sábado, 10 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 21




Pedro cerró la puerta del dormitorio tras de ellos.


No hacía falta porque estaban solos en la casa, pero Paula se sintió mucho más tranquila así. Se preguntó si Pedro lo sabría.


–Me he preguntado muchas veces si tus labios sabrían a chicle de fresa –le dijo él, poniéndole una mano en el cuello y acariciándoselo.


–¿Y? –le preguntó Paula casi sin aliento.


–Que no –respondió Pedro, dándole un beso rápido–. Saben todavía mejor, pero no sabría decirte a qué. Saben a ti.


–Si hubieses utilizado alguna de esas frases nada más entrar en mi tienda, no me habría puesto a la defensiva.


–No estoy utilizando ninguna frase –le respondió él–. Es la verdad.


A Paula se le encogió el corazón, pero intentó no darle importancia. El corazón no tenía nada que ver con aquello.


–Te deseo –le dijo, porque no se le ocurría nada más.


Pedro la apretó contra su cuerpo excitado y ella apoyó las manos en su pecho otra vez y notó que su corazón latía con más rapidez que unos minutos antes.


Por ella. Bajó la mano por su torso, notando sus músculos fuertes debajo de la camisa, y siguió descendiendo hasta rozarle la erección.


Él contuvo la respiración mientras Paula seguía tocándolo, cada vez con más seguridad.


No era fácil fingir que tenía experiencia, pero se dijo que debía seguir sus instintos. Le acarició la erección con más fuerza y vio una expresión de puro placer en su rostro.


Entonces lo soltó y llevó las manos a su cuello.


Empezó a desabrocharle la camisa muy despacio, dejando su torso al descubierto poco a poco, hasta quitársela y dejarla caer al suelo.


Era la perfección masculina personificada. Tenía la piel morena, los músculos definidos y una capa de bello que le recordaba que era un hombre.


Sus fuertes abdominales se contrajeron al tomar aire y Paula lo observó maravillada. Había imaginado que sería perfecto, pero no se había dado cuenta de cuánto la intimidaría aquella perfección.


Nunca había sido tan consciente de lo desequilibrado que era aquel acuerdo. Él se estaba entregando, le estaba entregando su cuerpo, su experiencia. Y ella, a cambio, le daba su cuerpo imperfecto e inexperto.


Ya habían llegado demasiado lejos como para echarse atrás, pero una parte de Paula deseó hacerlo.


Deseó salir corriendo.


–¿Podemos apagar la luz? –le preguntó.


Pedro la abrazó y ella apoyó las manos en su pecho, disfrutando de la sensación de tener su piel desnuda debajo de las palmas de las manos. La besó muy despacio.


–Quiero verte.


Aquellas eran las palabras más aterradoras que había oído Paula en toda su vida.


–No… no.


–Paula, quiero verte, pero si vas a estar más cómoda con la luz apagada, la apagaré.


–Es solo… que no sabes lo horrible que es el resto de mi cuerpo.


–¿Acaso a tus anteriores amantes les han molestado tus cicatrices? –le preguntó él en tono enfadado.


Aquella era la pregunta que se había temido. 


Una pregunta a la que no quería responder, porque no quería que Pedro se diese cuenta de que la Paula que mostraba al mundo exterior era una farsa.


Pero también era la pregunta que debía contestar, con toda sinceridad.


–No he tenido otros amantes.


Pedro la soltó, con el corazón acelerado, de la excitación, de la sorpresa.


–No es posible –comentó.


–Sí que lo es.


No tenía motivos para mentirle, pero Pedro no podía creerlo.


Aunque, al mismo tiempo, lo hacía. Tenía que hacerlo. La expresión de su rostro, la mezcla de desafío y vergüenza, le decía que era cierto.


Se sintió como si acabasen de darle un puñetazo en el estómago. Aquel momento no era para él, sino para un hombre que pudiese prometerle amor a Paula. Un compromiso. Algo más que un par de noches de placer.


Tenía que controlar el deseo que sentía por ella. 


Le acababa de decir que era virgen y no podía añadir a su lista de pecados el de robarle la virginidad.


Era muy consciente del desequilibrio que había entre ambos. Ella era una chica inocente y él… había estado con más mujeres de las que podía recordar. Se había dejado llevar por la carne y había sido egoísta, y había utilizado el amor como excusa para acostarse con la futura esposa de su hermano.


Pero en aquel caso, estaba en juego algo más que la virginidad. Paula no había estado con ningún hombre antes por un motivo y, en esos momentos, había decidido que ese motivo ya no era importante. Aquel no era un encuentro sexual sin consecuencias, jamás podría serlo con Paula.


Y él no tenía nada que ofrecerle. No podía ofrecerle amor, ni compromiso, nada. No tenía derecho a tocarla ni a buscar su propio placer en ella. No podía alimentar sus deseos con la inocencia de Paula.


Tenía que marcharse de allí. Tenía que confesarle su error y no contaminarla con sus manos.


Pero, al mismo tiempo, no podía hacerlo. No podía alejarse de aquellos enormes ojos azules repletos de deseo, confusión y miedo.


Levantó la mano y le acarició la mejilla con dedos temblorosos. Su belleza, su vulnerabilidad, todo en ella lo afectaba tanto. La simple dulzura de su sonrisa, su perspicacia.


Bajó la mano y la cerró en un puño. Tomó la decisión de marcharse.


Pedro –le dijo ella, acariciándole el pecho–. Por favor.


–Paula… 


La vio morderse el labio, tenía los ojos brillantes.


Estaba indefensa ante él. No podía hacerla suya en ese momento, pero tampoco podía dejarla así.


De todos modos, ya tenía asegurado su lugar en el infierno. Ya había llegado demasiado lejos en todos los aspectos. No había redención posible, no había nada que pudiese apagar la llama de deseo que ardía en su interior.


Volvió a abrazarla y a besarla, y recorrió con las manos las curvas de su cuerpo. Ella suspiró, echó la cabeza hacia atrás. Pedro la besó, besó la cicatriz que tenía en el hombro y subió por ella hasta la línea del pelo.


Paula lo miró con los ojos muy abiertos.


–Belle –le dijo en francés.


–Apaga la luz –susurró ella–. Por favor.


Pedro tardó un momento en comprender el significado de sus palabras. Le dio un beso en la frente y fue a apagar la luz.


Paula respiró de nuevo, aunque no hubiese sido consciente de que estaba conteniendo la respiración.


Así sería más sencillo. Pedro notaría las cicatrices, pero no tendría que verlas. Ya había sido bastante duro confesarle que era virgen, casi más íntimo, en ciertos aspectos, que lo que estaban a punto de hacer.


Por un momento, había pensado que Pedro iba a marcharse, pero no lo había hecho.


Cuando volvió a su lado, dudó un instante antes de volver a abrazarla.


–No lo hagas porque te doy pena –le dijo Paula.


Él la agarró por la barbilla y Paula vio, gracias a la luz de la luna que entraba por la ventana abierta, que estaba muy serio.


–Lo hago porque te deseo. Tanto, que me duele todo el cuerpo.


–A mí me ocurre igual –susurró ella.


Pedro se acercó a su oreja y le susurró todas las cosas que iba a hacerle mientras recorría su cuerpo con las manos, apretándole los pechos y jugando con sus pezones.


Pedro –gimió Paula, agarrándose a sus hombros y arqueando el cuerpo de placer.


–Aquí estoy –respondió él, empezando a bajarle la cremallera del vestido.


Ella cerró los ojos y notó frío en el cuerpo cuando el vestido cayó al suelo. Todavía llevaba puestos los tacones, además del conjunto de sujetador y braguita.


Con aquella luz, solo podía ver el contorno del cuerpo de Pedro, e imaginó que él estaría viendo lo mismo del suyo. Aun así, seguía sintiéndose abrumada, con todos los sentidos anegados de excitación, deseo, vergüenza.


Oyó cómo Pedro se desabrochaba el cinturón, lo vio bajarse los pantalones y dejarlos en el suelo.


–Ponte delante de la ventana –le pidió él con voz ronca.


La ventana daba al lago, así que Paula sabía que no podría verla nadie. Cruzó la habitación y se detuvo delante del cristal.


–Preciosa –susurró Pedro–. Quítate el sujetador, cherie.


Los dedos le temblaron al echar los brazos hacia atrás para desabrocharse. Dio un grito ahogado al notar el aire en los pezones y se dio cuenta de que estaba deseando que Pedro la acariciase.


–Tienes una figura perfecta –comentó este.


La luna marcaba su silueta y le daba un halo plateado al tiempo que ocultaba sus cicatrices. Paula se giró para que Pedro pudiese verla desde otro ángulo. Lo oyó respirar hondo y se sintió poderosa.


–Ven aquí –volvió a ordenarle él.


En aquella situación, a Paula le gustaba su autoritarismo.


La abrazó, la apretó contra su cuerpo y ella deseó simplemente disfrutar de la sensación de tener los pechos desnudos contra el de él.


Se quedó inmóvil al notar que le ponía las manos en la espalda y cerró los ojos mientras las pasaba por las peores cicatrices.


Esperó a que las apartase al notarlas, pero Pedro no paró de tocarla, no quitó las manos. Continuó acariciándola, besándola, clavándole la erección en el vientre. Y cuando movió las manos fue para dibujar sus curvas con ellas y bajarle las braguitas.


Paula terminó de quitárselas de una patada.


Pedro la agarró por las caderas y se arrodilló. Paula apoyó una mano en su hombro y con la otra, le acarició el pelo corto.


Notó cómo le desabrochaba la pulsera de los zapatos de tacón y pensó que jamás habría imaginado que semejante acto pudiese ser tan erótico. Cuando terminó, estaba temblando.


Él le acarició la corva de las rodillas, se inclinó y le dio un beso allí, haciendo que el deseo aumentase. Luego fue subiendo por su pierna para besarla en la parte interior del muslo. Paula echó la cabeza hacia atrás y suspiró.


Cuando Pedro llevó los labios a un lugar más íntimo, tuvo que aferrarse a sus dos hombros para no caerse.


Notó que le temblaban las piernas y que la invadía el placer. Estaba a punto de llegar al clímax cuando Pedro se apartó y se puso en pie.


La guió hasta la cama y abrió el cajón de la mesita de noche para sacar un paquete de preservativos y dejarlo encima de la almohada. 


Luego la acarició entre las piernas.


Paula gimió y contrajo los músculos internos de su sexo mientras Pedro la penetraba con un dedo primero, luego dos, para asegurarse de que estaba preparada.


Estaba tan tensa que casi no podía ni respirar y su cuerpo estaba a punto de explotar de placer. 


El orgasmo le llegó de repente, como una ola, tragándosela entera y llevándola, como si no pesase nada, sin aliento, hasta la orilla.


Pedro le dio un beso y tomó el paquete de preservativos, lo abrió y se puso uno.


–¿Preparada? –le preguntó.


Paula asintió. Estaba preparada. Estaba saciada y, no obstante, quería todavía más. Lo quería a él. En su interior.


La penetró despacio, dándole tiempo a su cuerpo a acostumbrarse a él. No le dolió, se sintió completa. Fue una sensación deliciosa.


Lo agarró por los hombros otra vez y echó la cabeza hacia atrás. Pedro la besó apasionadamente mientras empezaba a moverse en su interior.


A Paula le sorprendió la rapidez con la que volvía a crecer el placer en ella, la habilidad de Pedro para hacer que volviese a estar al borde del abismo, clavándole las uñas en la espalda. Sus movimientos empezaron a ser descontrolados, lo mismo que los de ella, que se balanceaba contra su cuerpo, buscando el placer y dándole todo lo que le podía dar.


Pedro–gimió al llegar al clímax por segunda vez, un clímax todavía más intenso.


Él le dio un último empellón y se quedó inmóvil encima de su cuerpo, dejándose llevar por el orgasmo también. Paula no quería moverse, no quería enfrentarse a la realidad de lo que acababa de ocurrir.


Solo quería disfrutar del momento, de la sensación de estar unida a alguien. A Pedro.


Este se apartó después de unos segundos y salió de la cama. Ella se quedó donde estaba, incapaz de moverse. Lo vio entrar en el baño y volver poco después, para tumbarse nuevamente a su lado.


Se sintió aliviada. Iba a quedarse con ella.


Iba a ser suyo esa noche.


Y no tenía miedo.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario