jueves, 9 de enero de 2020

HEREDERO OCULTO: CAPITULO 25





Dios santo.


Paula se quedó sin aliento al oír aquello, se tambaleó.


¿En qué había estado pensando? Ya era malo que se hubiese acostado con su exmarido, pero que se le hubiese olvidado la protección era mucho peor.


Rezó porque no se hubiese quedado embarazada, porque no podía ni pensar en volver a pasar por otro embarazo inesperado, no planeado, y de su exmarido.


–No lo estoy –le dijo con toda la firmeza de la que fue capaz.


Pedro arqueó una ceja.


–¿Cómo puedes estar tan segura?


–Porque no lo estoy –insistió, poniéndose el vestido.


Daba igual que no pudiese subirse la cremallera de la espalda sola, iría hasta casa sujetándoselo para que no se le cayese antes de pedirle a Pedro que la ayudase.


–¿En qué estabas pensando? –inquirió, golpeando el suelo con un pie–. ¿Cómo has podido hacer… dejar que lo hiciésemos… sin tomar precauciones? No sabía que fueses tan irresponsable.


Pedro se encogió de hombros. No parecía preocupado.


–¿Qué quieres que te diga? Me he dejado llevar por la pasión y por la emoción de estar contigo después de tanto tiempo.


–Venga ya –dijo ella, mientras se ponía los zapatos.


–¿Tanto te cuesta creerlo? –le preguntó él con rostro inexpresivo.


Paula no tenía ni idea de lo que pensaba. 


¿Estaba disgustado porque no habían utilizado protección? ¿Estaba contento? ¿Enfadado? ¿Excitado? ¿Confundido?


Ella tenía náuseas. Y estaba disgustada, enfadada y confundida.


Si resultaba que se había quedado embarazada… Volvió a rezar porque no
fuese así.


Si se quedaba embarazada otra vez, ya sí que no podría deshacerse jamás de Pedro, que sería capaz incluso de mudarse a vivir a Summerville, o de insistir en que volviesen a casarse y en que ella volviese a Pittsburgh.


«No, no, no, no, no». Paula negó con la cabeza mientras miraba a su alrededor para asegurarse de que no se le olvidaba nada en aquella habitación. El bolso, el reloj, un pendiente…


–Creo que subestimas tu atractivo –comentó Pedro, al parecer, ajeno a su estado.


Ella lo miró una vez más antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta.


–Paula.


Ya tenía la mano en el pomo, pero se detuvo. No se giró a mirarlo, pero esperó a que Pedro continuase hablando.


–Te veré en la panadería mañana por la mañana a primera hora, a las ocho.


Quiero que Dany esté contigo.


Ella sintió un escalofrío, no supo si de asco por tener que volver a verlo, o de alivio porque solo le hubiese pedido aquello.


Asintió con brusquedad, abrió la puerta y salió al pasillo.


–Y quiero enterarme en cuanto te enteres tú –continuó él, haciendo que se detuviese por segunda vez.


–¿Enterarte? –repitió Paula.


–De si vamos a darle un hermano a nuestro hijo dentro de unos meses.



HEREDERO OCULTO: CAPITULO 24






Paula terminó de tirar de la tela, que se había quedado apresaba debajo del colchón, ignorando la desnudez de su exmarido. Luego tomó la colcha que estaba a los pies de la cama y se la echó por encima, tapándole la cabeza y todo. Él rio.


–Estamos divorciados, Pedro –espetó Paula, como si no lo supiese.


Luego recorrió la habitación furiosa, recogiendo su ropa prenda por prenda.


–Se supone que las parejas divorciadas no se acuestan juntas.


–Tal vez, pero ambos sabemos que ocurre con frecuencia.


–Pues no debería –replicó ella mientras intentaba ponerse la ropa interior sin que se le cayese la sábana–. Además, tú me odias.


Había tensión en el ambiente.


–¿Quién ha dicho eso?


Paula se quedó inmóvil al oír aquello y levantó la vista para mirarlo a los ojos.


–¿No es cierto? Quiero decir, que me odias y lo sabes. O, al menos, deberías odiarme. No te conté que estaba embarazada. No te conté lo de Dany.


Él frunció el ceño y se puso muy serio al recordarlo. Se había esforzado mucho en olvidar que ese era, en parte, el motivo por el que estaba allí.


La observó, envuelta en una sábana como una diosa griega. Era evidente que tenía motivos para odiarla. Y que tenían todavía muchas cosas que aclarar, pero, por algún motivo, en esos momentos, no era capaz de enfadarse con ella.


–Te voy a dar un consejo –le dijo en su lugar, intentando no sonreír–. Cuando alguien se haya olvidado temporalmente de que tiene algún motivo para estar enfadado contigo, es mejor no recordárselo.


–Pero es que deberías estar enfadado conmigo –insistió Paula, dándole la espalda para seguir vistiéndose.


Pedro vio cómo luchaba con el sujetador y luego dejaba caer la sábana.


Contuvo las ganas de agarrarla y volver a llevársela a la cama. Al parecer, Paula quería que estuviese enfadado con ella.


Por una parte, al menos, sabía que no se había acostado con él con la intención de seducirlo y hacerle olvidar que había intentado ocultarle que tenía un hijo. Por otra parte, hasta entonces Paula había hecho todo lo posible para estar a buenas con él. Para evitar acritudes, una posible batalla por la custodia del niño o que él se lo llevase a Pittsburgh.


Era cierto que, hasta ese día, había estado un año sin hablar con ella. Y el hecho de que hubiese sido ella quien lo hubiese dejado, significaba que no la había sabido entender, para empezar, pero el único motivo que se le ocurría para que ella quisiese recordarle que debía estar enfadado era que necesitaba poner algo entre ambos. Un muro. Una barrera.


Si él la odiaba, no querría volver a estar con ella. 


Si la odiaba, tal vez se hartase y se volviese a Pittsburgh, solo, sin Dany.


Llegarían a un acuerdo con respecto a la custodia. Insistiría. Y estaba seguro de que Paula no se opondría. Lo menos que podría hacer sería permitir que viese a Dany de manera regular, o incluso que se lo llevase a Pittsburgh unos días para presentárselo a su familia.


No obstante, Pedro llevaba demasiado tiempo en el mundo de los negocios como para saber que, cuando alguien cedía con demasiada facilidad, era normalmente porque intentaba mantener o conseguir algo todavía más importante. Y Paula debía de querer mantener las distancias.


Se había mudado a Summerville nada más divorciarse, se había instalado con su tía y había montado La Cabaña de Azúcar.


Si el Destino no hubiese intervenido para llevarlo a él allí, jamás habría sabido dónde estaba Paula, ni que tenía un hijo. Su hijo.


Así que, eso era, quería mantener las distancias. 


Y si lo hacía enfadar, era más probable que se marchase, ¿no?


Eso hizo que Pedro desease todavía más estar allí.


Se movió hacia el borde de la cama y se sentó en él.


–Bueno, pues siento decepcionarte, pero no te odio.


Se levantó y se acercó a ella completamente desnudo.


Paula retrocedió y lo vio inclinarse y recoger sus pantalones y su ropa interior.


–No me gusta lo que hiciste –le aclaró Pedro mientras se vestía muy despacio–, y no puedo decir que no esté algo enfadado y resentido al respecto. Y no puedo asegurarte que ese enfado y ese resentimiento no vayan a salir a la superficie alguna vez, pero ya hemos hablado de eso. No estuvo bien que me ocultases a Dany. Es un tiempo que no voy a poder recuperar. No obstante, ahora que sé que tengo un hijo, las cosas van a cambiar. Voy a formar parte de su vida y, por lo tanto, también de la tuya.


Ella estaba a solo medio metro de él, con el vestido pegado al pecho para taparse.


–Deberías ir haciéndote a la idea –añadió–. Cuanto antes, mejor. Y hay otra cosa que deberías tener en cuenta –le dijo, cruzándose de brazos con decisión.


Paula no respondió. En su lugar, inclinó la cabeza y tragó saliva con dificultad mientras esperaba, nerviosa, a que Pedro terminase de hablar.


–Que no hemos utilizado preservativo, lo que significa que podrías estar embarazada de nuestro segundo hijo.





miércoles, 8 de enero de 2020

HEREDERO OCULTO: CAPITULO 23




–Creo que ha sido una mala idea –murmuró Paula.


Pedro se había preguntado cuánto tiempo tardaría en empezar a arrepentirse.


Estaban tumbados boca arriba, el uno al lado del otro. Paula se había tapado con la sábana hasta el cuello. Él estaba un poco más relajado, con la sábana tapándole solo el abdomen.


En cualquier caso, no podía no estar de acuerdo con ella con respecto a que había sido mala idea. No se arrepentía. Jamás podría arrepentirse de hacer el amor con Paula, pero sabía que no había sido la decisión más inteligente de su vida.


Ni siquiera sabía qué lo había poseído para haberla besado en primer lugar.


Tal vez fuese que había estado toda la noche pensando en besarla.


O que no había logrado sacársela de la cabeza desde que había vuelto a verla, después de tanto tiempo, después de haber decidido que no volvería a verla jamás.


O que Paula era, sencillamente, irresistible. Para él, siempre lo había sido.


Casi no le sorprendía que hubiesen hecho un hijo juntos mientras su matrimonio se desmoronaba. A pesar de sus diferencias y problemas, siempre habían sido compatibles físicamente.


Y era un alivio saber que eso no había cambiado. Ya no estaban casados, ella le había ocultado a su hijo y ninguno de los dos estaba seguro de lo que les iba a deparar el futuro, pero al menos Pedro sabía que seguía habiendo pasión entre ellos. Más que pasión, un deseo y un anhelo irrefrenables.


Pedro le rozó la pierna y notó que su erección volvía a crecer. Ella, por su parte, se apartó.


–Tienes razón –le dijo Pedro–. Tal vez no haya sido lo más sensato. Al menos, dadas las circunstancias.


–Me temo que te quedas corto –protestó ella, girándose hacia el borde de la cama y sentándose.


Se quedó así un minuto, sin moverse, y Pedro aprovechó para admirar cómo le caía la corta melena sobre los hombros, la suave línea de su espalda.


Había engordado un poco con el embarazo, pero eso no le restaba ni un ápice de atractivo.


Sino que, en todo caso, hacía que fuese todavía más bella y sensual. Él había disfrutado mucho descubriendo sus nuevas curvas con las manos y con los labios.


Sonrió de medio lado, no solo por las vistas, sino por el tono de su voz.


Siempre le había gustado la manera de expresarse de Paula.


A ella siempre le había molestando verlo sonreír cuando estaba enfadada, regañándolo. 


Pero Pedro no sonreía porque no la escuchase o no se la tomase en serio, sino porque le encantaba observarla y escucharla, aunque fuese echándole la bronca.


Su manera de moverse, de ir de un lado a otro y mover los brazos. El modo en que subía y bajaba su pecho, agitado. Lo cierto era… que lo excitaba. Y nueve de cada diez veces, sus discusiones terminaban con un sexo estupendo.


A posteriori, Pedro se había dado cuenta de que tal vez aquello hubiese causado otros problemas que los habían llevado a separarse. Él no había pretendido burlarse de sus sentimientos ni de sus opiniones, solo había creído que su relación estaba tan afianzada que ninguna diferencia ni malentendido podría romperla.


Qué equivocado había estado. Y cuando había querido darse cuenta, ya había sido demasiado tarde.


–No puede volver a ocurrir –le dijo Paula, todavía dándole la espalda.


Por un momento, Pedro se quedó bloqueado y pensó que estaba hablando de su divorcio, que no podría volver a ocurrir y, que si él pudiese dar marcha atrás, jamás habría tenido lugar.


Entonces se dio cuenta de que se refería al sexo.


Pedro –añadió Paula al ver que no contestaba. Se giró ligeramente e inclinó la cabeza para poder verlo con el rabillo del ojo–. Esto no puede volver a ocurrir.


Él se tumbó de lado y se apoyó en un codo, dejando que el silencio inundase la habitación mientras la estudiaba.


–¿Qué quieres que te diga, Paula? –murmuró–. ¿Que me arrepiento de que hayamos hecho el amor? ¿Que no espero que vuelva a ocurrir? Lo siento, pero no puedo.


–¿Puede saberse qué te pasa? –inquirió ella.


Se puso de pie de un salto y se llevó la sábana, dejando a Pedro completamente al descubierto.



HEREDERO OCULTO: CAPITULO 22




Pedro arqueó la otra ceja. Luego se desabrochó los gemelos y se quitó la camisa, dejándola caer detrás de él al suelo.


Paula tragó saliva. Le había parecido buena idea hacer que se desnudase, pero ya no estaba tan segura de que lo fuese. Se le secó la boca solo de ver aquel estómago tan plano y aquellos musculosos pectorales y notó cómo se le subía el corazón a la garganta.


Sin darle tiempo a recuperarse, Pedro se quitó los zapatos, se bajó los pantalones y se acercó un paso más a Paula.


–¿Mejor así? –le preguntó, sonriendo divertido.


Y ella pensó que aquello no estaba mejor, sino muchísimo peor. Porque en ese momento, además de estar nerviosa y sentirse desprotegida, también se sentía abrumada.


¿Cómo podía haber olvidado cómo era aquel hombre desnudo?


La belleza de Pedro la había divertido durante su matrimonio. El hecho de que las mujeres se girasen a mirarlo y le prestasen tanta atención no la había molestado lo más mínimo, porque siempre había sabido que era suyo. Otras
mujeres podían mirarlo, pero solo ella podía tocarlo.


Pero llevaban más de un año divorciados. 


¿Cuántas mujeres lo habrían tocado desde entonces? ¿Cuántas le habrían hecho girar la cabeza a él?


Como si pudiese leerle el pensamiento, Pedro levantó la mano y le acarició la mejilla.


–¿Tienes frío? –le preguntó en voz baja.


Y ella negó con la cabeza, aunque no fuese verdad.


Había sido ella quien lo había dejado, quien había pedido el divorcio, pero, aun así, no soportaba imaginárselo con otras mujeres.


Pedro le acarició los brazos y entrelazó los dedos con los de ella. Como había hecho cuando habían estado casados, haciéndola sentir muy cerca de él, querida.


Le dio un beso en los labios y susurró:
–Deja que te caliente.


Volvió a besarla y la hizo retroceder.


Paula notó la cama con la parte trasera de los muslos y se tumbó. Pedro la siguió con cuidado, casi como si fuese una coreografía. El sujetador se le cayó por fin con el movimiento.


Él apoyó su pecho en los de ella, aplastando sus pezones erguidos. Paula gimió y lo abrazó mientras él la besaba de nuevo.


Luego metió los dedos por debajo de la cintura de las braguitas y se las bajó. Después hizo lo mismo con su ropa interior.


Ambos estaban completamente desnudos, apretados como dos capas de celofán. Paula volvió a sentirse insegura, recordó que habían pasado meses desde la última vez que habían estado juntos, que había pasado por un embarazo y un parto desde entonces… que había pasado el primer trimestre profundamente deprimida por la ruptura de su matrimonio y la idea de convertirse en madre soltera, ahogando sus penas en helado y masa de galletas.


Además del peso del bebé, había engordado dándose festines de autocompasión y a pesar de haber empezado a ser mucho más disciplinada después de haber dejado de compadecerse de sí misma, todavía no se había deshecho de esos kilos de más. Sus caderas habían ensanchado, su estómago ya no era plano, tenía los muslos más redondeados.


Lo único que le había mejorado era el pecho, que le había aumentado.


Pero fuesen buenos o malos esos recientes cambios físicos, a Pedro no parecían preocuparle. De hecho, ni siquiera parecía haberse dado cuenta. Y, si lo había hecho, no había dicho nada y estaba disfrutando de ellos.


Eso hizo que Paula se relajase y dejase de obsesionarse. Notó las caricias de Pedro, sus besos por la garganta, en el hombro, en el escote, y sintió la necesidad de tocarlo también.


Le acarició la espalda, jugó con su pelo. Le mordisqueó la oreja y frotó la mejilla contra la leve barba que empezaba a salir en su rostro.


Estaba notando su erección y se apretó contra ella. Pedro la mordió en el cuello y ella dio un grito ahogado.


Él rio y Paula se estremeció al oírlo.


–Deja de jugar –le ordenó casi sin aliento.


–Has empezado tú –replicó él contra su piel mientras buscaba uno de sus pechos con la boca.


Paula se quedó inmóvil, sintió cómo el placer la aplastaba contra el colchón. Ni siquiera pudo gritar, los pulmones se le habían quedado faltos de oxígeno.


Se aferró a sus hombros mientras Pedro la torturaba. Él le lamió y le chupó un pecho y después el otro, volviéndola loca.


Cuando terminó, levantó la cabeza y sonrió. Era una sonrisa perversa, diabólica.


Paula vio que volvía a inclinarse sobre ella y tuvo miedo. No supo si iba a poder aguantar mucho más, tanto si Pedro continuaba con lo que estaba haciendo como si decidía seguir bajando.


Así que antes de que a Pedro se le ocurriese la idea, ella lo abrazó con las piernas por la cadera y metió la mano entre ambos para agarrar su erección.


Él dejó escapar un soplido y cerró los ojos.


–Ya basta –le dijo Paula.


Él abrió los ojos y la miró.


–¿Quieres que pare? –murmuró.


Sabía que no quería que parase, solo estaba jugando con ella, torturándola otra vez.


Le dio a probar de su propia medicina apretando los dedos alrededor de su erección, haciendo que diese un grito ahogado y flexionase las rodillas.


–No quiero que pares –le aclaró Paula–, solo quiero que te dejes de preámbulos y vayas directo al grano.


Pedro arqueó una ceja y sonrió de oreja a oreja.


–Con que al grano, ¿eh?


Ella notó que se ruborizaba, aunque ya fuese demasiado tarde para eso.


Respiró hondo y levantó la barbilla.


–Ya me has oído.


–Bueno –le dijo él con un brillo de depredador en la mirada–. Veré qué puedo hacer.


Entonces fue Paula quien arqueó una ceja.


–Eso espero.


Pedro sonrió todavía más antes de besarla con fuerza. Le apartó la mano despacio para poner la suya y se colocó mejor entre sus piernas para poder penetrarla. Lo hizo lentamente, con cuidado, mientras la besaba y absorbía sus gemidos.


La fue llenando centímetro a centímetro. La sensación fue asombrosa, perfecta.


Como tantas otras veces en el pasado, Paula se maravilló de lo bien que encajaban juntos, incluso a pesar de los cambios que había sufrido su cuerpo durante el último año.


Pedro se apoyó en los hombros y dejó de besarla. Paula aprovechó la oportunidad para morderse el labio inferior y echar la cabeza hacia atrás, extasiada. Él hizo lo mismo mientras entraba y salía, despacio al principio, y luego cada vez con mayor rapidez.


Paula también levantó las caderas para recibirlo, dejando que el movimiento y las sensaciones la invadiesen por completo.


Quería, no, necesitaba, lo que solo Pedro podía darle. Y quería que lo hiciese todavía más fuerte, todavía más rápidamente.


–Pedro, por favor –le rogó, abrazándolo por el cuello antes de mordisquearle el lóbulo de la oreja.


Luego clavó los dientes con fuerza en su hombro.


Él se estremeció, la agarró por la cintura y la penetró todavía más, con más fuerza, haciéndola gritar, gritando a su vez.


Hasta que la presa se rompió y el placer invadió a Paula acompañado de una ola de calor.


Dijo su nombre y se aferró a él como si temiese por su vida, absorbiendo el impacto de sus últimos empellones, hasta que notó que dejaba caer todo su peso sobre ella y lo oyó gemir con satisfacción.