sábado, 14 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 8




Pedro regresó al salón de baile con las manos vacías, furioso y empapado.


Agarró una toalla de un carrito de bebidas y se secó sombrío el agua sucia del cuello, la camisa y las solapas de su esmoquin.


Ella había escapado. ¿Cómo era posible?


Frunció el ceño. Ninguna mujer le había rechazado antes. Ninguna mujer siquiera había intentado resistirse. Furioso, arrugó la toalla mojada y la lanzó sobre la bandeja vacía de un camarero. Apretó la mandíbula y contempló la sala. Vio a Nicolas en la abarrotada pista de baile con una joven de mejillas sonrosadas y cabello rubio. Rechinó los dientes. ¿Él había perseguido a la rapidísima condesa por todo Midtown, rompiéndose casi el cuello y empapándose en el proceso, mientras Nicolas flirteaba en la pista de baile?


Su viejo amigo debió de sentir su mirada fulminante porque se giró hacia él y, al ver su expresión, se excusó con su rubia pareja de baile y se despidió besándola en la mano.


–¿Qué te ha sucedido? –preguntó Nicolas boquiabierto mirando el traje mojado y sucio.


Pedro apretó la mandíbula.


–No importa.


–Has dado todo un espectáculo con la condesa –comentó Nicolas alegremente–. No sé qué me ha escandalizado más: tu puja de un millón de dólares, vuestro beso en la pista de baile o la manera en que los dos habéis salido corriendo como si fuera una carrera. No esperaba que regresaras tan pronto. Ella debe de haber accedido a venderte el terreno en un tiempo récord.


–No se lo he planteado –le espetó Pedro.


Nicolas lo miró atónito.


–¿Has pagado un millón de dólares para bailar a solas con ella y no se lo has planteado?


–Lo haré –aseguró Pedro quitándose la chaqueta jada–. Te lo prometo.


Pedro, se nos acaba el tiempo. Una vez que el acuerdo se haya firmado con la ciudad...


–Lo sé –le cortó Pedro.


Sacó su teléfono móvil y marcó un número.


–Lander, la condesa Chaves se ha marchado del hotel Cavanaugh en un taxi hace cinco minutos. El número de la licencia es 5G31. Encuéntrala.


Colgó bruscamente. Podía sentir a la élite de Nueva York mirándolo con perplejidad y admiración. Parecían preguntarse quién era aquel desconocido capaz de pagar un millón de dólares por un baile... y besar salvajemente a la mujer que todos los demás hombres deseaban.


Pedro apretó la mandíbula. Él era quien pronto construiría rascacielos de setenta pisos en el Far West Side. Quien comenzaría un nuevo barrio empresarial en Manhattan, sólo superado por Wall Street y Midtown.


–Yo lo conozco.


Pedro se giró y vio al aristócrata de cabello blanco que le había llevado champán a Paula. 


Debía de tener anos sesenta años, pero seguía irradiando poderío.


–Usted es el nieto de Mario Kane –comentó el nombre arrugando la frente.


–Me apellido Alfonso –precisó Pedro mirándolo con frialdad.


–Cierto –comentó el hombre pensativo–. Recuerdo a su madre. Se fugó con un novio, un camionero, ¿cierto? Lamentable. Su abuelo nunca le perdonó que...


–Mi padre era un buen hombre –lo interrumpió Pedro–. Trabajó muy duro cada día de su vida y no juzgó a nadie por el dinero que tenía ni por el colegio en el que había estudiado. Mi abuelo lo odiaba por eso.


–Pero usted debería haber asistido a su funeral. Era su abuelo...


–Nunca quiso serlo –puntualizó Pedro y, cruzándose de brazos, dio la espalda a aquel hombre.


Entonces vio que el maestro de ceremonias de la subasta le hacía señas de que se acercara.


–Muchas gracias por su puja, señor Alfonso–dijo–. La fundación del parque Olivia Hawthorne le agradece su generosa donación.


Justo lo que Pedro necesitaba: ¡que le recordaran que acababa de entregar un millón de dólares al mismo proyecto que intentaba destruir!


–Es un placer –gruñó.


–¿Se quedará en Nueva York mucho tiempo, señor Alfonso?


–No –respondió él secamente.


Antes de verse sometido a más preguntas, sacó una chequera del bolsillo interior de su esmoquin y extendió un cheque por un millón de dólares. 


Se lo entregó al hombre sin permitir que su rostro mostrara un ápice de emoción.


–Gracias, señor Alfonso. Muchas gracias –dijo el hombre retirándose entre reverencias.


Pedro asintió fríamente. Odiaba a los tipos obsequiosos como aquél. Gente que lo temía, que quería su dinero, su atención o su tiempo. 


Contempló a las mujeres que lo miraban con deseo y admiración. Las mujeres eran las
peores.


Excepto Paula Chaves. Ella no había intentado atraerlo. Había salido corriendo.


Más rápida y con mayor de terminación que él, había logrado escapar de él a pesar de que él se había esforzado al máximo.


¿Por qué había huido? ¿Tan sólo porque él la había besado?


Aquel beso... Él había visto cómo le había afectado a ella, demasiado parecido a como le había afectado a él: le había sacudido hasta las entrañas. Todavía le hacía temblar.


Él no había tenido intención de besarla. Su idea era vencerla de que le vendiera el terreno y después seducirla. Pero algo en la actitud desafiante de ella, en la forma en que se le había resistido mientras bailaban, le había provocado. Algo en la forma en que ella se había apartado del rostro el cabello negro, largo y lustroso, y en que se había humedecido sus carnosos labios rojos, mientras movía su voluptuoso cuerpo al son de la música, le había hecho enloquecer.


Ella le había desafiado. Y él había respondido.


Sólo había sido un beso, nada más. El había besado a muchas mujeres en su vida. Pero nunca había sentido nada como aquello.


¿Y qué?, se encaró consigo mismo. Aunque sintiera el mayor deseo de su vida, el final seguiría siendo el mismo: se acostaría con ella, saciaría su lujuria y la olvidaría rápidamente. Igual que siempre.


Aun así...


Frunció el ceño. De alguna manera, la belleza y el poder de seducción de Paula Chaves le habían hecho olvidar lo más importante del mundo: los negocios.


Nunca le había sucedido. Y desde luego, no a causa de una mujer. Debido a ese error, tal vez perdiera el contrato más importante de su vida. Nicolas tenía razón, reconoció: había infravalorado a la condesa. Ella era mucho más fuerte de lo que él había imaginado.


Pero en lugar de enfurecerse, de pronto a Pedro le asaltó el deseo de cazarla.


Vencerla.


Primero se haría con el terreno. Y luego con ella.


Le dolía el cuerpo de deseo por esa mujer. No podía olvidar cómo había temblado ella en sus brazos al besarla. Ni la suavidad de sus senos contra su pecho o la curva de su cadera contra su pelvis. Ni su sabor.


Tenía que poseerla. La deseaba con tanta fuerza que se estremeció.


Le sonó el teléfono móvil. Contestó al instante.


–Lander, dame buenas noticias –ordenó.






OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 7




Paula se giró rápidamente y casi tropezó con el bajo de su vestido en su desesperación por salir huyendo. Con las mejillas encendidas, atravesó la abarrotada sala apresuradamente. Tenía que escapar. Tenía que huir de aquel extraño y de los escandalosos deseos que él le provocaba.


Miró hacia atrás y vio que él la seguía.


Entonces Paula no pensó. Se quitó sus exquisitos zapatos de tacón y echó a correr. Jadeante, llegó al vestíbulo del hotel y empujó violentamente la puerta giratoria que se interponía en su camino al exterior. Oía el eco de los pasos de él a su espalda, cada, vez más cerca.


Paula se metió por entre un grupo de turistas que se agolpaban delante de las tiendas de la Quinta Avenida. Entonces vio un taxi parado delante de Tiffany's y a su lado un paseador de perros rodeado de una decena de animales.


Saltó por encima de las enredadas correas de los perros. Al caer, oyó que el vestido se le rasgaba. Casi sin aliento, se metió en el taxi nada más descender el anterior pasajero.


Tras ella, oyó maldecir a su perseguidor, atrapado entre las correas de los perros y los turistas cargados de compras.


–¡Arranque! –le gritó ella al taxista sacando el billete de cien dólares que siempre guardaba en su sujetador–. Alguien me sigue, ¡sáqueme de aquí!


El taxista miró por el retrovisor, vio el billete y la expresión de pánico de ella y apretó a fondo el acelerador. Los neumáticos chirriaron, levantando el agua de una alcantarilla, y el coche se perdió en el tráfico nocturno.


Girándose para mirar por la ventana trasera, Paula vió al extraño empapado, mirando hacia ella con furia reprimida y los labios apretados, y casi lloró de alivio. Había escapado de él. 


Entonces se dio cuenta de que se había marchado corriendo de su propia fiesta. 


¿Qué era lo que tanto le había asustado? El fuego que él le generaba. Su cuerpo se estremeció de deseo reprimido. Apoyó la cabeza entre las manos y lloró de corazón.




viernes, 13 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 6




LA ORQUESTA empezó a tocar y una cantante con un vestido negro cubierto de lentejuelas empezó a cantar la famosa At Last. Al escuchar la apasionada letra sobre un amor largo tiempo esperado y por fin hallado, a Paula se le encogió el corazón. El apuesto extraño la llevó casi en volandas hasta la pista de baile. Los dedos de él entrelazados con los suyos la sujetaban más firmemente que si llevara encadenadas las muñecas. La electricidad del tacto de él le generaba un ardor del que no podía escapar incluso aunque lo hubiera deseado.


Él la apretó contra su cuerpo mientras dirigía el baile. Su dominio sobre ella generó en Paula una creciente tensión nostálgica. Entonces él le apartó el cabello de los hombros y le habló al oído.


–Eres una mujer muy bella, condesa.


Ella sintió su aliento contra su cuello y un cosquilleo le recorrió el cuerpo entero. Paula exhaló sólo cuando él se hubo separado.


–Gracias –logró articular, elevando la barbilla en un intento desesperado de disimular los sentimientos que él le estaba provocando–. Y gracias por su donación millonaria al parque. Todos los niños de la ciudad estarán...


–Me importan un comino los niños –la interrumpió él y clavó sus intensos ojos en ella–. Lo he hecho por ti.


–¿Por mí? –murmuró ella sintiendo que el cuerpo se rebelaba de nuevo, cada vez más mareada mientras seguían bailando.


–Un millón de dólares no es nada –afirmó él–. Pagaría mucho más por obtener lo que deseo.


–¿Y qué es lo que desea?


Él la atrajo hacia sí y, tomándole la mano, se la llevó al pecho.


–A ti, Paula.


Paula. Al oír la voz de su pareja de baile acariciar su nombre mientras sus manos acariciaban su cuerpo se estremeció hasta el alma. Pero la fogosidad en aquellos ojos oscuros se mantenía como bajo control. Como si el apabullante deseo que estaba haciendo trizas el autocontrol de Paula no fuera más que un interés pasajero para él.


Pero para ella era algo nuevo. Le hacía temblar las rodillas. Le hacía sentirse mareada e invadida de nostalgia y temor. De pronto fue consciente de que toda la sociedad de Nueva York estaba mirándolos y susurrando lo impropio de aquel baile. Sujetándola de aquella manera, sin una brizna de espacio entre los dos, él parecía su amante. Aquello no sólo deshonraba la memoria del recientemente fallecido Giovanni, además dañaba su propia reputación, se dijo Paula.


Intentó poner distancia entre ambos. No pudo. El poderoso dominio de él sobre ella y sus sentidos hacían que su cuerpo traicionara las órdenes de su mente. Algo en su forma de sujetarla le hacía sentir que llevaba esperando aquel momento toda su vida.


Él habló en voz baja, sólo para que lo oyera ella.


–En el momento en que te vi supe cómo sería tocarte.


Ella se estremeció. ¿Sabía él lo que le hacía sentir? Se obligó a comportarse como si aquello no la afectara.


–Yo no siento nada.


–Mientes –aseguró él, deslizando su mano por el brillante cabello de ella y acariciando sus hombros desnudos.


Ella notó que las rodillas le fallaban. Tenía que recuperar el control de sí misma antes de que la situación se le escapara de las manos. ¡Antes de perderse por completo!


–Esto sólo es un baile, nada más –recordó en voz alta.


El se detuvo de pronto en mitad de la pista.


–Prueba tus palabras.


Toda la bravuconería de ella la abandonó cuando vio la intención de la mirada de él. Allí, en la pista de baile, él pretendía besarla, clamar su dominio sobre ella delante de todo el mundo.


–No –se opuso ella entrecortadamente.


Implacable, él acercó su boca a la de ella.


Su beso fue exigente y hambriento. Le hizo arder hasta las entrañas. Contra su voluntad, ella se apretó contra él, rindiéndose a las dulces caricias de su lengua.


Ella lo deseaba. Deseaba aquello. Lo necesitaba igual que una mujer ahogándose necesitaba aire. ¿Cuánto tiempo llevaba prácticamente muerta?


Oyó el escandalizado cuchicheo y los murmullos de envidia de la multitud que los rodeaba.


–¡Caramba! –murmuró un hombre–. Yo habría pagado un millón de dólares por eso.


Pero conforme ella intentaba separarse, él la sujetó más fuertemente, apoderándose de sus labios hasta que ella se derritió de nuevo en sus brazos.


Ella olvidó su nombre. Olvidó todo salvo su deseo por mantener aquel fuego.


Abrazó a aquel desconocido por el cuello y lo atrajo hacia sí mientras le devolvía el beso con el hambre voraz de una vida nueva y refrescante.


Entonces él la soltó y el cuerpo de ella regresó al instante a su invierno. Paula abrió los ojos y contempló el rostro del hombre que tan cruelmente la había vuelto a la vida para luego deshacerse de ella. Esperaba ver arrogancia masculina. En lugar de eso, él parecía conmocionado, casi tan maravillado como se sentía ella. Sacudió la cabeza levemente como para quitarse la niebla de la cabeza. Entonces retornó a su expresión arrogante e implacable. Y Paula dudó de si se habría imaginado aquel momentáneo desconcierto tan parecido al suyo.


Horrorizada, se tocó sus labios aún palpitantes. 


¿Qué demonios le sucedía?


¡Giovanni no llevaba ni dos semanas en la tumba!


Con la poderosa exigencia de su beso, el apuesto extraño le había hecho olvidarse de todo: su dolor, su pena, su sensación de vacío... y entregársele completamente. No se parecía a nada de lo que había experimentado antes. 


quería más. Desesperadamente.


Volvió a inspirar, ansiosa de aire, sentido común y control. Horrorizada, se llevó las manos a la cabeza al tiempo que se separaba de él. Él le sostuvo la mirada con unos ojos tan ardientes que la quemaban.


–El baile no ha terminado –dijo él con una voz grave que ordenaba regresar a sus brazos.


–¡Apártese de mí!




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 5




La puja continuó ascendiendo lentamente y Paula se fue sonrojando cada vez más. Pero cuanto más humillada se sentía, más entera se mostraba. Aquello era una manera de conseguir dinero para el parque de su hermana, lo único que le quedaba en la vida en lo que todavía creía. Sonreiría y bailaría con quien realizara la mayor puja, independientemente de quién fuera. Le reiría las bromas y sería encantadora aunque eso la destrozara...


–Un millón de dólares –intervino una voz grave.


Un susurro de sorpresa recorrió la sala.


Paula se giró y ahogó un grito. ¡Era el desconocido! 


Los ojos de él la abrasaban.


«No», pensó ella con desesperación. Apenas se había repuesto de estar en sus brazos. No podía volver a acercarse tanto a él, ¡no, cuando rozarle le abrasaba el cuerpo y el alma!


El maestro de ceremonias entornó los ojos para comprobar quién había lanzado una puja tan descabellada. Al ver al hombre, tragó saliva.


–¡De acuerdo! ¡Un millón de dólares! ¿Alguien da más? Un millón a la una...


Paula miró desesperada a los hombres que habían peleado por ella momentos antes. Pero los hombres se veían superados. Andres Oppenheimer apretaba mandíbula furioso.


–Un millón a las dos...


¿Por qué nadie decía nada? O el precio era demasiado alto, o... ¿era posible que temieran desafiar a aquel hombre? ¿Quién era? Ella nunca le había visto antes de aquella noche. ¿Cómo era posible que un hombre tan rico se colara en su fiesta en Nueva York y ella no tuviera ni idea de quién se trataba?


–¡Vendido! Abrirá el baile con la condesa por un millón de dólares. Caballero, venga por su premio.


El desconocido clavó sus ojos oscuros en los de ella conforme atravesaba el salón. Los otros hombres que habían pujado se apartaron, silenciosos, a su paso. Mucho más alto y corpulento que los demás, él destilaba poderío.


Pero Paula no iba a permitir que ningún hombre la acosara.


Independientemente de lo que ella sintiera en su interior, no mostraría su debilidad. Era evidente que él creía que ella era una cazafortunas y que podía comprarla.


«Serás mía, condesa. Me desearás como yo te deseo».


Ella le desengañaría muy rápido de esa idea. 


Elevó la barbilla al verlo acercarse.


–No crea que me tiene –le dijo desdeñosamente–. Usted ha comprado bailar conmigo durante tres minutos, nada más.


A modo de respuesta, él la levantó en sus fuertes brazos. El contacto fue tan intenso y perturbador que ella ahogó un grito. El la miró mientras la conducía a la pista de baile.


–Te tengo ahora –afirmó él esbozando una sonrisa con su sensual boca–. Esto sólo es el comienzo.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 4





NOTAR la mano de él envolviendo la suya provocó una explosión interior en Paula. 


Conforme él la tomaba en sus brazos, ella sintió aquellas manos sobre su espalda, el roce del elegante esmoquin contra su piel desnuda, la firmeza de aquel cuerpo contra el suyo.


Comenzó a respirar entrecortadamente. Lo miró, desconcertada por la abrumadora sensación de deseo. Entreabrió los labios y...


Y quiso irse con él. Adonde fuera.


–Aquí tiene su champán, condesa.


El repentino regreso de Andres rompió el hechizo. Frunciendo el ceño al extraño, el millonario se interpuso entre ambos y entregó una copa de cristal Baccarat a Paula. Ella, de pronto, fue consciente de que los otros contribuyentes al parque intentaban que los atendiera: la saludaban discretamente con la mano o iban a su encuentro. Se dio cuenta de que trescientas personas la observaban y esperaban hablar con ella.


No podía creerse que se hubiera planteado escaparse con un desconocido quién sabía adonde.


¡Claramente la pena le había mermado el sentido común!


–Disculpe –dijo soltándose del extraño, desesperada por escapar de su intoxicante fuerza, y elevando la barbilla–. Debo saludar a mis invitados. A quienes yo he invitado.


–No se preocupe –respondió él con una mirada sardónica y ardiente que hizo estremecerse a Paula–. He venido acompañando a alguien a quien usted sí invitó.


¿Significaba eso que él estaba allí con otra mujer? ¿Y casi le había convencido a ella de que se marchara con él? Paula apretó los puños.


–A su cita no va a gustarle verle aquí conmigo.


El sonrió como un depredador.


–No he venido con una cita. Y me iré contigo.


–Se equivoca respecto a eso –replicó ella desafiante.


–¿Condesa? ¿Permite que la acompañe lejos de este... individuo?


Andres Oppenheimer esbozó una sonrisa de suficiencia al mirar al otro hombre.


–Gracias –contestó ella colgándose del brazo de él y dejándose llevar hacia el resto de invitados.


Pero mientras Paula bebía Dom Perignon y fingía sonreír y disfrutar de la conversación, conociendo a todo el mundo, sus ingresos y su posición en sociedad, no pudo ignorar su estado de alerta respecto al extraño. Sin necesidad de mirar alrededor, ella sentía la mirada de él sobre ella y sabía exactamente dónde se encontraba en el enorme salón.


Se sentía embargada por una extraña y creciente tensión, el sentido común empezaba a derretírsele como un carámbano de hielo al sol.


Ella siempre había oído que el deseo podía ser apabullante y destructor. Que la pasión podía hacer perder la cabeza. Pero ella nunca lo había comprendido.


Hasta entonces.


Su matrimonio había sido por amistad, no por pasión. A los dieciocho años se había casado con un amigo de la familia al que respetaba, un hombre que se había portado bien con ella. 


Nunca se había sentido tentada a traicionarlo con otro hombre.


A sus veintiocho años, Paula todavía era virgen. 


Y ya había asumido que eso nunca cambiaría.


En cierta forma había sido una bendición no sentir nada. Después de perder a todas las personas que le habían importado, lo único que había querido era seguir entumecida el resto de su vida.


Pero la ardiente mirada del extraño le aceleraba el pulso y hacía que se sintiera viva contra su voluntad.


Él era guapo, pero no con la elegancia y dignidad de Andres y los otros aristócratas de Nueva York. No parecía alguien nacido entre oropeles. En la treintena, grande y musculoso, tenía el aspecto de un guerrero. Implacable, incluso cruel.


Paula se estremeció. Un ansia líquida se extendía por sus venas aunque ella se oponía con todas sus fuerzas, diciéndose a sí misma que se debía al agotamiento. Que era una ilusión. Demasiado champán, demasiadas lágrimas y poco sueño.


Cuando comenzó la cena, Paula advirtió que el extraño había desaparecido. La intensa emoción que había ido creciendo en su interior se cortó de repente.


Mejor así, se dijo. Él le había hecho perder su equilibrio.


Pero, ¿dónde estaba? ¿Y por qué se había ido?


La cena terminó y un nuevo temor la atenazó. El maestro de ceremonias, un renombrado promotor inmobiliario, subió al estrado con un mazo.


–Y ahora, la parte más divertida de la noche –anunció con una sonrisa–. La subasta que todos estaban esperando. El primer lote...


La subasta para recaudar fondos comenzó con un bolso de Hermés en cocodrilo de los años sesenta que una vez había sido propiedad de la princesa Grace. Las ofertas, astronómicas y crecientes, deberían haber complacido a Paula: cada céntimo donado aquella noche se dedicaría a construir y mantener el parque.


Pero conforme se acercaban al último lote, su temor aumentaba.


–Es una idea perfecta –había asegurado Giovanni con una débil risa cuando el organizador de la fiesta lo había sugerido.


Desde su lecho de muerte, Giovanni había posado su mano temblorosa sobre la de Paula.


–Nadie podrá resistirse a ti, querida. Debes hacerlo.


Y aunque ella odiaba la idea, había accedido. 


Porque él se lo había pedido.


Pero nunca habría imaginado que la enfermedad de él se precipitaría tan rápido hacia lo peor. Ella no esperaba tener que enfrentarse a aquello sola.


Después de que unos pendientes de diamantes Cartier se vendieran por noventa mil dólares, Paula oyó el golpe del mazo. Fue como la preparación final para la guillotina.


–Y llegamos al último artículo de la subasta –anunció el maestro de ceremonias–. Algo muy especial.


Un cañón de luz iluminó a Paula, de pie sola sobre el suelo de mármol. Se oyeron cuchicheos entre los invitados, que más o menos conocían el secreto a voces. Paula sintió la mirada ansiosa de los hombres y la envidia de las mujeres.


Y más que nunca deseó encontrarse en su rosaleda de la Toscana, lejos de todo aquello.


«Giovanni», se lamentó. «¿En qué me has metido?».


–Un hombre podrá abrir el baile esta noche con nuestra encantadora anfitriona, la condesa Chaves. La puja comienza en diez mil dólares.


Apenas había pronunciado la cantidad cuando varios hombres empezaron a gritar sus ofertas.


–Diez mil –comenzó Andres.


–Yo pagaré veinte mil –tronó un pomposo anciano.


–¡Cuarenta mil dólares por un baile con la condesa! –gritó un magnate de Wall Street cuarentón.