sábado, 23 de noviembre de 2019

PARA SIEMPRE CONTIGO: CAPITULO 36





Un poco más tarde, entraron en el apartamento de Paula y dejaron el equipaje junto a la puerta. 


Sin molestarse siquiera en encender una luz, Pedro la abrazó y comenzó a quitarle la ropa. Paula también deseaba sentir el roce de su piel y pronto acabaron en la habitación. Se tumbaron en la cama y comenzaron a besarse. 


Ella nunca había tardado tan poco en desear que la poseyera, y él nunca se había apresurado tanto para unir sus cuerpos.


Hicieron el amor con ferocidad y llegaron al éxtasis a la vez. Después se quedaron dormidos, y a mitad de noche se despertaron para hacer el amor despacio. Cuando la luz del sol entró por la mañana, Paula se despertó. 


Deseaba dormir durante todo el día, pero no podía. Se percató de que la cama estaba vacía y de que olía a café.


—Buenos días, dormilona —la saludó al verla. 


Llevaba un albornoz azul y estaba sentado en la cocina. Tomaba café y leía el periódico. Ya se había duchado y afeitado, y el pelo mojado resaltaba los rasgos de su rostro.


Ella no pudo resistirse y le acarició la mejilla.


—Hmm, como la del trasero de un bebé —bromeó.


—Exacto —comentó él, y le dio una palmadita en el trasero.


Ella se rio y se alejó de Pedro. Se sirvió un café y se sentó frente a él.


—Te he echado de menos —le dijo otra vez—. He echado de menos verte así por las mañanas.


—¿Con pelos de loca y los ojos hinchados? —se rió.


—Y tu voz ronca —añadió él—. Creo que eso es lo que más me gusta. Tienes una voz muy sexy.


Pedro, ¿cómo va a ser sexy? —preguntó ella, y dio un sorbo de café.


—No lo sé. Toda tú me pareces sexy —admitió con una sonrisa, y le tomó la mano—. He estado pensando en la conversación que tuvimos el otro día, Paula —le dijo—. Es más, he pensado mucho en ella mientras estaba fuera.


—¿Te refieres a lo de que te acompañe a Wisconsin? —preguntó ella. Si volvía a invitarla, lo acompañaría.


—Sí, a eso… Pero más a lo que tú me dijiste después. A eso de que no estabas segura acerca de nuestro futuro y de que fueras la mujer adecuada para mí.


—Oh, sí, ya recuerdo —contestó Paula. Se estremeció y separó la mano de la de él.


—He tenido mucho tiempo para pensar mientras estaba fuera —dijo mientras se ponía en pie y se acercaba a ella—. Me he dado cuenta de una cosa, de algo muy importante —se puso frente a ella y colocó las manos sobre sus hombros.


—¿El qué? —preguntó Paula mirándolo a los ojos.


—Me he dado cuenta de que nunca te he dicho lo mucho que te quiero. Te quiero, profunda y sinceramente.


Paula sintió que se le derretía el alma.


—Yo también te quiero —contestó en un susurró—. Te quiero mucho.


Él la abrazó y la besó. Después la miró.


—Quiero que te cases conmigo, Paula. Sé que no nos conocemos desde hace mucho, pero estoy seguro de que es lo que quiero. Estoy convencido de que estamos hechos el uno para el otro. Sé que tienes tus dudas, pero no hay nada que no podamos solucionar juntos —le aseguró—. Por favor, dime que sí, y dime que vendrás a Wisconsin conmigo para conocer a mi familia.


Paula se quedó de piedra.


Se separó de él y se dirigió al salón.


Pedro… esto es tan repentino. No sé qué decir —contestó dubitativa.


—Solo di que sí —dijo él—. Sabemos que nos queremos. Y que no podemos estar separados… ¿Qué más hay que saber?


Ella se volvió para mirarlo.


—Mucho más —dijo con tristeza—. Hay que pensar muchas otras cosas. Te quiero con todo mi corazón —le prometió—, pero eso no lo soluciona todo.


Él se acercó y la miró con asombro.


—¿Qué es lo que hay que solucionar? —entornó los ojos y le preguntó—. ¿Es David Martin, verdad? Estás viéndote con él… o quieres hacerlo —la acusó.


Pedro, ¡no seas ridículo! Entre David Martin y yo no ha pasado nada. Y nunca pasaría, aunque no te hubiera conocido a ti.


—Ojalá pudiera creerlo —dijo Pedro enfadado—. Pero todo empieza a cuadrar. Lo distante que has estado estos días. Tan ocupada. Tu negativa a venir conmigo a Greenbrier. Cada vez que te llamaba la semana pasada, estabas con él, e incluso anoche, él estaba contigo en tu estudio.


—Apareció. Yo no lo invité —le aseguró Paula.


—¿Qué pasa, que es más joven? ¿O es que crees que ya me has dejado atrás? —preguntó Pedro, y comenzó a pasear por la habitación—. Como una mariposa que sale del capullo. Una vez que te han salido las alas, te vas a buscar algo mejor, ¿no?


Pedro… —estaba tan disgustado. Paula nunca lo había visto así. Por lo general, era él quien la animaba a ella, pero se habían intercambiado los papeles. Se acercó a él y le acarició la espalda—. Pedro, por favor. Escucha. David no significa nada para mí. ¿Cómo puedo demostrártelo? Si me pides que abandone la exposición y que nunca más hable con él, lo haré.


Pedro frunció el ceño y la miró. Ella sintió que sus palabras le habían llegado al corazón y que comenzaba a creerla.


—¿Harías eso por mí?


—Sí, si me lo pidieras. Si eso te convenciera de que no ha pasado nada entre David Martin y yo.


Él suspiró y pasó los dedos entre el cabello.


—Nunca te pediría que hicieras eso, Paula. Y te creo —admitió. Se separó de ella y se acercó a la ventana—. Siento haber desconfiado de ti. Supongo que ha sido un acto reflejo producto de mi anterior matrimonio —le dijo—. Pero aún no me has explicado el motivo por el que no aceptas mi propuesta.


—Mis dudas acerca de casarme contigo no tienen nada que ver con David, ni con mi carrera, ni con nada de lo que has dicho hasta ahora.


—Entonces, ¿qué es? —Pedro la miró—. Me debes una explicación, ¿no crees?


Paula respiró hondo. Le resultaba difícil contarle cuáles eran sus miedos, pero sabía que debía hacerlo.


Pedro, me encantaría casarme contigo. Todo el tiempo, imagino compartir mi futuro contigo —comenzó—. Pero no quiero tener hijos, y sé que para ti es muy importante formar una familia. Por lo que me has contado, parece que ese era uno de los motivos por los que tu primer matrimonio fracasó.


Pedro se quedó helado. Tragó saliva.


—Sí, supongo que eso es cierto… pero tú nunca me has dicho que no quieres tener niños, Paula.


—Bueno… nunca hemos hablado de ello, ¿no? —señaló—. Creo que diste por sentado que compartía tu opinión… o quizá piensas que todas las mujeres desean tener hijos —suspiró y se sentó en el sofá.


—Pero… ¿por tu carrera? Podemos tener toda la ayuda que quieras, Paula. Cuando nos casemos, podrás dejar de trabajar en Colette y dedicarte solo a la escultura.


—Oh, Pedro. No es que no quiera tener hijos contigo. A veces sueño con ello —admitió, y sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos—. Pero me aterroriza convertirme en madre. Sé que lo haría fatal. Mi madre nunca me enseñó cómo hay que hacerlo. No sé cómo se da el amor que un niño necesita para crecer bien. Sería un desastre. Lo sé. Terminaría decepcionándote, y tú acabarías odiándome —le dijo.


—Paula… —se puso de rodillas y colocó las manos en sus hombros—. Nunca podría odiarte. ¿Qué estás diciendo? Serías una madre maravillosa. Mira cómo cuidas a Lucy. La tratas como si fuera un bebé, y está muy mimada —añadió con una sonrisa, para intentar alegrarla.


—Oh, Pedro… —le acarició la mejilla—. Por favor, créeme… —comenzó a llorar otra vez—. Lo haría si pudiera. Pero no puedo.


Él la abrazó y dio un largo suspiro.


—No llores, Paula. Por favor. Intento comprenderte, en serio —dijo él. El tono de su voz era tan áspero que Paula se preguntó si él también iba a llorar. Cuando se calmó y pudo mirarlo a los ojos, se percató de que había acertado. Pedro tenía los ojos llenos de lágrimas.


Le acarició la mejilla y él le tomó la mano y le besó la palma. Se puso en pie, y respiró hondo.


—Será mejor que vaya a vestirme —dijo él—. Tengo que ir a la oficina.


—Sí, por supuesto —dijo Paula. Se quedó allí sentada y vio cómo Pedro desaparecía en la habitación. El día había empezado muy bien, pero después… a pesar de que el sol brillaba en el exterior, lo veía todo negro, como si fuera medianoche.




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