lunes, 23 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 40



AL CABO de una hora de aterrizar en el hermoso paraíso de Kauai, en Hawai, Paula supo que acababa de llegar al infierno. El amanecer era fresco y luminoso. Paula inspiró hondo mientras bajaba del avión con su bebé en brazos.


Dos Jeep descapotables les aguardaban. Pedro se acercó a Paula con mirada brillante. Por un momento ella creyó que iba a decirle algo, pero él sólo le quitó a Rosario de los brazos y acomodó a la pequeña durmiente en el asiento trasero de uno de los coches.


–Venga con nosotros –invitó acto seguido a la señora O'Keefe–. Yo conduciré éste.


Pero a Paula no le dirigió la palabra. Para ella fue como una puñalada en el corazón. Y por nada del mundo iba a viajar en el otro coche junto a los guardaespaldas y resto del personal. 


Elevando la barbilla, Paula subió desafiante al asiento trasero junto a Rosario. Esperaba que él le dijera algo. Pero él hizo algo peor: la ignoró.


La señora O'Keefe subió al asiento del copiloto. Pedro le sonrió, encendió el motor y condujo en dirección norte por la estrecha autopista que bordeaba la costa. El feroz y exigente multimillonario parecía muy diferente en aquella atmósfera. Vestía una camisa blanca que revelaba su musculoso cuerpo, vaqueros y sandalias.


Paula también se había cambiado de ropa: se había puesto un minivestido con la espalda al aire y unas sandalias de tacón que había metido en la maleta con la estúpida esperanza de que le agradaran a Pedro. Pero él ni la había mirado.


El estaba hablando cortésmente con la señora O'Keefe, mostrándole el paisaje mientras atravesaban pintorescas aldeas de surfistas junto a playas de arena blanca y acantilados rocosos.


La señora O'Keefe se giró hacia Paula varias veces, como esforzándose por aliviar la evidente tensión entre los recién casados. Paula sacudió la cabeza con una sonrisa forzada y se sujetó el cabello alborotado por el viento mientras contemplaba el océano Pacífico.


Conforme avanzaban hacia el norte, el terreno se tornó más exuberante y la costa más escarpada.


Y a Paula cada vez se le partía más el corazón.


La señora O'Keefe se quedó adormecida un rato con el murmullo del mar y el ronroneo del motor. Pedro siguió conduciendo en silencio con la vista fija al frente. Paula clavó su mirada en el cuello de él. Los ojos se le llenaron de lágrimas de nuevo. Ansiaba que él la mirara por el retrovisor. Que la gritara, la insultara. Lo que fuera menos ignorarla.


Cuando llegaron a la enorme finca una hora después, el corazón de Paula se había convertido en una piedra. La casa parecía un palacio en la playa. Tenía un estanque con truchas koi junto al porche que rodeaba la casa y delgadas palmeras se balanceaban bajo el claro cielo azul.


Pedro detuvo el coche delante de la casa. Se bajó y lo rodeó sin dirigir ni una mirada a Paula. 


Abrió la puerta del copiloto.


–Señora O'Keefe –susurró, tocándola suavemente en el hombro–. Despierte. Ya hemos llegado.


La mujer ahogó un grito maravillado al mirar a su alrededor.


–¡Qué hermoso es esto! ¿Éste es su hogar?


–Por unos días, sí.


Pedro sacó a la pequeña de su asiento de seguridad y la sujetó tiernamente contra su pecho. A Paula se le partió el corazón ante aquella estampa. Era lo que ella siempre había deseado desde que se había quedado embarazada: darle un padre a su hija, un auténtico hogar.


Al verla en brazos de Pedro se cumplía ese sueño. Pero otro moría.


Aquél era su segundo matrimonio. Su primer marido se había casado con ella por deber. El segundo, por castigarla. Ella nunca sabría lo que se sentía al amar a un hombre y ser correspondida.


¿O tal vez sí? ¿Podría él perdonarla algún día? ¿Lograría ella recuperar la confianza de él?


–El ama de llaves le conducirá a su habitación –anunció Pedro a la señora O'Keefe.


–¿Quiere que acueste al bebé, señor Alfonso? –se ofreció la niñera–. Apenas ha dormido en el avión.


Él negó con la cabeza y miró a su hija dormida con una sonrisa.


–La acostaré yo. No he tenido oportunidad de hacerlo hasta ahora.


Paula captó el tono acusador de él, aunque él ni la miró.


Pedro saludó brevemente al ama de llaves y al resto del personal y entró encabezando la comitiva, dejando a Paula atrás sin dirigirle una mirada ni una palabra.


Ella notó un creciente nudo en la garganta conforme seguía lentamente a su marido y su hija. Empezaba a cuestionarse su existencia, por lo que dio un respingo cuando la saludó el ama de llaves.


–Aloha, señora Alfonso.


–Aloha –respondió Paula mirando todo maravillada–. Este lugar es precioso. No sabía que Pedro tenía una casa en Hawai.


–En realidad, esta residencia es propiedad de Paolo Caretti. Él y el señor Alfonso son amigos, se la ha prestado.


Por supuesto. Ni siquiera un lugar tan increíble como aquél podría tentar a Pedro a asentarse. Su esposo sólo quería construir edificios que luego vendía a otros y entonces se trasladaba a otro lugar.



2 comentarios:

  1. Lo dije que se iba a armar, ojalá no sea por mucho tiempo para que Pau no sufra.

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  2. Que triste que el resentimiento se haya instalado así entre los dos...

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