sábado, 14 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 25
Ir en aquel Mercedes conduciendo era una verdadera delicia. Paula no tardó en encontrar la casa de Pedro.
Cuando llegó, él ya estaba esperando en la puerta, por lo que Paula no se pudo fijar más que en algunas de las casas de aquella zona.
—Llegas a tiempo —le dijo él, mientras se abrochaba el cinturón. Llevaba una chaqueta negra, una camisa sin cuello y una sonrisa devastadora—. Me gusta la puntualidad.
Paula lo miró, oliendo el aroma a naranja amarga que le había dejado la crema de afeitar.
—¿Quieres que conduzca yo? —le preguntó, al ver que ella se quedaba inmóvil.
—Sí... si no te importa —tartamudeó Paula.
—No me importaría probar este modelo —dijo—. Estoy harto de mi coche —se cambiaron de sitio y, cuando él estaba al volante, dijo:
—Le has hecho bastantes kilómetros.
—Pues ni lo nota —dijo Paula, girando la cabeza, para mirar por la ventana.
—Eso es buena señal —dijo Pedro.
—Sí —lo miró otra vez, decidida a cambiar de tema de conversación—. ¿Qué tal la campaña de Bread Basket? ¿Les has convencido?
—No voy a hablar con ellos hasta que no hable primero de todo contigo —le informó Pedro.
Estaban parados en un ceda el paso, Pedro le sonrió y siguió conduciendo.
Paula se sintió transportada. ¡Tenía en cuenta su opinión! Era increíble, pero cierto.
—Roberto y yo ya lo hemos hablado. Queremos tener todo muy pensado antes de presentarles la campaña. Nadie va a poder acusarnos de que nos asusta ese reto.
Paula había elegido el tema de conversación que a ella le gustaba. Duró todo el trayecto hasta llegar a la galería, haciéndola olvidarse de que estaba a punto de conocer a todos los amigos de Pedro.
Pero sus nervios se pusieron en tensión en el momento en que Pedro entregó las llaves del coche al portero.
La luz irradiaba del aquel edificio de piedra gris, situado en la zona donde estaban todos los museos. Las que fueron casas de las personas más ricas de la ciudad, se habían convertido en galerías de arte, hoteles y oficinas para abogados y arquitectos
CENICIENTA: CAPITULO 24
—Pues yo sigo pensando que la boquilla para cigarros es el toque perfecto —insistió Connie—. ¿Por qué no lo llevas?
—Porque yo no fumo —le contestó Paula, con la misma cabezonería. Ni siquiera estaba segura de ponerse lo que Connie había conseguido, pero no tenía tiempo para encontrar nada mejor.
Paula había estado toda la tarde intentando encontrar un Mercedes gris. Por fin, encontró uno con tono más plateado, pero confió en que en la oscuridad de la noche pasara desapercibido.
La tarjeta de crédito acusó el golpe, pero una vez más razonó que valía la pena.
—Cierra los ojos, cielo. Te voy a poner spray —dijo Marcos.
Paula cerró los ojos.
—A mí todo esto no creas que me gusta —dijo, y le entró laca del pelo en la boca.
—Confía en mí —le contestó Marcos—. ¿Ya te he dado tarjetas mías?
—Sí —respondió Paula—. Pero no me quedan muchas —la verdad era que se las había dejado en el hotel Post Oak, aunque tampoco había pensado en dárselas a nadie.
—¡Lo sabía! —Marcos dijo, mirando muy contento a Connie—. La gente ya se está empezando a dar cuenta.
—¿Qué pendientes te vas a poner? —preguntó Connie.
—Me pondré los de jade.
—Pero estos otros son preciosos.
—Que no, que quiero ponerme los de jade.
—Vale. Oye, tenías razón con lo de la boquilla para cigarrillos. No te pega —dijo Connie.
Paula miró su imagen reflejada en el espejo.
—Lo que pasa es que estás dando rodeos, Connie. El problema es que parece que voy a una fiesta de Halloween.
Marcos y Connie se intercambiaron miradas. En silencio, Connie entregó los pendientes de jade a Paula.
—Podríamos suavizar un poco el maquillaje, Paula. Pero créeme lo que pasa es que no estás acostumbrada a verte así.
Paula se quitó la toalla que Marcos le había puesto, para que no se le ensuciara el vestido.
—No tengo tiempo. No quiero llegar tarde a recoger a Pedro —se levantó.
—Espera —Marcos le volvió a colocar la toalla—. Cierra los ojos —Marcos le pasó un cepillo por la cara—. ¿Qué tal?
Por lo menos se veía un poco su color natural.
Lo que Connie encontró en el ático fue una especie de kimono brillante que Paula llevaba puesto, abierto a la espalda, por encima de unos pantalones y una parte de arriba, con un cinturón. Tenía un aspecto.... artístico.
—Bueno, muchas gracias a los dos —sonrió.
—De nada —Marcos le puso unas cuantas tarjetas en la mano.
viernes, 13 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 23
La noche del viernes, Paula no durmió bien, a pesar de estar en su propia cama. Esa misma noche iba a conocer a los amigos de Pedro y oficialmente se iba a convertir en una de sus amigas.
—¿Tienes una cita? Has estado mirando más de una hora los vestidos de diseño —le dijo Connie, desde su puesto, detrás del mostrador.
—Algo así —¿por qué todos los vestidos llevaban lentejuelas? No le apetecía ponerse algo que brillara. El brillo te hacía destacar sobre los demás, y ella quería pasar desapercibida.
—¿Para qué has quedado esta vez?, ¿para jugar un partido de polo?
—Muy graciosa —contestó Paula, mirándola por encima del hombro.
A Connie le hizo mucha gracia la historia del tobillo torcido de Paula, y no se creyó que no se lo hubiera torcido adrede.
—Dime entonces dónde vas.
Paula suspiró y sacó el vestido negro que había llevado al concierto.
—A una exposición en la Janeway Gallery.
—¿Bromeas? —le dijo, cayéndosele un libro de las manos.
—No, ¿por qué?
—Ésa es una de las instituciones caritativas más importantes.
—Pues yo pensé que iba a ser algo informal —le contestó.
Ya empezaba a sentirse enferma, sólo de pensarlo.
—Para nada. Allí va la crema de la crema. La flor y nata de la ciudad —Connie dejó los libros y salió de detrás del mostrador—. Deja el vestido negro ahí. Él ya lo ha visto y tienes que llevar algo diferente.
Paula volvió a buscar entre los percheros.
—Y no saques otra vez ese saco negro —le advirtió Connie, sin mirarla siquiera. ¿Cómo podría saber que Paula estaba pensando en ese vestido?—. Tienes que ponerte algo elegante y llamativo, porque no tienes joyas que ponerte.
—Llevaré mi collar y pendientes de cristal. Son de buena calidad —además, tenía un par de pendientes guardados, que había querido ponerse desde hacía años.
—Paula, no tienes remedio —Connie sacó un vestido de seda con brocados, muy del estilo de madre del novio, suspiró y volvió a colocarlo en su sitio—. No puedes llevar joyas falsas a un sitio así. Ellos se dan cuenta. Por eso tienes que ponerte algo explosivo.
—Pero es que yo no soy así —dijo Paula, sabiendo que iba a dar igual, dijera lo que dijera.
—No encuentro nada aquí —Connie rechazó todos y cada uno de los vestidos que había en la tienda—. A lo mejor podríamos pedir prestado... ¡Espera un instante! —la cara se le iluminó con una sonrisa, satisfecha de sí misma—. ¡Ya lo tengo! —y se fue corriendo hacia el ático.
—Connie, allí sólo tengo los vestidos para la fiesta de Halloween.
—Ya lo sé —Connie le contestó.
La verdad, no tenía tiempo para discutir con ella.
Tenía que llamar al hotel y preguntar si Pedro había dejado algún mensaje. Cuando marcó el número, se preguntó si a Pedro no le extrañaría que ella nunca estuviera allí.
—Sí, señorita Chaves, el señor Alfonso ha dejado dicho que lo llame lo antes posible. Ha dejado su número.
Paula lo anotó y dio las gracias. Ella ya se sabía de memoria el número de teléfono de su casa y de Alfonso and Bernard.
Pero, en vez de llamarlo directamente, Paula sacó las notas que había sacado del diario y comenzó a estudiarlas.
Mecánico. Ése era el número de teléfono del mecánico de Pedro. Paula tuvo un mal presentimiento, confirmado cuando llamó a Pedro.
—Paula, te he llamado para decirte que mi coche va a estar en el taller hasta el martes. Un cortocircuito se ha cargado todo el sistema eléctrico. ¿Podría pedirte un favor?
—Claro —le contestó, sabiendo lo que le iba a pedir.
—Odio tener que decir esto, pero ¿podrías ir a la exposición en tu coche?
“Dile que estás enferma. Empieza a reírte a carcajadas y dile que qué coincidencia, que el tuyo también está en el taller. De todas formas, es donde debería estar. Dile que ya quedarás con él en otra ocasión”.
—¿A qué hora quieres que vaya a buscarte?
Pedro le comunicó la dirección de su casa, una zona plagada de jóvenes profesionales.
—¿A las ocho y media? Estaré preparado.
Paula colgó el teléfono y se tapó la boca con las manos. Aquello iba a ser un verdadero desastre.
—Paula, mira lo que... ¿qué ha pasado? —le preguntó Connie cuando la vio—. ¿Te ha llamado para decirte que no podía ir?
—No. Tiene su coche estropeado y quiere que le lleve yo.
—¿Y qué hay de malo en ello?
—¿Que qué hay de malo en ello? —dijo Paual, su voz alcanzando casi el punto de histerismo—. ¿Te has fijado en mi coche? No puedo ir con esa castaña a ninguna parte.
—Alquila una limusina, entonces. Eso sería divertido.
—Alquilar una limusina. No voy a ningún baile de gala.
—Alquila un coche —dijo Connie y desapareció de nuevo.
Alquilar un coche. Tan simple. Paula se calmó un poco.
El problema era que Pedro pensaba que tenía un Mercedes gris.
Pues tendría que alquilar un Mercedes gris.
CENICIENTA: CAPITULO 22
—¡Paula! —Pedro la llamó desde la otra punta del patio de la universidad.
—¿Pedro? —eran más de las siete, llegaba tarde. Algo muy extraño en él. Paula dejó de caminar y esperó hasta que estuvo a su lado.
Estaba guapísimo, aunque un poco sofocado. Y como de costumbre, todo su ser emanaba energía y actividad. Vida. Y ella también se sentía más viva estando junto a él.
—¿Qué tal el tobillo? —le preguntó, arrodillándose, para verlo.
—Bien —se lo había vendado, por si lo veía después de clase. Él mismo le había aconsejado que se lo protegiera y fue más fácil hacerle caso que llevarle la contra—. Como nuevo —añadió. Estiró la pierna y lo giró, haciéndole una demostración práctica.
—Excelente movimiento. Parece que te recuperas pronto de las lesiones.
—Eso parece —Paula murmuró, colocando otra vez el pie en el suelo—. ¿No empezaba tu clase hace veinte minutos?
—Sí —contestó mirándose el reloj—. Pero es que la batería del coche se ha estropeado. La cambié hace tres meses, lo cual quiere decir que algo le pasa al sistema eléctrico. Sí, llego tarde. Quería preguntarte si ibas a ir a la exposición en la Janeway Gallery el sábado.
—No había pensado —Paula no tenía ni idea de que se celebraba una exposición con ese nombre.
Pedro sonrió.
—No, a mí tampoco me gustan todas esas instituciones caritativas, pero Alfonso and Bernard ha hecho el diseño de la invitación y yo me siento obligado a ir. ¿Quieres venir?
—Me encantaría —en esa ocasión la cosa no parecía presentar complicaciones.
—¡Perfecto! Así podré presentarte a mis amigos —le dijo, mientras se iba corriendo hacia su clase—. ¡Te llamo!
Paula se quedó helada. Iba a conocer a sus amigos. Le entró pánico. Todavía no estaba preparada para conocer a sus amigos. ¿Qué podrían pensar de ella? ¿Qué iban a pensar de él cuando la vieran a su lado? ¿Y si se le escapaba alguna estupidez?
Seguramente, Pedro empezaría a preguntarse por qué nadie la conocía, por qué nunca antes la había visto en esos círculos.
O peor aún, ¿Y si alguien la reconocía, como la propietaria de una tienda de ropa de segunda mano?
Casi sin darse cuenta, Paula se fue a clase y, durante el tiempo que duró, logró olvidarse de sus preocupaciones y escuchar la lección. La clase había comenzado con una discusión sobre los clásicos, que ella se había perdido, y avanzaba cronológicamente hasta llegar al arte moderno.
Para Paula, todo era maravilloso e interesante.
¿Cómo no se le habría ocurrido nunca apuntarse a esos cursos? Había algunos de literatura y de música. Paula se propuso asistir a todos ellos.
Se iba a convertir en una persona tan fascinante que Pedro y sus amigos se quedarían fascinados también. Era una pena que no le diera tiempo a aprenderse todos los cursos de memoria antes del sábado por la noche.
CENICIENTA: CAPITULO 21
La cena fue algo más que una idea maravillosa.
Fue algo mágico. Vestidos con la ropa de tenis, Paula y Pedro se fueron al restaurante del hotel y estuvieron hablando de todo, menos de Bread Basket. Y cuanto más hablaban, más convencida estaba Paula de que Pedro era para ella.
Intentó averiguar con exactitud el momento en que sus sentimientos se cristalizaron en amor y se dio cuenta de que había estado enamorada desde el primer momento en que lo vio.
Lógicamente, ella no creía en los flechazos.
Creía que el amor era algo que crecía poco a poco en su interior. Era algo que aparecía al cabo del tiempo de conocer a una persona.
Pero, cuando Pedro se reía por algo que ella había dicho, o sus ojos se iluminaban cuando los dos emitían el mismo punto de vista sobre algo, Paula no pudo evitar pensar que no podía llegar a estar más enamorada de él de lo que estaba. Estaban hechos el uno para el otro.
—Doy una clase de técnicas comerciales en la universidad de Rice los jueves por la tarde —mencionó él—. De esa forma estoy siempre al día y puedo conocer a los futuros y brillantes ejecutivos.
—¿Tus competidores? —preguntó Paula.
Pedro empezó a reírse a carcajadas.
—Si no les contrato yo primero.
A Paula no se le ocurrió ninguna razón por la que no quisieran trabajar para él.
—Así que te has inscrito en un curso de arte.
—Me interesa mucho el arte. Y quiero aprender más —lo cual era cierto. También quería aprender, para así hablar con más autoridad sobre el tema. Se imaginó rodeada de amigos de Pedro, hablando de las últimas tendencias.
—¿Quieres un café? —le preguntó él.
Paula estuvo a punto de decir que no, pero al final pidió un capuchino. Nunca había probado uno en su vida.
—Yo encuentro a los artistas un tanto... artistas —dijo Pedro, riéndose a carcajadas.
—¿Qué quieres decir?
—Oh, ya sabes, con toda esa gente en el circuito.
¿Qué circuito? Paula estaba tratando de averiguar a qué se refería Pedro, cuando apareció el camarero con sus capuchinos.
—¡Qué bien huele! —exclamó Paula.
—Eso es lo que me gusta de ti, Paula —dijo Pedro—. Disfrutas con las cosas más sencillas. Y cuando estoy a tu lado, yo también las disfruto más —alargó su mano por encima de la mesa y le agarró las suyas—. No cambies nunca
jueves, 12 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 20
Paula empezó a cojear. El destino había intervenido de nuevo, aunque Paula había tardado unos minutos en darse cuenta de ello.
Cuando Pedro vio que estaba sentada en el banco, empezó a recoger sus cosas, colgarse las dos bolsas sobre el hombro y ofrecerle la mano a Paula.
Paula se concentró en recordar con qué pie tenía que cojear.
—Voy a decirle mi opinión al director del hotel sobre el estado de las pistas de tenis —juró Pedro.
Paula guardó silencio. Ella se había caído.
Aunque no se había hecho daño, otro podría haberse herido.
—Últimamente ha estado lloviendo. A lo mejor no saben que ha aparecido una grieta.
—Tienen suerte de que seas tú la que te has caído —le dijo Pedro, apretándole el hombro—. Cualquier otro se habría puesto inmediatamente al habla con su abogado.
—Los accidentes son inevitables —dijo Paula.
—Ojalá toda la gente opinara lo mismo —contestó Pedro.
Cuando estuvieron dentro del vestíbulo del hotel, el recepcionista salió corriendo de detrás de su mostrador. Cuando vio a Pedro, el hombre empezó a balbucear:
—¿Puedo ayudarles en algo?
—La señorita Chaves se ha caído por culpa de una grieta que había en la pista de tenis —contestó Pedro muy enfadado, dejando claro que el hotel era responsable de aquel accidente—. ¿Está el médico del hotel?
—Oh, Pedro, por favor —Paula se sintió desbordada, por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.
—Paula, deja que yo me ocupe de esto —le dijo él.
Y ella así hizo.
Con la ayuda de Pedro, logró llegar cojeando hasta una de los despachos del hotel. Por fortuna, el médico del hotel se había ido, ante lo cual Pedro hizo algunos comentarios de reprobación.
De pronto se agachó y le quitó el calcetín.
—Se te está empezando a poner rojo el tobillo. ¿Dónde está ese hielo? —gritó al conserje—. Espera un poco, que voy a ver lo que pasa con él.
Nada más salir Pedro por la puerta, Paula se miró el pie. No le dolía, pero a lo mejor era verdad que se había hecho daño. Se quitó la zapatilla y se quitó el calcetín, revelando un pie con un tono verdoso.
El calcetín. Había desteñido el calcetín. Se volvió a colocar la zapatilla. Tendría que haber lavado los calcetines antes de ponérselos.
—Aquí estoy —dijo Pedro, cuando apareció de nuevo, con una toalla llena de hielo—. Le pedí esto al camarero, mientras el conserje ha ido a buscar el botiquín de primeros auxilios. ¿Qué tal? ¿Te duele?
—No siento nada—le respondió Paula, con sinceridad.
—Te empezará a doler más tarde. Sé lo que digo —se levantó, acercó una silla de una secretaria y se sentó en ella.
—¿Te has lesionado muchas veces? —preguntó Paula, intentando que se olvidara de su pie.
Pedro estiró sus piernas y apuntó a una raja con pequeñas cicatrices de los puntos de sutura, a lo largo de ella.
—Ésa fue la peor. Cuando estaba en el colegio, tuve una rotura de tendones y me tuvieron que intervenir —le dijo sonriendo—. A lo mejor me salvó de cometer una estupidez, como hacerme profesional, por ejemplo.
—¿Y cómo reaccionaste?
—Bien —le respondió, mirando para atrás, cuando escuchó que alguien se acercaba.
El conserje le entregó unas cuantas cajas a Pedro.
—Esto es todo lo que he podido conseguir —explicó—. Espero que sea suficiente.
—Está bien —respondió Pedro, al tiempo que abría una caja. Con un gesto, le indicó a Paula que apoyara su pierna en las suyas—. No soy médico, pero sé cómo poner una venda.
El conserje recogió las vendas que sobraron y se fue.
—Yo creo que estás armando demasiado alboroto por nada —le dijo a Pedro, mientras él le quitaba el zapato. Aunque él ni siquiera le miró el pie, Paula lo estiró hacia delante, para que él no se lo viera.
—Sí y no —le dijo—. Seguro que mañana no está esa grieta en la pista —a los pocos segundos, Paula tenía una venda en su tobillo—. Intenta ponerte de pie.
Paula obedeció.
—No me duele —como si alguna vez le hubiera dolido.
—Por suerte no se te ha hinchado mucho—dijo Pedro, recogiendo el hielo—. ¿Te apetece ir a cenar? Si no recuerdo mal, íbamos a discutir lo de Bread Basket esta noche.
—Me parece una idea maravillosa —contestó Paula.
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