domingo, 24 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 38




Paula no recibió noticias de Pedro, ni esa noche, ni el día siguiente. Terminó el alfiler de corbatas y los llaveros que le había encargado y pensó en mandárselos al despacho. Lo habría hecho si hubiera sido otro cliente. Pero no quería que pareciera que trataba de forzarlo para que la llamara, así que decidió guardar las piezas durante el fin de semana. Después, hablaría con él por última vez. El miércoles, cada vez que sonaba el teléfono en su despacho, se sobresaltaba. Después, por la tarde, pensó que Pedro ya se habría marchado al aeropuerto y que no la había llamado para despedirse.


¿Habían terminado y ella no era capaz de asumirlo? Quizá nunca más volviera a saber de él. No podía esperar que después de rechazar la propuesta de matrimonio de Pedro, él volviera para arrodillarse ante ella. Él no iba a suplicarle que aceptara la propuesta. De eso estaba segura.


El miércoles por la noche, cuando Paula regresó del supermercado encontró un mensaje de David Martin en el contestador automático. Se sorprendió al oír su voz. Se preguntaba si estaría enfadado por cómo había reaccionado ella ante sus insinuaciones, y si habría cambiado de opinión acerca de la exposición. Pero sin Pedro, la exposición ya no le parecía importante.


Sin embargo, David parecía animado y lo único que quería era darle algunas instrucciones acerca de cómo enviar las esculturas a la galería. Al parecer, él iba a actuar como si nada hubiera pasado y todo le indicaba que eso era lo que ella debía hacer también.


David le dijo que iba a estar fuera de la ciudad unos días, y que si necesitaba algo contactara con su ayudante. Después le deseó que Pedro y ella pasaran unas buenas vacaciones.


«Vaya ironía», pensó Paula. «Estas van a ser las peores vacaciones de mi vida».


El Día de Acción de Gracias, se puso a preparar la tarta por la mañana. Estuvo a punto de buscar alguna excusa para no ir a casa de Rosa, pero sabía que todas iban a insistir para que fuera y que no podría librarse. Así que, hacia la una del mediodía, se vistió y bajó.


Silvia, Yanina y Erik ya estaban allí. El aroma a pavo invadía la casa y Paula sintió que se le hacía la boca agua.


Rosa salió de la cocina con un delantal y recibió a Paula con un gran abrazo. Después, puso cara de asombro y Paula se dio cuenta de que Rosa se había fijado en que llevaba su broche en el vestido.


—Oh, Rosa, me lo he puesto para que no se me olvide devolvértelo. Toma —comenzó a quitárselo.


—No seas tonta. Quédatelo, solo un día más, Merri —le dijo Rosa—. Te queda muy bien con ese vestido, y prefiero vértelo puesto que guardado en un cajón. Además —añadió Rosa—, estoy pensando en prestárselo a Silvia. Se lo daré más tarde, después de la cena. Siempre le ha gustado, y ahora que Yanina, Lila y tú, ya lo habéis usado, creo que le toca a ella.


Paula aceptó, pero prometió en silencio que cuando terminara la cena se lo devolvería.


Reunirse con sus amigas y una buena comida era lo que Paula necesitaba para olvidarse durante un rato de que su relación con Pedro había terminado. Aun así, Pedro estaba siempre presente en sus pensamientos, y a veces, se abstraía de la conversación y lo imaginaba en Greenbrier rodeado de su familia.


Después de la cena, comenzaron a hablar de la compra de Colette, y Paula se metió en la conversación.


—He oído que ha comprado más acciones —dijo Silvia con preocupación—. Ya no queda mucho.


—Quizá a alguien se le ocurra cómo detenerlo. ¿No hay ninguna postura legal que pueda adoptar la empresa? —preguntó Lila.


—Sí, los abogados están buscando la manera de detenerlo —dijo Yanina—. Pero se las sabe todas.


—Me pregunto cuáles son sus motivos —dijo Nico.


—Es evidente que sabe que si lo consigue va a destrozar la vida de mucha gente, pero no parece importarle —interrumpió Silvia—. Debe de ser un hombre miserable.


—Sí —dijo Paula—. Eso mismo pienso yo.


—Bueno, ya vale de pesimismos —dijo Rosa—. Puede que después de todo, salga bien.


—Ya sabes lo que dicen en el béisbol —dijo Erik—. No ha terminado hasta que ha terminado.


Rosa se rio.


—Bueno, esta fiesta no termina hasta que nos hayamos comido todo el postre. ¿Quién me ayuda a traer el café y las tartas? Creo que hay una para cada uno.


—Yo voy, Rosa —se ofreció Paula. Esperaba poder marcharse después del café.



sábado, 23 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 37





Paula hizo un gran esfuerzo para ir a trabajar. Al mediodía, le contó sus problemas a Silvia, quien le ofreció todo su apoyo pero ninguna solución. 


Después de hablar con ella, Paula se sintió mejor. Sabía que solo ella podía resolver ese problema.


Cuando aquella noche llegó a casa se encontró con Rosa, que salía del portal.


—Paula, ¿cómo estás? Hace mucho que no te veo. Debes de estar trabajando mucho para la exposición.


—Sí, paso en el estudio todo el tiempo que puedo.


—Tengo muchas ganas de ver tus nuevos trabajos. Seguro que son maravillosos —dijo Rosa—. Pareces cansada, cariño. Espero que no estés abusando del trabajo.


Paula sabía que ese día tenía muy mal aspecto. Había llorado sin parar y tenía los ojos hinchados. Se sentía agotada y quería meterse en la cama.


—Estoy bien —le dijo a Rosa—. Me voy a acostar prontísimo.


—Muy bien, dormir es lo mejor que hay. Lo cura todo —comentó Rosa—. ¿Pedro no ha vuelto todavía?


Paula evitó su mirada y contestó:
—Sí, volvió anoche. Pero se va mañana a visitar a sus padres en Wisconsin.


—¿Ah? ¿Y tú no vas con él?


—Me lo ha pedido —confesó Paula—. Pero he decidido no ir.


«También me ha pedido que me case con él», pensó, pero no pudo decírselo a Rosa.


—Ah —exclamó Rosa. Paula pensó que iba a hacerle más preguntas, pero no fue así—. Si no tienes planes, estaré encantada de que vengas a casa. Vendrán Silvia, Erik y Yanina, los gemelos —añadió—. Puede que Lila y Nico también se pasen. Será divertido —le prometió.


—De acuerdo —dijo Paula—. Gracias por la invitación. No podía soportar la idea de quedarse sola, y menos cuando le iban tan mal las cosas con Pedro—. ¿Qué tal si llevo una tarta de calabaza?


—Estupendo. Es mi favorita —contestó Rosa.





PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 36





Un poco más tarde, entraron en el apartamento de Paula y dejaron el equipaje junto a la puerta. 


Sin molestarse siquiera en encender una luz, Pedro la abrazó y comenzó a quitarle la ropa. Paula también deseaba sentir el roce de su piel y pronto acabaron en la habitación. Se tumbaron en la cama y comenzaron a besarse. 


Ella nunca había tardado tan poco en desear que la poseyera, y él nunca se había apresurado tanto para unir sus cuerpos.


Hicieron el amor con ferocidad y llegaron al éxtasis a la vez. Después se quedaron dormidos, y a mitad de noche se despertaron para hacer el amor despacio. Cuando la luz del sol entró por la mañana, Paula se despertó. 


Deseaba dormir durante todo el día, pero no podía. Se percató de que la cama estaba vacía y de que olía a café.


—Buenos días, dormilona —la saludó al verla. 


Llevaba un albornoz azul y estaba sentado en la cocina. Tomaba café y leía el periódico. Ya se había duchado y afeitado, y el pelo mojado resaltaba los rasgos de su rostro.


Ella no pudo resistirse y le acarició la mejilla.


—Hmm, como la del trasero de un bebé —bromeó.


—Exacto —comentó él, y le dio una palmadita en el trasero.


Ella se rio y se alejó de Pedro. Se sirvió un café y se sentó frente a él.


—Te he echado de menos —le dijo otra vez—. He echado de menos verte así por las mañanas.


—¿Con pelos de loca y los ojos hinchados? —se rió.


—Y tu voz ronca —añadió él—. Creo que eso es lo que más me gusta. Tienes una voz muy sexy.


Pedro, ¿cómo va a ser sexy? —preguntó ella, y dio un sorbo de café.


—No lo sé. Toda tú me pareces sexy —admitió con una sonrisa, y le tomó la mano—. He estado pensando en la conversación que tuvimos el otro día, Paula —le dijo—. Es más, he pensado mucho en ella mientras estaba fuera.


—¿Te refieres a lo de que te acompañe a Wisconsin? —preguntó ella. Si volvía a invitarla, lo acompañaría.


—Sí, a eso… Pero más a lo que tú me dijiste después. A eso de que no estabas segura acerca de nuestro futuro y de que fueras la mujer adecuada para mí.


—Oh, sí, ya recuerdo —contestó Paula. Se estremeció y separó la mano de la de él.


—He tenido mucho tiempo para pensar mientras estaba fuera —dijo mientras se ponía en pie y se acercaba a ella—. Me he dado cuenta de una cosa, de algo muy importante —se puso frente a ella y colocó las manos sobre sus hombros.


—¿El qué? —preguntó Paula mirándolo a los ojos.


—Me he dado cuenta de que nunca te he dicho lo mucho que te quiero. Te quiero, profunda y sinceramente.


Paula sintió que se le derretía el alma.


—Yo también te quiero —contestó en un susurró—. Te quiero mucho.


Él la abrazó y la besó. Después la miró.


—Quiero que te cases conmigo, Paula. Sé que no nos conocemos desde hace mucho, pero estoy seguro de que es lo que quiero. Estoy convencido de que estamos hechos el uno para el otro. Sé que tienes tus dudas, pero no hay nada que no podamos solucionar juntos —le aseguró—. Por favor, dime que sí, y dime que vendrás a Wisconsin conmigo para conocer a mi familia.


Paula se quedó de piedra.


Se separó de él y se dirigió al salón.


Pedro… esto es tan repentino. No sé qué decir —contestó dubitativa.


—Solo di que sí —dijo él—. Sabemos que nos queremos. Y que no podemos estar separados… ¿Qué más hay que saber?


Ella se volvió para mirarlo.


—Mucho más —dijo con tristeza—. Hay que pensar muchas otras cosas. Te quiero con todo mi corazón —le prometió—, pero eso no lo soluciona todo.


Él se acercó y la miró con asombro.


—¿Qué es lo que hay que solucionar? —entornó los ojos y le preguntó—. ¿Es David Martin, verdad? Estás viéndote con él… o quieres hacerlo —la acusó.


Pedro, ¡no seas ridículo! Entre David Martin y yo no ha pasado nada. Y nunca pasaría, aunque no te hubiera conocido a ti.


—Ojalá pudiera creerlo —dijo Pedro enfadado—. Pero todo empieza a cuadrar. Lo distante que has estado estos días. Tan ocupada. Tu negativa a venir conmigo a Greenbrier. Cada vez que te llamaba la semana pasada, estabas con él, e incluso anoche, él estaba contigo en tu estudio.


—Apareció. Yo no lo invité —le aseguró Paula.


—¿Qué pasa, que es más joven? ¿O es que crees que ya me has dejado atrás? —preguntó Pedro, y comenzó a pasear por la habitación—. Como una mariposa que sale del capullo. Una vez que te han salido las alas, te vas a buscar algo mejor, ¿no?


Pedro… —estaba tan disgustado. Paula nunca lo había visto así. Por lo general, era él quien la animaba a ella, pero se habían intercambiado los papeles. Se acercó a él y le acarició la espalda—. Pedro, por favor. Escucha. David no significa nada para mí. ¿Cómo puedo demostrártelo? Si me pides que abandone la exposición y que nunca más hable con él, lo haré.


Pedro frunció el ceño y la miró. Ella sintió que sus palabras le habían llegado al corazón y que comenzaba a creerla.


—¿Harías eso por mí?


—Sí, si me lo pidieras. Si eso te convenciera de que no ha pasado nada entre David Martin y yo.


Él suspiró y pasó los dedos entre el cabello.


—Nunca te pediría que hicieras eso, Paula. Y te creo —admitió. Se separó de ella y se acercó a la ventana—. Siento haber desconfiado de ti. Supongo que ha sido un acto reflejo producto de mi anterior matrimonio —le dijo—. Pero aún no me has explicado el motivo por el que no aceptas mi propuesta.


—Mis dudas acerca de casarme contigo no tienen nada que ver con David, ni con mi carrera, ni con nada de lo que has dicho hasta ahora.


—Entonces, ¿qué es? —Pedro la miró—. Me debes una explicación, ¿no crees?


Paula respiró hondo. Le resultaba difícil contarle cuáles eran sus miedos, pero sabía que debía hacerlo.


Pedro, me encantaría casarme contigo. Todo el tiempo, imagino compartir mi futuro contigo —comenzó—. Pero no quiero tener hijos, y sé que para ti es muy importante formar una familia. Por lo que me has contado, parece que ese era uno de los motivos por los que tu primer matrimonio fracasó.


Pedro se quedó helado. Tragó saliva.


—Sí, supongo que eso es cierto… pero tú nunca me has dicho que no quieres tener niños, Paula.


—Bueno… nunca hemos hablado de ello, ¿no? —señaló—. Creo que diste por sentado que compartía tu opinión… o quizá piensas que todas las mujeres desean tener hijos —suspiró y se sentó en el sofá.


—Pero… ¿por tu carrera? Podemos tener toda la ayuda que quieras, Paula. Cuando nos casemos, podrás dejar de trabajar en Colette y dedicarte solo a la escultura.


—Oh, Pedro. No es que no quiera tener hijos contigo. A veces sueño con ello —admitió, y sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos—. Pero me aterroriza convertirme en madre. Sé que lo haría fatal. Mi madre nunca me enseñó cómo hay que hacerlo. No sé cómo se da el amor que un niño necesita para crecer bien. Sería un desastre. Lo sé. Terminaría decepcionándote, y tú acabarías odiándome —le dijo.


—Paula… —se puso de rodillas y colocó las manos en sus hombros—. Nunca podría odiarte. ¿Qué estás diciendo? Serías una madre maravillosa. Mira cómo cuidas a Lucy. La tratas como si fuera un bebé, y está muy mimada —añadió con una sonrisa, para intentar alegrarla.


—Oh, Pedro… —le acarició la mejilla—. Por favor, créeme… —comenzó a llorar otra vez—. Lo haría si pudiera. Pero no puedo.


Él la abrazó y dio un largo suspiro.


—No llores, Paula. Por favor. Intento comprenderte, en serio —dijo él. El tono de su voz era tan áspero que Paula se preguntó si él también iba a llorar. Cuando se calmó y pudo mirarlo a los ojos, se percató de que había acertado. Pedro tenía los ojos llenos de lágrimas.


Le acarició la mejilla y él le tomó la mano y le besó la palma. Se puso en pie, y respiró hondo.


—Será mejor que vaya a vestirme —dijo él—. Tengo que ir a la oficina.


—Sí, por supuesto —dijo Paula. Se quedó allí sentada y vio cómo Pedro desaparecía en la habitación. El día había empezado muy bien, pero después… a pesar de que el sol brillaba en el exterior, lo veía todo negro, como si fuera medianoche.




PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 35





El lunes por la noche, Paula se quedó trabajando hasta tarde en el estudio. Quería terminar la primera parte de una escultura que había empezado, antes de que Pedro regresara. 


Lo había echado mucho de menos y sólo iba a pasar un día en Youngsville antes de marcharse a Wisconsin y de que tuvieran que separarse de nuevo. Paula se preguntaba si se habría precipitado al rechazar la invitación que le había hecho Pedro para que pasara las vacaciones con su familia. Se lo había contado a Silvia, Yanina y Lila, y ellas la habían animado para que fuera con él. También le habían dicho que quizá si le contara a Pedro qué era lo que la preocupaba de su futuro en común, él la comprendería mejor.


Justo cuando pensaba en ello, alguien llamó al timbre. Miró por la mirilla antes de abrir y vio que David estaba al otro lado de la puerta.


—David, ¿qué estás haciendo aquí?


—Oh, pasaba por aquí. Vengo de visitar a otro artista, he visto luz en tu estudio y… ¿Te importa que entre?


—Uh… no. Pasa, pasa. Estaba a punto de marcharme a casa —explicó Paula.


Lucy se acercó y olisqueó a David.


—Oh, ¿traes al perro aquí a menudo? —preguntó.


—Me hace compañía —contestó ella.


—Qué simpático —David se agachó y acarició a Lucy—. Buen perro —murmuró. Paula notó que realmente no le gustaban los perros y que lo hacía por quedar bien. Normalmente habría ofrecido un café o algo de beber a sus visitas, pero por algún motivo, no quería que David se sintiera muy cómodo.


Comenzó a recoger las cosas y preguntó:
—¿Querías decirme algo? Sobre la exposición, quiero decir —quería saber por qué la había ido a visitar.


—No, en realidad no —David paseaba por el estudio mirando algunos de los bocetos de Paula. Llevaba un jersey de cuello vuelto y una chaqueta de cuero. Paula sentía que la observaba mientras ella recogía, pero no levantó la vista para mirarlo. Sabía que tenía un aspecto horrible, pero no le importaba. Iba vestida con su ropa de trabajo, un peto lleno de pintura y una camiseta vieja. Tenía el pelo recogido para que no la molestara mientras utilizaba el soplete, y no llevaba nada de maquillaje. Como tenía los ojos irritados a causa de los productos químicos que utilizaba, se había puesto las gafas.


—¿Ha regresado ya Pedro? —preguntó él.


—Llega mañana por la noche. Iré a recogerlo al aeropuerto.


—¿De veras? —dijo David con sorpresa—. ¿Es que no puede tomar un taxi? —bromeó.


—Quiero ir a recogerlo —dijo ella, y lo miró a los ojos.


Él se cruzó de brazos.


—Sí, recuerdo que me dijiste que teníais una relación seria.


Paula lo miró, pero no contestó. Sentía que él intentaba acosarla de algún modo. Decidió que lo mejor sería ignorarlo y tratar de marcharse de allí cuanto antes.


—Paula, sé que no te conozco bien, pero te considero una amiga. He estado pensando acerca de tu relación con Pedro, y sinceramente, estoy preocupado —dijo él.


—¿Preocupado? ¿Sobre qué? —preguntó ella. 


«Oh, cielos. Tenía que haberme escapado antes», pensó.


David se acercó a ella y le dijo:
—Bueno, por un lado… ¿no crees que Pedro es un poco mayor para ti?


—¿Mayor? —Paula se puso la chaqueta—. No seas ridículo. Nos llevamos muy bien —dijo ella.


—Lo hacéis ahora, por supuesto. Todo el mundo se lleva muy bien al principio —dijo él—. Pero dentro de diez, o de quince años, puede que pienses de otra manera.


Paula respiró hondo. Ese hombre tenía coraje. Le puso la correa a Lucy y agarró su mochila.


—Gracias por interesarte. Pero no creo que tengas que preocuparte por cómo me sentiré dentro de diez o quince años, David —le dijo cortante—. Creo que es la hora de irse. Tú primero —le ordenó—. Tengo que apagar las luces y cerrar.


—De acuerdo —dijo sin más.


Paula apagó las luces. Esperaba que él saliera, tal y como ella deseaba, pero no lo hizo.


—Lo siento si te ha molestado lo que he dicho, Paula —dijo él con suavidad—. Sé que Pedro ha hecho mucho por ti… pero ahora tu vida va a cambiar muy rápido —la agarró del hombro—. La verdad es, que yo puedo hacer mucho por ayudarte en tu carrera.


Paula estaba tan sorprendida por su insinuación que se quedó sin habla. La luz de la calle se filtraba por las ventanas, y en la penumbra, parecía que David iba a besarla.


Ella abrió la puerta para salir de allí.


Nada más abrir la puerta, Lucy tiró de la correa y comenzó a ladrar. Paula levantó la vista y al ver a Pedro en la acera, junto a la puerta, sintió que le daba un vuelco el corazón.


Se puso la mano sobre el pecho y exclamó:
—¡Pedro! Me has dado un susto de muerte. ¿Qué estás haciendo aquí?


Lucy consiguió que Paula soltara la correa y se acercó a Pedro moviendo el rabo. Él la acarició y dijo sonriente:
—He conseguido escaparme de Chicago un día antes. Quería darte una sorpresa.


—Estoy muy contenta de verte —le dijo Paula. Se acercó a él, lo abrazó y lo besó. 


Cuando Pedro levantó la vista, ella sintió que se ponía tenso.


—David… ¿qué estás haciendo aquí?


Paula casi se había olvidado de él. Soltó a Pedro y se volvió. David estaba en el umbral de la puerta, sonriendo.


—Ah, el héroe ha regresado, con todo su equipaje —comentó David. Paula no se había dado cuenta, pero Pedro tenía una maleta y un maletín a sus pies. Era evidente que acababa de llegar en taxi desde el aeropuerto.


—Sí, aquí estoy. Pedro, al rescate —contestó con frialdad.


—Nada que temer, viejo amigo. Solo estoy de visita —dijo David—. ¿Qué tal el viaje?


—Excelente. Ha sido muy fructífero —contestó Pedro con seriedad.


—Me alegro —comentó David. Salió a la calle y se dirigió hacia su coche—. Buenas noches —se despidió.


Pedro y Paula le dijeron adiós. Después Pedro la miró. Ella se sintió incómoda al ver la expresión de su rostro, e inmediatamente se sintió culpable, como si tuviera algo que ocultar. Cuando en realidad, no había hecho nada malo.


Decidió ignorar la expresión de Pedro y actuar con normalidad.


—Debes de estar muy cansado.


—Estoy agotado —admitió él.


—Vamos a casa, y yo cuidaré de ti —dijo ella. 


Se agachó y agarró el maletín. Él se colgó la maleta en el hombro.