sábado, 10 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 23




–¿Pedro


Paula se sentó de repente, todavía dándole la espalda, e intentó taparse con la sábana.


–No –le dijo él, sentándose también y agarrándole las manos para que no se cubriese.


La sábana cayó a su cintura y ella se quedó con la espalda rígida, pero temblando mientras Pedro apoyaba las manos en ella y se la acariciaba.


–¿No te duelen, verdad? 


–No –respondió ella con voz ahogada.


–¿Alguien más resultó herido en el incendio? 


–No.


–¿Tú estuviste muy grave? 


–Estuve un par de meses en el hospital. Allí encerrada entre las cuatro mismas paredes. La comida era horrible. Y los dolores, también. Me hicieron injertos. Muchas operaciones. Recuperarse de las quemaduras es incluso peor que las propias quemaduras. Al menos, lo fue para mí.


Todavía tenía la cabeza agachada y los hombros tensos. Pedro apoyó las manos en ellos, las bajó por sus brazos y repitió el movimiento hasta que notó que empezaba a relajarse.


–Tengo muchos nervios dañados –le contó en voz baja–. No siento nada en toda la parte izquierda de la espalda. Y lo mismo ocurre con la cicatriz del cuello. No tengo sensibilidad.


Él inclinó la cabeza y le apoyó la frente entre los omóplatos. Tenía el pecho encogido por el dolor.


–Entonces, tendré que darte el doble de besos en la parte derecha, para compensarte –le dijo.


Paula pensó que el corazón se le iba a salir del pecho al oír aquello y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se mordió el labio para intentar evitar derramarlas.


La noche anterior, Pedro había llegado mucho más lejos de lo que ella había imaginado posible. Y seguía allí. A plena luz del día, seguía en la cama con ella, tocándola. Diciéndole las cosas más románticas que había oído en toda su vida.


–Sería una loca si rechazase esa oferta –comentó con voz temblorosa.


–Yo también lo sería –dijo él, dándole un beso en el hombro–. No quiero hacerte daño.


–No me has hecho daño. Y no me lo harás. Nunca… imaginé que un hombre podría desearme.


Le dolía admitirlo, pero era la verdad.


–Hubo un chico del instituto que me pidió salir. Yo tenía dieciocho años. Me llevó a un aparcamiento, ya sabes. Metió las manos por debajo de mi camiseta y me tocó la espalda. Y allí se terminó todo. Luego le contó a todo el mundo que… estaba desfigurada. Que era horrible.


Pedro tuvo que contenerse para no jurar.


–No sé qué haría con él si lo tuviese delante –dijo.


Había más, pero Paula no era capaz de contárselo. Era demasiado humillante. No podía contarle que su madre le había hecho sentirse igual de mal que sus compañeros de clase.


–Ya da igual –dijo, tomando aire–. Decidí que no volvería a sufrir.


Se giró a mirarlo sin molestarse en taparse los pechos con la sábana. Había sido mucho más difícil, mucho más íntimo dejarle ver su espalda.


–Y no estoy sufriendo. La verdad es que me siento como si hubiese ganado algo.


Pedro observó la sonrisa radiante de Paula, sus mejillas sonrosadas. Era extraño que hubiese dicho que se sentía como si hubiese ganado algo, porque él sentía todo lo contrario, como si estuviese perdiendo algo.


Algo que deseaba mantener desesperadamente.





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