martes, 21 de mayo de 2019
DUDAS: CAPITULO 17
Aguardó en la camioneta mientras ella entraba en el banco, y meditó en los interludios de pasión que surgían entre ellos.
¿Qué era lo que quería? Sólo hacía unos días que se conocían. Y si no iba con cuidado, la asustaría y no aceptaría el trabajo en la oficina del sheriff. Necesitaba su experiencia allí tanto como ella necesitaba el trabajo.
Paula regresó.
—¿Comemos? —preguntó con una sonrisa generosa en la cara.
La miró, cautivado por la curva de sus labios, y las palabras de advertencia que había pensado unos minutos antes se desvanecieron bajo la luz del sol que coronaba su cabeza.
—Me muero de hambre.
—Bien. Conozco un sitio agradable junto al lago.
Condujo por la ciudad siguiendo las directrices que le daba Paula, prometiéndose que almorzaría con ella sin precipitarse. No la apremiaría ni la tocaría.
Se sentaron en un banco de hierro forjado bajo el sol y comieron unos burritos comprados en un puesto callejero. La conversación fue general.
Haría frío en poco tiempo. Las navidades ya estaban cerca. El año casi se había terminado.
—¡No podía creer que anunciaran árboles de navidad en septiembre! —rió y echó los últimos trozos del burrito a unos patos próximos.
—La navidad pasada la pasé en la carretera —le dijo, contemplando el lago.
—Pero tu hermana… quiero decir, tienes familia —titubeó.
—Intentaba llegar a su casa —explicó él—. Tardé un día más debido al mal tiempo —la miró—. De paso, aproveché para ayudar a traer a un niño al mundo.
—¿De verdad? —Paula abrió mucho los ojos—. ¿Cómo?
—La madre se vio atrapada en un accidente. Los quitanieves venían de camino con la ambulancia y la policía de carretera, pero yo fui la primera persona en llegar al lugar.
—¿Hubo algún problema?
—Ni la madre ni el niño sufrieron complicaciones —repuso—. Unos minutos después llegó todo el mundo y yo continué mi camino.
—¿Por qué? —lo miró.
—Porque me daba la impresión de que siempre iba hacia algún sitio —respiró hondo y le sonrió—. Quería un hogar. Quería estar en alguna parte para ver crecer a algunos de esos bebés.
Paula apartó la vista de sus ojos intensos y en silencio terminó de beberse el refresco, luego arrojó el vaso a la papelera.
—Jose ayudó a traer al mundo a varios niños siendo alguacil. Era una de sus llamadas favoritas.
Pedro tiró su vaso de papel y la observó largo rato mientras se acercaba al lago. Se había prometido no inmiscuirse en sus asuntos, pero parecía que no le quedaba otra alternativa. La culpabilidad, el remordimiento y un fuerte sentido de responsabilidad pudieron con el sentido común.
—Háblame de Jose, Paula —invitó al llegar a su lado.
Por acuerdo silencioso, comenzaron a caminar por el camino que circundaba el lago.
—Jose —musitó ella, sin mirarlo—. Siempre intentaba hacer lo que era correcto. Era tan distinto de Tomy como pueden serlo dos hermanos. Era divertido, y capaz de hechizar incluso a los pájaros en los árboles.
—Y lo amabas —concluyó Pedro, con sensación de opresión en el pecho. Estaba celoso de un muerto. Un muerto que podría haber sido él. Que nunca vería crecer a su hijo.
—Y lo amaba —se apartó el pelo de la cara y lo miró—. Estuvimos casados diez años, desde que salimos del instituto. Jamás salí con alguien en serio antes de conocerlo a él, y no he vuelto a salir con nadie desde… desde que murió.
El percibió el leve temblor en su voz y deseó poder cambiar de tema. Pero debía saberlo.
—¿Qué le pasó, Paula?
Ella suspiró y anheló no tener que contarlo. Se dio cuenta de que nunca lo había hecho en voz alta. Todo el mundo sabía lo que sucedió.
—Salió una noche después de cenar. La esposa de Frank Martin llamó para decir que su esposo volvía a pegarle —lo miró e intentó sonreír—. Tenían diez hijos, pero no podían evitar hacerse daño. Mike Matthews solía contamos historias sobre los padres de Frank… eran iguales.
Caminaron unos minutos con el único sonido de los coches en la calle y la risa de unos niños en el parque.
—Bueno, en esa ocasión tenía una pistola. Dijeron que estaba loco con ella, disparando al aire y amenazando con matarlos a todos. Había hecho acto de presencia la patrulla de carretera de Rockford, pero como Jose había visto tantas veces a Frank de esa manera, dejaron que él manejara la situación —calló y posó la vista sobre el centelleante lago—. Jose era capaz de convencer a todo el mundo. Oyeron los disparos después de que entrara en la casa. Luego salió con la pistola en la mano y cayó a sus pies. Frank había disparado… dijeron que al azar, pero le había dado a Jose. Murió de camino al hospital
DUDAS: CAPITULO 16
Una hora más tarde, iba sentada en la parte delantera de la camioneta mientras devoraban los kilómetros que separaban Gold Springs de Rockford. Había sido exasperante cargar los haces de hierbas en la parte de atrás del vehículo de Pedro. Algunos se habían roto, pero la mayoría seguían intactos.
Lo había acompañado a recoger la camioneta.
Había esperado fuera de la pequeña caravana mientras él se cambiaba de ropa.
—Hay dos cuartos, si quieres esperar dentro —había indicado él con educación.
Pero prefirió hacerlo bajo el sol. Pedro dejó abierta la puerta y desapareció en el diminuto dormitorio. Ella no pudo resistir echar un vistazo a su hogar con ruedas.
Había una mesita, una silla, una nevera pequeña y un hornillo. El baño apenas era un armario con una ducha de mano y un desagüe.
Observó la plataforma de la ducha y no supo si ella entraría. ¿Cómo se las arreglaba Pedro?
De nuevo volvió a sentirse culpable, ya que ella había formado parte de la decisión de dejar que el sheriff recibiera la tierra de los Hannon. Él había ido a Gold Springs a realizar un trabajo, esperando disponer de un lugar decente en el que vivir, y a cambio tenía que hacerlo en aquel reducido espacio. Todos deberían sentirse avergonzados.
Un peine estaba a punto de caerse desde el lavabo y entró para dejarlo en una posición menos precaria. Vio una foto de una mujer y tres niños; supuso que debía de ser su hermana. A su lado, había un anillo de universidad y una piedra azul con su nombre en ella. Junto a eso, una pistola pequeña con una culata de plata con filigranas.
Al oír que abría la puerta, salió de la caravana.
Se preguntó dónde dormiría. El cuarto que había vislumbrado no parecía lo bastante grande como para acomodar una cama.
—Lo siento —dijo él, acomodándose el pelo con mano impaciente—. Maniobrar ahí dentro requiere más práctica.
Ella asintió, contenta de que no la hubiera descubierto espiando.
—No tienes que disculparte por nada. Además, te agradezco la ayuda.
Se dio cuenta de que conocía poco de Pedro Alfonso. Parecía ser un solitario, un hombre que no se quedaba mucho tiempo en un lugar.
—No es nada.
La miró de reojo. No parecía mucho más cómoda que él cuando estaban solos.
—¿Dónde está Manuel? —preguntó, tratando de entablar conversación después de unos kilómetros en silencio.
—En la escuela —musitó Paula, pensando en su camioneta.
—Puedo recogerlo si necesita que lo lleven a casa —ofreció Pedro—, a menos que Benjamin vaya a arreglarte la camioneta.
—No lo hará —suspiró—. Ha dicho que éste ha sido su último viaje. Supongo que tendré que reemplazarla.
Pedro odiaba mencionar que suponía que andaba escasa de dinero. No era difícil deducirlo. Por las cosas que le había contado Manuel y el hecho de que condujera ese viejo trasto, era como un caso cerrado.
—Es una lástima. Si hay algo que yo pueda hacer… —Paula meneó la cabeza y rió con pesar—. ¿Algo gracioso?
—Imagino que intento comprenderte. ¿Cómo puedes ofrecerte a ayudarnos a cualquiera de nosotros?
—No resulta difícil comprenderlo —repuso y la miró unos segundos—. Gold Springs es mi nuevo hogar. Pretendo hacer todo lo que pueda por la comunidad. Proteger y servir.
Aliviada e irritada, ella notó que no aludía a nada personal.
—¿Incluso después de engañarte? ¿Después de ver la casa de los Hannon…?
—Es buena tierra —afirmó—. La casa deja algo que desear, pero con el tiempo se solucionará.
—Eres un hombre increíblemente paciente e indulgente —comentó ella—. Yo me habría largado en mi Porsche y mandado a todo el mundo al infierno.
—Es algo que ya he hecho —sonrió—. El mundo avanza en círculos, Paula. No dejamos de volver a las cosas que no hemos terminado —Paula miró por la ventanilla, sin saber que decir. Pedro Alfonso era demasiado bueno para Gold Springs—. Pensé que quizá tú podrías ayudarme —él cambió de tema después de que ella permaneciera varios momentos en silencio—. Busco a alguien que pueda trabajar a tiempo parcial para organizar la oficina del sheriff. Una especie de secretaria, operadora de la centralita y ayudante, todo en uno. Necesito a alguien familiarizada con las llamadas de emergencia que pueda aprender el sistema y enseñárselo a otras personas.
«Me está ofreciendo un trabajo», pensó. Sabía que andaban justos de dinero y le brindaba la oportunidad de mejorar su situación. Lo supo como si se lo hubiera contado abiertamente.
Se sintió conmovida, pero, al mismo tiempo, cauta. Si necesitaban dinero extra, tal vez fuera mejor que se pusiera a trabajar en la pizzería de Rockford.
—Se lo diré a quien considere que podría estar interesada —repuso, sonriéndole—. Creo que sería mejor que pusieras un anuncio en el periódico.
Detuvo la camioneta en el primer semáforo en rojo a la entrada a Rockford.
—Podría hacerlo —coincidió. «Y debería hacerlo. Pero te quiero a ti», añadió para sus adentros.
Ella le indicó cómo llegar al herbolario.
—Yo puedo —le dijo a Pedro cuando él bajó de la camioneta.
—Puedo ayudar.
—Sólo voy a bajar algunos haces para llevarlos al interior —indicó.
Él abrió la puerta de atrás.
—Tú ocúpate de la cuestión de los negocios que yo me encargaré del porte —ella protestó y él añadió—: No es nada personal, pero así iremos a comer antes. ¿No?
Paula estuvo de acuerdo; luego, permaneció en la puerta de atrás de la tienda con la propietaria mientras Pedro metía varios haces de hierbas.
—¿Tienes ayudante? —preguntó la mujer, sin apartar la vista de las largas piernas de Pedro mientras dejaba las hierbas en el suelo.
—Es mi hermano —explicó Paula—. Está casado y tiene diez hijos.
—¿Diez? —la mujer se quedó impresionada y desilusionada. Lo miró con cauta reverencia cuando al marcharse le estrechó la mano.
—¿Qué le pasaba? —inquirió mientras se quitaba unos restos de la camisa.
—No le gustan los hombres —repuso ella, subiendo a la camioneta.
—Oh —repuso con naturalidad—. ¿Ahora a dónde?
Hicieron la segunda parada y el cocinero del Orchid Family Restaurant les estrechó las manos con entusiasmo, prometiendo volver a comprar hierbas de Paula en la primavera.
Paula dejó el resto en el mercado; luego, con los cheques en la mano, le pidió a Pedro que se dirigiera al banco.
—Mis primeros beneficios reales —dijo con orgullo, olvidando por un momento que había querido mantener la distancia entre ellos. En ese gran momento de triunfo, le resultó natural rodearle el cuello con los brazos y darle un rápido abrazo.
Él miró sus ojos brillantes y las mejillas acaloradas y le resultó igual de natural bajar la boca los pocos centímetros que la separaban de sus labios.
Paula retrocedió cuando iba a pasarle los brazos por la cintura.
—Gracias. Por tu ayuda, quiero decir.
—Sólo devolvía el favor —repuso con el ceño fruncido.
DUDAS: CAPITULO 15
Paula observó alejarse el coche marrón y gris pensando que Pedro tenía prisa por deshacerse de ella. Lo cual la alegraba, desde luego. Cuanto menos tiempo pasara en su compañía, mejor.
No quería pensar en él de otro modo que no fuera como el nuevo sheriff. Le deseaba lo mejor, aunque no quería que fuera una parte importante de su vida.
Benjamin no paró de quejarse durante todo el trayecto hasta el taller. El sheriff había amenazado su modo de ganarse la vida a menos que trabajara con él. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Paula le dijo que lo entendía.
—No creo que Tomy lo haga —indicó al meter la grúa en el taller—. Dijo que ya había terminado de intentar que se fuera de la ciudad. Piensa solicitar que lo retiren del puesto.
—No creo que eso suceda —ella meneó la cabeza—. Lo mejor que podría hacer sería esperar y presentarse como candidato a sheriff en las elecciones dentro de dos años.
—Es lo mismo que yo le dije —asintió Benjamin—. Su padre también, pero ya conoces a Ana Chaves. No está contenta con el modo en que van las cosas.
Paula sabía cómo era la señora Chaves. La primera vez que Jose la llevó a cenar a su casa un domingo, su madre la había mirado con arrogancia, como si fuera un insecto.
—¿Así que ésta es la chica? —había preguntado, haciendo que Paula quisiera meterse bajo la silla.
Jose había pasado un brazo por los hombros de las dos.
—Voy a casarme con Paula, mamá.
La señora Chaves dejó bien claro lo que pensaba al respecto. Sin embargo, Jose se había burlado de ella, la había besado en la mejilla empolvada, y habían disfrutado de la cena como una familia. Jose era el único de los tres hijos que podía salirse con la suya. Ella no había dado su bendición al matrimonio, pero tampoco había hecho nada para interponerse en su camino.
Benjamin emitió un sonoro silbido y Paula parpadeó, regresando al presente.
—Es peor de lo que pensaba —le anunció.
—Pero, ¿puedes arreglarlo? —tenía el corazón en los pies.
—Paula, costaría más de lo que vale ese montón de chatarra. Necesitas una camioneta nueva.
Miró la hora. No tenía sentido preocuparse por el vehículo. Tenía que realizar sus entregas, o todo aquello por lo que había trabajado se vendría abajo.
Hizo unas llamadas, tratando de encontrar a alguien con una furgoneta disponible que pudiera prestarle, pero los amigos y la familia estaban ocupados o fuera de la ciudad. Se le pasó por la mente que podían estar esquivándola adrede. Después de todo, había ayudado al sheriff. Tomy se lo había advertido.
Pero eso era una tontería. Meneó la cabeza y se obligó a pensar. Debía conocer a alguien con una camioneta que pudiera llevarla a Rockford.
Tenía que haber alguna manera de lograrlo.
—¡Sheriff! —oyó que Benjamin saludaba a Pedro cuando éste entraba en el taller.
A Paula le dio un vuelco el corazón. ¿Pedro no conducía una camioneta cuando la noche anterior se había ido de su casa? Descartó de inmediato ese pensamiento. No quería ni podía pedirle que la ayudara.
«¿Ni siquiera después de que tú lo ayudaras con su coche?», le recordó mentalmente una voz taimada.
«No», pensó, aún con el teléfono en la mano.
—Pensé en pasar por aquí para ver si necesitabas que te llevara a casa —ofreció Pedro.
—Bueno —comenzó mientras la batalla continuaba en su interior—, no me vendría mal…
—Será un placer llevarte…
—A Rockford —finalizó antes de perder el valor.
Le informó de que las hierbas estaban en su camioneta y que necesitaba llevarlas a la ciudad o perdería los contratos para la primavera siguiente.
—Terminó la guardia en diez minutos —indicó él con sencillez—. Volveremos con mi camioneta.
—¿Eso es todo? —lo miró y sintió que los muros que había intentado levantar contra él empezaban a caer—. Quiero decir, ¿lo harás?
El asintió con una ligera sonrisa.
—Tendrás que invitarme a comer.
—No hay problema —aceptó con un profundo suspiro de alivio—. Gracias.
—Ha sido un placer, señora —se llevó un dedo al sombrero y permitió que sus ojos la recorrieran de arriba abajo.
Paula también sonrió, contenta de haberse tomado un momento para lavarse y peinarse. Un jersey limpio ocultaba el corte en su camisa.
lunes, 20 de mayo de 2019
DUDAS: CAPITULO 14
No había modo de escapar de ello. El teléfono no paró de sonar a la mañana siguiente. Paula contestó a la primera llamada, de su madre, que quería saber qué estaba pasando; luego, se marchó de la casa como si la persiguiera el diablo.
En el exterior, la temperatura era fresca y había una ligera bruma. Le encantó oler el perfume otoñal de la tierra y el humo de la chimenea de un vecino lejano. Le recordó la mezcla de tabaco de pipa que su padre solía fumar siendo ella pequeña.
Al abrir la puerta del gran granero pensó que era extraño. Podía recordar tantas cosas pequeñas de su padre. Pero a veces le costaba recordar su cara. Había muerto cuando ella tenía dieciséis años, antes de casarse y de tener a Malena. Parecía una vida entera la que había pasado sin él.
Habían estado próximos de un modo que nunca consiguió con su madre. Su padre no le habría preguntado qué pasaba con Pedro. Se habría reclinado en su silla y esperado hasta que ella fuera a verlo.
Mientras sacaba los haces de hierbas que iba a llevar a la ciudad, se preguntó qué habría dicho sobre el lío que había creado.
La noche anterior no había tardado en mostrarle a Pedro la puerta de atrás. Las señoras del comité del Día de los Fundadores aún estaban saliendo de su camino particular cuando él bajaba los escalones. No quería que nadie pensara que había pasado algo más que ese beso.
Y lo que era más importante, no quería hablar de ello con Pedro. No quería tratar de entender qué significado tenía o por qué había sucedido.
Sólo deseaba que todo el episodio desapareciera.
Cargó los haces en la parte trasera de la camioneta y esperó que el trabajo duro la ayudara a tranquilizarse. Tenía ganas de morder a alguien y se alegró de que Manuel estuviera en la escuela.
El fuerte aroma del tomillo se mezcló con el de la albahaca. Terminó de atar unos pocos haces sueltos de orégano y se sentó en la puerta abatible de atrás, dejando que el viento susurrara sobre su acalorado rostro. Era una mañana hermosa. Demasiado para arruinarla con pensamientos sobre los Chaves o Pedro Alfonso.
Levantó la puerta de la camioneta y aseguró la loneta. Se las había arreglado bien. Su padre habría estado orgulloso de ella.
Mientras conducía por la carretera que salía de Gold Springs pensó en sus beneficios e intentó calcular cómo podría comprarle un ordenador a Manuel. Parte del dinero tendría que reinvertirlo en la cosecha del año siguiente, pero algo sobraría.
Podría pasar sin el abrigo un invierno más, aunque Manuel necesitaba uno nuevo. Si tenía cuidado con la calefacción y recordaba apagar las luces, tal vez conseguiría comprárselo. Si no uno nuevo, tal vez uno bueno usado.
Perdida en sus pensamientos, tardó un minuto en darse cuenta de que el vehículo no emitía su habitual sonido metálico. Pisó un poco el acelerador y el viejo motor tosió y se apagó.
Se desvió al arcén soltando una retahíla de obscenidades.
Una hora más tarde, después de agotar todas las posibilidades que conocía sobre lo que podía pasarle al maldito trasto, se sentó en el suelo.
Tenía las manos sucias de grasa y había una mancha en una de las piernas de los vaqueros.
Se había desgarrado la manga de la camisa y el pelo se le había revuelto.
Peor aún, todo el tiempo que infructuosamente había intentado que arrancara, pudo ver la imagen del ordenador de Manuel perdido en una monstruosa factura del taller mecánico. Siempre que la pudieran arreglar. La última vez, Benjamin le había dicho que no tenía sentido gastar dinero en aquel trasto.
Pero, ¿una camioneta nueva? La idea le cortó la respiración.
—¿Problemas, señora?
Tenía que ser Pedro. Desde luego. ¿Quién, si no? Desde el momento en que se paró el vehículo, supo que él pasaría. La gloria del día, las esperanzas que había albergado, comenzaron a desmoronarse a su alrededor.
Llevaba su uniforme nuevo, el que todo el mundo le había admirado durante el concejo.
Parecía más alto con él, más profesional y menos el hombre accesible y despreocupado al que había besado.
—¿Paula? —preguntó al quitarse las gafas oscuras y agacharse a su lado—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —replicó con voz apagada—. Mi camioneta es otra historia.
Observó su aspecto sucio y desaliñado, se incorporó y extendió una mano sin titubear.
Ella lo miró, y le gustó el modo en que sus ojos no se apartaron de los suyos, aunque lo odió por provocar tantos problemas en su vida. Alargó la mano más sucia y dejó que la ayudara a levantarse.
—Llamaré a una grúa.
—Quizá deberías dejar que lo hiciera yo —indicó ella, preguntándose si Benjamin aparecería si lo llamaba el sheriff.
—Benjamin y yo tuvimos una pequeña charla esta mañana —informó él—. Vendrá.
—No sé qué le habrás dicho… —se mostró asombrada.
—Que pasaría todos los coches averiados que encontrara desde aquí hasta Rockford al taller de Jack Joyner. Se puso firme de inmediato. Parecía que fuéramos amigos desde hacía diez años.
—Benjamin siempre ha tenido vista para las oportunidades —lo siguió a la parte trasera del nuevo coche del sheriff. Él abrió el maletero y le pasó un trapo limpio de color anaranjado.
—A veces, hace falta hablar con dulzura, señora.
No había vuelto a ponerse las gafas de sol y sus ojos la miraron con intensidad. Las emociones lucharon en silencio entre ellos, creando un largo momento de quietud.
—Bueno —fue ella quien al final rompió el contacto con voz ronca. Observó sus manos mientras se las limpiaba con el trapo—. Creo que deberías llamar a Benjamin.
Después de hacerlo, se sentó con él en la parte delantera del coche mientras esperaba a la grúa.
El silencio fue incómodo.
—El condado fue generoso —comentó ella estudiando el interior del vehículo—. Jose tenía que llevar su propio coche cuando salía por una llamada.
—Venía con el trabajo —repuso, tocando el volante—. ¿Cuánto tiempo fue Jose alguacil de Gold Springs?
—Unos diez años —repuso, mirando por la ventanilla la última cosecha de heno agrupada en el arcén. El corazón le latió más deprisa mientras aguardaba la pregunta inevitable. ¿Cómo murió?
—¿Habría aceptado el trabajo de sheriff si viviera? —inquirió él.
—Sí —sorprendida, lo miró—. Jose era como tú.
La grúa roja de Benjamin apareció a la vista con las luces amarillas del techo centelleando, pero Pedro apoyó una mano en su brazo cuando ella hizo amago de bajar.
—¿En qué era como yo?
—Era un héroe —lo observó con firmeza, sin pestañear—. Quería hacer lo que era correcto. Como tú.
Pedro sintió las palabras como si unos diminutos fragmentos de acero hubieran atravesado su alma. ¿Cuántas veces le había dicho lo mismo Raquel? Hasta que al final ya fue demasiado tarde y no hubo más discusiones.
Paula no se parecía a Raquel, aunque en sus ojos veía arder el mismo fuego, la misma ira por el modo en que los hombres de sus vidas habían elegido llevar su existencia.
La observó dirigirse a la grúa de Benjamin. No se le había pasado por alto que le había ofrecido adrede su mano más grasienta. Estaba furiosa por lo sucedido la noche anterior.
No sabía por qué ni si estaba enfadada con él o consigo misma. Creía que tampoco ella lo sabía.
Cuanto más conocía sobre Paula Chaves, más quería conocer. Era fuerte de una manera que hacía que deseara ayudarla.
Bajó del coche.
—Te lo dije la última vez, Paula —comentaba Benjamin mientras enganchaba la camioneta a la grúa.
—Quizá no sea tan grave —indicó ella, esperanzada.
—¿No tan grave? —Benjamin conectó el motor de la grúa—. Paula, si este trasto fuera un caballo, lo habrías sacrificado hace un año por caridad.
—De todos modos, ¿querrás echarle un vistazo?
—Lo haré —suspiró, explicándole que de poco iba a servir.
—Si todo está controlado… —comenzó Pedro, mirando su reloj.
—Aquí sí, sheriff —sonrió Benjamin—. Me llevaré a Paula y a la camioneta de vuelta a la ciudad.
—Gracias —asintió y volvió a ponerse las gafas—. Os veré más tarde.
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