domingo, 19 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 10




La sala de la vieja iglesia estaba abarrotada. Los que tardaran tendrían que quedarse de pie. A los dos comisionados del condado que habían hecho acto de presencia se los veía agitados en el estrado levantado en la parte delantera.


Los otros ocho comisionados consideraban que el asunto estaba cerrado. Habían tomado su decisión. Gold Springs tenía su primer sheriff.


Algunas de las personas de la ciudad no estaban de acuerdo.


Había unos cuantos rostros desconocidos entre el público. Paula conjeturó que eran residentes de los nuevos barrios.


Vio a Pedro Alfonso en el estrado estrechando la mano de Sue Drake, una de las comisionadas.


Sin duda, ella habría sido la primera en contratarlo. ¿Cómo habría oído hablar de él? 


Chicago parecía estar muy lejos.


Observó los ojos de Sue Drake seguir la silueta esbelta de Pedro cuando se alejó de ella. La mirada bajó lentamente por su espalda hasta llegar a la parte redondeada de su anatomía bien perfilada por el uniforme.


Paula apartó la vista, negándose a mirar. Pero sólo tardó un minuto en volver a fijar su atención en él.


Tenía un aspecto muy profesional con su uniforme de patrullero del estado. Ceñía su pecho amplio y sus hombros anchos y hacía que sus piernas parecieran increíblemente largas.


Se agachó para recoger un papel que había dejado caer, y Paula lo devoró con la vista tal como había hecho Sue Drake. Contuvo el aliento y adrede desvió la mirada.


—Es muy guapo —afirmó Emma Carlson, amiga de Paula desde hacía mucho tiempo, sentada a su lado en la atestada iglesia—. Ahora comprendo por qué te ofreciste a llevarlo.


—Fue algo completamente inocente.


—Claro que sí —Emma suspiró—. De eso es de lo que tenemos que hablar. Ya casi han pasado tres años, Paula. ¿Piensas estar sola siempre?


—¿Por qué a todo el mundo le preocupa que esté sola? No, aguarda —corrigió—. A todo el mundo le preocupa que no tenga un hombre.


—Porque es antinatural —sonrió Emma—. Y porque es un hombre muy atractivo.


—Eso no significa que tenga que acostarme con él, ¿verdad?


—¡Cielos, no! Creo que deberías dejarlo en paz para que nosotras, las divorciadas, tengamos una oportunidad.


Paula sonrió y meneó la cabeza. Emma siempre había sido opuesta a ella. No temía expresar sus opiniones y siempre era el corazón de la fiesta. 


Su brillante mata de pelo rubio rojizo hacía que fuera fácil divisarla en una multitud.


Habían dejado de competir por los hombres cuando Paula había conquistado a Jose Chaves y había dejado a su amiga con Tomy en una cita doble.


Después de eso, Emma se había casado con un abogado y se había trasladado a vivir a Boston. Regresó menos de dos años después, con el corazón roto al descubrir a su marido con otra mujer.


Sola y sin un centavo, no obstante había conseguido abrir una pequeña tienda de ropa que había funcionado casi desde el principio.


No había tenido hijos. Emma afirmaba que estaba agradecida por ello, pero Paula lo dudaba. Era la madrina de Manuel y lo consentía mucho. Al verlos juntos, siempre percibía una gran tristeza en los ojos de su amiga. Hacía que abrazara a Manuel aún con más fuerza.


—Me parece que vamos a comenzar la caza de brujas —murmuró Emma.


—¿Queréis guardar silencio? —demandó su antiguo profesor de matemáticas del instituto—. ¡Vosotras dos siempre hablasteis demasiado!


Ambas se miraron, soltaron una risita y pusieron los ojos en blanco. El profesor suspiró, se reclinó en su silla e intentó no prestarles atención.


—Y bien, ¿cómo es? —susurró Emma mientras los comisionados intentaban poner orden.


—¿Pedro? —se encogió de hombros—. Un tipo agradable. A Manuel le cayó muy bien.


—¿Podemos concentrarnos en lo que nos ocupa? —Sue Drake miró con impaciencia su reloj.


La multitud comenzó a guardar silencio. Paula vio a Tomy y a su madre cerca de la parte frontal de la iglesia. Le alegró no tener que ver sus caras mirándola.


El viejo alguacil, Mike Matthews, se levantó y observó a la gente. Tenía el rostro arrugado y sus ojos se habían vuelto de un azul desvaído.


—Bien, parece que algunos de vosotros tenéis algún problema con el sheriff que nos ha mandado esta buena gente.


—El problema está ahí —Tomy se puso de pie y miró con ojos centelleantes a Pedro Alfonso—, Lo eligieron ellos. No nosotros.


Unas pocas personas lo apoyaron, pero la mayoría de la gente guardó silencio.


Mike Matthews sacudió la cabeza.


—Tomy, ya he hablado contigo y con tu familia sobre esto. El distrito se creó entre período de elecciones. Tenían que nombrar a un sheriff. Si no, no nos habrían dado el dinero para el sistema del 911. Y sé que todos lo queremos.


Se oyeron unos aplausos. La gente asintió y coincidió.


—Ése no es el problema —replicó Tomy—. El problema fue elegir a alguien de fuera de la comunidad para desempeñar el trabajo. Podríais haber seleccionado a uno de nosotros.


—Podríamos —intervino Sue Drake—, si hubiera habido alguien cualificado. Organizar un departamento completo de la nada requiere experiencia. Había determinados requisitos para el puesto según las normativas federales. El sheriff Alfonso las cumple.


—Quizá deberíamos dejar que el sheriff Alfonso pronunciara algunas palabras —comentó David Martin, el otro comisionado, e hizo un gesto en dirección al hombre sentado en el extremo de la hilera de sillas.


Pedro se levantó, y Paula sintió que se ruborizaba cuando sus ojos se clavaron en los de ella desde el otro extremo de la estancia. El corazón le latió con fuerza y sintió una sensación extraña en el estómago.


Fue la primera en apartar la vista, y se preguntó si estaría a punto de acatarrarse. Se sentía extraña y mareada, y respiraba entrecortadamente.


Quizá fuera por la multitud. La noche era cálida y estaban apretados como sardinas. De pronto, se dio cuenta de que había pasado por alto los primeros comentarios de Pedro Alfonso.


—Y después de graduarme en la academia, durante varios años trabajé como policía en Illinois. Tuve la oportunidad de incorporarme al departamento de los Marshall, donde permanecí durante diez años hasta que me llamó la comisionada Drake para ofrecerme este puesto. Pedro miraba a la gente al hablar.


—Creo que podré organizar algo duradero aquí, algo que sirva a esta zona en el próximo milenio. Un motivo por el que acepté este trabajo fue el ofrecimiento de una casa y tierra. Pretendo asentarme y convertirme en parte de la comunidad. Me gustaría cumplir con mi parte para ayudar a que la ciudad se sienta segura y ver cómo prospera.


Sue Drake le ofreció un cálido agradecimiento.


—Como pueden ver, fuimos afortunados de encontrar a un hombre con la experiencia del señor Alfonso, dispuesto a aceptar el sueldo que podíamos ofrecerle en ese momento.


—Y no hay que olvidar una cosa —intervino Mike Matthews, que presentaba un frente unido con Sue—. Dentro de dos años, habrá nuevas elecciones, y si el sheriff Alfonso no cumple con su trabajo tal como vosotros esperáis de él, dispondréis de tiempo suficiente para elegir a quien sí lo haga.


—Pero debéis darle una oportunidad —habló David Martin —. Es el único modo en que seremos capaces de saber qué puede hacer. Su currículum habla por sí mismo, desde luego, y en cuanto se inicie el programa, el dinero federal seguirá llegando sin importar quién ocupe el puesto.


—Eso no nos satisface —gruñó Tomy, poniéndose de pie—. Necesitamos a alguien que conozca la zona y a su gente.


—Necesitamos a alguien que sepa cómo dirigir el tipo de organización que hemos de crear aquí —corrigió Mike Matthews.


—Creo que deberíamos darle una oportunidad —intervino un hombre de la nueva zona urbanizada—. Creo que desempeñará un buen trabajo los dos primeros años.


—¡Creemos que usted debería sentarse y cerrar la boca! —rugió Ronnie, listo para lanzarse sobre los recién llegados respaldado por un grupo de vecinos.


Parecía que la reunión iba a convertirse en una competición de gritos. Pedro volvió a incorporarse y llamó su atención.


—Mi primer acto como sheriff será nombrar alguaciles de Gold Springs. Serán ciudadanos locales con un interés en mantener de la mejor forma posible su comunidad. Será un modo en que yo pueda llegar a conocer a la gente y a la zona.


—¡No lo queremos aquí! —espetó Tomy, poniéndose de pie y mirándolo con ojos furiosos.


—No creo que tenga elección al respecto —expuso con claridad Pedro, sin apartar la vista del hombre airado—. De modo que, a menos que tenga algo constructivo que decir, creo que debería sentarse y guardarse el resto de esa basura para usted.


Los aplausos estallaron por toda la iglesia, salvo, claro está, de Tomy, su familia y sus amigos. Tomy volvió una cara enfadada y desafiante a la multitud, luego salió del edificio.


—Si hay alguna pregunta más, me encantará responderla como mejor pueda —dijo Pedro.


—¡Vaya! —jadeó Emma—. ¡Ha sido una situación tensa!


Paula sabía que Tomy no se iba a rendir con tanta facilidad. Si no podía ganar limpiamente, encontraría otro modo de hacerlo.



DUDAS: CAPITULO 9




Tras cerrar la puerta, ella pensó que quizá había imaginado esa última parte. ¿Cómo podía haber visto la vieja casona desde el coche? No tenía sentido. ¿Habría ido andando desde la ciudad?


Probablemente era su conciencia culpable la que ponía palabras en su cabeza. Ella había participado en el plan. Si no de forma activa, al menos no había emitido ninguna protesta.


Suspiró al ver el número de mensajes que tenía en el contestador, y supo bien su razón. 


Contempló largo rato el pequeño aparato negro, con la cabeza aún martilleándole. Luego apagó las luces sin escuchar los mensajes y subió por la escalera hasta el dormitorio.


Al día siguiente, la lluvia había parado. Un brillante sol de septiembre inundaba las hojas cambiantes de los grandes robles que rodeaban la casa.


Acompañó a Manuel a la parada del autobús de la escuela y luego se dirigió a su huerto. El sol caía sobre su cabeza mientras trabajaba, iniciando lo que probablemente sería la última cosecha de hierbas del año.


Había sido un año bueno y rentable. El primero desde la muerte de Jose. Con algo de suerte y un invierno suave, quizá el próximo pudiera comprarse una camioneta nueva.


Después de vender el ganado que Jose había acumulado, había convertido el viejo granero en un tosco invernadero que le permitiría continuar con sus mejores cosechas incluso después de las primeras escarchas duras del otoño.


Durante el verano, al fin había conseguido establecer un acuerdo a largo plazo con dos de los restaurantes de Rockford. Le comprarían lo que pudiera cultivar y entregar de perejil, salvia, orégano y tomillo.


Poder cultivar las hierbas durante todo el año aliviaría los reveses financieros sufridos desde la muerte de Jose.


«Y quizá», pensó al ponerse en cuclillas y estirar la espalda, «incluso quede suficiente para que le compre a Manuel un ordenador para su cumpleaños el verano próximo».


Igual que muchas parejas, Paula y Jose no habían pensado en una muerte prematura ni en lo que la pérdida de ingresos significaría para los que quedaban atrás. El primer año, Manuel y ella apenas habían conseguido sobrevivir mientras intentaba rehacer sus vidas.


El segundo año, opuso batalla y descubrió que no tenía por qué ser una víctima después de todo. No era la vida que había planeado, pero era la que tenía, e iba a aprovecharla al máximo.


Mucha gente, incluyendo su propia familia, había comentado que no podría salir adelante tras la muerte de Jose. Estaba decidida a demostrar que se equivocaban.


Entró en la casa, sabiendo que Manuel no regresaría hasta al cabo de una hora. Metió los guantes sucios en la lavadora y subió a darse una ducha.


Echó los vaqueros y la camiseta sucios por el conducto que daba al cuarto de lavar mientras el agua se calentaba. Era una casa vieja, pero Jose y ella la habían adquirido por un buen precio después de casarse, cuando Paula acababa de enterarse de que estaba embarazada de Manuel. Les había parecido un regalo de Dios, un modo de salir de la casa de su madre antes de que naciera el bebé.


Era un hogar bueno y robusto. Miró las paredes que la rodeaban. Apenas entraba luz por las diminutas ventanas, y era frío en invierno y caluroso en verano. Pero era suyo.


Los veinte acres de su propiedad que circundaban la casa en su mayor parte estaban cubiertos de maleza y llenos de conejos. Cinco se los había alquilado a un granjero para que cultivara alfalfa para sus caballos. El resto, salvo aproximadamente el acre adyacente a la casa, no se usaba.


Jose había planeado criar ganado y caballos. 


Había sido su sueño. Su esperanza era comprar más terreno para sumarlo al que ya tenían… la tierra de los Hannon que la ciudad le había dado al nuevo sheriff.


La granja de los Hannon tenía cuarenta acres. 


Era una tierra buena, pero la propiedad llevaba abandonada más de veinte años. Se venía abajo, podrida casi toda. Carecía de agua corriente y electricidad.


La primera vez que se enteró del plan para desanimar al nuevo sheriff y desafiar a los comisionados del condado, Paula consideró que estaba mal, pero toda la gente lo apoyaba.


O, más bien, la gente cerró la boca y dejó que la familia Chaves le dijera lo que tenía que hacer.


Era imposible pedirles justicia o convencerlos de que le dieran una oportunidad. En el concejo municipal donde se decidió todo, la habían utilizado a ella y a Manuel como recordatorios vivos de que la ciudad necesitaba un sheriff local.


Paula había sonreído con gesto torvo y mantenido la boca cerrada, aunque no estaba segura de que eso hubiera sido lo correcto. 


Desde luego, ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho. Sin embargo, sentía pena por Pedro Alfonso. No había modo de que él supiera en lo que se iba a meter cuando lo contrataron en Chicago.


Salió de la ducha, temblando porque el calentador se había quedado sin agua caliente en el peor momento, cuando aún tenía champú en la cabeza.


Miró el reloj de la cómoda y se dio cuenta de que había tardado más tiempo del esperado. 


Manuel y su amigo llegarían en cualquier momento.


A toda velocidad, se puso unos vaqueros limpios y una camisa blanca de algodón, luego se cepilló el pelo. Contempló su cara en el espejo y vio el mismo rostro de todos los días. Ojos azules preocupados. La boca acentuada en una mueca más firme cada día que pasaba.


Se preguntó qué habría querido Jose. Era un hombre justo, pero tenía la tendencia a seguir la corriente. ¿Habría deseado que trataran al nuevo sheriff sin respeto? ¿Habría aceptado la decisión de proporcionarle la vieja casa de los Hannon?


La llamada de Manuel desde abajo le recordó que no tenía tiempo para fantasías. Se recogió el pelo que le llegaba hasta los hombros y se enfundó unas zapatillas deportivas, luego se reunió con su hijo en la escalera.


—¡Hola, mamá! —Manuel corrió hacia ella—. Pensábamos que te habías ido.


—¡Hola, señora Chaves! —Ronnie le sonrió y siguió a Manuel.


—La cena es a las cinco —dijo a su espalda cuando desaparecieron en el cuarto de su hijo.


Como era jueves, el último día de escuela esa semana, Ronnie iba a pasar la noche allí. Ésa había sido la última conversación que tendría aquel día. Suspiró. Quizá fuera el momento de acurrucarse a leer el libro que llevaba un mes esperándola.


La sobresaltó el sonido del teléfono.


Era su madre, que la llamaba para anunciarle que esa noche a las siete se había convocado una reunión de emergencia del concejo, y que querían que ella asistiera.


—¿Por qué? —demandó Paula—. Yo no tuve nada que ver con esto.


—Ana Chaves parece pensar que tu palabra, al ser la esposa del alguacil muerto, influirá mucho —explicó su madre, complacida de que la voz de su hija sirviera para algo. El día más orgulloso de su vida había sido cuando Paula se convirtió en una Chaves y el más lóbrego cuando enterraron a su joven marido.


—No puedo —replicó Paula—. Manuel y Ronnie están aquí. No puedo dejarlos solos.


—Iré yo a quedarme con ellos —ofreció su madre—. Paula, esto es muy importante. Creo que no te das cuenta.


—Sólo me doy cuenta de que no quiero que tenga nada que ver conmigo —musitó con voz cansada—. Pedro Alfonso parece ser un buen hombre. ¿Por qué no esperamos y vemos qué sucede?


—Iré a las seis y media —su madre soslayó sus comentarios—. Y, Paula —advirtió—, no le digas eso a nadie más.


Ésta no le mencionó que ya era demasiado tarde. Colgó y se preguntó qué diría Pedro cuando la viera.


«Reunión de urgencia del concejo», pensó con desdén, sacando una olla y una sartén del armario para apoyarlas con fuerza en la cocina.


Eran Tomy y su familia, que trataban de inflamar a todo el mundo contra el nuevo sheriff. A nadie de fuera de la ciudad le importaba quién iba a ser el sheriff. Ciertamente, en los barrios residenciales, que crecían con gran rapidez, no les importaba quién fuera el sheriff mientras cumpliera bien con su cometido.


Tampoco a ella. De hecho, le habría gustado no tener que volver a verlo. No quería pensar en cómo la hacía sentir. Aún lamentaba la pérdida de Jose.


Al menos ante una multitud grande y ruidosa no dispondrían de tiempo para estar juntos. Lo más probable era que él ni notara su presencia con tanta gente presente.


Bajó la vista a su ropa, adecuada para pasar una noche en casa con los chicos, y pensó en cambiarse.


Aunque no era porque quisiera estar presentable en caso de que él la viera. Después de cambiarse de ropa, añadió una pincelada de carmín a sus labios. Sentía mariposas en el estómago, pero sólo por los nervios que le producía la posibilidad de que los Chaves quisieran crear problemas.


«No notará mi presencia», repitió como un encantamiento.


Pero una voz baja susurró en su cabeza: «Tal vez sí».




sábado, 18 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 8





Manuel y Pedro ya habían bajado cuando aparcó la camioneta en la entrada de su casa.


—Quiero mostrarle a Pedro mi premio —dijo Manuel.


—No —dijo Paula—. Teníamos un acuerdo, ¿recuerdas? Tú querías montar en el coche, pero a cambio debías ir directamente a darte una ducha y a meterte en la cama.


—Mamá —gimió.


—En otra ocasión —prometió Pedro—. Se hace tarde.


—De acuerdo —Manuel observó a su nuevo amigo a la luz del porche—. Te veré luego.


—Creo que mi casa es la siguiente colina arriba —le informó Pedro con alegría—. Somos vecinos. Sin duda ya nos encontraremos.


A Paula se le hundió el corazón. Era verdad. La vieja granja de los Hannon era la siguiente camino arriba, más o menos a un kilómetro de distancia. Sin embargo, no era tan probable que se vieran.


—Agradezco tu ayuda, Paula —le dijo Pedro cuando Manuel entró en la casa.


—Hice lo que habría hecho cualquiera. Pero no veo qué bien te hará quedarte aquí.


Él soltó una risa ligera. El sonido provocó un temblor en ella, que atribuyó a lo tarde que era y a la brisa fresca que se había levantado después de la lluvia.


—No me rindo con tanta facilidad —afirmó Pedro.


—Nadie te quiere aquí —replicó ella de forma clara—. ¿Cómo esperas conseguir algo de esa manera?


—A veces hay que tomar la medicina aunque sea amarga —comentó con naturalidad—. Supongo que yo soy esa medicina.


Paula pensó en el estado en que se hallaba la propiedad de los Hannon, pero se mordió la lengua. No tuvo el valor ni el ánimo para contarle que no iba a encontrar allí el hogar que buscaba.


—Imagino que todo el mundo ha de hacer lo que considera mejor —se volvió a la puerta—. No te envidio.


«Y desearías que me fuera al infierno y olvidarme», pensó Pedro.


—Buenas noches, entonces —susurró ella en la oscuridad cuando la lluvia volvía a caer.


—Buenas noches —repitió él; y añadió—: He visto la casa, Paula.




DUDAS: CAPITULO 7




Al volante del vehículo, a Paula eso se le pasó por la cabeza. Ayudar a Pedro Alfonso no valdría el infierno por el que tendría que pasar cada vez que se encontrara con alguien de la ciudad.


Y sin duda él la había mandado al matadero al decirle a Ron quién era. Paula le había explicado la situación. Podría haberse callado. Podría…


—¿Mamá? —Manuel intentó captar su atención mientras Pedro salía del taller con una rueda nueva en el brazo—. ¿Vamos a dejar que vaya andando hasta su coche después de que le prometieras llevarlo?


El tono de voz de su hijo le indicó que abandonar a Pedro sería algo imperdonable. 


Suspiró y arrancó el motor.


—Lo llevaremos, Manuel. Pero luego ya no lo veremos más, ¿de acuerdo?


—Supongo que está bien. Pero no entiendo por qué no podemos verlo.


Paula sabía que la única culpable era ella. 


Tendría que haberlo dejado en paz. La ciudad jamás aceptaría a Pedro Alfonso como sheriff. 


Intentar mostrarse amable sólo significaba prolongar lo inevitable.


Pero terminaría lo que había comenzado. Metió la camioneta en el aparcamiento del taller y esperó mientras Manuel abría la puerta.


—Puede guardar la rueda en la parte de atrás, ¿verdad, mamá? —su hijo se volvió a ella.


—Claro —repuso con sequedad.


No miró a Pedro cuando cerró la puerta al subir.


Nada de lo que había pasado era culpa de él. 


Ella misma se había metido en esa situación incómoda al recogerlo.


Pero, de todos modos, estaba furiosa. Parecía una persona decente, aunque no había manera de que ganara esa batalla. Lo mejor que podría hacer era cambiar la rueda y continuar con su vida.


Pedro y Manuel mantuvieron una conversación rápida mientras el vehículo salía de la ciudad. 


Hablaron de juegos y ciencia, y de la realidad virtual, el tema predilecto de su hijo.


—¿Tienes un ordenador con CD ROM? —Manuel silbó—. Me encantaría verlo.


—Cuando quieras —prometió Pedro.


A Paula le hirvió la sangre e intentó que la vieja camioneta fuera más rápido. No quería pensar en la decepción de Manuel, pero en cuanto dejaran a Pedro en su coche, no volverían a verlo.


Soltó un suspiro de alivio cuando avistó el exótico deportivo rojo.


—Hemos llegado —dijo ella, deteniendo la camioneta en el arcén detrás del coche.


—Muchas gracias —Pedro bajó del vehículo—. Sé que no te será fácil explicarlo.


—Puedo ocuparme de ello —anunció con rigidez; deseaba que se marchara.


—¿Podemos esperar hasta que coloque la rueda y volver yo con él? —interrumpió Manuel.


—No creo…


—Me gustaría —aventuró Pedro con tono esperanzado—. No tardaré mucho.


—Manuel —gimió Paula—. No irás en ese coche.


—¡Mamá! ¡Ha dicho que pensaba cambiarlo! ¡Quizá sea la última oportunidad de ir en un coche como ése!


—No, Manuel.


—No es problema —aseguró Pedro—. Y prometo respetar el límite de velocidad.


—¡Por favor, mamá!


—Iré a cambiar la rueda —Pedro se distanció de la discusión.


—¡Mamá! —suplicó Manuel—. Sólo estamos a unos kilómetros de casa, y tú nos seguirás detrás. ¿Puedo ir con él? ¿Sólo esta vez?


Más tarde, Paula llegó a la conclusión de que el dolor de cabeza le había provocado una locura momentánea, y que por eso había aceptado. Ninguna otra cosa podía justificarlo.


—De acuerdo —meneó la cabeza—. De acuerdo. Puedes ir a casa con él y luego te meterás en la ducha y te irás a la cama.


—¡Sí, señora! —Manuel dio un grito de placer y bajó de un salto de la camioneta.


Paula apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos. Una ligera llamada al cristal la hizo alzarla con un sobresalto.


—Lamento haber tardado tanto —se disculpó Pedro—, Estamos listos.


—Yo también —repuso—. No va a…


—¿Ir a doscientos cincuenta? —rió entre dientes, su rostro casi invisible en la oscuridad—. Prometo ir sólo a ochenta. Puede controlarme.


—Lo haré —prometió, subiendo la ventanilla.


Manuel la saludó desde el interior iluminado del coche deportivo y Pedro arrancó el motor. Fiel a su palabra, condujo con cuidado por la carretera, con la camioneta como una sombra detrás de su guardabarros trasero.