martes, 24 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 20




Pedro levantó la cabeza y estuvo a punto de dejar caer el tablón que estaba clavando en la puerta nueva del granero cuando oyó el ruido de un coche en el camino. Pensó que quizá Paula habría cambiado de opinión y regresaba.


Estaba dando la vuelta al edificio cuando se detuvo de repente. Aquello era imposible, él lo hubiera sabido. Empezó a caminar más despacio, pero volvió a detenerse al doblar la esquina del granero.


Era un coche de la policía y un hombre uniformado hablaba con Mateo. Pedro los miraba con curiosidad mientras se acercaba despacio hacia ellos.


El hombre tendría unos treinta años y era alto y delgado, con el pelo moreno que asomaba un poco bajo el sombrero. Tenía bigote y una cara agradable, con unos ojos marrón claro que parecían ingenuos, lo que era extraño teniendo en cuenta su profesión.


Mateo le presentó al oficial Walter Howard. Mateo parecía un poco desconfiado, pero no le disgustaba aquel hombre y cuando Pedro le dio la mano al oficial, supo que era un hombre amable.


—Bueno, como estaba diciendo —dijo Mateo—, se ha ido de viaje a Portland.


—¿Paula? Pero si nunca va a ningún sitio.


—Bueno, esta vez se ha ido. Le diré que estuvo usted aquí.


—Muy bien, gracias. Pero la verdad es que hay algo de lo que necesito hablar con ella.


—¿Puedo ayudarle yo?


—Quizá. La semana pasada aparecieron muertas algunas reses. Parece que fue un animal.


—Lamento oírlo, pero nosotros no hemos sufrido ninguna pérdida.


—Bueno, algunas personas han estado comentando, sin acusar ya sabes, a ese enorme perro suyo.


—¿Cougar? —preguntó Mateo riéndose—. No le haría daño ni a una mosca a menos que estuviera atacando a Paula.


—Eso es exactamente lo que le dije… —dijo el oficial mirando al suelo.


—¿A quién?


—Bueno, la verdad es que no puedo decírtelo.


—¿Acaso no tiene Paula derecho a saber quién acusa a su perro de esas cosas?


—Claro, pero…


—¿Quién lo dijo? —preguntó Pedro, que era la primera vez que hablaba. Había algo en su tono que hizo que el oficial lo mirara a los ojos. El hombre tragó saliva y parecía que quería salir corriendo pero no podía.


—Willis —dijo despacio, a la fuerza.


—¿Henry? ¿Ha sido él? —dijo Mateo, que no parecía sorprendido.


Pedro se acordó entonces de que Paula había mencionado a un tal señor Willis, el dueño de la gasolinera donde se encontraron con el antipático dueño del banco.


—No exactamente —dijo Walter—. Sólo dijo que haría falta un animal del tamaño de ese perro para matar esas ovejas y terneros.


Tosió y sintiéndose incómodo, murmuró algo y se montó en el coche para marcharse.


—¿Se refiere al dueño de la gasolinera del pueblo? —preguntó Pedro cuando el coche se iba.


—No, ese es Pablo. Henry es su hijo.


—Parece que no te gusta mucho.


—No me importa mucho la gente de por aquí. Yo sólo vine por…


Se interrumpió y Pedro leyó en sus ojos con facilidad dolor y tristeza.


—¿Gaston Swan?


—Sí. Gaston.


—Lo conocías bastante bien, ¿verdad?


—Sí. Estaba en mi unidad. Cuando al final decidí enderezar mi vida, una de las primeras cosas que hice fue venir aquí a ver a su padre. Yo estaba con él cuando murió. Pensé que a su padre le gustaría saber cómo fue.


Pedro tocó el brazo de Mateo. Mantuvo el contacto, observando la cara de Mateo, hasta que aquella mirada distante y triste desapareció. Despacio, Mateo volvió la cabeza y miró a Pedro tranquilo, un poco asombrado.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro.


—Sí. Me siento… raro. Pero bien. No suelo hablar sobre esto. De todas formas, así fue como me enteré de lo que estaba haciendo Paula. Yo ya la conocía de oídas, porque Gaston no dejaba de hablar de la pequeña hermana de su amigo. Dijo que la única cosa por la que merecía la pena luchar, era para que el mundo fuera un lugar seguro para niños como ella.


—Tenía razón.


—Sí. Así que vine aquí. Por su padre y para ver cómo estaba ella, un poco por Gaston. Y me quedé.


Mateo parecía extrañado, como si se preguntara por qué estaba contándole tantas cosas. Pedro intentó cambiar el tema.


—¿Qué sabes de Henry?


—No lo conozco muy bien, pero Paula lo conoce desde que era pequeña. Y no le gusta nada.


—¿Lo odia?


—Paula no odia a nadie, pero lo que siente por Henry Willis no está muy lejos del odio.


—¿Por qué?


—No lo sé. Se lo he preguntado, pero no quiere hablar de ello. Me parece que es algo que pasó hace mucho tiempo. No sé más.


Pedro se preguntó si sería algún viejo rencor que estaba detrás de todos los problemas. 


Quizá estaba dirigido contra Paula, no contra el refugio en general. Pero eso era imposible, Paula no podría inspirar esa clase de odio.


—Viene desde muy lejos —repitió Mateo—. Igual que lo de Paula y el oficial este.


—¿Qué?


—Lleva detrás de ella tres o cuatro años.


—¿Detrás de ella?


—Sí. Desde que le asignaron este distrito. La invita a salir al menos una vez a la semana.


—¿Y qué siente ella por él? —preguntó Pedro mirando a la carretera.


—Bueno, le simpatiza, pero lo mantiene a distancia. Pero quizá es culpa nuestra por tenerla tan ocupada aquí.


Mateo miraba a Pedro y éste apartó la vista. No era normal que la gente le leyera a él los pensamientos, pero últimamente le pasaban muchas cosas raras. Además, aquella noticia lo afectó tanto, que temía que cualquiera pudiera darse cuenta.


—Ahora que tú has venido a ayudarnos, quizá ella tenga más tiempo para él.


—Sí —murmuró y echó a andar hacia el granero sin darse cuenta de que Mateo sonreía a sus espaldas.


Siguió clavando el tablón con más fuerza de la que era necesaria. ¿Qué le pasaba? Acababan de darle la solución a su problema: sabía que Paula se estaba uniendo demasiado a él y la mejor forma de evitarlo, era encontrar otra persona para ella.


Hundió el último clavo con un único golpe furioso




UN ÁNGEL: CAPITULO 19




Por fin amaneció el sábado y todos los hombres se reunieron alrededor de Paula, quien se preparaba a salir el fin de semana, para despedirse de ella. Rechazaron todas sus protestas y la amenazaron con echarla a patadas si no se iba voluntariamente.


—Vamos, no queremos volver a ver esa horrible camioneta hasta el domingo por la noche —dijo Mateo.


—Que te diviertas, Paula—dijo Marcos.


—No te preocupes —agregó Pedro—. Y no se te ocurra pensar en nada más que en ti misma, para variar.


Fue a abrir la puerta de la camioneta al mismo tiempo que ella y sus manos se encontraron.


—Ten cuidado —le pidió Pedro con suavidad. 


Ella levantó la vista y lo miró a los ojos.


—¿Vas a darle un beso de despedida, o no? —preguntó Sebastian.


Paula se puso colorada, pero Pedro sonrió mientras se inclinaba para darle un beso en la frente.


—¡Vamos, Pedro! Si vas a besarla, hazlo de verdad.


Paula sintió ganas de estrangular a Kevin en aquel momento. Levantó la cabeza para decir algo, pero antes de que pudiera hablar, Pedro se movió. Sin que ella pudiera evitarlo, la besó en los labios, haciendo desaparecer su vergüenza y su oposición. Fue un beso suave y ella sintió cómo le tomaba la cara entre las manos. 


Entonces la abrazó con fuerza y el beso se transformó en una caricia ardiente y apasionada.


—¡Muy bien!


—¡Bravo!


Los gritos y silbidos de los otros rompieron el encanto y Pedro se separó de ella.


—Paula… —dijo Pedro, con los ojos llenos de dolor.


Ella sintió una repentina necesidad de escapar antes de que él dijera algo que pudiera romper el encanto de aquel beso. Quería conservarlo intacto. Se enfrentaría a la realidad cuando volviera, pero hasta entonces, lo guardaría en su memoria con la desesperación de alguien que sabe que es lo único que tendrá. Siguiendo aquella repentina necesidad, se subió a la camioneta y se fue.


Pedro se dio cuenta de que todos lo estaban mirando y empezó a andar hacia los árboles. 


Tenía que escapar, calmarse, pensar. Entonces echó a correr hasta que encontró un pequeño claro y se sentó. Estaba temblando, pero no podía parar.


Pedro.


Pedro emitió un gemido de sorpresa. No estaba en condiciones de hablar.


Pedro, ¿estás allí?


—Déjame en paz.


—Ah, estás allí. Hace unos minutos hemos recibido una señal muy extraña. Una carga de energía estática.


Lo habían sentido. Pero todavía no sabían cuál era la causa.


—Idos a la porra.


—¿Qué? Pedro, hace mucho que no sabemos nada de ti…


—He estado muy ocupado.


—Claro, pero existen los informes regulares, ¿recuerdas?


—Sí, lo siento.


—¿Te pasa algo, Pedro? Estás un poco raro.


—Necesito ayuda —dijo soltando las placas.


No entendía lo que pasaba y hasta que no lo hiciera, no quería contárselo a nadie.


—No te oigo, Pedro. ¿Tienes problemas con la transmisión?


—No.


—No queremos molestarte, Pedro, pero estábamos preocupados. Normalmente transmites los informes puntualmente. ¿Qué has estado haciendo?


—Apagando incendios.


—Bien. Estamos preparados.


Pedro sujetó las placas con fuerza y les envió un informe cuidadoso de sus actividades.


—Felicidades, Pedro. Has hecho más de lo que esperábamos en tan poco tiempo. ¿Cuándo crees que terminarás?


De repente sintió un dolor punzante, al oír aquella pregunta.


—Cielos, ¿qué ha sido eso? ¿Estás bien?


—No, maldita sea, no estoy bien.


—¿ Cuál es el problema?


—Olvídalo.


—Pero, Pedro


—Olvídalo, por favor.


Pedro


—Hasta luego.


Dejó caer las placas y suspiró hondo. Pensó que debería haberles contado todo y preguntarles qué demonios le estaba pasando. No sabía cuántos años llevaba haciendo eso, pero nunca sintió nada igual. Quizá necesitaba volver a recargarse.


O quizá estaba simplemente agotado. No sabía si la gente como él se retiraba, pero imaginaba que no podrían seguir así siempre, hasta ahora no lo había pensado. Tampoco hasta ahora le había molestado estar solo. No tenía por qué molestarse, se lo prometieron.


Permaneció sentado en aquel pequeño claro durante mucho tiempo, con la imagen de Paula en su mente y el recuerdo de su sabor en los labios.





UN ÁNGEL: CAPITULO 18




—…Y entonces fue cuando… Paula, ¿me estás escuchando?


Paula miró a Sara, con las mejillas encendidas. 


No podía separar la vista de la ventana por la que veía a Pedro lavándose, con la camisa quitada.


—No me extraña —dijo Sara con una risita—. Aunque estoy enamorada de Kevin no me negaría el placer de mirar una cosa así.


Paula se puso todavía más colorada y empezó a colocar los platos sobre la mesa, con la imagen de Pedro todavía en la mente.


—No te avergüences, niña —le indicó Sara cariñosa—. Necesitas algo de emoción en tu vida. Y eso… —dijo mirando a Pedro por la ventana—. Es emoción suficiente para cualquier mujer.


Paula no pudo evitar un suspiro.


—¿Qué te pasa, Paula? No me digas que no piensas lo mismo. He visto cómo lo miras.


—Mirar es lo único que puedo hacer —murmuró Paula.


—¿Qué quieres decir?


—Míralo, Sara. Podría conseguir la mujer que quisiera con sólo chasquear los dedos.


—¿Y eso qué te importa, si la elegida eres tú?


—¿Y por qué habría de ser así? —preguntó, enrojeciendo de nuevo.


—Así que es eso, ¿verdad? Bueno, pues tengo noticias para ti, querida. Él pasa el mismo tiempo que tú mirándote cuando sabe que tú no lo ves.


Paula puso cara de incredulidad, pero no pudieron seguir hablando porque empezaron a entrar los hombres que estaban hambrientos. 


Paula no levantó la vista del plato en toda la cena.




lunes, 23 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 17




Cuando los hombres llegaron a la carretera del molino, bloqueada por los coches de bomberos, los apagafuego, cubiertos de ceniza y sudor, les dieron la bienvenida al ver el equipo que llevaban.


—Pueden ayudarnos. Estamos resistiendo, pero con mucho esfuerzo. Y ese tonto granjero no quiere marcharse sin las malditas vacas.


—Vamos a ayudarle a sacarlas y ahora vendrán más hombres —dijo Pedro—. ¿Quieres que te llevemos a la granja?


El hombre dijo que sí y subió a la parte trasera de la camioneta. Aceptó agradecido el agua que Sara le daba y dijo:
—Son de la granja de Chaves, ¿verdad?


—Sí. ¿Y qué? —dijo Mateo.


—Nada. Mi padre murió en batalla.


—Yo también estuve allí, pero fui más afortunado.


—Aparentemente —dijo el hombre y ambos intercambiaron una mirada de entendimiento.


Cuando llegaron a la línea de fuego, no hubo más tiempo para hablar. Las llamas se acercaban, devorando los matorrales que estaban demasiado secos. El capitán del cuerpo de bomberos que dirigía los desesperados esfuerzos por contener el fuego, les dio la bienvenida sin preguntar.


—Tenemos cuatro hombres con palas, un médico y dos más para ayudar con los animales, más un jinete en camino —le informó Pedro—. Y yo haré lo que sea.


El hombre se mostró agradecido y les dio unas órdenes rápidas. Se separaron y comenzó la batalla. Era un trabajo horrible. Hacía un calor tremendo y respirar el humo les destrozaba los pulmones. Cavaron un cortafuego y luego tuvieron que retroceder y cavar otro cuando el primero fue devorado por las llamas. Sebastian estaba ocupado con algunas heridas leves y Pedro apenas tenía tiempo para levantar la vista de vez en cuando para ver como estaba Paula.


Ella estaba con su caballo blanco y negro entre las vacas. Los animales estaban nerviosos a causa del humo y el crepitar de las llamas que se acercaban. Varias veces intentaron escapar del grupo que estaba conduciendo hacia la carretera, pero ella lograba controlarlas. Cricket y Cougar parecía que llevaban toda la vida trabajando entre cowboys.


Montaba con una gracia que fascinaba a Pedro y con un valor que lo hacía temer por ella. Un paso en falso y podía caer en un mar de pezuñas. Tenía que esforzarse en concentrarse en su propio trabajo con el fuego, para impedir que alcanzara a los edificios de la granja.


No sabía cuánto tiempo llevaba hundiendo la pala en la tierra cuando al levantar la vista de la zanja vio a un hombre con el pelo cano, mojando desesperado la pared del granero con una manguera. El tejado ya estaba ardiendo. 


Era inútil; el jefe de bomberos había cedido en sus esfuerzos sobre el granero para intentar salvar la casa, pero el hombre no se rendía. De repente se oyó un fuerte crujido. La viga principal del granero se vino abajo.


Sin pensarlo dos veces, dejó la pala y se lanzó hacia el edificio. No tardó más de dos segundos en llegar. Francisco Morgan lanzó un grito al recibir el impacto del cuerpo de Pedro. Ambos salieron rodando hasta que el hombre quedó debajo de él. Justo entonces el edificio se derrumbó y fue como si estuviera en el infierno. 


El aire se volvió espeso, con humo y llamas. Pedro sintió un golpe en la espalda y los hombros, sintió la presión, el calor, pero no el dolor. Cubrió al hombre para protegerlo, sintiendo las brasas caer a su alrededor.


—¡Pedro!


Oyó el aterrorizado grito de Paula, que lo hizo temblar a pesar del intenso calor.


—¡Pedro! ¡Dios mío!


El miedo que se percibía en su voz lo conmovió. 


Se levantó del suelo y sintió el peso de Francisco Morgan deslizarse hacia un lado. Se sentó en el suelo y vio a Paula que iba hacia él a abrazarlo.


Pedro, vi cómo se derrumbaba el tejado. Pensé que estabas dentro…


Paula temblaba con violencia. La miró a los ojos y notó en ellos el miedo que pasó por él. Sintió un nudo en el estómago. Ella lo estaba tocando, incapaz de creer que hubiera salido ileso.


—Estoy bien.


—¿Estás seguro? El techo cayó encima de ti. Estaba segura…


—Estoy bien —repitió Pedro.


Ella le había tomado la cara entre las manos y lo miraba a los ojos con intensidad. Tenía los labios entreabiertos y respiraba con dificultad y él sintió el calor más intenso que el fuego dentro de él. 


No sabía qué hacer. Levantó las manos para apartar las de ella, pero en lugar de eso se encontró presionando sus manos contra su cara.


Pedro —dijo ella, pasándose la lengua por los labios resecos para humedecerlos.


Francisco Morgan recuperó el sentido. En su cara se veía con claridad que no entendía cómo no estaba muerto. A su lado, una enorme viga todavía humeaba.


—¿Está bien, señor Morgan?


—Sí. Gracias a él —dijo, todavía incrédulo—. Paula, ¿qué estabas haciendo tú aquí?


—Hemos venido a ayudar.


—Todos esos hombres… —dijo mirando alrededor—. ¿Son de tu refugio?


—¿Por qué?


—Somos vecinos —dijo Pedro, al pararse con dificultad y ayudar a levantarse al granjero—. Será mejor que vayas a que Sebastian te eche un vistazo.


El granjero se fue y Paula miró los numerosos agujeros quemados en la camisa de Pedro.


—¿Estás seguro de que estás bien?


—Paula, estoy bien.


En ese momento se acercó el jefe de los bomberos, con la cara llena de polvo, agotado, pero feliz.


—Quiero darles las gracias. Si no hubiera sido por ustedes, estoy seguro de que hubiéramos perdido la casa. 


El granjero apareció detrás de él, ruborizado y sin saber qué hacer.


—Quiero decirles algo. Mi mujer dice que soy tan terco como una mula y puede que sea cierto.  Pero sé reconocer cuando me he equivocado. Y estaba equivocado sobre ustedes, lo siento. Y me alegro de que sean mis vecinos.


Se dio la vuelta y fue hacia la casa, como si estuviera avergonzado. Todos los hombres del refugio parecían cansados, pero satisfechos consigo mismos. Sabían que hicieron algo bueno, que habían respondido cuando se les necesitaba, gracias al empujoncito de Pedro.


Recogieron las palas y subieron en la camioneta para regresar a casa. Mientras todos iban a lavarse, Paula y Sara prepararon la cena.