lunes, 23 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 39
Pedro se casó con Paula en una ceremonia sencilla en el Ayuntamiento aquella misma tarde. La señora O'Keefe se ocupó de Rosario y ejerció de una de las testigos. El asistente de Pedro, Murakami, ejerció del otro testigo. No acudió ningún familiar ni ningún amigo. No hubo flores ni música.
Paula vistió un traje color crema. Pedro no se molestó en cambiarse su camisa y pantalón negros. ¿Por qué debía comportarse como si aquel enlace significara algo para él? Tampoco sonrió cuando les nombraron marido y mujer. Ni miró a Paula. Ni siquiera la besó al terminar la ceremonia.
Haría que su esposa pagara por lo que había hecho.
Desde el Ayuntamiento se dirigieron al helipuerto en un Cadillac monovolumen. Mientras Pedro comentaba los detalles financieros de los terrenos de Kauai y Tokio con su asistente, no podía dejar de mirar a Rosario, en el asiento para niños junto a él.
Tenía una hija, se dijo. Todavía no podía creerlo.
Ella estaba bostezando mientras se tomaba un biberón medio dormida. No había duda de que era hija suya. Tenía sus mismos ojos negros. Se le parecía en todo.
Pero también se parecía Paula. Tenía la misma boca que ella y la misma risa alegre.
Él tendría que ignorar eso, se dijo Pedro.
Despreciaba a Paula y no quería verla en los rasgos de su hija.
Cada vez que miraba a Rosario experimentaba un sentimiento de lo más extraño. No sabía si era amor, pero sí sabía que moriría por protegerla.
Un sentimiento totalmente diferente al que sentía por su madre.
En la tercera fila de asientos del monovolumen iban sentadas Paula y la niñera, quien parecía una mujer juiciosa y digna de confianza. Pero él investigaría sus referencias por si acaso, apuntó Pedro mentalmente mientras apretaba la mandíbula. Su instinto no era tan bueno como él creía.
Recordó la patética manera en que había bajado sus defensas delante del parque nevado y le había contado a Paula la muerte de su familia, algo que nunca había compartido con nadie, y sintió que le ardían las mejillas. Le había contado incluso su humillante infancia junto a su abuelo y cómo él había despreciado sus orígenes de clase baja.
Le había desnudado su alma a ella.
Y al pensar en que casi le había rogado que se escapara con él, Pedro se sintió superado por la ira y la vergüenza.
Disfrutaría castigándola. Los votos del matrimonio serían cadenas que él usaría para destrozarla. Le haría lamentar los dieciocho meses de mentiras.
Ella había logrado que él la deseara. Esa idea le enfurecía. Ella le había hecho creer que era especial, un mujer inteligente, sexy y adorable diferente a las demás. Casi había logrado que él se preocupara por ella.
Y mientras, todo el rato le había engañado.
–Gracias por venir –oyó que Paula susurraba tras él.
–No se preocupe, no es molestia –respondió la señora O'Keefe suavemente–. No podía permitir que usted y la pequeña Rosario marcharan a tierras lejanas sin mí, ¿verdad?
Pedro se dio cuenta de que la mujer comprendía mejor la verdad de la relación entre Paula y él de lo que demostraba: detectaba que algo no iba bien en aquel matrimonio y no quería que Paula y su bebé lo afrontaran solas.
Por el bien de Rosario, Pedro agradecía que la mujer hubiera accedido a acompañarlos. El le había ofrecido doblarle el sueldo por las molestias.
Quería que su hija recibiera el mejor cuidado. Y que no se viera separada de su cuidadora como le había sucedido a él de pequeño.
Pero le disgustaba la idea de que Paula tuviera una amiga. No quería que ella tuviera ningún consuelo, quería que sufriera. Pero no a costa de la felicidad de Rosario.
El chófer detuvo el coche a la entrada del helipuerto y el guardaespaldas jefe de Pedro, Lander, los escoltó hasta el helicóptero.
Tras un viaje de siete minutos, aterrizaron en el aeropuerto Teterboro y subieron al avión privado de Pedro. Era lujoso y muy cómodo. Pedro, Paula, Rosario y la señora O'Keefe eran los únicos pasajeros, atendidos por tres guardaespaldas, dos copilotos y dos azafatas, una de las cuales le llevó zumo y galletas a Rosario mientras la otra ofreció champán a Paula antes de despegar.
–Enhorabuena, señor Alfonso –felicitó la primera azafata y sonrió a Paula–. Y mis mejores deseos para usted también, señora Alfonso.
Señora Alfonso. Pedro se estremeció al oír el nombre.
El tenía esposa.
Una esposa a la cual odiaba.
Paula palideció. Agarró la copa de champán y miró incómoda a Pedro. El advirtió la pregunta de su mirada. ¿Qué pretendía él hacer con ella?
Él desvió la mirada con frialdad y, con su maletín en la mano, pasó delante de ella sin dirigirle la palabra. Sólo se detuvo para besar la cabeza despeinada de Rosario y se acomodó en el sofá en la parte trasera de la cabina. No quería ver el rostro hermoso y compungido de su esposa.
Ella no significaba nada para él, se dijo ferozmente. Nada.
Y así continuarían las cosas hasta que llegaran a Kauai, donde su casa en la playa les esperaba con el espacioso dormitorio con vistas al Pacífico.
Entonces ella aprendería cuál era su lugar en la vida de él.
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