domingo, 11 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 24



PAULA no le hizo gracia tener que salir de la cama.


Quería quedarse allí, entre las sábanas, con Pedro.


Pero era el segundo día de la sesión fotográfica y el deber la llamaba.


Mientras veía posar a Carolina en la cascada, pensó en Pedro. A su lado, se sentía segura de verdad.


Feliz de verdad. La hacía sentirse guapa.


Se le escapó una carcajada y el director de la sesión se giró a mirarla mal. Como si se hubiese reído de él.


Aquel hombre era un artista. Por lo tanto, no poseía sentido del humor. Pero no se estaba riendo de él.


Guapa. Llevaba once años sin sentirse guapa. 


Había habido un tiempo en el que había destacado entre la multitud, una niña bonita procedente de una buena familia. Hasta que el incendio había arrasado con todo.


Nadie había sabido qué hacer con las consecuencias.


Nadie había sabido llegar a ella.


Así que la habían ridiculizado.


En esos momentos, sintió que parte de aquello se esfumaba.


La brisa caliente le acarició el rostro y sonrió. 


Por fin estaba tomando las riendas. No, no había escogido las cicatrices y, si le hubiesen dado a elegir, no las habría escogido, pero había pasado demasiados años enfadada por su culpa. Sacudiendo el puño al cielo porque no era justo.


No lo era, pero estaba ahí. Formaba parte de su vida.


Y la noche anterior había dado el primer paso para conseguir tener una vida más equilibrada, que no estuviese regida por un acontecimiento sucedido tanto tiempo atrás. Un paso hacia la libertad.


Su mente había empezado a abrirse al conocer a Pedro y, después de la noche anterior… era como si le hubiesen quitado una venda de los ojos.


Y más que eso, estar con Pedro la había cambiado por dentro.


Se sentía viva, emocionada con la vida. Y no solo con el trabajo. Había sido como despertar.


Mientras que no fuese más allá. Y no lo haría. 


Pedro había sido… bueno con ella. Pero era un seductor experto y eso era lo que había hecho: seducirla. Y a Paula no le importaba, porque era lo que había querido.


Pero no sería tan tonta como para enamorarse de semejante hombre.


–He vuelto –dijo Paula al volver a casa.


Era tarde, el sol se estaba ocultando detrás del lago y estaba muerta de hambre.


Pedro no respondió.


Ella entró en el salón y se sentó en el sofá. 


Había un papel doblado en la mesita del café y lo tomó. Era una nota, de Pedro, escrita con una letra sorprendentemente elegante: La cena, en el lago.


La escritura elegante y la misiva, muy masculina. No había corazones ni florituras para Pedro Alfonso. Paula sonrió.


Había sudado durante la sesión, pero tenía demasiada hambre como para ir a cambiarse antes de cenar. Estaba desesperada.


De todas maneras, iba vestida con un bonito vestido que dejaba sus piernas al descubierto. A Pedro parecían gustarle. Así que fue hacia la puerta trasera de la casa sonriendo.


Allí lo encontró, con la camisa blanca abierta en el cuello y una rosa en la mano. Era un pequeño detalle, la rosa, pero hizo que a Paula se le encogiese el estómago.


La última vez que le habían regalado flores, había sido en el hospital.


Había un barco blanco, grande, amarrado delante de la casa. Allí era donde estaba la cena. Un yate y una rosa.


–Ojalá me hubiese arreglado más.


–Tú siempre estás preciosa –le dijo Pedro avanzando hacia ella con el brazo estirado.


Paula aceptó la rosa y se pasó los suaves pétalos por la mejilla mientras inhalaba su delicado aroma.


–Gracias.


–Guárdala, tengo planes para ella más tarde.


–Así dicho… suena a alguna travesura.


–Nunca he dicho que fuese un chico bueno – respondió él sonriendo.


No, pero en ocasiones sí se comportaba como un hombre bueno, y eso era lo que la confundía.


Porque conocía bien a Pedro el hombre de negocios despiadado, a la versión de él que hacían los medios de comunicación. Después había conocido al hombre que tenía sus raíces en el país de su madre y que quería convertirlo en un lugar mejor. Y, más recientemente, a Pedro el amante. El hombre capaz de tocarle las cicatrices sin inmutarse, que la invitaba a cenar en un yate.


Y tenía la horrible sensación de que era aquel último Pedro, el amante, el que corría el riesgo de evaporarse algún día.


Pero hasta que lo hiciese, iba a disfrutar de cada minuto que pasase con él.


–¿Qué tal la sesión? –le preguntó, guiándola hasta el yate con una mano en su espalda.


–Estupendamente. Mejor que ayer. Es… divertido. Me ha hecho darme cuenta de que mi carrera no depende solo de mí. Hay modelos, directores, estilistas. Yo solo soy una pieza más del puzzle. Creo la ropa, pero no todo depende de mí.


–¿Creías que todo dependía de ti? 


–Sí, supongo que sí. Aunque supiese que había otras personas que podían influir en mi trabajo.


–¿Y eso te parece bien? 


–Ayer no me lo parecía, pero hoy me he dado cuenta de cómo funcionan las colaboraciones y estoy contenta.


Respiró hondo antes de continuar.


–Ese es uno de los motivos por los que no me gustaste cuando te vi llegar.


–Pero solo uno –comentó él, entrelazando los dedos con los de ella para ayudarla a subir al yate.


–Sí, hay otros –admitió ella en tono ausente mientras miraba a su alrededor.


Había velas encendidas cerca de una suave manta cubierta de almohadones. Al lado, una cesta de merienda y dos copas junto a una botella de vino blanco abierta.


–¿Y cuáles eran esos otros motivos? –Se me han olvidado –le respondió ella–. Porque si me hubieses contado esto la noche en que te conocí, me habrías caído bien antes.


–Ah, así que se te puede comprar.


–¿Con una cena en un yate? Sí.


Paula se giró hacia él sonriendo y se le encogió el corazón al ver que Pedro le devolvía la sonrisa. Una sonrisa de verdad. Algo tan raro en él.


–Desvergonzada.


–Tal vez –respondió Paula casi sin aliento, al tenerlo tan cerca.


Quería que la besase, quería perderse en sus sensuales caricias.


–Creo que necesitas cenar más de lo que necesitas un beso.


Lo mismo había pensado ella hacía solo unos minutos, pero ya no estaba tan segura.


–No sé.


–Yo sí. Has estado todo el día al aire libre, con el calor que hacía, y seguro que no has comido bien.


–Estaba demasiado ocupada como para pararme a comer.


–No me sorprende.


–No se te ocurra acusarme de ser adicta al trabajo, Pedro Alfonso, porque yo podría decir lo mismo de ti.


–Yo no lo negaría, pero creo que esta noche voy a olvidarme del trabajo.


–Yo también.


Pedro se sentó en la manta y Paula, a su lado. Estaba oscureciendo y no había luces que apagasen el brillo de la luna y las estrellas.


Pedro sirvió el vino y ella abrió la cesta y sacó una bandeja con carne, queso y fruta.


–Delicioso –comentó, tomando un trozo de salami y comiéndoselo.


Pedro la miró con los ojos entrecerrados.


–¿Qué pasa? Tengo hambre.


–Me alegro. Come.


–¡Pues no me mires así! –exclamó Paula riendo.


Se sentía feliz, estaba cómoda. Siempre había mirado al futuro, hacia sus metas. En esos momentos, no. Solo estaba disfrutando de aquel instante.


Él sonrió, haciéndola sentir como si fuese la única mujer del planeta.


–Solo te miro porque eres preciosa.


Paula se mordió el labio, se le hizo un nudo en el estómago.


–No sé cómo puedes decir eso.


–¿No sabes cómo puedo decir que eres preciosa? – preguntó él con el ceño fruncido.


Ella negó con la cabeza y dejó el salami que tenía en la mano en el plato.


–No.


–Pues te lo diré –le dijo Pedro mirándola a los ojos–. Tienes unos ojos maravillosos, expresivos, profundos. Y unos labios… con los que fantasearía cualquier hombre. Yo lo he hecho.


Alargó la mano y le tocó el labio inferior muy despacio, con cuidado.


–He soñado con tenerlos sobre mi piel, me he preguntado cómo sabrían, y no me han decepcionado – continuó.


Luego bajó la mano y le acarició los pechos.


–Tus pechos encajan en mis manos a la perfección y todo tu cuerpo es como debería ser un cuerpo de mujer. Es como si yo mismo te hubiese moldeado en mis sueños.


Paula tenía la cara ardiendo, el corazón acelerado.


Aquellas palabras, tan perfectas, tan sinceras, tan profundas, retumbaron en su interior. Eran difíciles de creer. Casi imposibles.


Y, no obstante, veía en sus ojos que eran de verdad.


Parpadeó para no derramar las lágrimas que se agolpaban en sus ojos otra vez. Porque con Pedro, se sentía indefensa y vulnerable, pero no más débil, sino, tal vez, incluso más fuerte.


Él apartó la mano, tomó su copa y se centró en la cena. El silencio que se hizo entre ambos no fue incómodo, sino todo lo contrario.


–Gracias –le dijo ella, aclarándose la garganta, haciendo un esfuerzo por no llorar–. Esto es muy bonito.


–Tienes que relajarte más, Paula. Ven aquí.


Pedro golpeó el trozo de manta que tenía delante y ella se sentó dándole la espalda, con sus fuertes muslos a ambos lados del cuerpo.


Él le masajeó los hombros para aliviarle la tensión.


Paula nunca había ido a darse un masaje porque no quería enseñar ciertas partes de su cuerpo.


Pero Pedro ya había visto lo peor. Sabía lo que había debajo de sus modernos vestidos y de su fría apariencia. Y seguía allí. Seguía tocándola.


Notó que le bajaba la cremallera del vestido y que le besaba el cuello, primero la cicatriz, luego el otro lado, dos veces.


–Aquí no puede vernos nadie –susurró.


Le bajó los tirantes del vestido, dejándole los pechos al descubierto, lo mismo que la espalda.


Luego tomó la rosa que Paula había dejado encima de la manta.


–¿Puedes sentir esto? –le preguntó.


Ella notó la suave caricia de los pétalos en el cuello, en el hombro.


–Sí, Pedro, lo que… 


–Quiero saber dónde sientes mis caricias. Cómo puedo darte más placer. Quiero conocer tu cuerpo –la interrumpió, volviendo a mover la rosa–. ¿Y esto? 


–Sí.


Bajó la rosa y la sensación desapareció.


–¿Y esto, Paula? 


–No.


Paula quería sentirlo. Todo. En todas las partes del cuerpo. Y le frustraba que no fuese posible.


Entonces volvió a notarlo, en la base de la espina dorsal.


–Ahí sí que puedo sentirlo –murmuró.


–¿Y aquí? –le preguntó él, bajando más.


–Sí –respondió Paula suspirando, deseando que la acariciase con las manos aunque le estuviese gustando aquello también.


–¿Y esto? 


Notó sus labios en el omóplato. Se le encogió el estómago y se le aceleró el corazón.


Solo pudo asentir y morderse el labio para no dejar escapar un gemido de placer. Se estremeció y ya no siguió conteniéndose cuando notó la lengua de Pedro en la espalda.


–Todo eso puedo sentirlo –le dijo con voz estrangulada.


–Aquí –comentó él, tocando un lugar que Paula no supo cuál era–. Aquí es donde está lo peor.


Y aunque Paula no pudo verlo, supo que le había dado un beso.


Una lágrima corrió por su mejilla y no se molestó en limpiársela.


–Pero aquí –continuó él, dándole otro beso en el hombro–. Aquí sí que me sientes.


–Sí –susurró Paula, cerrando los ojos.


–Ya tengo un mapa de tu cuerpo –añadió Pedro sin dejar de acariciarla.


Paula deseó decirle que conocía su cuerpo mejor que ella misma, pero no pudo hablar por miedo a deshacerse en lágrimas.


Así que, en su lugar, se giró y lo besó, poniendo toda su emoción en ello. Él le devolvió el beso y levantó las manos para acariciarle los pechos.


–Ah, lo estaba deseando –comentó Paula suspirando.


–Yo también.


–Pero tú vas demasiado vestido –protestó, tocándole el pecho.


–Eso puedo solucionarlo.


Pedro se quitó rápidamente la ropa y la dejó tirada por la cubierta. Paula lo acarició.


–Eres perfecto –murmuró.


Él tomó su mano y la besó en la muñeca.


–No más que tú.


Y a ella se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas que intentó contener de nuevo.


Solo deseaba poder darle a Pedro tanto como él le había dado a ella.


Se incorporó un momento para quitarse el vestido y la ropa interior, y se deshizo de los zapatos a patadas.


Después, se arrodilló y lo besó en el pecho, pasando la lengua por sus musculosos pectorales. Lo deseaba más que a nada en el mundo. Trazó una línea por el centro de su torso y notó cómo contraía los músculos.


Luego tomó su erección con la mano y bajó la cabeza todavía más, con la esperanza de poder darle esa noche al menos la mitad del placer que le había dado él la noche anterior. Le tocaba a ella explorar, aprender.


Notó que apoyaba una mano en su hombro y enterraba la otra en el pelo, y sus gemidos de placer alimentaron su propio deseo. No había imaginado que la excitaría tanto verlo temblar, al borde del éxtasis sexual.


–Paula –gimió–. Ya vale, ma belle. Te necesito toda.


Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos, que brillaban de deseo.


–Y yo te necesito todo a ti –le dijo, tumbándolo sobre los cojines–. ¿Tienes un preservativo? 


Pedro sonrió con malicia y metió la mano debajo de un cojín, de donde sacó un paquete. Ella se lo quitó de la mano y lo abrió.



–¿Tan seguro estabas de ti mismo? 


–Con una cena en un yate, sí –respondió él sin dejar de sonreír.


–Ya veo.


A Paula le habría gustado ser capaz de ponerle el preservativo sola, pero Pedro tuvo que ayudarla.


–La próxima vez lo haré mejor –le dijo.


–No me he quejado –comentó él, acariciándole la mejilla y dándole un suave beso en los labios mientras con la otra mano la agarraba del trasero para acercarla más a él para penetrarla.


Paula empezó a moverse encima de él hasta que encontró su ritmo, el ritmo que hizo que su cuerpo se sacudiese y que Pedro cerrase los ojos extasiado mientras la acariciaba.


–Increíble –la animó–. Increíble.


Sus palabras, el movimiento de sus manos, de su cuerpo, la llevaron al clímax, que sacudió su cuerpo con la fuerza de un terremoto.


Él la abrazó con fuerza por la cintura e hizo que cambiasen de posición para ponerse encima y establecer el ritmo en esa ocasión.


Y cuando llegó al orgasmo, ella volvió a sentirlo también, más suave que el primero, una lenta ola de placer que parecía alimentarse del de él.


Se agarró a sus hombros y lo besó en la clavícula.


Él se puso de lado sin soltarla y ella apoyó la cabeza en la curva de su cuello.


–No me hacían falta ni el yate ni la cena –le susurró–. Con esto era suficiente.



sábado, 10 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 23




–¿Pedro


Paula se sentó de repente, todavía dándole la espalda, e intentó taparse con la sábana.


–No –le dijo él, sentándose también y agarrándole las manos para que no se cubriese.


La sábana cayó a su cintura y ella se quedó con la espalda rígida, pero temblando mientras Pedro apoyaba las manos en ella y se la acariciaba.


–¿No te duelen, verdad? 


–No –respondió ella con voz ahogada.


–¿Alguien más resultó herido en el incendio? 


–No.


–¿Tú estuviste muy grave? 


–Estuve un par de meses en el hospital. Allí encerrada entre las cuatro mismas paredes. La comida era horrible. Y los dolores, también. Me hicieron injertos. Muchas operaciones. Recuperarse de las quemaduras es incluso peor que las propias quemaduras. Al menos, lo fue para mí.


Todavía tenía la cabeza agachada y los hombros tensos. Pedro apoyó las manos en ellos, las bajó por sus brazos y repitió el movimiento hasta que notó que empezaba a relajarse.


–Tengo muchos nervios dañados –le contó en voz baja–. No siento nada en toda la parte izquierda de la espalda. Y lo mismo ocurre con la cicatriz del cuello. No tengo sensibilidad.


Él inclinó la cabeza y le apoyó la frente entre los omóplatos. Tenía el pecho encogido por el dolor.


–Entonces, tendré que darte el doble de besos en la parte derecha, para compensarte –le dijo.


Paula pensó que el corazón se le iba a salir del pecho al oír aquello y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se mordió el labio para intentar evitar derramarlas.


La noche anterior, Pedro había llegado mucho más lejos de lo que ella había imaginado posible. Y seguía allí. A plena luz del día, seguía en la cama con ella, tocándola. Diciéndole las cosas más románticas que había oído en toda su vida.


–Sería una loca si rechazase esa oferta –comentó con voz temblorosa.


–Yo también lo sería –dijo él, dándole un beso en el hombro–. No quiero hacerte daño.


–No me has hecho daño. Y no me lo harás. Nunca… imaginé que un hombre podría desearme.


Le dolía admitirlo, pero era la verdad.


–Hubo un chico del instituto que me pidió salir. Yo tenía dieciocho años. Me llevó a un aparcamiento, ya sabes. Metió las manos por debajo de mi camiseta y me tocó la espalda. Y allí se terminó todo. Luego le contó a todo el mundo que… estaba desfigurada. Que era horrible.


Pedro tuvo que contenerse para no jurar.


–No sé qué haría con él si lo tuviese delante –dijo.


Había más, pero Paula no era capaz de contárselo. Era demasiado humillante. No podía contarle que su madre le había hecho sentirse igual de mal que sus compañeros de clase.


–Ya da igual –dijo, tomando aire–. Decidí que no volvería a sufrir.


Se giró a mirarlo sin molestarse en taparse los pechos con la sábana. Había sido mucho más difícil, mucho más íntimo dejarle ver su espalda.


–Y no estoy sufriendo. La verdad es que me siento como si hubiese ganado algo.


Pedro observó la sonrisa radiante de Paula, sus mejillas sonrosadas. Era extraño que hubiese dicho que se sentía como si hubiese ganado algo, porque él sentía todo lo contrario, como si estuviese perdiendo algo.


Algo que deseaba mantener desesperadamente.





ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 22




Pedro no podía apartar la mirada de la espalda de Paula, iluminada por los primeros rayos de sol de la mañana. Todavía estaba dormida, de espaldas a él, con la sábana cubriéndola hasta las caderas y la parte superior del cuerpo y la curva del trasero al descubierto. Lo mismo que las cicatrices. Su primer instinto fue el de tocarlas, pero se contuvo. No por miedo a hacerle daño, sino por respeto.


Las había tocado la noche anterior, había pasado la punta de los dedos por su piel irregular. Antes había fantaseado con tocar una piel suave, pero había una gran parte del cuerpo de Paula que no era suave.


Tenía la espalda cubierta de pliegues y cráteres que hablaban de un trauma, de dolor. Un dolor tan profundo, tan real, que hizo que se le encogiese el pecho.


Pero incluso siendo tan diferente de todas las mujeres con las que había estado, había superado con mucho sus expectativas. El sexo con Paula había sido un placer muy por encima del experimentado hasta entonces. Le había hecho perder el control, había hecho que dejase de pensar con claridad.


Era la segunda vez en su vida que perdía el control.






No le gustaba el hombre en el que se había convertido entonces, y mucho menos el hombre que era en esos momentos. Le había robado a Paula la virginidad a cambio de nada. Y, lo que era más grave, había descubierto que su fachada era mentira. No llevaba sus cicatrices como si fuesen trofeos, como él había pensado al conocerla.


Lo que hacía era protegerse del mundo. 


Mantener a la gente apartada.


Les ocultaba lo peor. Lo peor de su dolor. Y cuando le había confesado que no había estado nunca con un hombre, le hacía revelado al mismo tiempo que las cicatrices iban mucho más allá de la superficie de su piel.


Y él no podía curárselas. Lo único que había hecho en su vida había sido causar dolor. Le había causado dolor a su madre recordándole a su padre, le había causado dolor a su hermano quitándole a la mujer a la que amaba. Hasta había acabado haciéndole daño a Marie.


Con Paula no podía ser distinto. Como una infección, contagiaba lo peor de sí mismo a cada persona que formaba parte de su vida. Le había hecho daño a su padre marchándose con su madre, y le había hecho daño a su madre permitiéndole volver a Malawi, donde había fallecido de una infección por la falta de instalaciones médicas de calidad. Y con respecto a su hermano… había destruido la vida de Luciano.


Por eso había dejado de intentarlo. Por eso había bloqueado sus emociones y había adoptado una actitud despiadada al tiempo que se controlaba para mantener las distancias con cualquier persona que pudiese preocuparse por él.


La noche anterior no había sido así. No se había controlado. Ya no podía hacerlo. Había dejado de sentirse culpable hacía mucho tiempo.


Pero así era como se sentía esa mañana. Tenía un enorme peso en el pecho que le impedía respirar.


Pero no se movió.


Alargó la mano y tocó la piel de Paula. El dolor y el sufrimiento que representaban aquellas marcas estaban muy por encima de lo que él podría llegar a entender.


Eran mucho más de lo que nadie podría soportar.



Mucho menos, una mujer como Paula.




ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 21




Pedro cerró la puerta del dormitorio tras de ellos.


No hacía falta porque estaban solos en la casa, pero Paula se sintió mucho más tranquila así. Se preguntó si Pedro lo sabría.


–Me he preguntado muchas veces si tus labios sabrían a chicle de fresa –le dijo él, poniéndole una mano en el cuello y acariciándoselo.


–¿Y? –le preguntó Paula casi sin aliento.


–Que no –respondió Pedro, dándole un beso rápido–. Saben todavía mejor, pero no sabría decirte a qué. Saben a ti.


–Si hubieses utilizado alguna de esas frases nada más entrar en mi tienda, no me habría puesto a la defensiva.


–No estoy utilizando ninguna frase –le respondió él–. Es la verdad.


A Paula se le encogió el corazón, pero intentó no darle importancia. El corazón no tenía nada que ver con aquello.


–Te deseo –le dijo, porque no se le ocurría nada más.


Pedro la apretó contra su cuerpo excitado y ella apoyó las manos en su pecho otra vez y notó que su corazón latía con más rapidez que unos minutos antes.


Por ella. Bajó la mano por su torso, notando sus músculos fuertes debajo de la camisa, y siguió descendiendo hasta rozarle la erección.


Él contuvo la respiración mientras Paula seguía tocándolo, cada vez con más seguridad.


No era fácil fingir que tenía experiencia, pero se dijo que debía seguir sus instintos. Le acarició la erección con más fuerza y vio una expresión de puro placer en su rostro.


Entonces lo soltó y llevó las manos a su cuello.


Empezó a desabrocharle la camisa muy despacio, dejando su torso al descubierto poco a poco, hasta quitársela y dejarla caer al suelo.


Era la perfección masculina personificada. Tenía la piel morena, los músculos definidos y una capa de bello que le recordaba que era un hombre.


Sus fuertes abdominales se contrajeron al tomar aire y Paula lo observó maravillada. Había imaginado que sería perfecto, pero no se había dado cuenta de cuánto la intimidaría aquella perfección.


Nunca había sido tan consciente de lo desequilibrado que era aquel acuerdo. Él se estaba entregando, le estaba entregando su cuerpo, su experiencia. Y ella, a cambio, le daba su cuerpo imperfecto e inexperto.


Ya habían llegado demasiado lejos como para echarse atrás, pero una parte de Paula deseó hacerlo.


Deseó salir corriendo.


–¿Podemos apagar la luz? –le preguntó.


Pedro la abrazó y ella apoyó las manos en su pecho, disfrutando de la sensación de tener su piel desnuda debajo de las palmas de las manos. La besó muy despacio.


–Quiero verte.


Aquellas eran las palabras más aterradoras que había oído Paula en toda su vida.


–No… no.


–Paula, quiero verte, pero si vas a estar más cómoda con la luz apagada, la apagaré.


–Es solo… que no sabes lo horrible que es el resto de mi cuerpo.


–¿Acaso a tus anteriores amantes les han molestado tus cicatrices? –le preguntó él en tono enfadado.


Aquella era la pregunta que se había temido. 


Una pregunta a la que no quería responder, porque no quería que Pedro se diese cuenta de que la Paula que mostraba al mundo exterior era una farsa.


Pero también era la pregunta que debía contestar, con toda sinceridad.


–No he tenido otros amantes.


Pedro la soltó, con el corazón acelerado, de la excitación, de la sorpresa.


–No es posible –comentó.


–Sí que lo es.


No tenía motivos para mentirle, pero Pedro no podía creerlo.


Aunque, al mismo tiempo, lo hacía. Tenía que hacerlo. La expresión de su rostro, la mezcla de desafío y vergüenza, le decía que era cierto.


Se sintió como si acabasen de darle un puñetazo en el estómago. Aquel momento no era para él, sino para un hombre que pudiese prometerle amor a Paula. Un compromiso. Algo más que un par de noches de placer.


Tenía que controlar el deseo que sentía por ella. 


Le acababa de decir que era virgen y no podía añadir a su lista de pecados el de robarle la virginidad.


Era muy consciente del desequilibrio que había entre ambos. Ella era una chica inocente y él… había estado con más mujeres de las que podía recordar. Se había dejado llevar por la carne y había sido egoísta, y había utilizado el amor como excusa para acostarse con la futura esposa de su hermano.


Pero en aquel caso, estaba en juego algo más que la virginidad. Paula no había estado con ningún hombre antes por un motivo y, en esos momentos, había decidido que ese motivo ya no era importante. Aquel no era un encuentro sexual sin consecuencias, jamás podría serlo con Paula.


Y él no tenía nada que ofrecerle. No podía ofrecerle amor, ni compromiso, nada. No tenía derecho a tocarla ni a buscar su propio placer en ella. No podía alimentar sus deseos con la inocencia de Paula.


Tenía que marcharse de allí. Tenía que confesarle su error y no contaminarla con sus manos.


Pero, al mismo tiempo, no podía hacerlo. No podía alejarse de aquellos enormes ojos azules repletos de deseo, confusión y miedo.


Levantó la mano y le acarició la mejilla con dedos temblorosos. Su belleza, su vulnerabilidad, todo en ella lo afectaba tanto. La simple dulzura de su sonrisa, su perspicacia.


Bajó la mano y la cerró en un puño. Tomó la decisión de marcharse.


Pedro –le dijo ella, acariciándole el pecho–. Por favor.


–Paula… 


La vio morderse el labio, tenía los ojos brillantes.


Estaba indefensa ante él. No podía hacerla suya en ese momento, pero tampoco podía dejarla así.


De todos modos, ya tenía asegurado su lugar en el infierno. Ya había llegado demasiado lejos en todos los aspectos. No había redención posible, no había nada que pudiese apagar la llama de deseo que ardía en su interior.


Volvió a abrazarla y a besarla, y recorrió con las manos las curvas de su cuerpo. Ella suspiró, echó la cabeza hacia atrás. Pedro la besó, besó la cicatriz que tenía en el hombro y subió por ella hasta la línea del pelo.


Paula lo miró con los ojos muy abiertos.


–Belle –le dijo en francés.


–Apaga la luz –susurró ella–. Por favor.


Pedro tardó un momento en comprender el significado de sus palabras. Le dio un beso en la frente y fue a apagar la luz.


Paula respiró de nuevo, aunque no hubiese sido consciente de que estaba conteniendo la respiración.


Así sería más sencillo. Pedro notaría las cicatrices, pero no tendría que verlas. Ya había sido bastante duro confesarle que era virgen, casi más íntimo, en ciertos aspectos, que lo que estaban a punto de hacer.


Por un momento, había pensado que Pedro iba a marcharse, pero no lo había hecho.


Cuando volvió a su lado, dudó un instante antes de volver a abrazarla.


–No lo hagas porque te doy pena –le dijo Paula.


Él la agarró por la barbilla y Paula vio, gracias a la luz de la luna que entraba por la ventana abierta, que estaba muy serio.


–Lo hago porque te deseo. Tanto, que me duele todo el cuerpo.


–A mí me ocurre igual –susurró ella.


Pedro se acercó a su oreja y le susurró todas las cosas que iba a hacerle mientras recorría su cuerpo con las manos, apretándole los pechos y jugando con sus pezones.


Pedro –gimió Paula, agarrándose a sus hombros y arqueando el cuerpo de placer.


–Aquí estoy –respondió él, empezando a bajarle la cremallera del vestido.


Ella cerró los ojos y notó frío en el cuerpo cuando el vestido cayó al suelo. Todavía llevaba puestos los tacones, además del conjunto de sujetador y braguita.


Con aquella luz, solo podía ver el contorno del cuerpo de Pedro, e imaginó que él estaría viendo lo mismo del suyo. Aun así, seguía sintiéndose abrumada, con todos los sentidos anegados de excitación, deseo, vergüenza.


Oyó cómo Pedro se desabrochaba el cinturón, lo vio bajarse los pantalones y dejarlos en el suelo.


–Ponte delante de la ventana –le pidió él con voz ronca.


La ventana daba al lago, así que Paula sabía que no podría verla nadie. Cruzó la habitación y se detuvo delante del cristal.


–Preciosa –susurró Pedro–. Quítate el sujetador, cherie.


Los dedos le temblaron al echar los brazos hacia atrás para desabrocharse. Dio un grito ahogado al notar el aire en los pezones y se dio cuenta de que estaba deseando que Pedro la acariciase.


–Tienes una figura perfecta –comentó este.


La luna marcaba su silueta y le daba un halo plateado al tiempo que ocultaba sus cicatrices. Paula se giró para que Pedro pudiese verla desde otro ángulo. Lo oyó respirar hondo y se sintió poderosa.


–Ven aquí –volvió a ordenarle él.


En aquella situación, a Paula le gustaba su autoritarismo.


La abrazó, la apretó contra su cuerpo y ella deseó simplemente disfrutar de la sensación de tener los pechos desnudos contra el de él.


Se quedó inmóvil al notar que le ponía las manos en la espalda y cerró los ojos mientras las pasaba por las peores cicatrices.


Esperó a que las apartase al notarlas, pero Pedro no paró de tocarla, no quitó las manos. Continuó acariciándola, besándola, clavándole la erección en el vientre. Y cuando movió las manos fue para dibujar sus curvas con ellas y bajarle las braguitas.


Paula terminó de quitárselas de una patada.


Pedro la agarró por las caderas y se arrodilló. Paula apoyó una mano en su hombro y con la otra, le acarició el pelo corto.


Notó cómo le desabrochaba la pulsera de los zapatos de tacón y pensó que jamás habría imaginado que semejante acto pudiese ser tan erótico. Cuando terminó, estaba temblando.


Él le acarició la corva de las rodillas, se inclinó y le dio un beso allí, haciendo que el deseo aumentase. Luego fue subiendo por su pierna para besarla en la parte interior del muslo. Paula echó la cabeza hacia atrás y suspiró.


Cuando Pedro llevó los labios a un lugar más íntimo, tuvo que aferrarse a sus dos hombros para no caerse.


Notó que le temblaban las piernas y que la invadía el placer. Estaba a punto de llegar al clímax cuando Pedro se apartó y se puso en pie.


La guió hasta la cama y abrió el cajón de la mesita de noche para sacar un paquete de preservativos y dejarlo encima de la almohada. 


Luego la acarició entre las piernas.


Paula gimió y contrajo los músculos internos de su sexo mientras Pedro la penetraba con un dedo primero, luego dos, para asegurarse de que estaba preparada.


Estaba tan tensa que casi no podía ni respirar y su cuerpo estaba a punto de explotar de placer. 


El orgasmo le llegó de repente, como una ola, tragándosela entera y llevándola, como si no pesase nada, sin aliento, hasta la orilla.


Pedro le dio un beso y tomó el paquete de preservativos, lo abrió y se puso uno.


–¿Preparada? –le preguntó.


Paula asintió. Estaba preparada. Estaba saciada y, no obstante, quería todavía más. Lo quería a él. En su interior.


La penetró despacio, dándole tiempo a su cuerpo a acostumbrarse a él. No le dolió, se sintió completa. Fue una sensación deliciosa.


Lo agarró por los hombros otra vez y echó la cabeza hacia atrás. Pedro la besó apasionadamente mientras empezaba a moverse en su interior.


A Paula le sorprendió la rapidez con la que volvía a crecer el placer en ella, la habilidad de Pedro para hacer que volviese a estar al borde del abismo, clavándole las uñas en la espalda. Sus movimientos empezaron a ser descontrolados, lo mismo que los de ella, que se balanceaba contra su cuerpo, buscando el placer y dándole todo lo que le podía dar.


Pedro–gimió al llegar al clímax por segunda vez, un clímax todavía más intenso.


Él le dio un último empellón y se quedó inmóvil encima de su cuerpo, dejándose llevar por el orgasmo también. Paula no quería moverse, no quería enfrentarse a la realidad de lo que acababa de ocurrir.


Solo quería disfrutar del momento, de la sensación de estar unida a alguien. A Pedro.


Este se apartó después de unos segundos y salió de la cama. Ella se quedó donde estaba, incapaz de moverse. Lo vio entrar en el baño y volver poco después, para tumbarse nuevamente a su lado.


Se sintió aliviada. Iba a quedarse con ella.


Iba a ser suyo esa noche.


Y no tenía miedo.