martes, 24 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 41





Y por mucho que ella lo deseara, él seguramente tampoco se quedaría a su lado el tiempo suficiente para criar a Rosario. Aunque amara a su hija, la abandonaría. Porque así eran los hombres como Pedro, los que vivían sin comprometerse, ni con lugares ni con personas.


Paula se irguió e inspiró hondo. Sería bueno que no lo olvidara ella tampoco.


Había empezado a enamorarse profundamente de él. Se le había partido el corazón al ver el dolor en los ojos de él cuando le había relatado cómo había perdido a su familia. Su cuerpo había explotado de gozo cuando él le había hecho el amor en la suite del hotel.


Entonces, que él la ignorara era hasta un regalo: evitaría que ella lo amara.


¿Verdad?


Paula se adentró en la casa y vio influencias japonesas en el jardín interior y las puertas correderas de papel. El suelo era de madera pyinkado.


Siguió a Pedro a través de la casa en penumbra y se detuvo a la puerta de una habitación de bebé donde él tumbó con cuidado a su hija en una sencilla cuna.


–¿Necesitas ayuda? –susurró Paula, incapaz de soportar el silencio durante más tiempo.


–No –respondió él sin mirarla–. Tu habitación está al final del pasillo. Ahora te la enseño.


Tras horas de silencio, ¡por fin él le hacía caso! Paula sintió una llama de esperanza mientras le seguía por el pasillo.


Él abrió una puerta corredera, dando paso a un amplio dormitorio con una terraza con vistas a la playa privada. El océano refulgía bajo la luz del sol.


–Todo esto es muy hermoso –comentó ella.


–Sí.


Paula sintió que él posaba sus manos en sus hombros. «Pedro, ¿me perdonas?», quiso preguntarle. «¿Cambiarías tu alma errante y te quedarías con nosotras?».


Pero no se atrevió a hacerlo por temor a las respuestas. Cerró los ojos y sintió la brisa proveniente de la bahía de Hanalei. Él acercó su cuerpo al de ella.


–La cama nos espera –anunció él en voz baja.


El tono de su voz no dejaba lugar a dudas. 


¿Sería posible que él hubiera comprendido por qué ella le había ocultado la existencia de Rosario y le hubiera perdonado? ¿Sería posible que él la deseara como en Nueva York, con aquella ansia feroz que le había impulsado a pedirle que lo acompañara en sus viajes por el mundo?


Pedro la hizo girarse y ella vio la amarga verdad en sus ojos negros: no. Él todavía la odiaba. 


Pero eso no iba a impedirle poseer su cuerpo, aunque fuera con calculada frialdad.


Y, cuando él la besó violentamente, ella no pudo negarle lo que él le exigía. El ardor y la fuerza del abrazo de él le abrumaban los sentidos. 


Mientras él acariciaba su cuerpo y le quitaba el vestido, ella lo deseaba con tanta ansiedad que casi bordeaba el dolor.


El la tendió sobre la enorme cama. La miró. Se quitó los vaqueros y los boxers de seda. El sonido de las olas entraba por el balcón y la cálida brisa llevaba aroma de hibisco.


Entonces él la poseyó ferozmente, sin ninguna ternura. Y, mientras ella ahogaba un grito ante la gozosa fuerza de su placer, juraría que le oyó al él susurrar su nombre como si le saliera del alma.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario