martes, 24 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 42




Durante los cuatro siguientes días se estableció una especie de rutina: ocupado con su trabajo supervisando la remodelación de un complejo hotelero de lujo en Hanalei Beach, Pedro ignoraba a Paula durante el día. A
última hora de la tarde él regresaba a casa para cenar lo que había preparado el chef de la mansión, hablaba cortésmente con el personal y amablemente con la señora O'Keefe, se le iluminaba el rostro mientras jugaba con Rosario y le leía un cuento antes de acostarla. Pero hacía como si Paula no existiera.


Al menos, no hasta la noche.


Ella sólo existía para darle placer en la oscuridad. Y cada noche era igual: nada de ternura, ni una palabra. Sólo una feroz y apasionada penetración por un amante que no la amaba.


Pedro regresó a casa una tarde más temprano de lo habitual y, como siempre, ignoró a Paula. Ella le observó jugar con Rosario en la playa privada ayudándola a construir un castillo de arena. Y cuando empezó a hacer demasiado calor, él tomó a la pequeña en brazos y se sumergió con ella en el océano. Por un instante la niña se puso nerviosa y miró a Paula, a punto de empezar a llorar llamándola.


–No te preocupes, pequeña –le dijo su padre suavemente–. Conmigo estás a salvo.


Rosario lo miró y su expresión cambió. No llamó a su madre. Se agarró a Pedro y comenzó a reír al sentir los pies bañados por las olas.


Nadie podía resistirse a Pedro Alfonso durante mucho tiempo.


Paula, observándolos desde la playa, sintió que el corazón se le partía un poco más.


El la estaba castigando. Cruel y deliberadamente. Atormentándola con lo que nunca tendría y lo que ella empezaba a darse cuenta de que deseaba desesperadamente: su atención, su afecto, su amor. Paula intentó convencerse de que no le importaba.


Al día siguiente salieron en catamarán para ver el acantilado de Na Pali, conocido como «la costa prohibida». Mientras la tripulación desplegaba un desayuno con piña, papaya, mango y cruasanes de chocolate, Paula contemplaba el océano con Rosario a su lado ataviada con un chaleco salvavidas a su medida.


Delfines acompañaban a su embarcación y a lo lejos se veían tortugas marinas. Paula sentía el sol sobre su piel. Aquello era el paraíso. Y al mismo tiempo, el infierno. «Esta noche no permitiré que él me posea», se prometió a sí misma. Pero cuando Pedro fue a buscarla después de que ella se hubiera dormido y la despertó besándola en la boca mientras deslizaba sus manos bajo el camisón de ella, Paula se estremeció y se le entregó.


Y no porque él la forzara. Sino porque ella no pudo resistirse.


Algunas noches él ni siquiera se molestaba en besarla, pero aquélla sí lo hizo.


Paula oyó el sonido del ventilador del techo mientras él la desvestía en la oscuridad. Ni siquiera podía ver el rostro de él. Sólo podía sentir sus manos, callosas y seductoras, sobre su piel. Y sintió cómo su cuerpo reaccionaba a pesar de que el corazón se le partía un poco más.


–Por favor, no sigas –imploró ella con voz ronca, bañada por las lágrimas–. No me hagas esto, por favor.


Por toda respuesta, él le besó el cuerpo desnudo, deteniéndose en sus senos.


Ella sintió aquel cuerpo musculoso sobre el suyo, ansioso de él, como una adicción que ella no podía controlar.


Él le acarició las caderas, le hizo separar las piernas y la saboreó. Paula empezó a jadear.


Cuánto lo deseaba. Cuánto deseaba aquello.


 Tanto, que la estaba matando.


Pero no era suficiente. Ella deseaba más. Lo deseaba a él entero.


Estaba enamorada de él. Enamorada del hombre que trataba con tanto amor a su hija. Y que, una tarde, también a ella la había tratado bien.


–Por favor, Pedro, déjame marchar –susurró ella. Un rayo de luz iluminó la sonrisa cruel de él. 


–Eres mi esposa. Me perteneces. 


La penetró y ella ahogó un grito mientras todo su cuerpo se arqueaba ante el indeseado placer. Y ella supo que lo amaba. Que lo deseaba.


Amaba a un hombre que sólo deseaba castigarla.


Y, cuando él se marchó, dejándola que durmiera sola, ella supo que había entregado su cuerpo y su alma al diablo.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 41





Y por mucho que ella lo deseara, él seguramente tampoco se quedaría a su lado el tiempo suficiente para criar a Rosario. Aunque amara a su hija, la abandonaría. Porque así eran los hombres como Pedro, los que vivían sin comprometerse, ni con lugares ni con personas.


Paula se irguió e inspiró hondo. Sería bueno que no lo olvidara ella tampoco.


Había empezado a enamorarse profundamente de él. Se le había partido el corazón al ver el dolor en los ojos de él cuando le había relatado cómo había perdido a su familia. Su cuerpo había explotado de gozo cuando él le había hecho el amor en la suite del hotel.


Entonces, que él la ignorara era hasta un regalo: evitaría que ella lo amara.


¿Verdad?


Paula se adentró en la casa y vio influencias japonesas en el jardín interior y las puertas correderas de papel. El suelo era de madera pyinkado.


Siguió a Pedro a través de la casa en penumbra y se detuvo a la puerta de una habitación de bebé donde él tumbó con cuidado a su hija en una sencilla cuna.


–¿Necesitas ayuda? –susurró Paula, incapaz de soportar el silencio durante más tiempo.


–No –respondió él sin mirarla–. Tu habitación está al final del pasillo. Ahora te la enseño.


Tras horas de silencio, ¡por fin él le hacía caso! Paula sintió una llama de esperanza mientras le seguía por el pasillo.


Él abrió una puerta corredera, dando paso a un amplio dormitorio con una terraza con vistas a la playa privada. El océano refulgía bajo la luz del sol.


–Todo esto es muy hermoso –comentó ella.


–Sí.


Paula sintió que él posaba sus manos en sus hombros. «Pedro, ¿me perdonas?», quiso preguntarle. «¿Cambiarías tu alma errante y te quedarías con nosotras?».


Pero no se atrevió a hacerlo por temor a las respuestas. Cerró los ojos y sintió la brisa proveniente de la bahía de Hanalei. Él acercó su cuerpo al de ella.


–La cama nos espera –anunció él en voz baja.


El tono de su voz no dejaba lugar a dudas. 


¿Sería posible que él hubiera comprendido por qué ella le había ocultado la existencia de Rosario y le hubiera perdonado? ¿Sería posible que él la deseara como en Nueva York, con aquella ansia feroz que le había impulsado a pedirle que lo acompañara en sus viajes por el mundo?


Pedro la hizo girarse y ella vio la amarga verdad en sus ojos negros: no. Él todavía la odiaba. 


Pero eso no iba a impedirle poseer su cuerpo, aunque fuera con calculada frialdad.


Y, cuando él la besó violentamente, ella no pudo negarle lo que él le exigía. El ardor y la fuerza del abrazo de él le abrumaban los sentidos. 


Mientras él acariciaba su cuerpo y le quitaba el vestido, ella lo deseaba con tanta ansiedad que casi bordeaba el dolor.


El la tendió sobre la enorme cama. La miró. Se quitó los vaqueros y los boxers de seda. El sonido de las olas entraba por el balcón y la cálida brisa llevaba aroma de hibisco.


Entonces él la poseyó ferozmente, sin ninguna ternura. Y, mientras ella ahogaba un grito ante la gozosa fuerza de su placer, juraría que le oyó al él susurrar su nombre como si le saliera del alma.




lunes, 23 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 40



AL CABO de una hora de aterrizar en el hermoso paraíso de Kauai, en Hawai, Paula supo que acababa de llegar al infierno. El amanecer era fresco y luminoso. Paula inspiró hondo mientras bajaba del avión con su bebé en brazos.


Dos Jeep descapotables les aguardaban. Pedro se acercó a Paula con mirada brillante. Por un momento ella creyó que iba a decirle algo, pero él sólo le quitó a Rosario de los brazos y acomodó a la pequeña durmiente en el asiento trasero de uno de los coches.


–Venga con nosotros –invitó acto seguido a la señora O'Keefe–. Yo conduciré éste.


Pero a Paula no le dirigió la palabra. Para ella fue como una puñalada en el corazón. Y por nada del mundo iba a viajar en el otro coche junto a los guardaespaldas y resto del personal. 


Elevando la barbilla, Paula subió desafiante al asiento trasero junto a Rosario. Esperaba que él le dijera algo. Pero él hizo algo peor: la ignoró.


La señora O'Keefe subió al asiento del copiloto. Pedro le sonrió, encendió el motor y condujo en dirección norte por la estrecha autopista que bordeaba la costa. El feroz y exigente multimillonario parecía muy diferente en aquella atmósfera. Vestía una camisa blanca que revelaba su musculoso cuerpo, vaqueros y sandalias.


Paula también se había cambiado de ropa: se había puesto un minivestido con la espalda al aire y unas sandalias de tacón que había metido en la maleta con la estúpida esperanza de que le agradaran a Pedro. Pero él ni la había mirado.


El estaba hablando cortésmente con la señora O'Keefe, mostrándole el paisaje mientras atravesaban pintorescas aldeas de surfistas junto a playas de arena blanca y acantilados rocosos.


La señora O'Keefe se giró hacia Paula varias veces, como esforzándose por aliviar la evidente tensión entre los recién casados. Paula sacudió la cabeza con una sonrisa forzada y se sujetó el cabello alborotado por el viento mientras contemplaba el océano Pacífico.


Conforme avanzaban hacia el norte, el terreno se tornó más exuberante y la costa más escarpada.


Y a Paula cada vez se le partía más el corazón.


La señora O'Keefe se quedó adormecida un rato con el murmullo del mar y el ronroneo del motor. Pedro siguió conduciendo en silencio con la vista fija al frente. Paula clavó su mirada en el cuello de él. Los ojos se le llenaron de lágrimas de nuevo. Ansiaba que él la mirara por el retrovisor. Que la gritara, la insultara. Lo que fuera menos ignorarla.


Cuando llegaron a la enorme finca una hora después, el corazón de Paula se había convertido en una piedra. La casa parecía un palacio en la playa. Tenía un estanque con truchas koi junto al porche que rodeaba la casa y delgadas palmeras se balanceaban bajo el claro cielo azul.


Pedro detuvo el coche delante de la casa. Se bajó y lo rodeó sin dirigir ni una mirada a Paula. 


Abrió la puerta del copiloto.


–Señora O'Keefe –susurró, tocándola suavemente en el hombro–. Despierte. Ya hemos llegado.


La mujer ahogó un grito maravillado al mirar a su alrededor.


–¡Qué hermoso es esto! ¿Éste es su hogar?


–Por unos días, sí.


Pedro sacó a la pequeña de su asiento de seguridad y la sujetó tiernamente contra su pecho. A Paula se le partió el corazón ante aquella estampa. Era lo que ella siempre había deseado desde que se había quedado embarazada: darle un padre a su hija, un auténtico hogar.


Al verla en brazos de Pedro se cumplía ese sueño. Pero otro moría.


Aquél era su segundo matrimonio. Su primer marido se había casado con ella por deber. El segundo, por castigarla. Ella nunca sabría lo que se sentía al amar a un hombre y ser correspondida.


¿O tal vez sí? ¿Podría él perdonarla algún día? ¿Lograría ella recuperar la confianza de él?


–El ama de llaves le conducirá a su habitación –anunció Pedro a la señora O'Keefe.


–¿Quiere que acueste al bebé, señor Alfonso? –se ofreció la niñera–. Apenas ha dormido en el avión.


Él negó con la cabeza y miró a su hija dormida con una sonrisa.


–La acostaré yo. No he tenido oportunidad de hacerlo hasta ahora.


Paula captó el tono acusador de él, aunque él ni la miró.


Pedro saludó brevemente al ama de llaves y al resto del personal y entró encabezando la comitiva, dejando a Paula atrás sin dirigirle una mirada ni una palabra.


Ella notó un creciente nudo en la garganta conforme seguía lentamente a su marido y su hija. Empezaba a cuestionarse su existencia, por lo que dio un respingo cuando la saludó el ama de llaves.


–Aloha, señora Alfonso.


–Aloha –respondió Paula mirando todo maravillada–. Este lugar es precioso. No sabía que Pedro tenía una casa en Hawai.


–En realidad, esta residencia es propiedad de Paolo Caretti. Él y el señor Alfonso son amigos, se la ha prestado.


Por supuesto. Ni siquiera un lugar tan increíble como aquél podría tentar a Pedro a asentarse. Su esposo sólo quería construir edificios que luego vendía a otros y entonces se trasladaba a otro lugar.



OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 39




Pedro se casó con Paula en una ceremonia sencilla en el Ayuntamiento aquella misma tarde. La señora O'Keefe se ocupó de Rosario y ejerció de una de las testigos. El asistente de Pedro, Murakami, ejerció del otro testigo. No acudió ningún familiar ni ningún amigo. No hubo flores ni música.


Paula vistió un traje color crema. Pedro no se molestó en cambiarse su camisa y pantalón negros. ¿Por qué debía comportarse como si aquel enlace significara algo para él? Tampoco sonrió cuando les nombraron marido y mujer. Ni miró a Paula. Ni siquiera la besó al terminar la ceremonia.


Haría que su esposa pagara por lo que había hecho.


Desde el Ayuntamiento se dirigieron al helipuerto en un Cadillac monovolumen. Mientras Pedro comentaba los detalles financieros de los terrenos de Kauai y Tokio con su asistente, no podía dejar de mirar a Rosario, en el asiento para niños junto a él.


Tenía una hija, se dijo. Todavía no podía creerlo.


Ella estaba bostezando mientras se tomaba un biberón medio dormida. No había duda de que era hija suya. Tenía sus mismos ojos negros. Se le parecía en todo.


Pero también se parecía Paula. Tenía la misma boca que ella y la misma risa alegre.


Él tendría que ignorar eso, se dijo Pedro


Despreciaba a Paula y no quería verla en los rasgos de su hija.


Cada vez que miraba a Rosario experimentaba un sentimiento de lo más extraño. No sabía si era amor, pero sí sabía que moriría por protegerla.


Un sentimiento totalmente diferente al que sentía por su madre.


En la tercera fila de asientos del monovolumen iban sentadas Paula y la niñera, quien parecía una mujer juiciosa y digna de confianza. Pero él investigaría sus referencias por si acaso, apuntó Pedro mentalmente mientras apretaba la mandíbula. Su instinto no era tan bueno como él creía.


Recordó la patética manera en que había bajado sus defensas delante del parque nevado y le había contado a Paula la muerte de su familia, algo que nunca había compartido con nadie, y sintió que le ardían las mejillas. Le había contado incluso su humillante infancia junto a su abuelo y cómo él había despreciado sus orígenes de clase baja.


Le había desnudado su alma a ella.


Y al pensar en que casi le había rogado que se escapara con él, Pedro se sintió superado por la ira y la vergüenza.


Disfrutaría castigándola. Los votos del matrimonio serían cadenas que él usaría para destrozarla. Le haría lamentar los dieciocho meses de mentiras.


Ella había logrado que él la deseara. Esa idea le enfurecía. Ella le había hecho creer que era especial, un mujer inteligente, sexy y adorable diferente a las demás. Casi había logrado que él se preocupara por ella.


Y mientras, todo el rato le había engañado.


–Gracias por venir –oyó que Paula susurraba tras él.


–No se preocupe, no es molestia –respondió la señora O'Keefe suavemente–. No podía permitir que usted y la pequeña Rosario marcharan a tierras lejanas sin mí, ¿verdad?


Pedro se dio cuenta de que la mujer comprendía mejor la verdad de la relación entre Paula y él de lo que demostraba: detectaba que algo no iba bien en aquel matrimonio y no quería que Paula y su bebé lo afrontaran solas.


Por el bien de Rosario, Pedro agradecía que la mujer hubiera accedido a acompañarlos. El le había ofrecido doblarle el sueldo por las molestias.


Quería que su hija recibiera el mejor cuidado. Y que no se viera separada de su cuidadora como le había sucedido a él de pequeño.


Pero le disgustaba la idea de que Paula tuviera una amiga. No quería que ella tuviera ningún consuelo, quería que sufriera. Pero no a costa de la felicidad de Rosario.


El chófer detuvo el coche a la entrada del helipuerto y el guardaespaldas jefe de Pedro, Lander, los escoltó hasta el helicóptero.


Tras un viaje de siete minutos, aterrizaron en el aeropuerto Teterboro y subieron al avión privado de Pedro. Era lujoso y muy cómodo. Pedro, Paula, Rosario y la señora O'Keefe eran los únicos pasajeros, atendidos por tres guardaespaldas, dos copilotos y dos azafatas, una de las cuales le llevó zumo y galletas a Rosario mientras la otra ofreció champán a Paula antes de despegar.


–Enhorabuena, señor Alfonso –felicitó la primera azafata y sonrió a Paula–. Y mis mejores deseos para usted también, señora Alfonso.


Señora Alfonso. Pedro se estremeció al oír el nombre.


El tenía esposa.


Una esposa a la cual odiaba.


Paula palideció. Agarró la copa de champán y miró incómoda a Pedro. El advirtió la pregunta de su mirada. ¿Qué pretendía él hacer con ella?


Él desvió la mirada con frialdad y, con su maletín en la mano, pasó delante de ella sin dirigirle la palabra. Sólo se detuvo para besar la cabeza despeinada de Rosario y se acomodó en el sofá en la parte trasera de la cabina. No quería ver el rostro hermoso y compungido de su esposa.


Ella no significaba nada para él, se dijo ferozmente. Nada.


Y así continuarían las cosas hasta que llegaran a Kauai, donde su casa en la playa les esperaba con el espacioso dormitorio con vistas al Pacífico.


Entonces ella aprendería cuál era su lugar en la vida de él.