jueves, 23 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 21



En silencio, exploraron los rincones del sótano y encontraron unos pocos objetos. En un estante, había una marmita oxidada y un pato de cobre cubierto de herrumbre verde. Algunos fragmentos de vidrio azul, unas botellas verdes y unos sacos de patatas podridas.


Manuel los llamó cuando localizó algo brillante en el suelo.


—Es dinero —exclamó.


Pedro apuntó con la linterna y lo tanteó con los dedos.


—Creo que es un dólar de plata.


—¿De verdad? ¿Un dólar de plata?


—Probablemente uno antiguo —conjeturó Pedro—. Llevémoslo fuera.


Fue agradable encontrarse fuera del sótano bajo la intensa y cálida luz del sol. Paula observó mientras Pedro y Manuel, con las cabezas pegadas, limpiaban la moneda y la examinaban con atención.


Sabía que a Manuel le gustaba Pedro. Y ella misma mentiría si dijera lo contrario. Ésa no era la cuestión. No quería despertar una mañana y descubrir que sentía algo más.


Pero no había nada que pudiera hacer sobre lo que sentía su hijo. Estaba al corriente de que Manuel quería un padre, y sin duda pensaba que Pedro Alfonso encajaba en el papel.


—Es un dólar —gritó Manuel cuando Pedro lo confirmó—. Es un dólar de plata de 1890, mamá.


—Es una moneda hermosa —la contempló bajo el sol—. Seguro que también vale algo de dinero.


—Tendrás que averiguarlo —indicó Pedro.


—¿Quieres decir que me la puedo quedar? —preguntó Manuel, maravillado.


—Claro. Tú la encontraste. No sería una búsqueda del tesoro si no te puedes quedar con él.


—¡Gracias, Pedro!


—Creo que tengo una bolsa donde puedes guardarla —el sheriff meditó unos instantes—. Ve a la caravana y mira en el primer cajón de la izquierda.


—¿Piensas derribar toda la casa? —preguntó Paula cuando Manuel se marchó a la carrera.


—Salvaré todo lo que pueda —explicó—. Luego, voy a levantar una nueva. Es un buen lugar para una casa. ¡Mira esos nogales!


Ella contempló los enormes árboles y los frutos que cubrían el suelo a su alrededor.


—Eres bueno con Manuel—comentó con los ojos entrecerrados por la intensidad de la luz—. Deberías tener tu propia familia.


—Mi vida no es adecuada para una familia —sacudió la cabeza. «Tú deberías saberlo», añadió en silencio.


—Lamento lo del otro día —indicó al tiempo que se apartaba de él—. Sé que soy demasiado sensible acerca de Jose y todo lo que sucedió.


—Soy yo quien lo lamenta —la miró fijamente mientras capturaba su mano—. No era asunto mío señalarte tus propios problemas. Tu reacción estaba justificada.


—¿Sí? —dejó que una sonrisa jugara en sus labios. El contacto en su mano era leve. No había nada intimidador en él. En ese momento, se sentía cómoda con Pedro.


Lo desconcertó esa leve sonrisa, pero se alegró de verla.


—¡La encontré! —gritó Manuel, corriendo desde la caravana. Sostenía en alto una pequeña bolsa de terciopelo negro con un cordón.


Pedro la abrió para que Manuel dejara caer la moneda en su interior.


—Guárdala otros cien años y entonces sí que valdrá bastante dinero.


—Se la voy a mostrar a todo el mundo —a Manuel le brillaron los ojos.


—Deberíamos irnos —le dijo Paula—. Pedro tiene mucho que hacer, y a ti te esperan deberes.


—Dejad que os lleve —se ofreció Pedro.


—Podemos caminar —ella agitó una mano—. No está muy lejos. Gracias, de todos modos.


—Me alegraré cuando Benjamin tenga lista la nueva camioneta —le confió Manuel.


—¿Y cuándo será? —miró a Paula, pero fue Manuel quien respondió.


—Mañana. Tuve que olvidarme del ordenador por este año, pero está bien.


Pedro odió alzar el rostro hacia Paula, pero no le quedaba más alternativa. Desde luego, estaba avergonzada.


—Está bien —aseguró con una sonrisa.


—Gracias —musitó, empujando a su hijo hacia el camino—. Buena suerte con la casa.


—Buena suerte con la camioneta —y se contuvo de volver a ofrecerle el trabajo en la oficina. Si decidía que estaba interesada, Paula se lo haría saber. Mientras tanto, habían establecido una especie de tregua. Hablar siempre representaba un paso en la dirección correcta.


—No tienes por qué contarle a Pedro todo lo que nos pase —le explicó Paula a Manuel mientras marchaban por el camino de grava.


Pedro es un buen hombre, como papá —repuso Manuel—. No le molesta saber esas cosas.


—Puede que a él no, pero a mí sí. Nuestra vida personal no es algo que debamos compartir con él, aunque sea un buen hombre.


—De acuerdo —aceptó Manuel al final—. ¿Podemos cenar pizza?


Paulaa miró al cielo en busca de ayuda, pero sabía que no la iba a recibir al menos en diez años. Cuando Manuel fuera un adulto, lo entendería. Antes de que llegara ese momento, era un chico abierto y generoso. No le molestaba conocer los problemas de otras personas, y quería compartir los suyos.


—De todos modos, gracias por decirle que no te importaba lo del ordenador —apoyó la mano en su hombro—. Me gusta que lo comprendas.


—Deberías volver a casarte otra vez, mamá —la miró y sonrió—. Yo no seré un niño toda la vida, ya sabes.


—Lo sé —le hizo cosquillas mientras corrían los últimos metros hacia la casa—. ¡Y me alegra! Algún día serás el padre de un pequeño, y te recordaré todas las cosas que hiciste.


—¡Yo no! —Manuel rió y la esquivó—. No pienso casarme con una chica repelente.


—Oh, pero tú quieres que me case con algún chico repelente, ¿eh?


—Los chicos no son repelentes —afirmó Manuel—. Al menos, Pedro no lo es.


Paula introdujo la llave en la puerta y entró antes de que Manuel pudiera saltar por el lateral del porche.


—Hace frío —la alcanzó en la cocina cuando ella encendía la luz.


Paula suspiró al ver desaparecer la última de sus opciones.


—Manuel, creo que la caldera se ha estropeado.


Su hijo asintió con gesto solemne.


—La abuela siempre dice que, cuando llueve, diluvia.


—Creo que tiene razón —musitó ella—. Salvo que en este caso es una inundación.




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