lunes, 23 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 17




Cuando los hombres llegaron a la carretera del molino, bloqueada por los coches de bomberos, los apagafuego, cubiertos de ceniza y sudor, les dieron la bienvenida al ver el equipo que llevaban.


—Pueden ayudarnos. Estamos resistiendo, pero con mucho esfuerzo. Y ese tonto granjero no quiere marcharse sin las malditas vacas.


—Vamos a ayudarle a sacarlas y ahora vendrán más hombres —dijo Pedro—. ¿Quieres que te llevemos a la granja?


El hombre dijo que sí y subió a la parte trasera de la camioneta. Aceptó agradecido el agua que Sara le daba y dijo:
—Son de la granja de Chaves, ¿verdad?


—Sí. ¿Y qué? —dijo Mateo.


—Nada. Mi padre murió en batalla.


—Yo también estuve allí, pero fui más afortunado.


—Aparentemente —dijo el hombre y ambos intercambiaron una mirada de entendimiento.


Cuando llegaron a la línea de fuego, no hubo más tiempo para hablar. Las llamas se acercaban, devorando los matorrales que estaban demasiado secos. El capitán del cuerpo de bomberos que dirigía los desesperados esfuerzos por contener el fuego, les dio la bienvenida sin preguntar.


—Tenemos cuatro hombres con palas, un médico y dos más para ayudar con los animales, más un jinete en camino —le informó Pedro—. Y yo haré lo que sea.


El hombre se mostró agradecido y les dio unas órdenes rápidas. Se separaron y comenzó la batalla. Era un trabajo horrible. Hacía un calor tremendo y respirar el humo les destrozaba los pulmones. Cavaron un cortafuego y luego tuvieron que retroceder y cavar otro cuando el primero fue devorado por las llamas. Sebastian estaba ocupado con algunas heridas leves y Pedro apenas tenía tiempo para levantar la vista de vez en cuando para ver como estaba Paula.


Ella estaba con su caballo blanco y negro entre las vacas. Los animales estaban nerviosos a causa del humo y el crepitar de las llamas que se acercaban. Varias veces intentaron escapar del grupo que estaba conduciendo hacia la carretera, pero ella lograba controlarlas. Cricket y Cougar parecía que llevaban toda la vida trabajando entre cowboys.


Montaba con una gracia que fascinaba a Pedro y con un valor que lo hacía temer por ella. Un paso en falso y podía caer en un mar de pezuñas. Tenía que esforzarse en concentrarse en su propio trabajo con el fuego, para impedir que alcanzara a los edificios de la granja.


No sabía cuánto tiempo llevaba hundiendo la pala en la tierra cuando al levantar la vista de la zanja vio a un hombre con el pelo cano, mojando desesperado la pared del granero con una manguera. El tejado ya estaba ardiendo. 


Era inútil; el jefe de bomberos había cedido en sus esfuerzos sobre el granero para intentar salvar la casa, pero el hombre no se rendía. De repente se oyó un fuerte crujido. La viga principal del granero se vino abajo.


Sin pensarlo dos veces, dejó la pala y se lanzó hacia el edificio. No tardó más de dos segundos en llegar. Francisco Morgan lanzó un grito al recibir el impacto del cuerpo de Pedro. Ambos salieron rodando hasta que el hombre quedó debajo de él. Justo entonces el edificio se derrumbó y fue como si estuviera en el infierno. 


El aire se volvió espeso, con humo y llamas. Pedro sintió un golpe en la espalda y los hombros, sintió la presión, el calor, pero no el dolor. Cubrió al hombre para protegerlo, sintiendo las brasas caer a su alrededor.


—¡Pedro!


Oyó el aterrorizado grito de Paula, que lo hizo temblar a pesar del intenso calor.


—¡Pedro! ¡Dios mío!


El miedo que se percibía en su voz lo conmovió. 


Se levantó del suelo y sintió el peso de Francisco Morgan deslizarse hacia un lado. Se sentó en el suelo y vio a Paula que iba hacia él a abrazarlo.


Pedro, vi cómo se derrumbaba el tejado. Pensé que estabas dentro…


Paula temblaba con violencia. La miró a los ojos y notó en ellos el miedo que pasó por él. Sintió un nudo en el estómago. Ella lo estaba tocando, incapaz de creer que hubiera salido ileso.


—Estoy bien.


—¿Estás seguro? El techo cayó encima de ti. Estaba segura…


—Estoy bien —repitió Pedro.


Ella le había tomado la cara entre las manos y lo miraba a los ojos con intensidad. Tenía los labios entreabiertos y respiraba con dificultad y él sintió el calor más intenso que el fuego dentro de él. 


No sabía qué hacer. Levantó las manos para apartar las de ella, pero en lugar de eso se encontró presionando sus manos contra su cara.


Pedro —dijo ella, pasándose la lengua por los labios resecos para humedecerlos.


Francisco Morgan recuperó el sentido. En su cara se veía con claridad que no entendía cómo no estaba muerto. A su lado, una enorme viga todavía humeaba.


—¿Está bien, señor Morgan?


—Sí. Gracias a él —dijo, todavía incrédulo—. Paula, ¿qué estabas haciendo tú aquí?


—Hemos venido a ayudar.


—Todos esos hombres… —dijo mirando alrededor—. ¿Son de tu refugio?


—¿Por qué?


—Somos vecinos —dijo Pedro, al pararse con dificultad y ayudar a levantarse al granjero—. Será mejor que vayas a que Sebastian te eche un vistazo.


El granjero se fue y Paula miró los numerosos agujeros quemados en la camisa de Pedro.


—¿Estás seguro de que estás bien?


—Paula, estoy bien.


En ese momento se acercó el jefe de los bomberos, con la cara llena de polvo, agotado, pero feliz.


—Quiero darles las gracias. Si no hubiera sido por ustedes, estoy seguro de que hubiéramos perdido la casa. 


El granjero apareció detrás de él, ruborizado y sin saber qué hacer.


—Quiero decirles algo. Mi mujer dice que soy tan terco como una mula y puede que sea cierto.  Pero sé reconocer cuando me he equivocado. Y estaba equivocado sobre ustedes, lo siento. Y me alegro de que sean mis vecinos.


Se dio la vuelta y fue hacia la casa, como si estuviera avergonzado. Todos los hombres del refugio parecían cansados, pero satisfechos consigo mismos. Sabían que hicieron algo bueno, que habían respondido cuando se les necesitaba, gracias al empujoncito de Pedro.


Recogieron las palas y subieron en la camioneta para regresar a casa. Mientras todos iban a lavarse, Paula y Sara prepararon la cena.




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