en cruz.


—Tu realidad, tal vez. No la mía —dijo ella jadeando—. Seguiré en la cadena mis seis meses porque me comprometí a ello, y porque, a diferencia tuya —dijo empujándole de nuevo—, aún valoro la integridad que mi padre me enseñó a tener.


—Deja a tu padre fuera de todo esto.


Paula comenzó a apartarse de él, pero deseosa de que no se perdiera sus palabras de despedida.


—Espero que valga la pena, Pedro. Tu éxito, tu grandiosa carrera y todo el poder que conlleva. Porque sé que mi padre se avergonzaría de ver el tipo de hombre en el que te has convertido. Me avergüenzo de ti.


Y dicho eso, se dio la vuelta y echó a correr en medio de la oscuridad de la noche para no derramar una sola lágrima más delante de él.




LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 21





—¿Quieres que vayamos juntos a casa?


Paula se dejó llevar por Pedro, al salir ambos del bar. Él la llevaba con la mano puesta en su espalda, abriéndose paso entre la gente y el personal de la cadena que seguía celebrando el éxito. Nada más salir a la calle, Paula sintió el aire tibio de la noche acariciándole la piel. Pedro miraba a su alrededor en busca de un taxi.


—¿Qué te parece el ferry? —le preguntó Paula, haciendo señas al taxi que se disponía ya a parar junto a ellos para que siguiera—. Podríamos dar un paseo.


Pedro puso rumbo hacia el muelle.


—¿Va todo bien, Paula?


—Estaba pensando que podría conducir un tanque por la calle principal de Flynn's Beach a esta hora de la noche y no encontraría un alma.


Pedro hizo una mueca con la boca ante tales recuerdos.


—Son dos mundos muy diferentes.


Salieron a George Street y luego giraron hacia el puente del puerto, el célebre Sidney Harbour Bridge, que se recortaba esplendoroso bajo el cielo nocturno. Caminaron entre la multitud hacia el muelle Circular Quay, donde una flota de grandes ferries de color verde iban y venían con la misma frecuencia con que lo hacían las olas del mar, llevando a sus pasajeros río arriba a través del puerto.


—Me llevó un tiempo acostumbrarme al ritmo de Sidney.


—No me hago aún a la idea de que tengo que estar aquí seis meses y tú llevas ya seis años.


—Acabarás acostumbrándote. Acaba metiéndosete en la sangre:


—Pensaba que habrías comprado alguna casa en la playa. Para tener más cerca el surf.


La mirada de Pedro se clavó en el famoso puente.


—Necesitaba romper definitivamente con el surf. Sabía que no era algo que pudiera hacer sin más de un día para otro. Pero hubiera sido superior a mis fuerzas ver a otros practicándolo desde mi propia ventana.


Cruzaron al muelle donde estaba atracado el ferry Neutral Bay a la espera de los pasajeros. Subieron y fueron a la plataforma superior, donde se sentaron junto a una ventanilla abierta.


—¿Te sientes bien? —le preguntó él.


—Sólo estoy un poco cansada del paseo.


—No me extraña. En Sidney nadie pasea.


—¿Por qué viniste aquí? —le preguntó ella.


—Aquí era donde estaba el trabajo.


—Allí también había trabajo.


Pedro fijó la mirada en las luces de la ciudad que poco a poco se iban desvaneciendo a sus espaldas.


—En Flynn's Beach no encontraba lo que andaba buscando, lo que yo quería ser.



—Alguien distinto. Necesitaba reinventarme a mí mismo.


—¿Qué tenía de malo el que eras antes?


—Nada. De hecho, él sigue aquí, en alguna parte. Pero para hacer lo que él quería, lo que él aún desea, necesitaba un lienzo en blanco. Necesitaba el anonimato.


—Y lo conseguiste, sin duda. ¿No te preguntaste lo que el viejo Pedro podría haber hecho aquí?


—No era más que un chiquillo, Paula. Pedro, el rey de las olas de la pequeña ciudad. ¿Cómo iban a tomar en serio a ese muchacho en una ciudad como Sidney?


—¿Así que decidiste acabar con él, igual que con el surf?


Él apretó la mandíbula.


—No tenía nada, no conocía a nadie que me ayudase a enfocar mi vida —dijo él, mirando las centelleantes luces del otro extremo de la orilla y su casa—. No tendría nada de todo esto si no me hubiera arriesgado.


—Eso no quiere decir que no hubieras tenido nada, simplemente habrías tenido otras cosas diferentes. ¿Por qué querías esto en particular?


—Por la misma razón que tú. Para ser mejor. Para ser el primero. Tú creas jardines. Yo creo programas de televisión.


—Yo diseño paisajes porque quiero ayudar a cambiar la actitud de la gente frente a la naturaleza. ¿Por qué quieres tú crear programas de televisión y no otra cosa?


—Porque quiero ser… —Pedro bajó los ojos y la voz—. Porque el triunfo es muy importante para mí.


—Eso lo entiendo. Pero ¿por qué ese esfuerzo tan titánico? ¿Por qué quemarte en ello?


—Porque quiero ser mejor que él —replicó Pedro, mirándola fijamente.


Una pequeña luz se iluminó en la mente de Paula. Su padre, Mariano Alfonso, poseía una pequeña cadena de garajes en la Costa Sur. Era uno de los empresarios más importantes de Flynn's Beach.


—Creo que sobra decir que has eclipsado su éxito. Eres diez veces más importante que él —dijo ella con el ceño fruncido.


—Eclipsarlo no es suficiente. Necesito su aniquilación total.


Paula se había preguntado siempre qué le habría llevado a Pedro a alejarse de su padre. 


Sus padres nunca le habían hablado de ello. 


Paula había recabado alguna información entre los chismes de la ciudad. Una madre hippy que le abandonó cuando apenas sabía andar, y una relación difícil con su padre desde entonces, pero nada que justificase la crudeza de aquella respuesta.


—¿Qué te hizo? —susurró ella.


—No puedo hablar de este asunto contigo, Paula —replicó él con gesto severo y casi sin mirarla.


Paula se lo pensó dos veces, y decidió ser paciente, no quería reaccionar de forma que pudiera herirle.


—¿Has hablado de esto alguna vez con alguien?


—Con tu padre. Él me ayudó á… moderar… mis sentimientos.


—Eso explica muchas cosas. Los dos estabais muy unidos.


Pedro asintió con la cabeza.


—¿Echas de menos a mi padre? —le preguntó ella.


—Sí, claro. Traté de mantener la relación con él, pero resultó… muy difícil.


Ella recordó lo preocupado que había estado su padre tras la marcha de Pedro a Sidney. Tras haber perdido todo contacto con él. El dolor que había sentido, y que había intentado disimular ante la aún afligida Paula.


—Resultaba muy difícil levantar el teléfono, ¿verdad?


—Tú eras sólo una niña, Paula. No lo entenderías.


—¿Qué? —replicó ella mirándole con los ojos encendidos—. ¿Qué es lo que no habría de entender?


Pedro pareció elegir cuidadosamente sus palabras.


—No todo el mundo consigue tener una infancia de cuento de hadas.


—¿Un cuento de hadas, dices? Yo vi morir a mi madre de cáncer cuando sólo tenía ocho años.


—Lo sé, pero tenías aún a tu padre y a Sebastian. Yo no tenía a nadie.


—Tú fuiste el que tomaste la decisión de marcharte. Nadie te obligó —le señaló ella.


Pedro ardía en deseos de decir más cosas, pero volvió la vista y se puso a mirar las profundidades marinas que parecían pasar a su lado a gran velocidad. Los dos se sumergieron en sus pensamientos en un recíproco silencio.