sábado, 15 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 36





—¿Dónde has estado? —el tono de Pedro era cariñoso, casi tierno, cuando apareció por detrás de ella en el vestíbulo, tomándola por la cintura—. Llevas horas fuera.


Paula se volvió.


—Estaba ocupada en el palacio —contestó—. He desayunado con Alexander, luego he tenido una reunión con el embajador francés…


Pedro arrugó el ceño.


—He llamado a palacio y me han dicho que te fuiste hace horas.


—Ah, sí, se me había olvidado —Paula intentó sonreír—. Es que también he estado hablando con monsieur Fournier, uno de nuestros consejeros.


Milly, la niñera de Alexander, sólo unos años mayor que Paula, era quien había entrado en la farmacia para comprar la prueba de embarazo. Era la única persona con la que podía contar para que no revelase el secreto.


—Tu madre te mantiene muy ocupada.


—Evitarla me mantiene muy ocupada —suspiró ella—. Pero creo que tú también has estado ocupado entrenando para la carrera y planeando una ampliación de Motores Alfonso.


—Sí. Valentina me trae las ofertas. Llegará dentro de una hora.


—Ah, Valentina —murmuró Paula. Justo lo que necesitaba: enfrentarse con la guapa secretaria de Pedro cuando lo único que quería era enterrar la cabeza en el inodoro—. Valentina es una chica encantadora. Tan estilosa, tan… lista.


—¿No te importa que trabaje un rato hasta que empiece la carrera?


Ella negó con la cabeza.


—Yo tengo que pasar la tarde en el palacio de todas formas. Es el cumpleaños de mi madre y me desheredará si no voy a visitarla.


—Ah, ya, es hora de morder la bala —bromeó Pedro—. ¿Crees que quiere hablar contigo de algo en particular?


—No lo sé, quizá.


Paula intentaba no pensar en la conversación que tendría lugar, la charla que había conseguido evitar durante semanas. Pero, en aquel momento, hasta eso le parecía fácil comparado con un nuevo miedo…


—Te echaré de menos —murmuró Pedro. Estaba muy guapo con una camiseta negra y vaqueros oscuros, bronceado después de tomar el sol en la cubierta del yate—. Y creo que voy a tardar por lo menos una hora en despedirme de ti.


Ella tragó saliva. Normalmente, pasar una hora en la cama con él era una idea irresistible, pero ya no podía hacerlo porque todo su futuro dependía de un puntito rosa.


No era posible, se dijo a sí misma por enésima vez. No podía ser. Una vez que se hubiera hecho la prueba, vería que su preocupación no tenía ningún sentido.


No podía estar embarazada.


Ella era la princesa de San Piedro, la segunda en la línea de sucesión al trono.


No podía haberse quedado embarazada otra vez. Del mismo hombre.


Sin amor.


Sin estar casada.


Ya no tenía dieciocho años y era seguida constantemente por la prensa. Si estuviera embarazada, esta vez sería imposible esconderlo. Y se convertiría en el hazmerreír de toda Europa. Ser la amante de Pedro había dañado su imagen. A su país. Y, seguramente, al futuro de Alexander.


«Alexander», pensó ruborizándose. No quería pensar cómo le afectaría al niño un escándalo como ése.


No podía ser, se repitió. Pedro se había hecho una vasectomía. Pero le temblaban las manos mientras apretaba el bolso.


—No… ahora no estoy de humor —dijo, y no era mentira—. Será mejor que me vaya. Te veré en el circuito.


Nunca le había dicho que no y él no pareció tomárselo bien.


—Bueno, de todas formas tengo que hacer una prueba con el motor. Yo te llevaré al palacio.


—No hace falta, de verdad.


Pedro la sujetó por la muñeca cuando iba a darse la vuelta.


—¿Qué pasa, Paula?


—Nada —contestó ella.


«Sólo que tengo un hijo secreto y es posible que pronto tenga otro».


—¿En serio?


Tenía que marcharse. Una vez que se hubiera hecho la prueba le hablaría de sus miedos y los dos se reirían de ello. Una vez que supiera que no estaba embarazada todo volvería a estar bien.


Se había prometido a sí misma que su romance terminaría con el Grand Prix, pero ahora que había llegado no podía hacerlo. Quería esperar unos días más, unas semanas más.


¿Nueve meses más?


Si estaba embarazada, eso significaría que Pedro se había arriesgado deliberadamente, que le había mentido.


No, él no haría eso, pensó. No arruinaría su vida y la vida de un niño. Paula había creído lo peor de él una vez, pero no iba a hacerlo de nuevo.


—Pau?


Ella se apartó. No podía mirarlo a la cara hasta que supiera la verdad.


—Tengo que irme.


—Muy bien. Les diré a Yves y Serge que te vas.


Pero Paula no esperó a los guardaespaldas. Necesitaba estar sola, de modo que subió a su Mini Cooper descapotable y se puso las gafas de sol. Cuando pasaba por delante de los paparazis, se alegró de que su rostro estuviera escondido bajo las gafas.


No quería que nadie viera el miedo en sus ojos.


«No estoy embarazada», se repetía a sí misma. 


«No puedo estarlo».


Pero tenía un retraso.




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