viernes, 24 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 24




—¿Está el sheriff? —preguntó.


No respondió nadie. Subió un poco la voz, pero tampoco obtuvo contestación.


Al final, apoyó las manos en las caderas y adaptó el tono de voz al que empleaba para llamar a cenar a Manuel.


—¿Está el sheriff?


El trabajo cesó bruscamente, y sus palabras reverberaron por el viejo ayuntamiento.


—¿Puedo ayudarte en algo? —inquirió Pedro, saliendo por una puerta lateral.


Su voz sonó fría, pero sintió sus ojos cálidos sobre ella mientras atravesaba el viejo suelo de madera con sus mejores zapatos negros de tacón alto. Nerviosa como había estado la primera vez que había ido a buscar un trabajo nuevo, echó los hombros atrás y alzó la cabeza, a pesar de tener un nudo en el estómago.


—He venido por el trabajo —explicó, mirándolo a la cara mientras se acercaba a él.


Pedro miró a los obreros súbitamente quietos, y el ruido se reanudó como si jamás se hubiera detenido. Unos ojos interesados los observaron con atención con el fin de informar a esposas y hermanas de lo que habían visto, pero los martillos y las brochas no volvieron a detenerse.


—¿Qué trabajo? —preguntó él con rostro inexpresivo.


—Éste —le entregó el papel en el que aparecía el anuncio tachado por ella.


—Pasa a mi despacho.


Su «despacho» en realidad era un cuarto trastero que se había convertido en un refugio del polvo y del ruido de la restauración. Le indicó una silla y se sentó del otro lado del viejo escritorio atestado de papeles. Miró el periódico.


—Pense que este anuncio no te interesaba.


—Y así fue —repuso con sinceridad—, al principio.


—¿Qué te hizo cambiar de idea?


Lo observó con ojos centelleantes y movió los pies incómoda. Se preguntó hasta dónde pensaba ponérselo difícil.


—Yo, hmm, pensé en lo cerca que estaba de mi casa y en que la paga era mejor que la que podría conseguir en Rockford.


—¿Así que estabas dispuesta a realizar un sacrificio en tus condiciones de trabajo? —inquirió Pedro.


Paula lo miró fijamente y pensó que su aspecto era arrebatador.


—Creo que podré manejar cualquier cosa que surja.


—Estupendo —asintió—. Quedas contratada.


—Pero ni siquiera has visto mi currículum —protestó ella...


Él rodeó la mesa y se sentó en el borde delante de ella.


—Tú eres la única persona de esta ciudad que tiene alguna idea de cómo atender una llamada de emergencia. Eras la esposa del sheriff. Estabas al corriente de todo. No es difícil de aprender. En cuanto instalen la centralita, enseñarás a los demás a recibir las llamadas.


—Sé escribir a máquina —le dijo, improvisando—, Y sé manejar algunos programas de ordenador.


De la otra habitación, llegaron un grito y algunos juramentos, seguidos de una llamada por radio de uno de los ayudantes.


—¿Puedes manejar también a las patrullas? —preguntó él, yendo hacia la radio para contestar.


—Creo que sí. Yo…


—Sheriff Alfonso, en la tienda de artículos generales hay un lío que no sabemos cómo solucionar —por la radio sonó la voz preocupada de un agente novato.


—Llegaré en unos minutos —contestó Pedro con voz sosegada—. ¿Puedes empezar ahora mismo? —se dirigió a Paula, mientras recogía el sombrero cuando iba a la puerta.


—Claro. Supongo que…


—Es todo tuyo, entonces —salió.


Paula se levantó despacio y observó el caos reinante, preguntándose por dónde empezar.


—Ah —Pedro asomó la cabeza por el marco de la puerta—, gracias, Paula.


Sonrió y desapareció, pero antes de hacerlo ella notó el rápido vistazo que recibió de los pies hasta el pecho. Se oyó otro ruido sordo desde la sala principal, más un coro de voces enfadadas.


—Creo que ya sé por dónde empezar —musitó, dejando el papeleo para más tarde.


Pedro subió al coche patrulla y puso rumbo a la tienda. Probablemente, se trataba de un par de exaltados que no sabía cuándo irse a casa.


Pensó en Paula, contento de que hubiera decidido aceptar el trabajo. Al verla allí de pie en la entrada, con ese traje rojo ciñendo su esbelta silueta, le costó mostrarse coherente cuando ella le sonreía.


Después de que hubiera solucionado el problema en la tienda, iría al local de Spivey. No podía permitir que una nueva empleada del departamento del sheriff se enfrentara a una casa fría.


«Unos hogares bien acondicionados significan empleados más satisfechos», pensó, frenando el coche ante la tienda. Cada mes podrían deducirle una determinada cantidad de su sueldo.


Empezaba a convertirlo en algo muy personal. 


Pero no parecía haber otra respuesta. Paula se había convertido en alguien más importante de lo que había considerado posible. No era algo que él hubiera planeado ni buscado. Pero ahí estaba, con esos brillantes ojos azules y esa dulce boca.


Si Raquel y él lo hubieran conseguido y hubieran tenido un hijo como Manuel. esperaba que alguien hubiera ayudado a su familia de no haber estado él presente. Pensó en Jose Chaves y esperó que fueran tan parecidos como lo indicaba todo y que lo comprendiera.


Abrió la puerta del coche patrulla y, en el interior de la tienda, sonó un disparo.


jueves, 23 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 23





Pedro observó sus movimientos mientras ella iba de un lado a otro de la cocina, derramando el café y el azúcar, tirando con demasiada fuerza del cajón de los cubiertos. Había algo diferente en ella. O quizá se debía a que recordaba su contacto del día anterior.


—Hace frío aquí —comentó ella mientras dejaba la taza sobre la mesa—. No tardaré mucho en cambiarme.


Él bebió café mientras la oía subir por la escalera.


—Para mí hace bastante calor aquí —murmuró, dejando que su imaginación subiera con ella.


—Bueno, está muerta, no cabe duda —indicó el señor Spivey.


—¿Perdón? —Pedro se atragantó cuando su mente regresó con brusquedad a la cocina.


—La caldera, sheriff. La caldera de la señora Chaves está muerta. El año pasado le dije que necesitaba una nueva.


—¿Cuánto cuesta? —inquirió Pedro.


—Es el mejor precio que puedo darle —el señor Spivey mencionó una suma elevada—. Puedo dejarle un calentador de queroseno. Es mejor que nada, hasta que pueda comprar la nueva caldera.


Depositó la cifra apuntada sobre la mesa y prometió dejar un calentador en el porche.


Pedro odió la expresión desvalida en el rostro de Paula al ver la cifra del señor Spivey. Quiso ocuparse de la situación.


Pero conocía lo suficiente a Paula como para saber que no agradecería algo así. Acababan de alcanzar una tregua en la que volvían a hablarse. No quería hacer nada que representara un retroceso.


Si pudiera convencerla de aceptar el trabajo en la oficina del sheriff…


—Bueno —se volvió hacia él—, ya estoy lista.


No salió el tema de la reparación de la caldera. 


De camino al taller de Benjamin, hablaron de la celebración del Día de los Fundadores.


—Denny y Mandy Lambert me pidieron que las acompañara al Baile de los Fundadores este fin de semana —dijo él con una risita.


—Cuidado con ellas, sheriff —advirtió Paula—. No dejes que te lleven a un rincón oscuro.


—Es el uniforme —Pedro rió—. El sábado por la noche me pondré otra cosa.


—Creo que te subestimas —indicó ella—. En esta ciudad hay pocos hombres solteros por debajo de los sesenta.


—Gracias, señora Chaves —asintió sin quitar la vista del camino—. Sabes cómo hacer que a un hombre no se le suban los humos.


Llegaron pronto al taller, demasiado pronto para gusto de Paula, que deseó que pudieran pasar algunos minutos más juntos.


—Supongo que nos veremos —comentó ella al bajarse del coche.


—Si no te veo antes del sábado, intentaré reservarte un baile —prometió.


Siguió el coche con la mirada antes de entrar en el taller.


—¿Benjamin? —llamó.


—Aquí atrás —gritó él—. Tengo la camioneta lista para ti, Paula.


Ella subió al vehículo y lo puso en marcha. Le encantó el ronroneo del motor. No estaba recién salido de un concesionario, pero parecía limpio y mucho más nuevo que su anterior camioneta.


—Pagos semanales, ¿de acuerdo? —preguntó Benjamin cerrando el capó.


—Sí —acordó Paula con gesto tenso—. Gracias, Benjamin.


—De nada, Paula. Nos vemos el viernes.


«El viernes», musitó mientras conducía su nueva camioneta negra a casa. El primer día de pago.


La cifra aproximada que le había dejado el señor Spivey le quitó el aire. No era que le sorprendiera. Los últimos dos años, apenas habían podido sobrevivir. Quedaba muy poco dinero para arreglos importantes en la casa o compras nuevas.


Se miró en el espejo del dormitorio y tomó una decisión. Quizá él se riera o ya hubiera contratado a otra persona, pero, de todos modos, se lo iba a pedir. Con los gastos añadidos de la caldera y la camioneta, jamás llegaría hasta la siguiente cosecha con lo que tenía ahorrado.


Mientras se vestía, con optimismo pensó que quizá, después de todo, pudiera comprarle el ordenador a Manuel.


Se negó a considerar lo que diría si el trabajo ya había sido adjudicado. Una hora más tarde, bien peinada por una vez, su traje rojo planchado a la perfección, con una blusa blanca como suave contraste, entró en la oficina del sheriff.


Pintores y carpinteros trabajaban en todo el edificio, ocupándose de reparar años de dejadez. Un electricista estaba subido a una escalera mientras se ocupaba de las luces del techo.





DUDAS: CAPITULO 22




Paula se sentó en la cama con el resto del periódico del domingo extendido a su alrededor.


Aún no hacía mucho frío, de modo que no había motivo para sentir pánico. Y si empeoraba, abajo estaba la chimenea.


Por las dudas, había arropado a Manuel en su cama con una manta adicional. Luego, llamó al señor Spivey, quien prometió ir a la mañana siguiente para echarle un vistazo a la caldera.
Igual que Benjamin, sus palabras fueron ominosas.


—Creo que el año pasado hablamos de cambiar el sistema, señora Chaves. ¡Eso es una antigualla!


Había reído ante su broma, pero Paula gimió interiormente. La pequeña cantidad de dinero que tenía a salvo en su cuenta en el banco de Rockford, disminuía con rapidez. Sabía que no disponía de otra elección. Tendría que buscar un trabajo, al menos hasta la primavera.


El diario estaba lleno de anuncios que buscaban de todo, desde cocineros hasta bomberos. 


Algunos de los restaurantes que conocía necesitaban camareras, pero el dinero no compensaba los viajes diarios a Rockford.


En el acto, vio un anuncio que marcó con un círculo antes de terminar de leerlo. Contestar al teléfono, despachar coches y el sueldo era estupendo. Al llegar al final del anuncio, suspiró y lo tachó.


«Contactar con el sheriff Pedro Alfonso en la oficina del sheriff en Gold Springs».


Lo contempló largo rato. Había hecho lo que le había aconsejado y puesto un anuncio en el periódico. Sin duda, tendría muchas candidatas. 


Tal vez ya hubiera contratado a alguien.


Aquella tarde no le había mencionado el trabajo. 


Quizá esperaba que ella ya no lo tomara en consideración. Y no le había dado motivos para imaginar otra cosa. Le había dejado bien claro lo que pensaba al respecto.


Estudió el anuncio otra vez antes de cerrar el periódico. Trabajar en Gold Springs sería mucho mejor que hacerlo en Rockford. Apagó la luz de la mesita. Sin duda, representaría más dinero.


Claro está que quizá el puesto estuviera ya ocupado. Además, tendría que tragarse el orgullo para solicitarlo.


Cerró los ojos en el cuarto a oscuras y pensó en los muchos problemas que había tenido el año siguiente de la muerte de Jose, durmiendo sola en la cama grande. Pero en vez de ver la cara sonriente de su marido mientras se quedaba dormida, su mente fue invadida por el rostro de Pedro Alfonso.


—Duérmete —se dijo, pensando en el ligero contacto de él en su mano.


Pero la siguió a sus sueños, rodeándola con sus brazos fuertes para besarla y bloquear el sol…


Entonces, fue de día y el despertador sonaba y Manuel pedía tostada con queso para desayunar, quejándose de que la casa estaba fría.


Llegó el autobús de la escuela, y el señor Spivey apareció en el momento en que el coche del sheriff entraba en su camino privado.


—Parece que se ha metido en problemas —bromeó el señor Spivey mientras sacaba sus herramientas.


Paula miró con pesar el viejo chandal que tenía puesto, el pelo recogido con una goma.


—Voy a echarle un vistazo a esa vieja caldera —prometió el otro. La miró, luego fijó su vista en el sheriff cuando bajó del coche.


Paula sonrió, sabiendo que el señor Spivey aún no se movería. ¡Era el mayor chismoso de Gold Springs!


—Buenos días —el señor Spivey saludó al sheriff—. Ha salido pronto esta mañana.


—Voy de camino a la oficina —Pedro asintió y estrechó la mano extendida del otro hombre.


—Imagino que el crimen no descansa —indicó el señor Spivey.


—No en esta ciudad —Pedro miraba a Paula.


—Bueno —añadió el señor Spivey, mirándolos—. Iré a ver esa caldera. Puede que a usted también le interese venir, sheriff.


—¿Por qué, señor Spivey?


—Quizá sea la última vez que alguien puede contemplar algo semejante. Creo que dejaron de funcionar el siglo pasado. La de la señora Chaves esperó hasta anoche.


Con una risita, el fontanero rodeó la casa.


Paula se sintió avergonzada. ¡Si no era Manuel quien le contaba sus problemas personales a Pedro Alfonso, lo hacían los vecinos!


—¿La caldera ha muerto o sólo está averiada? —preguntó.


—Aún no lo sabemos, pero el señor Spivey ya planea su servicio fúnebre —Pedro rió—. ¿Qué te trae por aquí, sheriff?


—Iba a la ciudad y pensé que quizá querrías que te llevara a recoger la camioneta —repuso pasado un momento. Después de verla, tuvo dificultad para recordar el motivo que lo había llevado hasta allí. Paula era como una bebida fresca en un día de calor.


Ella bajó la vista a sus zapatillas gastadas, y el orgullo hizo que deseara decirle que no era necesario.


Ese orgullo que la obligaría a aceptar que fuera Tomy quien la llevara al taller de Benjamin.


—Gracias. Ha sido estupendo que pensaras en mí.


Como pensar en ella se había vuelto algo tan natural como respirar, Pedro sonrió.


—Ha sido un placer.


—Yo, hmm… he de cambiarme, si no te importa esperar… —se ruborizó.


—En absoluto —sus ojos la acariciaron con suavidad—. Puedo esperar.


—Hay café —lo invitó a pasar—. Si no te importa el frío.


—Un café suena muy bien —asintió.


Inquieta, conversó sobre Manuel y la camioneta que iba a recoger mientras sacaba una taza limpia y la llenaba con café. Aquella mañana, él irradiaba algo que la ponía nerviosa. O quizá verlo hacía que recordara los sueños de la noche.




DUDAS: CAPITULO 21



En silencio, exploraron los rincones del sótano y encontraron unos pocos objetos. En un estante, había una marmita oxidada y un pato de cobre cubierto de herrumbre verde. Algunos fragmentos de vidrio azul, unas botellas verdes y unos sacos de patatas podridas.


Manuel los llamó cuando localizó algo brillante en el suelo.


—Es dinero —exclamó.


Pedro apuntó con la linterna y lo tanteó con los dedos.


—Creo que es un dólar de plata.


—¿De verdad? ¿Un dólar de plata?


—Probablemente uno antiguo —conjeturó Pedro—. Llevémoslo fuera.


Fue agradable encontrarse fuera del sótano bajo la intensa y cálida luz del sol. Paula observó mientras Pedro y Manuel, con las cabezas pegadas, limpiaban la moneda y la examinaban con atención.


Sabía que a Manuel le gustaba Pedro. Y ella misma mentiría si dijera lo contrario. Ésa no era la cuestión. No quería despertar una mañana y descubrir que sentía algo más.


Pero no había nada que pudiera hacer sobre lo que sentía su hijo. Estaba al corriente de que Manuel quería un padre, y sin duda pensaba que Pedro Alfonso encajaba en el papel.


—Es un dólar —gritó Manuel cuando Pedro lo confirmó—. Es un dólar de plata de 1890, mamá.


—Es una moneda hermosa —la contempló bajo el sol—. Seguro que también vale algo de dinero.


—Tendrás que averiguarlo —indicó Pedro.


—¿Quieres decir que me la puedo quedar? —preguntó Manuel, maravillado.


—Claro. Tú la encontraste. No sería una búsqueda del tesoro si no te puedes quedar con él.


—¡Gracias, Pedro!


—Creo que tengo una bolsa donde puedes guardarla —el sheriff meditó unos instantes—. Ve a la caravana y mira en el primer cajón de la izquierda.


—¿Piensas derribar toda la casa? —preguntó Paula cuando Manuel se marchó a la carrera.


—Salvaré todo lo que pueda —explicó—. Luego, voy a levantar una nueva. Es un buen lugar para una casa. ¡Mira esos nogales!


Ella contempló los enormes árboles y los frutos que cubrían el suelo a su alrededor.


—Eres bueno con Manuel—comentó con los ojos entrecerrados por la intensidad de la luz—. Deberías tener tu propia familia.


—Mi vida no es adecuada para una familia —sacudió la cabeza. «Tú deberías saberlo», añadió en silencio.


—Lamento lo del otro día —indicó al tiempo que se apartaba de él—. Sé que soy demasiado sensible acerca de Jose y todo lo que sucedió.


—Soy yo quien lo lamenta —la miró fijamente mientras capturaba su mano—. No era asunto mío señalarte tus propios problemas. Tu reacción estaba justificada.


—¿Sí? —dejó que una sonrisa jugara en sus labios. El contacto en su mano era leve. No había nada intimidador en él. En ese momento, se sentía cómoda con Pedro.


Lo desconcertó esa leve sonrisa, pero se alegró de verla.


—¡La encontré! —gritó Manuel, corriendo desde la caravana. Sostenía en alto una pequeña bolsa de terciopelo negro con un cordón.


Pedro la abrió para que Manuel dejara caer la moneda en su interior.


—Guárdala otros cien años y entonces sí que valdrá bastante dinero.


—Se la voy a mostrar a todo el mundo —a Manuel le brillaron los ojos.


—Deberíamos irnos —le dijo Paula—. Pedro tiene mucho que hacer, y a ti te esperan deberes.


—Dejad que os lleve —se ofreció Pedro.


—Podemos caminar —ella agitó una mano—. No está muy lejos. Gracias, de todos modos.


—Me alegraré cuando Benjamin tenga lista la nueva camioneta —le confió Manuel.


—¿Y cuándo será? —miró a Paula, pero fue Manuel quien respondió.


—Mañana. Tuve que olvidarme del ordenador por este año, pero está bien.


Pedro odió alzar el rostro hacia Paula, pero no le quedaba más alternativa. Desde luego, estaba avergonzada.


—Está bien —aseguró con una sonrisa.


—Gracias —musitó, empujando a su hijo hacia el camino—. Buena suerte con la casa.


—Buena suerte con la camioneta —y se contuvo de volver a ofrecerle el trabajo en la oficina. Si decidía que estaba interesada, Paula se lo haría saber. Mientras tanto, habían establecido una especie de tregua. Hablar siempre representaba un paso en la dirección correcta.


—No tienes por qué contarle a Pedro todo lo que nos pase —le explicó Paula a Manuel mientras marchaban por el camino de grava.


Pedro es un buen hombre, como papá —repuso Manuel—. No le molesta saber esas cosas.


—Puede que a él no, pero a mí sí. Nuestra vida personal no es algo que debamos compartir con él, aunque sea un buen hombre.


—De acuerdo —aceptó Manuel al final—. ¿Podemos cenar pizza?


Paulaa miró al cielo en busca de ayuda, pero sabía que no la iba a recibir al menos en diez años. Cuando Manuel fuera un adulto, lo entendería. Antes de que llegara ese momento, era un chico abierto y generoso. No le molestaba conocer los problemas de otras personas, y quería compartir los suyos.


—De todos modos, gracias por decirle que no te importaba lo del ordenador —apoyó la mano en su hombro—. Me gusta que lo comprendas.


—Deberías volver a casarte otra vez, mamá —la miró y sonrió—. Yo no seré un niño toda la vida, ya sabes.


—Lo sé —le hizo cosquillas mientras corrían los últimos metros hacia la casa—. ¡Y me alegra! Algún día serás el padre de un pequeño, y te recordaré todas las cosas que hiciste.


—¡Yo no! —Manuel rió y la esquivó—. No pienso casarme con una chica repelente.


—Oh, pero tú quieres que me case con algún chico repelente, ¿eh?


—Los chicos no son repelentes —afirmó Manuel—. Al menos, Pedro no lo es.


Paula introdujo la llave en la puerta y entró antes de que Manuel pudiera saltar por el lateral del porche.


—Hace frío —la alcanzó en la cocina cuando ella encendía la luz.


Paula suspiró al ver desaparecer la última de sus opciones.


—Manuel, creo que la caldera se ha estropeado.


Su hijo asintió con gesto solemne.


—La abuela siempre dice que, cuando llueve, diluvia.


—Creo que tiene razón —musitó ella—. Salvo que en este caso es una inundación.