sábado, 21 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 10




Algo extraño estaba pasando. Pedro nunca se sintió así, se suponía que era ella la que tenía que sentir el calor y el apoyo de su protección, pero también sentía un extraño calor donde el cuerpo de ella rozaba el suyo. De repente olvidó que no debía enfadarse nunca. Miró la expresión asustada de Paula, aquellos ojos verdes y estuvo tentado a tomar un atajo a través de todo aquel asunto. Quizá pudiera atrapar a quienquiera que fuese antes que el jefe se enterara. Era la primera vez desde que empezó en eso que se veía tentado a violar las estrictas y a veces inexplicables normas establecidas. 


Pero había algo en esa mujer…


—Si quieres marcharte —dijo ella con un suspiro—, lo comprendo. Sé que no contabas con esta clase de problemas.


Él se dio cuenta de que había mal interpretado su silencio y la intensidad de su mirada.


—¿Por una amenaza anónima? No vas a deshacerte de mí con tanta facilidad.


—No es sólo eso… Han pasado algunas cosas más. Tonterías, en su mayor parte… Un día tiraron la valla, otro cortaron la línea del teléfono… cosas así.


—¿En su mayor parte?


—Una noche alguien estuvo merodeando, hace tres semanas.


Tres semanas, pensó Pedro y eso era más o menos cuando llegó Ricardo. ¿Coincidencia?


—¿Lo viste?


—No… fue por Cricket. Lo oí relinchar, de una forma que sólo lo hace cuando está preparado para luchar. Sabía que tenía que haber algo allá fuera, pero antes de que pudiera salir, oí que la valla se rompía y Cricket escapó.


—¿Saliste sola?


—Estaban intentando hacer daño a mi caballo. Además, Cougar estaba conmigo. Lo persiguió, pero tenía un camión en la carretera y se fue antes que el perro lo atrapara. Lo hubiera perseguido, pero tenía que encontrar a Cricket antes de que se hiciera daño. Más tarde encontré las piedras que le había tirado al caballo.


—¿Dónde estaban los otros? ¿Por qué estabas sola?


—No estaba sola, Sara estaba conmigo en la casa. Kevin y ella tienen una habitación en la barraca, pero no le gusta estar sola cuando los chicos se van.


—¿Se van?


—A las colinas. Es algo que se le ocurrió a Aaron. Un tipo de terapia. Cuando Aaron decidió quedarse aquí y ayudarme, fue a la universidad. Se licenció en psicología. Bueno, se van a las colinas. Acampan en cualquier sitio y cada día duermen en un lugar diferente. Es como una simulación de las situaciones que vivieron en Irak. Aaron dice que les cuesta menos hablar así.


—¿Y te dejan sola?


—Estoy perfectamente segura… Bueno, aquella vez no. Pero no ha vuelto.


—¿Hasta esta noche?


—Puede que no sea la misma persona. Hay mucha gente que no nos quiere aquí. Además, pensé que alguien que se estimula con el teléfono, no se atrevería a aparecer en persona.


—Pues a mí me parece justo el tipo de persona que le tiraría piedras a mi caballo.


—No… no se me había ocurrido.


—¿Se lo contaste a alguien, cuando volvieron? —preguntó. Ella bajó la vista—. Lo suponía. ¿Le has dicho a alguien lo de las llamadas?


—No, pensé que podría preocuparlos…


—Claro que se preocuparían. Porque te quieren. Pero deberías habérselo dicho, Paula.


—Ya tienen bastantes cosas en que pensar, intentando recuperarse.


—Así que tú llevas la carga sola.


—Algunos de ellos han pasado años en la calle antes de llegar aquí, Pedro. Tuvieron que pasar por muchas cosas parecidas. Vinieron aquí buscando paz y una oportunidad de curarse. Necesitan esa oportunidad.


Él la abrazó con fuerza, transmitiéndole tanta serenidad y seguridad como pudo. Nunca antes había tenido que concentrarse tanto, porque nunca percibió aquella sensación extraña tampoco.


—Eres una mujer sorprendente, Paula Chaves. Tienes razón, necesitan esa oportunidad. Se la merecen. Pero piensa un poco en esto: quizá, sólo quizá, puedan necesitar sentirse más útiles.


Ella se quedó helada. Él casi podía leer sus pensamientos, considerando aquella idea.


—No puedes protegerlos del mundo, Paula. Son adultos, no niños.


—Tienes razón. Y eso es lo que he estado haciendo ¿verdad?


—Sólo intentabas ayudarlos.


—Pero los estaba tratando de una forma en que yo odio que me traten. Como un niño. Aunque en este momento, es como me siento exactamente. Quizá tienen razón. Quizá soy sólo una pequeña tonta…


—No hay nadie aquí que te vea como una "pequeña tonta". Aaron ha estado aquí desde el principio y Marcos, casi. Tú sólo tenías dieciocho años entonces, Paula. Es natural que todavía te sigan viendo así. Y los demás han seguido la costumbre y te ven como la hermana pequeña de Andres.


—Sí, supongo que sí.


No se le ocurrió preguntarse cómo ese hombre podía estar tan bien informado, cuando aquellos hombres eran los menos comunicativos del mundo. Ahora, habían aceptado y quizá hablaban más con él.


—Y no se te olvide otra cosa. Una de las razones por la que te ven a ti tan joven, es porque ellos se ven a sí mismos muy viejos.


—No se me había ocurrido. Debo haberme acostumbrado a ser la hermanita pequeña de todo el mundo. O el hermanito pequeño, da lo mismo. Al menos ellos parecen pensar eso de vez en cuando.


—Ningún hombre con ojos en la cara pensaría eso, Paula. Puede que te vistas como un chico, pero el interior es muy femenino. Hermosamente femenino.



UN ÁNGEL: CAPITULO 9




Pedro se despertó de golpe y se sentó en la cama. Sentía oleadas de miedo, mezcladas con un poco de ira. Dejó que sus sentidos se afinaran, como un lobo que olfatea la brisa y enseguida lo supo:
Paula.


Salió de la cama y se puso de pie, como en cámara lenta. Tomó los vaqueros, se los puso y salió corriendo descalzo por el pasillo hacia la habitación de ella, en la que nunca había entrado antes.


Estaba sentada en la enorme cama con dosel, con la mano aferrada con fuerza al teléfono. 


Temblaba y mirada al aparato como si se hubiera equivocado y hubiera asido una serpiente que no soltaba por temor a que la mordiera.


—Paula…


En un momento cruzó la habitación. Se sentó al borde de la cama y le quitó el auricular de las manos. Luego encendió la luz de la mesita de noche.


—Creí… que esto ya había terminado.


Le temblaba la voz y estaba tiritando. Él sintió una extraña tensión al verla en la enorme cama, una reacción que no entendió en absoluto. 


Intentó olvidarlo, tenía que concentrarse en el terror que la hacía temblar.


—¿Qué, Paula? ¿Qué pensaste que había terminado?


—Pensé que ya se había acabado. No llamaba desde hacía varias semanas.


—¿Quién?


—No lo sé. Disimula la voz.


—Paula, ¿qué te dice? ¿Era una llamada obscena?


Él ya sabía cuál era el problema; una llamada obscena podría enfadarla, pero nunca causarle aquel terror que él advirtió al despertarse. Paula Chaves era muy dura, tenía que ser algo más.


—¿Obscena? En parte, me imagino. Cuando habla de… lo que se imagina que hago aquí, con siete hombres.


Pedro tomó las placas de oro de la cadena. 


Nada. O no lo sabían, o lo habían dejado solo. 


Le asió las manos.


En cuanto la tocó, sintió el horror de todo aquello y enfureció. Todo estaba allí, las groseras insinuaciones, las cosas lujuriosas que imaginaba susurradas con una voz ávida, incluso ansiosa… "¿Todos a la vez, o lo haces de uno en uno, ramera?"


Sus manos temblaban y él las apretó con más fuerza. El terror estaba allí, las amenazas y entonces supo por qué estaba tan asustada.


—Hay algo más, ¿verdad? ¿Te amenazó?


—Lo siento, Pedro. Este no es asunto tuyo.


—Quiero que lo sea. Esta no es la primera vez que te llama, ¿verdad?


Ella desvió la mirada. Pensó que era muy extraño cómo podía sentir sus ojos. Levantó la cara para mirarlo, porque parecía que no tenía elección.


—Confía en mí, Paula. Quiero ayudarte. ¿Es siempre la misma voz?


Ella dijo que sí con la cabeza.


—¿Pero esta vez ha sido diferente?


—Sí. Antes eran sólo… las obscenidades. Y decía que lamentaba mucho que no cerrara el refugio. Claro que no lo llamaba así. Tiene su propio nombre para nosotros. Especialmente para mí. Es… horrible, vicioso. Tanto odio… Esta vez… Esta vez dijo que alguien iba a resultar herido.


Vio que volvía a temblar con violencia y se dio cuenta de que iba a necesitar todas sus fuerzas. 


Se apoyó contra uno de los postes de la cama y la atrajo contra sí, abrazándola para relajarla. 


Ella no se resistió.




UN ÁNGEL: CAPITULO 8




Más tarde ya en la cama, se preguntó cómo llegó a pasar todo eso, cómo la habían involucrado. La imagen de todos sonriendo alrededor de la mesa le comprobó que lo que Pedro decía era verdad: no podía negarse a la felicidad que eso parecía producirles. Era difícil, no estaba acostumbrada a recibir. Pero no pudo decir que no. E incluso empezaba a agradarle.


Dos días libres de la carga que a veces era demasiado dura, incluso aunque lo luciera voluntariamente. Dos días en ocho años no era demasiado. Dos días para ella sola, haciendo lo que le diera la gana, sin que nada le exigiera sus energías y su tiempo.


—Gracias, Pedro —susurró en la oscuridad, preguntándose cómo habría sabido que necesitaba una vacaciones, cuando ni siquiera ella misma se había dado cuenta. Aquello la conmovió profundamente.


Empezó a pensar cosas que ni siquiera se atrevía a formular. Abrazó la almohada, adormilada, con una imagen en su mente que empezaba a verse borrosa, la imagen de unos ojos tan azules que era como mirar al cielo de un perfecto día de verano. “Dos días completos. Podría…” pensó mientras se dormía.


El agudo sonido del teléfono la despertó y alcanzó el aparato instintivamente, sin pensar.


—¿Diga?


—¿No has aprendido la lección todavía, maldita? Bien, bien ya la aprenderás. Y te arrepentirás de no marcharte cuando todavía tienes tiempo para hacerlo. Antes que alguien resulte herido.




UN ÁNGEL: CAPITULO 7




En la hora de la cena, cuando estaban todos juntos y Pedro todavía estaba fuera lavándose, intentó que ellos se dieran cuenta:
—Creo que deberíamos ir a disculpamos ante todo el pueblo en la reunión de este mes.


—¿Qué? —dijeron siete voces a la vez.


—Quiero decir que no pueden culpar a la gente por ser tan difícil con ustedes. Lo único que ven es lo que está en la superficie. ¿Por qué otra cosa pueden juzgamos?


—¿De qué estás hablando? ¿Cómo puedes decir eso, Paula? —saltó Willy indignado.


—Bueno, es evidente que han llegado a pensar igual que ellos, así que considero que ahora que están de acuerdo con ellos…


—¿Igual que ellos? ¿Pedir disculpas por qué? ¿Por ser nosotros mismos? ¿Por no negar lo que somos? ¡Si no pueden ver el pasado en la superficie, es su problema! ¡Y tú eres quien nos enseñó eso, Paula! —exclamó Sebastian exaltado.


—No demasiado bien, por lo que parece.


—¿Qué quieres decir?


—Parece que sólo lo ponéis en práctica cuando se trata de vosotros mismos. Que sólo vosotros merecéis el esfuerzo de mirar más allá de la superficie.


—Claro que no. Sabemos que… —se interrumpió al oír la voz de Aaron.


—Me parece que nos ha pillado —dijo él con una sonrisa, mirando hacia el porche, donde había dejado de oírse el sonido del agua—. Pensad en ello.


Paula se dio cuenta de que había más de un par de ojos avergonzados. Habiendo probado que tenía razón, no dijo más, sólo se sentó en su lugar en la cabecera de la mesa, el que todos le tenían reservado.


Hubo un momento de silencio cuando Pedro entró. Todos lo miraron y él parecía cansado. Estuvo trabajando todo el día y debía ser muy duro sentarse a la mesa para ser crucificado por todos. Se preguntó por qué no tomaba su plato y se iba a comer a un lugar tranquilo. Pero él nunca se rendiría.


Dejó la toalla que usó para lavarse en el cesto de la ropa sucia y se dirigió hacia la mesa. Se detuvo asombrado cuando Kevin se hizo a un lado para dejarle sitio.


—Aquí hay lugar —dijo.


Pedro miró a Paula y ella sintió una sensación extraña, como si pudiera leer en sus ojos todo lo que había pasado en la habitación. Se sentó despacio, mirándolos a todos con suspicacia.


—Toma una galleta —le dijo Sebastian gruñendo, sujetando el plato. Y Mateo sin decir nada, le pasó el vaso de agua que acababa de servir y buscó otro para él.


—¿Tiene algo interesante dentro? —preguntó Pedro, mirando al vaso con duda.


Todos volvieron a poner cara de corderitos, menos Marcos, que estaba sentado al lado de Paula, quien se echó a reír a carcajadas. Todos lo miraron.


—No le echéis la culpa a él. Lo habéis estado tratando como ellos nos tratan a nosotros.


—Sí —dijo Aaron—. Y te debemos una disculpa.


—Muchas… gracias —dijo Pedro, sorprendido. Miró a Paula un momento y ella se sonrojó, pero no podía apartar la mirada. Él sonrió, como si hubiera encontrado lo que buscaba—. Gracias, Paula.


Pedro se echó hacia atrás mientras los otros empezaban a charlar a su alrededor. Sara llegó con un humeante plato de patatas y carne y se sentó junto a su marido. Mientras Kevin hablaba sobre la cosecha y Willy sobre una máquina ordeñadora que no podían permitirse, Pedro saboreaba en silencio aquel apoyo, que le daba fuerzas. Allí había ocurrido un pequeño milagro y no tenía nada que ver con él. Fue Paula la que lo logró, sin mas ayuda que su corazón generoso.


Era tan especial como parecía, pensó. Y eso debía ser la causa de aquella extraña y cálida sensación que nunca sintió antes y con la que no sabía qué hacer. Eso lo ponía nervioso y no estaba acostumbrado a ponerse nervioso…


—…gracias a Pedro.


La voz de Paula lo devolvió a la realidad.


—Lo siento, ¿qué has dicho?


—Estaba diciendo que nos has ahorrado el dinero que habíamos reservado para el tejado y las tuberías. Y la madera para el gallinero. Incluso nos queda algo después de pagar la renta del mes.


—Ah, bien. Me imagino que todo el mundo participa con la renta, ¿no?


—Todos tenemos algún tipo de paga del gobierno —dijo Mateo—, valientes veteranos como somos. Damos la mitad de lo que nos dan para pagar cada mes.


—Ah… me gustaría ayudar, pero…


—No seas tonto —dijo Paula de inmediato—. ¿No acabo de decir que gracias a ti incluso nos ha sobrado dinero? Estamos intentando decidir en qué lo vamos a emplear. No hay bastante para todo, pero quizá una puerta nueva…


—Eso voy a arreglarlo mañana. Sólo necesita unas bisagras y un cierre al que Daisy no llegue.


—No recuerdo haber visto bisagras por ninguna parte.


—Las encontré en un rincón del granero —dijo con tranquilidad.


—Bueno, entonces podríamos arreglarle la cocina a Sara. Hace mucho que está mal, pero hasta ahora no habíamos podido…


—No hace falta —interrumpió Sara, sonriendo a Pedro—. Pedro la arregló esta mañana. Ahora funciona de maravilla. Creo que deberíamos dejarle que intentara arreglar la radio también. Ya saben lo que se echa de menos escuchar música.


Marcos buscó en un bolsillo del pantalón y sacó un radio portátil. Con una amplia sonrisa, la encendió y se oyó una canción de los noventa. 


Lo apagó.


Pedro —dijo simplemente.


—Me siento como si le hubiera estado dando patadas a Lassie —comentó Kevin.


—Hace mucho que Lassie te habría mordido —declaró Pedro.


Todos lo miraron tensos, pero cuando se dieron cuenta de que era una broma, se echaron a reír. 


Y desde aquel momento, la enemistad quedó olvidada. Ricardo fue el único que no se unió a la alegría general y murmuró por lo bajo mientras se levantaba de la mesa:
—Sigue siendo un niño bonito.


—Ricardo.


—¿Qué?


—Tu plato.


Él la miró, recogió los platos sucios y los llevó a la cocina. Pedro lo vio partir. Ricardo era un hombre colérico, pero ¿estaba lo suficientemente enfadado como para estar detrás de todos los problemas?


—Si quieres le enseño buenos modales —dijo Marcos, mirándolo con mala cara mientras salía.


—No, todavía no. Recuerda que les damos a todos un mes para que se adapten. A veces incluso les damos una semana —dijo, recordando cómo se había comportado con Pedro.


Todos rieron, todavía un poco avergonzados. Ya tenía algo menos de lo que preocuparse.


—Todavía no hemos decidido nada sobre el dinero.


—Quizá deberíamos ahorrarlo para la primera cosa que se arruine —dijo Sara.


—Quizá deberíamos pagar a Pedro—dijo Sebastian.


—¡Buena idea! —exclamó Paula y el resto de la mesa asintió.


—De acuerdo —aceptó Pedro—. Considérenlo mi contribución a la causa, entonces.


—Pero eso nos deja donde estábamos —protestó Aaron—. Además, te lo has ganado de sobra. Y todos nosotros tenemos algo, además de lo que pagamos, así que tú también deberías tener tu parte.


—¿Quieres decir algo para gastármelo como quiera? Bueno, entonces quiero gastármelo en enviar a Paula de vacaciones.


—¿Qué? —dijo ella.


—Ya sé que no sabes ni lo que es —declaró Pedro con buen humor—. Es cuando te vas por allí y todo el mundo te cuida, en lugar de que seas tú la que te encargues de todo. Te relajas, vas al cine, sales a cenar, te llevan el desayuno a la cama, vas a la peluquería, de compras…


—¡No puedo hacer eso!


—A mí me parece una idea estupenda —dijo Sara.


—A mí también —añadió Sebastian—. En algún sitio lejos de aquí, donde puedas pasarlo bien sin preocuparte.


—Pero necesitamos ese dinero.


—Habíamos decidido dárselo a Pedro, ¿no te acuerdas? —interrumpió Willy.


—Y yo te he dicho cómo quiero gastarlo.


—Me temo que no tienes elección —declaró Aaron con una sonrisa—. Hay dinero suficiente para un fin de semana en Eugene, o incluso en Portland. ¿Qué te parece? Vas al cine, al teatro, un desayuno con champaña el domingo por la mañana…


—¡No puedo!


—¿Sólo porque no lo has hecho nunca? Paula, no paras de trabajar. Nosotros por lo menos descansamos un poco los fines de semana, pero tú sigues con las facturas, el papeleo y todo lo demás. Necesitas un descanso, niña —insistió Mateo.


—No me importa. Y además no puedo.


—Sí que puedes. Mateo tiene razón. Tú haces todas las cosas que nosotros no queremos hacer. Y además nunca te quejas. Y nosotros… nunca te lo agradecemos bastante —dijo Kevin.


—Y lo peor de todo —añadió Sara—, es que tienes que aguantar a esa gente horrible, la que nos odia y quiere que nos vayamos. Y nosotros te dejamos sola ante ella.


—Eso es porque… es más fácil para mí. Los conozco. Puedo controlar la situación.


—¿Por qué? —preguntó Pedro tranquilamente.


—Porque… porque ellos también me conocen a mí, me imagino. Y porque conocían a mis padres. Hace que sea más difícil para ellos ser… desagradables.


—Quiero decir que por qué lo haces, por qué lo haces todo, por qué te exiges tanto. No creo que sea por el dinero, ¿verdad?


—Claro que no.


—Es porque te hace sentir bien, ¿verdad? Te hace sentir que estás ayudando, contribuyendo.


—Me imagino que sí…


—Entonces no seas tan egoísta.


—¿Qué?


—¿Crees que eres la única a la que le gusta sentirse bien? Deja que otro se sienta bien también, para variar. Deja que alguien haga algo por ti y se sienta bien por ello.


—¡Te ha pillado, Paula! —rió Sebastian.


—No puedo —murmuró Paula, un poco sorprendida de cómo se iban poniendo las cosas a su alrededor—. Hay muchas cosas que hacer.


—Claro que puedes. Nos las arreglaremos perfectamente —dijo Sebastian.


—Pero me sentiría tan… culpable.


—Piensa en lo culpable que te sentirás si no nos das este gusto —terció Aaron.


—Pero…


—Deja que alguien haga algo por ti esta vez —añadió Pedro.


—Lo… lo pensaré.


—No pienses. Hazlo este mismo fin de semana.


Pedro, no puedo.


—Haces la maleta, te montas en el camión y te vas. Así de fácil.


—Pero no puedo, el camión necesita…


—Un rotor nuevo. Ajustar las válvulas. Ya lo sé. Lo hice ayer.


—¿Cómo tuviste tiempo…?


—No me llevó mucho. Esa era tu última excusa, Paula.


No podía seguir luchando. El poder de aquellos ojos azules era demasiado. Era mucho más fuerte que ella.