lunes, 20 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 14




No había modo de escapar de ello. El teléfono no paró de sonar a la mañana siguiente. Paula contestó a la primera llamada, de su madre, que quería saber qué estaba pasando; luego, se marchó de la casa como si la persiguiera el diablo.


En el exterior, la temperatura era fresca y había una ligera bruma. Le encantó oler el perfume otoñal de la tierra y el humo de la chimenea de un vecino lejano. Le recordó la mezcla de tabaco de pipa que su padre solía fumar siendo ella pequeña.


Al abrir la puerta del gran granero pensó que era extraño. Podía recordar tantas cosas pequeñas de su padre. Pero a veces le costaba recordar su cara. Había muerto cuando ella tenía dieciséis años, antes de casarse y de tener a Malena. Parecía una vida entera la que había pasado sin él.


Habían estado próximos de un modo que nunca consiguió con su madre. Su padre no le habría preguntado qué pasaba con Pedro. Se habría reclinado en su silla y esperado hasta que ella fuera a verlo.


Mientras sacaba los haces de hierbas que iba a llevar a la ciudad, se preguntó qué habría dicho sobre el lío que había creado.


La noche anterior no había tardado en mostrarle a Pedro la puerta de atrás. Las señoras del comité del Día de los Fundadores aún estaban saliendo de su camino particular cuando él bajaba los escalones. No quería que nadie pensara que había pasado algo más que ese beso.


Y lo que era más importante, no quería hablar de ello con Pedro. No quería tratar de entender qué significado tenía o por qué había sucedido. 


Sólo deseaba que todo el episodio desapareciera.


Cargó los haces en la parte trasera de la camioneta y esperó que el trabajo duro la ayudara a tranquilizarse. Tenía ganas de morder a alguien y se alegró de que Manuel estuviera en la escuela.


El fuerte aroma del tomillo se mezcló con el de la albahaca. Terminó de atar unos pocos haces sueltos de orégano y se sentó en la puerta abatible de atrás, dejando que el viento susurrara sobre su acalorado rostro. Era una mañana hermosa. Demasiado para arruinarla con pensamientos sobre los Chaves o Pedro Alfonso.


Levantó la puerta de la camioneta y aseguró la loneta. Se las había arreglado bien. Su padre habría estado orgulloso de ella.


Mientras conducía por la carretera que salía de Gold Springs pensó en sus beneficios e intentó calcular cómo podría comprarle un ordenador a Manuel. Parte del dinero tendría que reinvertirlo en la cosecha del año siguiente, pero algo sobraría.


Podría pasar sin el abrigo un invierno más, aunque Manuel necesitaba uno nuevo. Si tenía cuidado con la calefacción y recordaba apagar las luces, tal vez conseguiría comprárselo. Si no uno nuevo, tal vez uno bueno usado.


Perdida en sus pensamientos, tardó un minuto en darse cuenta de que el vehículo no emitía su habitual sonido metálico. Pisó un poco el acelerador y el viejo motor tosió y se apagó.


Se desvió al arcén soltando una retahíla de obscenidades.


Una hora más tarde, después de agotar todas las posibilidades que conocía sobre lo que podía pasarle al maldito trasto, se sentó en el suelo. 


Tenía las manos sucias de grasa y había una mancha en una de las piernas de los vaqueros. 


Se había desgarrado la manga de la camisa y el pelo se le había revuelto.


Peor aún, todo el tiempo que infructuosamente había intentado que arrancara, pudo ver la imagen del ordenador de Manuel perdido en una monstruosa factura del taller mecánico. Siempre que la pudieran arreglar. La última vez, Benjamin le había dicho que no tenía sentido gastar dinero en aquel trasto.


Pero, ¿una camioneta nueva? La idea le cortó la respiración.


—¿Problemas, señora?


Tenía que ser Pedro. Desde luego. ¿Quién, si no? Desde el momento en que se paró el vehículo, supo que él pasaría. La gloria del día, las esperanzas que había albergado, comenzaron a desmoronarse a su alrededor.


Llevaba su uniforme nuevo, el que todo el mundo le había admirado durante el concejo. 


Parecía más alto con él, más profesional y menos el hombre accesible y despreocupado al que había besado.


—¿Paula? —preguntó al quitarse las gafas oscuras y agacharse a su lado—. ¿Te encuentras bien?


—Estoy bien —replicó con voz apagada—. Mi camioneta es otra historia.


Observó su aspecto sucio y desaliñado, se incorporó y extendió una mano sin titubear.


Ella lo miró, y le gustó el modo en que sus ojos no se apartaron de los suyos, aunque lo odió por provocar tantos problemas en su vida. Alargó la mano más sucia y dejó que la ayudara a levantarse.


—Llamaré a una grúa.


—Quizá deberías dejar que lo hiciera yo —indicó ella, preguntándose si Benjamin aparecería si lo llamaba el sheriff.


—Benjamin y yo tuvimos una pequeña charla esta mañana —informó él—. Vendrá.


—No sé qué le habrás dicho… —se mostró asombrada.


—Que pasaría todos los coches averiados que encontrara desde aquí hasta Rockford al taller de Jack Joyner. Se puso firme de inmediato. Parecía que fuéramos amigos desde hacía diez años.


—Benjamin siempre ha tenido vista para las oportunidades —lo siguió a la parte trasera del nuevo coche del sheriff. Él abrió el maletero y le pasó un trapo limpio de color anaranjado.


—A veces, hace falta hablar con dulzura, señora.


No había vuelto a ponerse las gafas de sol y sus ojos la miraron con intensidad. Las emociones lucharon en silencio entre ellos, creando un largo momento de quietud.


—Bueno —fue ella quien al final rompió el contacto con voz ronca. Observó sus manos mientras se las limpiaba con el trapo—. Creo que deberías llamar a Benjamin.


Después de hacerlo, se sentó con él en la parte delantera del coche mientras esperaba a la grúa. 


El silencio fue incómodo.


—El condado fue generoso —comentó ella estudiando el interior del vehículo—. Jose tenía que llevar su propio coche cuando salía por una llamada.


—Venía con el trabajo —repuso, tocando el volante—. ¿Cuánto tiempo fue Jose alguacil de Gold Springs?


—Unos diez años —repuso, mirando por la ventanilla la última cosecha de heno agrupada en el arcén. El corazón le latió más deprisa mientras aguardaba la pregunta inevitable. ¿Cómo murió?


—¿Habría aceptado el trabajo de sheriff si viviera? —inquirió él.


—Sí —sorprendida, lo miró—. Jose era como tú.


La grúa roja de Benjamin apareció a la vista con las luces amarillas del techo centelleando, pero Pedro apoyó una mano en su brazo cuando ella hizo amago de bajar.


—¿En qué era como yo?


—Era un héroe —lo observó con firmeza, sin pestañear—. Quería hacer lo que era correcto. Como tú.


Pedro sintió las palabras como si unos diminutos fragmentos de acero hubieran atravesado su alma. ¿Cuántas veces le había dicho lo mismo Raquel? Hasta que al final ya fue demasiado tarde y no hubo más discusiones.


Paula no se parecía a Raquel, aunque en sus ojos veía arder el mismo fuego, la misma ira por el modo en que los hombres de sus vidas habían elegido llevar su existencia.


La observó dirigirse a la grúa de Benjamin. No se le había pasado por alto que le había ofrecido adrede su mano más grasienta. Estaba furiosa por lo sucedido la noche anterior.


No sabía por qué ni si estaba enfadada con él o consigo misma. Creía que tampoco ella lo sabía.


Cuanto más conocía sobre Paula Chaves, más quería conocer. Era fuerte de una manera que hacía que deseara ayudarla. 


Bajó del coche.


—Te lo dije la última vez, Paula —comentaba Benjamin mientras enganchaba la camioneta a la grúa.


—Quizá no sea tan grave —indicó ella, esperanzada.


—¿No tan grave? —Benjamin conectó el motor de la grúa—. Paula, si este trasto fuera un caballo, lo habrías sacrificado hace un año por caridad.


—De todos modos, ¿querrás echarle un vistazo?


—Lo haré —suspiró, explicándole que de poco iba a servir.


—Si todo está controlado… —comenzó Pedro, mirando su reloj.


—Aquí sí, sheriff —sonrió Benjamin—. Me llevaré a Paula y a la camioneta de vuelta a la ciudad.


—Gracias —asintió y volvió a ponerse las gafas—. Os veré más tarde.




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