sábado, 28 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 32




¡Debería ser tan fácil! Él la quería. Ella lo quería a él. ¿Por qué estaba sufriendo entonces?


—Paula, ¿qué estoy haciendo'? —dijo dejando caer la cabeza entre sus senos.


Ella se sintió aterrorizada al pensar que iba a volver a rechazarla.


—Tengo que decirte algo.


—¿Ahora?


—Tengo que hacerlo. Antes de que… lleguemos más lejos. Tienes derecho a saberlo.


—Me estás asustando, Pedro. ¿Saber qué?


—Quién soy —dijo, levantando la cadena de la mesilla.


—Pero yo sé todo lo que necesito saber…


Ella se estremeció al oír un sonido seco y dejó escapar un grito.


—Eso ha sido…


—Un disparo. Lo sé.


—¿Fue tan cerca como parece? —preguntó ella, temblando.


—Me temo que sí.


Pedro se puso la cadena de oro, los calcetines y las botas mientras Paula se ponía también los vaqueros y las botas. Buscó un suéter y lo colocó encima del sostén que todavía estaba húmedo por los besos de Pedro.


Los otros salían de la barraca y se encontraron en el patio.


—¿Dónde crees que fue? —preguntó Aaron.


—A unos cien metros, depende del arma —dijo Mateo.


—Creo que ha sido por allí —apuntó Pedro.


—¿En dónde está Cougar? —inquirió Paula, preocupada.


—Tranquila, está en el granero. Recuerda que lo teníamos atado —le aclaró Pedro.


—Falta Marcos—dijo Sebastian—. Su cama está vacía. Pensé que estaría aquí afuera.


—Vamos a buscarlo, pero que nadie vaya solo. Allá fuera hay alguien con un arma. Ricardo, Aaron, Sebastian id a la carretera. Mateo, tú ve con Willy y Kevin a los árboles alrededor del pasto. Luego iremos todos juntos a las colinas.


—Entonces tú te quedas solo, Pedro.


—Ahora os alcanzo. Hay algo que tengo que hacer primero —dudaron un momento pero enseguida se fueron. Paula se quedó mirando a Pedro.


—Vas a ir solo, ¿verdad?


—Paula, escucha. Tienes que pensar, tú conoces a Marcos mejor que nadie. ¿Dónde suele ir cuando sale por la noche?


—Cuando se siente bien, suele ir a la roca.


—¿La roca? ¿Aquél saliente de allí?


Pedro echó a correr en esa dirección, pero se detuvo cuando oyó que ella venía detrás.


—Quédate aquí.


—No pienso quedarme sentada esperando. Tú has dicho que nadie debía ir solo.


—Paula…


—Pienso ir contigo —insistió.


—Eres la persona más terca que conozco.


Pedro la abrazó rápido y salieron los dos corriendo en dirección a la colina. Estaban a mitad de camino, cuando Pedro sintió algo pero no vio nada. Siguieron adelante. Diez metros más allá se detuvo. Luego retrocedió un paso y cerró los ojos.


—¿Pedro?


—Todavía está aquí, con la pistola. Lo siento.


Paula se puso pálida. Siguieron subiendo hacia la roca.


—Por favor —rogó Paula, sin saber a quién—. A Marcos no. Ya ha sufrido bastante.


—Ya lo sé, Pau. Lo encontraremos, no te preocupes.


Paula no pudo impedir un grito cuando Pedro se dio la vuelta de repente y se puso tenso.


—Es él —murmuró él, lleno de ira.


Salió corriendo hacia los arbustos a su izquierda. Ella lo siguió asustada. Parecía que él podía ver en la oscuridad. Y se detuvo de repente, soltando una palabrota. Vio que lanzaba una última mirada de rabia en la dirección en que iban y luego dio dos pasos hacia la derecha y se agachó. Entonces vio a Marcos tirado en el suelo, con una mano en el pecho y la cabeza hacia atrás.


—¡No! ¡Dios mío, Marcos!


Paula se agachó a su lado y le tomó la mano que estaba llena de sangre. Pedro buscó desesperadamente algún signo de vida. El pulso era débil, cada vez más débil.


—¡Maldita sea!


Vio que ella se venía abajo y tomó las placas con una mano.


Pedro, hemos estado intentando hablar contigo…


—Luego. Esto es más importante. Marcos está herido. Me prometieron que no le ocurriría nada.


—Sí, pero…


—Nada de peros. Van a ayudarme a salvarlo.


Pedro, no querrás decir…


—Claro que sí. Y ahora mismo.


—Pero es arriesgado. Si fallas, podría matarlos a los dos.


—No importa. Si no lo hago, morirá. No hay tiempo para discutir;


—Tienes razón, Pedro. Buena suerte.


Él vio que Paula lo miraba extrañada, pero no tenía tiempo para explicaciones. Cada segundo era vital. Se inclinó y asió los hombros de Marcos.


Paula lo miraba. Debió cambiar, se puso pálido, sudando, con los ojos cerrados y la cara contraída en un gesto de dolor.


Cuando lo oyó gritar, Paula lo llamó. Nunca había visto nada como aquello, nunca oyó ningún sonido tan lleno de agonía como aquel. Estaba inclinado respirando con dificultad, con los nudillos blancos mientras se aferraba a Marcos con desesperación.


Aquel sonido se repitió, una y otra vez, Paula empezó a llorar sin entender lo que estaba pasando, pero sabía que Pedro sufría. Su hermoso rostro estaba irreconocible, contraído por el dolor. De repente creyó que iba a perderlos a los dos.


—Por favor, no, por favor —gemía una y otra vez.


De repente Pedro se encogió con mi sonido jadeante. Y se desplomó, como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas. Respiraba tan levemente, que Paula pensó que estaba muerto. Se quedó allí sentada, temblando, sin comprender nada. Pedro estaba pálido, casi transparente. Parecía tan cerca de la muerte como Marcos.


Ella volvió los ojos al enorme hombre barbudo. 


Le tocó la mejilla, sabiendo que la encontraría fría y sin vida y entonces, increíblemente, Marcos abrió los ojos y le sonrió.



UN ÁNGEL: CAPITULO 31




Todavía estaba despierto cuando sonó el teléfono. Había oído llegar a los demás al volver a casa tarde, cantando después de la celebración. Intentó dormir, pero le fue imposible. Fue entonces cuando sonó el teléfono.


Antes que sonara dos veces ya se había puesto los vaqueros y salió corriendo hacia la habitación de Paula. Sabía que era otra vez lo mismo. Se detuvo ante la puerta cerrada de la habitación con la mano en la madera, cerrando los ojos.


—…Crees que ya lo has conseguido, ¿verdad ramera? Ya tienes a todo el mundo comiendo de tu mano. ¿Se han acabado tus problemas? No han hecho más que empezar, zorra. No creas que nos has engañado con un par de buenas acciones. Se irán y te arrepentirás de no habernos hecho caso antes.


Ella no dijo nada y colgó el teléfono con cuidado.


—¡Paula!


Pedro intentó abrir la puerta, pero había cerrado con llave.


—¡Paula, déjame entrar!


—No, vete.


Él dudó pero al fin respiró hondo y volvió a poner la mano en la perilla. La miró fijamente, hasta que oyó cómo se descorría el cerrojo. La puerta se abrió.


—¡Estaba cerrada! —exclamó Paula asustada.


—Tal vez no cerraste bien —dijo él sentándose en la cama a su lado—. Sé que era él, Paula.


—No importa. Son sólo llamadas de teléfono. Por favor, no quiero hablar de ello.


—Paula, por favor. Sé que te he hecho daño…


—No es culpa tuya, debería haberme dado cuenta.


—¿Cuenta de qué, Paula?


—De que no me… deseabas.


—Por Dios, Paula, eso no es verdad. Pero no puedo, no debo, parece una locura, pero es verdad.


—No. Por favor. Déjalo. Lo entiendo.


Él quería explicar, contarle todo, mas no encontraba las palabras. La abrazó para tranquilizarla, pero tenerla tan cerca con aquella ropa tan tentadora, no lo dejaba pensar.


—Cuéntame lo de Henry Willis.


—No debería haberte dicho nada. Pasó hace mucho tiempo y ya no importa.


—Cuéntamelo —dijo obligándola a mirarlo—. Cuéntamelo. Paula.


Ella tembló, apretando la cara contra su hombro.


—Fue después de la muerte de mis padres. Me sentía tan sola… Andres intentaba ayudarme, pero lo estaba pasando tan mal como yo. Empecé a dar largos paseos y un día me encontré a Henry pescando en el río. Él solía estar siempre por allí, paseaba conmigo. Era mayor que yo, unos veinticinco años, pero entonces no me pareció raro que pasara tanto tiempo con una niña de quince. Parecía simpático y siempre me escuchaba. Pensé que quería ayudarme.


Empezó a temblar y Pedro la abrazó con más fuerza.


—Una noche, tuve que ir a la gasolinera a arreglar un neumático. Pablo no estaba, Henry se encontraba solo y hablamos un rato. Pero cuando me iba…


—Suéltalo, Paula. Lo has tenido guardado demasiado tiempo.


—Me atrapó. No me di cuenta de lo que quería hasta que me tiró al suelo y me arrancó la blusa. Luego me golpeó. Yo chillé, pero él se echó a reír. Le arañé, le di patadas, pero era mucho más grande que yo…


—¿Qué pasó, Paula?


—Me hizo que lo tocara. A través de sus pantalones. Lo hice, pero le di con todas mis fuerzas y escapé.


—Paula, eres la mujer más increíble que he conocido. Y nunca le has dicho nada a nadie.


—No podía. Henry lo sabía. Le hubiera hecho mucho daño a Andres. Lo haría sentirse todavía más desgraciado, al saber que no podía defender a su hermana pequeña.


—Y has tenido que aguantar tú sola.


—Me mantuve alejada de él. Cuando Andres murió, le dije que si volvía a acercarse de mí, o me enteraba de que molestaba a alguien más, iría a contarle todo a la policía.


Pedro miró al teléfono.


—No, Pedro, no puede ser él. Me ha dejado en paz desde entonces.


Él no dijo nada, aunque no estaba seguro. La abrazó durante mucho tiempo, susurrándole palabras de cariño, diciéndole lo valiente y maravillosa que era, bloqueando su miedo y tensión. Ella se acurrucó y cuando pensó que ya estaba dormida, oyó una vocecita que decía:
Pedro, el otro día, ¿de verdad querías que me fuera con Walter?


—Es un buen hombre, Paula.


—No te he preguntado eso.


—Claro que no, maldita sea. No quería. ¡No debía haberme importado un pimiento, pero no quería!


Ella se sentó de golpe y las sábanas se deslizaron hasta su cintura Estaba despeinada, con los ojos muy abiertos y él podía ver sus pechos dilatados, los pezones presionando tentadores contra el sostén de esmeralda. Su cuerpo respondió enseguida y gimió por la intensidad de lo que sentía.


—Paula…


Ella le puso una mano en el pecho.


—Paula, no lo hagas.


—Dijiste que me deseabas…


—Pero no puedo…


Se interrumpió al ver que Paula miraba la cremallera del pantalón y el inconfundible bulto que se percibía bajo ella.


—Paula, no lo entiendes. Eso no está bien. Hay un problema, no sé lo que es, pero esto no debería estar ocurriendo.


—¿Por qué? ¿Estás casado?


—No.


—Entonces está bien —susurró ella con la voz alterada—. Ya sé que tú no quieres… no espero nada.


—Deberías. Eres demasiado buena para alguien que sólo está de paso. Paula…


Paula se inclinó hacia delante. Sabía que se estaba arriesgando, que otro rechazo más destrozaría su frágil confianza. Pero no le importaba y se acercó a él para besarlo en el pecho.


Entonces supo que estaba perdido. Ya no le importaba que aquello no debiera estar ocurriendo. Que estuviera rompiendo todas las reglas o lo que le fueran a hacer. Lo único que importaba era aquella mujer y aquel momento.


Se levantó y la puso debajo de él, besándola con un ansia tal, que parecía que todos esos años estuvo reservándose para ella. Paula se abrió para él y dejó que introdujera la lengua entre sus labios abiertos. Le rodeó el cuello con los brazos y se asió con fuerza, gimiendo de placer, a la vez que pronunciaba su nombre. 


Enredó los dedos en la cadena de oro y Pedro levantó la cabeza de pronto. Con una mano, se la quitó y la tiró a la mesilla de noche.


—No quiero público.


Antes que Paula pudiera saber a qué se refería, volvió a besarla y ella le respondió con ardor, lanzando su propia lengua a explorar su boca.


Con cada caricia el calor aumentaba; cada movimiento del cuerpo de Pedro sobre el suyo la hacía dudar de las fronteras entre los dos. El sólido muro de su pecho aplastaba sus pechos y la hacía enloquecer, arqueándose, retorciéndose sinuosa para frotar los pezones con más fuerza contra él.


Pedro se quedó sin aliento y agachó la cabeza para besarla en la cara y el cuello. Paula gimió, susurrando de nuevo su nombre cuando sus labios encontraron sus senos. Nunca había sentido algo parecido, una necesidad como aquella. Todo su cuerpo se movía para estar más cerca de él, las caderas, el vientre, los pechos, que se arqueaban bajo su peso, movidos por el deseo.


—Paula, ¿qué me estás haciendo?


Él dejó que sus manos se deslizaron por los hombros de la chica hasta alcanzar sus senos, sintiendo la suavidad de su carne entre los dedos. Ella jadeó, levantándose por instinto y él no pudo resistir su silenciosa súplica. Inclinó la cabeza y tomó uno de los pezones entre los labios, bajo la seda. La fina ropa no era obstáculo para aquel húmedo y ardiente beso.


Su grito de placer le recorrió cada uno de los nervios, exigiéndole que continuara. Sintió que ella le acariciaba el pecho, el estómago, mientras sus músculos se contraían bajo las caricias. Gimió sólo de pensar cómo se sentiría si avanzara un poco más. Tenía que saberlo, tenía que sentir su caricia. Se levantó un poco y tomó una de sus delicadas muñecas, gimiendo al apoyarla sobre la carne dilatada que suplicaba ser liberada de los vaqueros ajustados.


Una tremenda oleada de placer lo sacudió, pero se dio cuenta de que Paula se había quedado completamente quieta. De repente comprendió y se sintió culpable.


—¡Lo siento, Paula! No me di cuenta… Después de lo que me has contado que ese malvado te hizo.


—No —dijo, mirándolo con los ojos claros, sin ninguna repulsión—. Es sólo… lo diferente que es, es maravilloso… cuando se trata de alguien a quien quieres.


Su mano se movió, acariciándolo y él empezó a temblar, intentando recuperar el control de sus sentidos, sabiendo que ella no se daba cuenta de lo que acababa de admitir.


Lo quería. No le sorprendía, se suponía que lo sabía de una manera inconsciente. Pero eso lo detenía. No podía hacerle aquello a Paula, cuando ella no sabía de verdad lo que estaba haciendo.




UN ÁNGEL: CAPITULO 30



El auditorio de la iglesia que usaban como sala de reunión, estaba lleno. Paula se alisó la falda nerviosa. Había asistido a muchas reuniones, pero nunca vio a tanta gente. Se dio la vuelta para mirar a Aaron, buscando que la tranquilizara. Pero quien estaba sentado a su lado era Pedro.


Aquella tarde se había negado a hablar con él y se arrepentía de lo que hizo. Él intentó acercarse, pero ella lo ignoró, aunque no sin esfuerzo. A la hora de acudir a la reunión, aceptó ir con Aaron en su coche.


—Todo va a salir bien—dijo Pedro con suavidad.


Ella intentó mirar a otra parte, pero sus ojos la atraían con aquel extraño poder que no podía resistir. Volvió a sentir calma y seguridad y se preguntó cómo podía conseguirlo, al mismo tiempo que la hacía sufrir de aquella forma.


—Señoras y señores… —empezó el alcalde, que estaba de pie en el estrado con el micrófono—. Tengo que anunciarles algo. En vista de los acontecimientos de esta tarde, se ha decidido que la reunión se limite a tratar un tema. Y este asunto también va a ser despachado rápidamente. Resumiendo: se trata de la voluntaria retirada de la petición de una investigación de la posible violación del uso del suelo —comentó el alcalde mirando a Paula con una sonrisa—. Creo que desde la semana pasada, se ha visto claramente que Paula Chaves y sus amigos forman parte de esta comunidad. Y quiero darle las gracias al señor Peterson por retirar los cargos. Con esto declaro clausurada la reunión.


Toda la sala estalló en aplausos y Paula se vio rodeada de gente que la abrazaba y le daba la enhorabuena.


—¿Qué os parece esto?


—¡Estupendo!—dijo Mateo riéndose.


—¡Vamos a celebrarlo! —sugirió Sebastian.


—Id vosotros —comentó Paula—. Yo me voy a casa. Y no me deis las gracias, dádselas a Pedro. Él es el que lo ha conseguido.


—De parte de todos, gracias. Pedro —dijo Aaron—. Tú nos has llevado a hacer lo que debíamos desde hace mucho tiempo.


—Sólo necesitabais un empujoncito —declaró Pedro—. Lleváis tanto tiempo luchando, que se os olvidó cómo hacer las paces.


Paula no aguantó más, se dio la vuelta y echó a correr hacia la puerta, en medio de la gente. Los otros se dieron la vuelta y miraron a Pedro, quien se había quedado blanco. Dio un paso hacia delante para seguirla, pero se detuvo.


—Toma —dijo Aaron dándole las llaves de su coche—. Llévala a casa. Está agotada. Nosotros iremos en la camioneta.


Pedro asió las llaves y salió corriendo.


Cuando la alcanzó, se sorprendió de que ella no se resistiera y comprobó que estaba agotada.


Cuando estaba a punto de entrar en el coche, sintió una helada ráfaga de aire. Aquella noche no había viento, pero al darse la vuelta, lo comprendió. En la puerta del auditorio, junto a Ray Claridge, estaba Henry Willis. Sintió ganas de acercarse a ellos, pero en aquel momento necesitaba llevar a Paula a casa.


En todo el camino a casa la chica no dijo nada. 


Se quedó de pie en la puerta del salón mientras Pedro encendía la chimenea. Cuando se levantó, vio que seguía de pie en el mismo sitio, con las manos entrelazadas, temblando. 


Fue hacia ella y la abrazó, ignorando una pequeña protesta. La llevó a su habitación y la dejó en la cama mientras encendía la luz.


—No —murmuró ella mientras él le quitaba los zapatos, pero sin convicción.


—Necesitas descansar, Pau. Sólo eso, descansar.


Necesitó de todo su autocontrol cuando empezó a desabrocharle el vestido. Sobre todo cuando el vestido se deslizó por sus hombros y reveló la ropa interior de seda color verde esmeralda. 


Contuvo la respiración. No se esperaba aquella sorpresa, las prendas de seda tan sensuales. 


Debía comprarlas en Portland.


Sabía que intentaba distraer su mente con cosas como aquellas, para no pensar en lo atractiva que era.


—Necesitas descansar —murmuró con voz ronca, más para recordárselo a sí mismo que para convencerla. Cuando salió de la habitación, pensó que dejarla allí era lo más difícil que hubiera hecho en su vida.



viernes, 27 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 29




¡Pedro, despierta! ¿No has oído el silbato? Han encontrado al chico.


—Sí ya lo sé —dijo abriendo los ojos.


En su mayoría los hombres habían vuelto cuando el caballo apareció entre los árboles. La señora Peterson dio un grito de alegría y corrió hacia él. Su marido la siguió más despacio, confundido porque sentía una enorme gratitud hacia alguien que no quería que le gustara.


—Cougar me encontró y Paula bajó por el barranco. Fue muy valiente. Y luego Cricket tiró de nosotros hasta el camino.


—Con cuidado —dijo Paula ayudándolo a bajar de la silla—. Se ha hecho daño en el tobillo, puede que esté roto.


—¡Dios te bendiga! —dijo Myra Peterson mirando a Paula, con lágrimas en los ojos—. No sé por qué has hecho esto por nosotros, que nos hemos portado tan mal…


—Gracias —dijo el hombre tendiéndole una mano a Paula.


—De nada, me alegro de haberlo ayudado. Pero será mejor que lo lleve al médico a que le mire ese tobillo.


—¡Espera! —gritó Will—. Quiero darle las gracias a Cougar. ¿Me dejas que vaya a jugar con él de vez en cuando?


—Creo que le gustaría mucho, si a tus padres les parece bien.


—Claro que puedes —dijo su madre de inmediato, dejando sorprendidos a todos—. Pero ahora tienes que ir a ver al doctor Swan.


—No puedo caminar, mamá.


—Yo te llevo, si quieres —le ofreció Marcos.


Will miró al gigante temeroso, pero cuando vio cómo Cougar se frotaba contra él, aceptó. 


George Peterson parecía que quería protestar, pero como él no podía con su hijo, no dijo nada. Marcos lo levantó con facilidad, sujetándolo con cuidado contra su pecho.


—¡Eh! ¡Sí que eres alto! —exclamó Will.


—Tú también lo serás algún día. Y no te vuelvas a perder más —dijo Marcos con severidad.


Todos se rieron amistosos, no como solían reírse de Marcos. Él se dio cuenta de la diferencia y se alegró. Paula se secó las lágrimas de los ojos; quería mucho a ese hombre.


—Buen trabajo, Paula—dijo Walter—. ¿Te apetece cenar esta noche?


—No, gracias, Walter, te lo agradezco, pero lo que ansío es un baño caliente. Esta noche tengo que asistir a la reunión.


—Otro día, entonces.


Paula se dio la vuelta para montar a Cricket pero se detuvo al ver un movimiento detrás del grupo. Al ver quién era, hizo un gesto de desagrado.


—Paula. ¿Qué pasa? —preguntó Pedro, que había aparecido de repente.


—Nada.


—¿Quién era ese?


—Henry Willis.


Pedro volvió a mirar, recordando lo que Mateo le había dicho. Paula se aprovechó de su distracción para montar.


—¿Qué pasa, Paula? ¿Por qué te desagrada tanto?


Si no hubiera estado tan cansada, nunca lo hubiera dicho, pero estaba agotada física y emocionalmente y se le escapó.


—Nada grave —dijo en tono ácido—. No les tengo simpatía a los hombres que abusan de los niños.


Se dio la vuelta con el caballo y se fue, dejando a Pedro estupefacto.