sábado, 15 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 37





Condujo por la carretera de la costa a toda velocidad, intentando despistar a un fotógrafo que la seguía en una Vespa. Pero, una vez en palacio abrió el bolso y miró con miedo la cajita que había dentro.


Iba a entrar en su apartamento privado cuando el chancelier Florent, el consejero de su madre, la detuvo.


—Gracias por venir, Alteza —le dijo, en el tono que usaba para aterrorizarla cuando era pequeña—. Su Majestad está ansiosa por discutir su compromiso con el príncipe Mariano.


Paula se pasó una mano por la frente.


—Sí, lo sé. Iré… en un momento.


—Es el cumpleaños de Su Majestad. Quizá lo habíais olvidado…


—No, no se me había olvidado. Es que tengo una cosa que hacer antes de reunirme con mi madre…


—Entonces os seguiré, Alteza —la interrumpió el consejero, sin disimular su desaprobación—. Y esperaré hasta que pueda escoltarla ante Su Majestad.


¿Hacerse la prueba de embarazo con Florent esperando en la puerta? Paula sabía cuándo le habían ganado por la mano.


—Muy bien —colocándose el bolso al hombro, dejó escapar un suspiro—. Iré a verla ahora mismo.


La seria expresión de su madre cuando entró en el salón de recepciones pronto hizo que deseara volver con Florent.


—No puedo creer que una hija mía haga el ridículo de esta manera —empezó a decir, paseando de un lado a otro de la habitación—. Pedro Alfonso te engañó una vez y estuvo a punto de destrozarte la vida. ¿No ha sido eso suficiente?


—No va hacerme daño, mamá.


Pero, mientras defendía a Pedro, Paula no sabía si podía creer sus propias palabras. ¿Estaría embarazada? Después de toda su charla sobre la sinceridad, ¿le habría mentido sobre la vasectomía?


—Que hayas dejado que ese hombre vuelva a nuestras vidas…


—Él salvó la de Alexander, mamá. ¿Eso no significa nada para ti?


—Claro que significa algo —replicó su madre—. Le estoy muy agradecida, pero habría sido más apropiado recompensarlo con una carta o un regalo… no con tu virtud.


Paula levantó los ojos al cielo.


—Ya sabes que Pedro se llevó eso hace tiempo.


La reina apretó los puños.


—Y mientras tú alardeas de una aventura que debería avergonzarte, nuestro país está atravesando serios problemas económicos. Tienes que casarte con Mariano, Paula.


—Pero estoy enamorada de Pedro.


Su madre dejó escapar un largo y doloroso suspiro.


—Es un donjuán, hija. No tiene corazón, no le importa nadie.


—Me ha pedido que me case con él.


Claudia la miró, estupefacta.


—¿Y cuál ha sido tu respuesta?


—No.


—Gracias a Dios —la reina sacudió la cabeza—. No puedes casarte con Pedro Alfonso. No tiene maneras, no tiene valores. No es nadie, un nuevo rico que pilota motos y amasa dinero sólo por conseguir poder. Es el hijo de un matón…


—¡Pedro no es como su padre! Es diferente, puedo confiar en él…


—¿Crees que puedes confiar en él, Paula? ¿Has confiado en él lo suficiente como para contarle la verdad sobre Alexander?


Ella apartó la mirada.


—No…


—Hija, entiendo que hayas querido vivir un poco, es lógico. Y a San Piedro le conviene la participación de Alfonso en el Grand Prix. Pero esa aventura vuestra tiene que terminar mañana. Irás a ver al príncipe Mariano y le dirás que aceptas su proposición de matrimonio.


—¡Pero yo no quiero a Mariano!


—Es la mejor oferta que vas a recibir dadas las circunstancias, hija. Y ahora vete a disfrutar de tu última noche con tu mecánico. Pero mañana espero que cumplas con tu deber.


Paula salió del salón de recepciones sintiéndose más triste que nunca. Su madre le había dicho lo que esperaba que le dijera. Y ni siquiera podía discutírselo.


Pero quería confiar en Pedro. Ya le había entregado su corazón. Después de varias semanas con él no había encontrado ningún defecto…


Salvo que no la amaba.


—¿Tía Paula?


Ella se detuvo al oír la voz de Alexander y, al darse la vuelta, vio su carita asomando por detrás de una armadura.


—¿Qué haces ahí, cariño? —rió, abriendo los brazos cuando el niño empezó a correr. Después de soportar la charla de su madre, sólo quería abrazarlo para siempre, respirar el delicioso aroma de su pelo—. ¿Cómo es posible? ¡Juraría que has crecido desde el desayuno!


—Lo sé —dijo el niño, muy serio—. Un centímetro el mes pasado. Milly me deja comer todo el helado que quiero. Dice que no tengo carne en los huesos.


—Me alegro —rió Paula. No podía dejar de mirarlo… su hijo. Nueve años y seguía siendo un niño, pero pronto se convertiría en un hombre. Y cada día se parecía más a su padre.


—¿La abuela está enfadada?


—Sí.


—¿Por qué?


Paula revolvió su pelo.


—Quiere que me case con Mariano. Pero yo quiero casarme con otra persona.


—¿Con Pedro Alfonso?


—¿Cómo lo sabes? ¿Y cómo sabes su nombre?


—No soy un niño, tía Paula. Él me salvó en la granja, así que me cae bien. ¿Por qué a la abuela no le gusta?


—Es una larga historia, cariño.


—Pues si quieres casarte con él, yo te doy mi permiso —dijo Alexander entonces—. No sólo mi permiso… mi bendición. Porque soy el rey.


Paula lo miró, sin saber qué decir. Su hijo le estaba dando permiso para casarse con Pedro


¿Podría casarse con él? ¿Podría tenerlo una vida entera?


Quizá Pedro no la amaba, pero su amor sería suficiente para los dos. Mientras pudiese confiar en él, saber que nunca le haría daño a Alexander.


La prueba de embarazo demostraría si le había mentido. Si era negativa, eso dejaría bien claro que estaba siendo sincero.


Emocionada, besó la cabeza del niño.


—Gracias —dijo en voz baja.


Pero una vez sola en el elegante baño de mármol de sus apartamentos privados, la posibilidad de confiar en Pedro se esfumó. Se había hecho la prueba y supo que no había futuro con él.


Estaba embarazada.




TE ODIO: CAPITULO 36





—¿Dónde has estado? —el tono de Pedro era cariñoso, casi tierno, cuando apareció por detrás de ella en el vestíbulo, tomándola por la cintura—. Llevas horas fuera.


Paula se volvió.


—Estaba ocupada en el palacio —contestó—. He desayunado con Alexander, luego he tenido una reunión con el embajador francés…


Pedro arrugó el ceño.


—He llamado a palacio y me han dicho que te fuiste hace horas.


—Ah, sí, se me había olvidado —Paula intentó sonreír—. Es que también he estado hablando con monsieur Fournier, uno de nuestros consejeros.


Milly, la niñera de Alexander, sólo unos años mayor que Paula, era quien había entrado en la farmacia para comprar la prueba de embarazo. Era la única persona con la que podía contar para que no revelase el secreto.


—Tu madre te mantiene muy ocupada.


—Evitarla me mantiene muy ocupada —suspiró ella—. Pero creo que tú también has estado ocupado entrenando para la carrera y planeando una ampliación de Motores Alfonso.


—Sí. Valentina me trae las ofertas. Llegará dentro de una hora.


—Ah, Valentina —murmuró Paula. Justo lo que necesitaba: enfrentarse con la guapa secretaria de Pedro cuando lo único que quería era enterrar la cabeza en el inodoro—. Valentina es una chica encantadora. Tan estilosa, tan… lista.


—¿No te importa que trabaje un rato hasta que empiece la carrera?


Ella negó con la cabeza.


—Yo tengo que pasar la tarde en el palacio de todas formas. Es el cumpleaños de mi madre y me desheredará si no voy a visitarla.


—Ah, ya, es hora de morder la bala —bromeó Pedro—. ¿Crees que quiere hablar contigo de algo en particular?


—No lo sé, quizá.


Paula intentaba no pensar en la conversación que tendría lugar, la charla que había conseguido evitar durante semanas. Pero, en aquel momento, hasta eso le parecía fácil comparado con un nuevo miedo…


—Te echaré de menos —murmuró Pedro. Estaba muy guapo con una camiseta negra y vaqueros oscuros, bronceado después de tomar el sol en la cubierta del yate—. Y creo que voy a tardar por lo menos una hora en despedirme de ti.


Ella tragó saliva. Normalmente, pasar una hora en la cama con él era una idea irresistible, pero ya no podía hacerlo porque todo su futuro dependía de un puntito rosa.


No era posible, se dijo a sí misma por enésima vez. No podía ser. Una vez que se hubiera hecho la prueba, vería que su preocupación no tenía ningún sentido.


No podía estar embarazada.


Ella era la princesa de San Piedro, la segunda en la línea de sucesión al trono.


No podía haberse quedado embarazada otra vez. Del mismo hombre.


Sin amor.


Sin estar casada.


Ya no tenía dieciocho años y era seguida constantemente por la prensa. Si estuviera embarazada, esta vez sería imposible esconderlo. Y se convertiría en el hazmerreír de toda Europa. Ser la amante de Pedro había dañado su imagen. A su país. Y, seguramente, al futuro de Alexander.


«Alexander», pensó ruborizándose. No quería pensar cómo le afectaría al niño un escándalo como ése.


No podía ser, se repitió. Pedro se había hecho una vasectomía. Pero le temblaban las manos mientras apretaba el bolso.


—No… ahora no estoy de humor —dijo, y no era mentira—. Será mejor que me vaya. Te veré en el circuito.


Nunca le había dicho que no y él no pareció tomárselo bien.


—Bueno, de todas formas tengo que hacer una prueba con el motor. Yo te llevaré al palacio.


—No hace falta, de verdad.


Pedro la sujetó por la muñeca cuando iba a darse la vuelta.


—¿Qué pasa, Paula?


—Nada —contestó ella.


«Sólo que tengo un hijo secreto y es posible que pronto tenga otro».


—¿En serio?


Tenía que marcharse. Una vez que se hubiera hecho la prueba le hablaría de sus miedos y los dos se reirían de ello. Una vez que supiera que no estaba embarazada todo volvería a estar bien.


Se había prometido a sí misma que su romance terminaría con el Grand Prix, pero ahora que había llegado no podía hacerlo. Quería esperar unos días más, unas semanas más.


¿Nueve meses más?


Si estaba embarazada, eso significaría que Pedro se había arriesgado deliberadamente, que le había mentido.


No, él no haría eso, pensó. No arruinaría su vida y la vida de un niño. Paula había creído lo peor de él una vez, pero no iba a hacerlo de nuevo.


—Pau?


Ella se apartó. No podía mirarlo a la cara hasta que supiera la verdad.


—Tengo que irme.


—Muy bien. Les diré a Yves y Serge que te vas.


Pero Paula no esperó a los guardaespaldas. Necesitaba estar sola, de modo que subió a su Mini Cooper descapotable y se puso las gafas de sol. Cuando pasaba por delante de los paparazis, se alegró de que su rostro estuviera escondido bajo las gafas.


No quería que nadie viera el miedo en sus ojos.


«No estoy embarazada», se repetía a sí misma. 


«No puedo estarlo».


Pero tenía un retraso.




viernes, 14 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 35




Pedro la observaba, preguntándose si estaría embarazada. Habían hecho el amor todos los días durante dos semanas…


Cada noche esperaba que Paula sacase el tema. Que le exigiera usar un preservativo o le preguntase por qué no parecía preocupado por un posible embarazo.


Pero ella no preguntó.


Y eso sólo podía significar una cosa: Paula quería casarse con él, a pesar de sus objeciones.


Oh, sí. Ese matrimonio tendría lugar. En semanas, si no antes.


Cuanto más tiempo pasaba, más la respetaba. Y se dio cuenta de que no sólo quería que Paula supervisara sus casas y criara a sus hijos.


Quería que fuera el corazón de su hogar.


Su hogar… Pedro saboreó esa idea. De niño había soñado con tener un hogar de verdad, la clase de familia que se reunía para celebrar fiestas y ocasiones especiales.


La clase de familia en la que un padre enseñaba a su hijo a jugar al fútbol. Pero para tener un hogar necesitaba a una mujer.


Y ahora la tenía.


Paula decía no amarlo, pero el amor aparecía en todos sus gestos. Y Pedro se dio cuenta de que eso, por extraño que fuese para él, era lo que necesitaba en su vida.


Paula sería el corazón de su familia.


Él sería la verja que los mantendría a salvo de todo.


Paula era suya ahora. No dejaría que se casara con Mariano. Era suya y ninguna otra mujer le valdría. Ninguna otra mujer tenía su gracia, su fuego. Su fuerza.


En Paula por fin había encontrado a su pareja ideal. Una mujer que lo retaba fuera y dentro de la cama. Una mujer a la que podía respetar.


Por fin, había encontrado una mujer en la que podía confiar.



TE ODIO: CAPITULO 34





Paula no era la única que pronto se encontró viviendo peligrosamente.


Durante las semanas siguientes, Pedro se encontró haciendo algo que había jurado no hacer nunca más en toda su vida: pensar en Paula a todas horas.


Empezaba a gustarle demasiado estar con ella.


Empezaba a añorarla cuando tenía que irse a palacio.


Y más…


Disfrutaba enseñándola a conducir una moto. 


Ella seguía sus instrucciones al pie de la letra, gritando de alegría cuando por fin pudo montar sola. Y eso le produjo una alegría absurda, exagerada.


La había llevado a cenar a París, pero con guardaespaldas y fotógrafos siguiéndolos por todas partes, prácticamente tuvieron que sentarse en la punta de la torre Eiffel para ver el atardecer sobre la ciudad.


Por fin, el día del cumpleaños de Paula, Pedro estaba tan harto del asalto de los medios que prácticamente la secuestró en su yate para llevarla a mar abierto.


Cenaron en cubierta y le regaló un zafiro de Bulgari y esmeraldas de Van Cleef & Arpels. Con fuegos artificiales estallando en el cielo, hicieron el amor hasta el amanecer. Había sido perfecto.


Hasta que las fotografías tomadas desde un helicóptero aparecieron en una revista británica al día siguiente. Atracar en mar abierto no había servido de nada. ¿Cómo iba a seducirla para que aceptase casarse con él si nunca podían estar solos?


Pero Paula aceptaría su proposición, estaba seguro. En sus brazos cada día, en su cama cada noche, pronto se daría cuenta de que no podía decir que no. No tenía más remedio que convertirse en su esposa.


Mientras tanto, no había razón para retrasar su plan de dejarla embarazada.


Pasaban gran parte del tiempo en la cama. 


Afortunadamente porque no podían salir de la villa sin ser perseguidos por los fotógrafos. Pedro casi se sentía como un prisionero en su propia casa.


Aun así, merecía la pena.


Paula, por otro lado, llevaba el asunto de los fotógrafos de manera impecable.


Y la admiraba por ello. Nunca se quejaba, nunca tenía un mal gesto. A pesar de la molestia los saludaba a todos con una sonrisa en los labios.


Pedro estaba seguro de que ese constante interés no podía durar. Su relación era noticia, claro. El famoso magnate norteamericano robando a la virginal princesa cuando estaba a punto de anunciar su compromiso con otro hombre parecía ser algo que interesaba a mucha gente, pero se decía a sí mismo que pronto pasaría.


Sin embargo, no fue así, al contrario. Dos semanas antes un periódico alemán había descubierto que el príncipe Mariano von Trondhem era su hermanastro y la noticia había caído como una bomba. Los reporteros acampaban a la puerta de la villa, desesperados por conseguir una foto, gritando preguntas cuando pasaban por delante en la limusina…


—Alteza, ¿por qué ha elegido a Alfonso en lugar de al príncipe Mariano?


—¿Ha sido amor a primera vista?


—¿Tiene intención de casarse con él?


La última pregunta era una que Pedro querría contestar, preferiblemente mientras estrangulaba al irritante reportero. «Sí», le habría gustado gritar. «Vamos a casarnos y dejadnos en paz de una vez».


Pero durante aquellos asaltos, Paula era la gracia y la elegancia personificadas. Un día incluso pidió a la cocina que sacaran limonada y sándwiches para los reporteros.


—¿Por qué? —demandó Pedro—. Déjalos que se mueran de sed.


—¿De verdad quieres que escriban sobre nosotros cuando están de mal humor? No podemos controlar lo que escriben, pero sí podemos influir en su opinión.


Por supuesto, al día siguiente todos publicaron que la amable princesa Paula se acordaba de los pobres fotógrafos mientras vivía en pecado con un avaricioso millonario italoamericano.


—¿Lo ves? —sonrió ella.


Sí, lo veía. Lidiar con los medios de comunicación era tanto como una negociación o un acuerdo comercial. Sólo que ellos, en lugar de intentar comprar una empresa, estaban intentando ganar puntos de cara al público.