viernes, 13 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 4





NOTAR la mano de él envolviendo la suya provocó una explosión interior en Paula. 


Conforme él la tomaba en sus brazos, ella sintió aquellas manos sobre su espalda, el roce del elegante esmoquin contra su piel desnuda, la firmeza de aquel cuerpo contra el suyo.


Comenzó a respirar entrecortadamente. Lo miró, desconcertada por la abrumadora sensación de deseo. Entreabrió los labios y...


Y quiso irse con él. Adonde fuera.


–Aquí tiene su champán, condesa.


El repentino regreso de Andres rompió el hechizo. Frunciendo el ceño al extraño, el millonario se interpuso entre ambos y entregó una copa de cristal Baccarat a Paula. Ella, de pronto, fue consciente de que los otros contribuyentes al parque intentaban que los atendiera: la saludaban discretamente con la mano o iban a su encuentro. Se dio cuenta de que trescientas personas la observaban y esperaban hablar con ella.


No podía creerse que se hubiera planteado escaparse con un desconocido quién sabía adonde.


¡Claramente la pena le había mermado el sentido común!


–Disculpe –dijo soltándose del extraño, desesperada por escapar de su intoxicante fuerza, y elevando la barbilla–. Debo saludar a mis invitados. A quienes yo he invitado.


–No se preocupe –respondió él con una mirada sardónica y ardiente que hizo estremecerse a Paula–. He venido acompañando a alguien a quien usted sí invitó.


¿Significaba eso que él estaba allí con otra mujer? ¿Y casi le había convencido a ella de que se marchara con él? Paula apretó los puños.


–A su cita no va a gustarle verle aquí conmigo.


El sonrió como un depredador.


–No he venido con una cita. Y me iré contigo.


–Se equivoca respecto a eso –replicó ella desafiante.


–¿Condesa? ¿Permite que la acompañe lejos de este... individuo?


Andres Oppenheimer esbozó una sonrisa de suficiencia al mirar al otro hombre.


–Gracias –contestó ella colgándose del brazo de él y dejándose llevar hacia el resto de invitados.


Pero mientras Paula bebía Dom Perignon y fingía sonreír y disfrutar de la conversación, conociendo a todo el mundo, sus ingresos y su posición en sociedad, no pudo ignorar su estado de alerta respecto al extraño. Sin necesidad de mirar alrededor, ella sentía la mirada de él sobre ella y sabía exactamente dónde se encontraba en el enorme salón.


Se sentía embargada por una extraña y creciente tensión, el sentido común empezaba a derretírsele como un carámbano de hielo al sol.


Ella siempre había oído que el deseo podía ser apabullante y destructor. Que la pasión podía hacer perder la cabeza. Pero ella nunca lo había comprendido.


Hasta entonces.


Su matrimonio había sido por amistad, no por pasión. A los dieciocho años se había casado con un amigo de la familia al que respetaba, un hombre que se había portado bien con ella. 


Nunca se había sentido tentada a traicionarlo con otro hombre.


A sus veintiocho años, Paula todavía era virgen. 


Y ya había asumido que eso nunca cambiaría.


En cierta forma había sido una bendición no sentir nada. Después de perder a todas las personas que le habían importado, lo único que había querido era seguir entumecida el resto de su vida.


Pero la ardiente mirada del extraño le aceleraba el pulso y hacía que se sintiera viva contra su voluntad.


Él era guapo, pero no con la elegancia y dignidad de Andres y los otros aristócratas de Nueva York. No parecía alguien nacido entre oropeles. En la treintena, grande y musculoso, tenía el aspecto de un guerrero. Implacable, incluso cruel.


Paula se estremeció. Un ansia líquida se extendía por sus venas aunque ella se oponía con todas sus fuerzas, diciéndose a sí misma que se debía al agotamiento. Que era una ilusión. Demasiado champán, demasiadas lágrimas y poco sueño.


Cuando comenzó la cena, Paula advirtió que el extraño había desaparecido. La intensa emoción que había ido creciendo en su interior se cortó de repente.


Mejor así, se dijo. Él le había hecho perder su equilibrio.


Pero, ¿dónde estaba? ¿Y por qué se había ido?


La cena terminó y un nuevo temor la atenazó. El maestro de ceremonias, un renombrado promotor inmobiliario, subió al estrado con un mazo.


–Y ahora, la parte más divertida de la noche –anunció con una sonrisa–. La subasta que todos estaban esperando. El primer lote...


La subasta para recaudar fondos comenzó con un bolso de Hermés en cocodrilo de los años sesenta que una vez había sido propiedad de la princesa Grace. Las ofertas, astronómicas y crecientes, deberían haber complacido a Paula: cada céntimo donado aquella noche se dedicaría a construir y mantener el parque.


Pero conforme se acercaban al último lote, su temor aumentaba.


–Es una idea perfecta –había asegurado Giovanni con una débil risa cuando el organizador de la fiesta lo había sugerido.


Desde su lecho de muerte, Giovanni había posado su mano temblorosa sobre la de Paula.


–Nadie podrá resistirse a ti, querida. Debes hacerlo.


Y aunque ella odiaba la idea, había accedido. 


Porque él se lo había pedido.


Pero nunca habría imaginado que la enfermedad de él se precipitaría tan rápido hacia lo peor. Ella no esperaba tener que enfrentarse a aquello sola.


Después de que unos pendientes de diamantes Cartier se vendieran por noventa mil dólares, Paula oyó el golpe del mazo. Fue como la preparación final para la guillotina.


–Y llegamos al último artículo de la subasta –anunció el maestro de ceremonias–. Algo muy especial.


Un cañón de luz iluminó a Paula, de pie sola sobre el suelo de mármol. Se oyeron cuchicheos entre los invitados, que más o menos conocían el secreto a voces. Paula sintió la mirada ansiosa de los hombres y la envidia de las mujeres.


Y más que nunca deseó encontrarse en su rosaleda de la Toscana, lejos de todo aquello.


«Giovanni», se lamentó. «¿En qué me has metido?».


–Un hombre podrá abrir el baile esta noche con nuestra encantadora anfitriona, la condesa Chaves. La puja comienza en diez mil dólares.


Apenas había pronunciado la cantidad cuando varios hombres empezaron a gritar sus ofertas.


–Diez mil –comenzó Andres.


–Yo pagaré veinte mil –tronó un pomposo anciano.


–¡Cuarenta mil dólares por un baile con la condesa! –gritó un magnate de Wall Street cuarentón.





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