miércoles, 8 de enero de 2020

HEREDERO OCULTO: CAPITULO 22




Pedro arqueó la otra ceja. Luego se desabrochó los gemelos y se quitó la camisa, dejándola caer detrás de él al suelo.


Paula tragó saliva. Le había parecido buena idea hacer que se desnudase, pero ya no estaba tan segura de que lo fuese. Se le secó la boca solo de ver aquel estómago tan plano y aquellos musculosos pectorales y notó cómo se le subía el corazón a la garganta.


Sin darle tiempo a recuperarse, Pedro se quitó los zapatos, se bajó los pantalones y se acercó un paso más a Paula.


–¿Mejor así? –le preguntó, sonriendo divertido.


Y ella pensó que aquello no estaba mejor, sino muchísimo peor. Porque en ese momento, además de estar nerviosa y sentirse desprotegida, también se sentía abrumada.


¿Cómo podía haber olvidado cómo era aquel hombre desnudo?


La belleza de Pedro la había divertido durante su matrimonio. El hecho de que las mujeres se girasen a mirarlo y le prestasen tanta atención no la había molestado lo más mínimo, porque siempre había sabido que era suyo. Otras
mujeres podían mirarlo, pero solo ella podía tocarlo.


Pero llevaban más de un año divorciados. 


¿Cuántas mujeres lo habrían tocado desde entonces? ¿Cuántas le habrían hecho girar la cabeza a él?


Como si pudiese leerle el pensamiento, Pedro levantó la mano y le acarició la mejilla.


–¿Tienes frío? –le preguntó en voz baja.


Y ella negó con la cabeza, aunque no fuese verdad.


Había sido ella quien lo había dejado, quien había pedido el divorcio, pero, aun así, no soportaba imaginárselo con otras mujeres.


Pedro le acarició los brazos y entrelazó los dedos con los de ella. Como había hecho cuando habían estado casados, haciéndola sentir muy cerca de él, querida.


Le dio un beso en los labios y susurró:
–Deja que te caliente.


Volvió a besarla y la hizo retroceder.


Paula notó la cama con la parte trasera de los muslos y se tumbó. Pedro la siguió con cuidado, casi como si fuese una coreografía. El sujetador se le cayó por fin con el movimiento.


Él apoyó su pecho en los de ella, aplastando sus pezones erguidos. Paula gimió y lo abrazó mientras él la besaba de nuevo.


Luego metió los dedos por debajo de la cintura de las braguitas y se las bajó. Después hizo lo mismo con su ropa interior.


Ambos estaban completamente desnudos, apretados como dos capas de celofán. Paula volvió a sentirse insegura, recordó que habían pasado meses desde la última vez que habían estado juntos, que había pasado por un embarazo y un parto desde entonces… que había pasado el primer trimestre profundamente deprimida por la ruptura de su matrimonio y la idea de convertirse en madre soltera, ahogando sus penas en helado y masa de galletas.


Además del peso del bebé, había engordado dándose festines de autocompasión y a pesar de haber empezado a ser mucho más disciplinada después de haber dejado de compadecerse de sí misma, todavía no se había deshecho de esos kilos de más. Sus caderas habían ensanchado, su estómago ya no era plano, tenía los muslos más redondeados.


Lo único que le había mejorado era el pecho, que le había aumentado.


Pero fuesen buenos o malos esos recientes cambios físicos, a Pedro no parecían preocuparle. De hecho, ni siquiera parecía haberse dado cuenta. Y, si lo había hecho, no había dicho nada y estaba disfrutando de ellos.


Eso hizo que Paula se relajase y dejase de obsesionarse. Notó las caricias de Pedro, sus besos por la garganta, en el hombro, en el escote, y sintió la necesidad de tocarlo también.


Le acarició la espalda, jugó con su pelo. Le mordisqueó la oreja y frotó la mejilla contra la leve barba que empezaba a salir en su rostro.


Estaba notando su erección y se apretó contra ella. Pedro la mordió en el cuello y ella dio un grito ahogado.


Él rio y Paula se estremeció al oírlo.


–Deja de jugar –le ordenó casi sin aliento.


–Has empezado tú –replicó él contra su piel mientras buscaba uno de sus pechos con la boca.


Paula se quedó inmóvil, sintió cómo el placer la aplastaba contra el colchón. Ni siquiera pudo gritar, los pulmones se le habían quedado faltos de oxígeno.


Se aferró a sus hombros mientras Pedro la torturaba. Él le lamió y le chupó un pecho y después el otro, volviéndola loca.


Cuando terminó, levantó la cabeza y sonrió. Era una sonrisa perversa, diabólica.


Paula vio que volvía a inclinarse sobre ella y tuvo miedo. No supo si iba a poder aguantar mucho más, tanto si Pedro continuaba con lo que estaba haciendo como si decidía seguir bajando.


Así que antes de que a Pedro se le ocurriese la idea, ella lo abrazó con las piernas por la cadera y metió la mano entre ambos para agarrar su erección.


Él dejó escapar un soplido y cerró los ojos.


–Ya basta –le dijo Paula.


Él abrió los ojos y la miró.


–¿Quieres que pare? –murmuró.


Sabía que no quería que parase, solo estaba jugando con ella, torturándola otra vez.


Le dio a probar de su propia medicina apretando los dedos alrededor de su erección, haciendo que diese un grito ahogado y flexionase las rodillas.


–No quiero que pares –le aclaró Paula–, solo quiero que te dejes de preámbulos y vayas directo al grano.


Pedro arqueó una ceja y sonrió de oreja a oreja.


–Con que al grano, ¿eh?


Ella notó que se ruborizaba, aunque ya fuese demasiado tarde para eso.


Respiró hondo y levantó la barbilla.


–Ya me has oído.


–Bueno –le dijo él con un brillo de depredador en la mirada–. Veré qué puedo hacer.


Entonces fue Paula quien arqueó una ceja.


–Eso espero.


Pedro sonrió todavía más antes de besarla con fuerza. Le apartó la mano despacio para poner la suya y se colocó mejor entre sus piernas para poder penetrarla. Lo hizo lentamente, con cuidado, mientras la besaba y absorbía sus gemidos.


La fue llenando centímetro a centímetro. La sensación fue asombrosa, perfecta.


Como tantas otras veces en el pasado, Paula se maravilló de lo bien que encajaban juntos, incluso a pesar de los cambios que había sufrido su cuerpo durante el último año.


Pedro se apoyó en los hombros y dejó de besarla. Paula aprovechó la oportunidad para morderse el labio inferior y echar la cabeza hacia atrás, extasiada. Él hizo lo mismo mientras entraba y salía, despacio al principio, y luego cada vez con mayor rapidez.


Paula también levantó las caderas para recibirlo, dejando que el movimiento y las sensaciones la invadiesen por completo.


Quería, no, necesitaba, lo que solo Pedro podía darle. Y quería que lo hiciese todavía más fuerte, todavía más rápidamente.


–Pedro, por favor –le rogó, abrazándolo por el cuello antes de mordisquearle el lóbulo de la oreja.


Luego clavó los dientes con fuerza en su hombro.


Él se estremeció, la agarró por la cintura y la penetró todavía más, con más fuerza, haciéndola gritar, gritando a su vez.


Hasta que la presa se rompió y el placer invadió a Paula acompañado de una ola de calor.


Dijo su nombre y se aferró a él como si temiese por su vida, absorbiendo el impacto de sus últimos empellones, hasta que notó que dejaba caer todo su peso sobre ella y lo oyó gemir con satisfacción.




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