sábado, 6 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 39




Para cuando Pedro y Paula enfilaron el camino de entrada, negras nubes se cernían sobre ellos, amenazando con descargar una tormenta. Los dos salieron del coche cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia; Pedro abrió la puerta y la urgió a pasar primero.


Se dio cuenta de que estaba temblando; inmediatamente le dieron ganas de abrazarla para hacerle entrar en calor, pero se contuvo. 


Todavía estaba muy tensa. Primero tenía que lograr que se sintiera lo suficientemente a gusto como para desprenderse de su coraza.


—Espero que no te importe que cenemos en la cocina. Mi pie se puede resentir con tantas idas y venidas —propuso, mientras dejaba el helado en el refrigerador.


—Vale, me parece bien —Paula, colocó las bolsas con la comida que habían comprado en Dixie Wing en la encimera. Pulsó el interruptor de la luz, pero no pasó nada—. ¿Se ha ido la luz?


—No creo, el refrigerador funciona, y también el aire acondicionado —observó Pedro.


—¿Otro de los truquitos de Simon?


«Dios bendiga a esa criatura», pensó Pedro asintiendo con un gesto.


—Supongo que tendremos que cenar a la luz de las velas… a no ser que quieras bajar al sótano para ver cuál es la conexión que está mal. Yo no puedo hacerlo —dijo Pedro señalando su pie.


—Ojalá pase pronto la tormenta y vuelva a lucir el sol —contestó Paula estremeciéndose.


Pedro le dirigió una cálida sonrisa. Paula se esforzó por devolverle una similar, pero sabía que estaba muy tensa, y aquel gesto le salió poco natural, forzado. Para distraerse, se concentró en preparar las cosas para la cena: sacó platos y cubiertos de los armarios dejando a Pedro admirado por la rapidez con la que se desenvolvía en la cocina de Ana. El, que se había pasado horas en aquella cocina, todavía no sabía dónde se guardaban los trapos.


Y, sin embargo, no le disgustaban las tareas domésticas. A las mujeres les gustaban los hombres como él, torpes pero bienintencionados. Podían olerlos a kilómetros de distancia. Sin embargo, él no estaba dispuesto a dejarse atrapar otra vez.


A pesar de eso, tampoco podía dejar de admirar a Paula El juego de luces y sombras de la luz de las velas hacía parecer su sonrisa sabia y misteriosa a la vez. A pesar de que estaba realmente hambriento, a sus ojos Paula Chaves resultaba más atractiva que una fuente repleta de costillas.


Cuando ella le devolvió la mirada, maldijo las velas y el efecto romántico que proporcionaban a la escena.


—Me estás mirando —lo acusó.


—Tienes salsa en la barbilla —mintió Pedro.


Ella se limpió con la servilleta, y al ver que quedaba impoluta, le lanzó una mirada inquisitiva. Pedro se limitó a señalar un punto algo más a la izquierda. Paula se limpió con los mismos resultados.


—Más abajo — Paula obedeció, deslizando la servilleta por el cuello de forma deliberadamente lenta, sensual. Pedro la contemplaba como hipnotizado. Otra vez se imaginó poniéndole crema bronceadora por todo el cuerpo.


—Todavía me estás mirando.


—Te queda una manchita —señaló la nariz y después continuó comiendo costillas despreocupadamente.


Paula dirigió la servilleta al punto indicado, pero se detuvo a medio camino.


—Supongo que tendré que desarrollar mi sentido del humor —comentó, enarcando una ceja.


—Exacto. Es una especie de juego: solíamos hacer barbacoas solo para ver quién se manchaba más.


—¿Tu mujer y tú?


Pedro se quedó en suspenso, con un enorme nudo en el estómago.


—¿Has pensando alguna vez en volverte a casar?—insistió Paula.


Él negó con la cabeza y continuó comiendo. 


Tenía que desviar la conversación de aquel tema si no quería arruinar la velada entera.


—No sé qué pensarían los niños, yo creo que les gustaría —apuntó Paula para tirarle de la lengua.


—Ya, claro. Saben que si me caso no seguiré escribiendo los artículos en los que les saco tan a menudo, cosa que, como podrás adivinar, no les gusta mucho —gruñó Pedro—. ¿Cómo está la barbacoa?


—¿Y eso sería tan malo? —contraatacó Paula—. Quiero decir que no pensarás seguir siempre con los artículos, ¿verdad? Los niños crecerán y se irán de casa, es ley de vida. Y tú también te harás mayor… aunque siempre puedes escribir los artículos desde el punto de vista del abuelo, ¿no? —bromeó.


—Gracias: ya me veo en la mecedora, con la mantita y todo eso. Eres única para acabar con el ego de cualquiera, ¿no te lo habían dicho?


—Muchas veces —Paula bajó la cabeza algo confusa—. Pero es algo en lo que has de pensar tarde o temprano —continuó con más suavidad—. Puede que ocurra algo imprevisto, no sé… ¿Qué harás si se acaba la columna de repente?


—¿Tengo que preocuparme? ¿Es esta tu forma de prepararme para una mala noticia? —a Pedro se le estaba quitando el apetito por momentos.


—No, te lo pregunto por pura curiosidad.


Y eso era lo que parecía: sinceramente preocupada, interesándose por él, sencillamente encantadora. Eso era lo que más le gustaba de ella; eso y la forma en la que trataba a los niños, cómo les escuchaba. Le había llegado al corazón.


—Estoy escribiendo un libro —le confesó al fin—. Es una recopilación de experiencias de padres solos: tanto las mías como las que he entresacado de las cartas que me envían los lectores.


—¿Las conservas?


—Todas y cada una de ellas. Son mis tesoros. No supe para qué servía mi trabajo hasta que empecé a recibirlas. Son mi mejor recompensa.


—¿Mejor que el dinero que te pagamos? Pedro se quedó sin saber qué decir. No lo había pensado, y no quería pensarlo y, sin embargo, ¿no le había enseñado su amarga experiencia en la universidad que lo primero eran el dinero y la seguridad?


—Bueno, ¿qué me dices?


—¿Acaso Modern Man va a empezar a recortar sus salarios?


—No te preocupes —le tranquilizó Paula—, tu puesto está seguro, y lo estará aún más después del reportaje.


—Y el tuyo también, ya verás cómo consigues ese ascenso. Brindemos por la seguridad —propuso, levantando su lata de cerveza.


El rostro de Paula, se ensombreció.


—¿Alguna vez te ha angustiado conseguir aquello que estabas deseando? —preguntó con voz frágil, sin levantar la vista del plato. Parecía tan desamparada, tan sola… A Pedro le daban ganas de levantarse, rodearla con sus brazos y consolarla, conseguir que se disiparan sus preocupaciones.


—No me ha pasado tantas veces como para llegar a preocuparme —contestó—. Mira ahora, por ejemplo: te deseo, ya sé que no debería, que es malo para mi futuro profesional y todo eso, pero no puedo evitarlo. Por desgracia, tú tienes ese escudo, tan negro y tan fuerte como nunca he visto otro. Cada vez que pienso que he quebrado un poco tus defensas, tú las vuelves a levantar de nuevo, más altas que antes si cabe. 
Así que ya ves, no me preocupa conseguir lo que deseo…


—Lo siento.


—Eso ya lo has dicho antes —Pedro se levantó de la mesa y dejó su plato en el fregadero. 


Maldición: lo había echado todo a perder. No debería haberse decidido por un ataque tan frontal. Lo único que había conseguido, estaba seguro, era que ella se aprestara a reforzar su armadura.


—He vuelto a hacerlo, ¿verdad? Te estoy volviendo loco —Paula se levantó y se puso a su lado.


Si cerraba los ojos, podía sentir su calor.


—No, no, no es verdad —la tranquilizó, aunque, en cierto sentido, sí lo era.


—Claro que sí, se te nota perfectamente esa vena en tu sien.


Le tocó en aquel punto. Fue un roce ligero, pero para él tuvo el mismo impacto que una granada de mano. Fue como un cortocircuito; empezó a oír un zumbido en la cabeza y el corazón se le puso a mil por hora. Asió la mano con la que ella le tocaba y se la llevó al pecho.


—¿Debo seguir mis deseos, o me arriesgo a otro lo siento?


—Tú no me deseas, Pedro, piénsalo bien. Solo estás interesado por mí porque estoy disponible… porque estoy aquí. Tú mismo dijiste que ya no tienes citas: lo que tienes que hacer es salir más, fomentar tu vida social…


—Y eso es lo que estoy haciendo, pero, por lo que veo, no me libro del «lo siento». Me temo que tus consejos no sirven para cubrir nuestras necesidades.


—Eso no es justo —se defendió Paula—. Todo lo que te estoy diciendo es que deberías salir más, esforzarte por conocer a más gente.


—A mi vida social no le pasa nada —Pedro no podía creer lo que acababa de decir. Como defensa era muy pobre, y como argumento, más miserable aún.


—Ya. Lo que pasa es que eres el típico adicto al trabajo, escondiéndote en tus supuestas obligaciones, evitando la vida, el mundo real.


Menuda andanada. Paula estaba acercándose peligrosamente a la verdad, y además, le estaba acorralando, a él nada menos, contra el fregadero.


—¡No digas ridiculeces! —dijo—. No me escondo de nada. Lo que pasa es que mi carrera es muy importante, nada más.


—¡Vaya! Eso es justamente lo que yo respondería… ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una relación seria?


—¡Venga, vamos! —Pedro se sentía francamente agobiado—. Seguro que ahora vas a preguntarme cuándo fue la última vez que mantuve relaciones sexuales.


—¿Y?


Paula levantó la barbilla y colocó los puños en las caderas, en postura desafiante. Parecía dispuesta a todo, aunque no podía negar que el simple enunciando de aquella pregunta le había puesto algo nerviosa. Incluso a la débil luz de las velas, Pedro notó que se había ruborizado. Miró en el fondo de aquellos ojos azules y vio ternura, vulnerabilidad… y deseo.


—¿Lo quieres saber de verdad? —preguntó Pedro.


—No estoy segura —su voz era tan frágil como el maullido de un gatito, pero su mirada era firme y tranquila—. ¡Maldita sea! Se supone que teníamos que evitar esto: trabajamos juntos, no podemos liarnos, y no me importa lo que diga Flasher.


—¿Y qué es lo que dice? —preguntó Pedro intrigado.


—Que estamos locos el uno por el otro.


Había tenido que ser un fotógrafo el primero en ver lo obvio.


—¿Algo más?


—Según él, estamos demasiado asustados como para hacer algo al respecto.


Como movido por un resorte, Pedro dio una palmada y le asió de inmediato por los hombros. 


Ella se acercó un poco más, tanto que sus pechos le rozaron y él sintió los duros pezones contra su torso; dejó escapar un leve gemido antes de quedarse casi sin respiración.


Paula levantó la cabeza para mirarlo, sus azules ojos relucían como dos zafiros; él la asió por la barbilla, ella entreabrió los labios.


—¿Quién tiene miedo? Recuérdame que le diga a Flasher un par de cositas… —dijo y, muy despacio, pero con absoluta determinación, bajó la cabeza para besarla.




EN APUROS: CAPITULO 38




Pedro se quedó mirando a Paula que sostenía la bola y miraba fijamente la hilera de bolos. 


Seguía tan tensa como había estado durante todo el trayecto. Cada vez que se daba cuenta de que él la miraba, se ponía aún más rígida y se mordía las uñas con más saña.


Pedro sospechaba que si no tuviera los dedos metidos en los agujeros de la bola, también estaría rumiando las uñas. Aquel pensamiento le apenó. ¿Por qué estaba tan nerviosa?, se preguntó. Sin embargo, sabía muy bien lo que le pasaba. Toda aquella tensión se debía, sin la menor duda, a lo que había pasado la noche anterior. No hacía falta ser muy sutil para darse cuenta de que la barrera que había entre ellos se había alzado después de aquel beso.


Muy bien. Si aquella era la causa, le gustaba. 


Aquella mujer también le estaba afectando a él, estaba empezando a metérsele en el corazón.


¿Qué era lo que tenía que le hacía tan especial?


Se dijo que su fragilidad, la forma en la que se desesperaba por fingir que era una mujer dura, cuando, en realidad, era la más tierna y dulce que él hubiera conocido. Se moría por tocarla, por estar cerca de ella. Ahora que ya la había besado, era incapaz de no volver a hacerlo otra vez. Y tenía muy claro que no iba a quedarse ahí.


Lo primero que tenía que hacer era abatir la barrera que ella había reconstruido y reforzado desde la noche anterior. Miró cómo se dirigía al punto de tiro y lanzaba la bola; tal y como le había ocurrido en los cuatro intentos anteriores, la bola se desvió enseguida de su trayecto, saliéndose del carril.


—Creo que no he nacido para esto —gruñó.


—Te lo tomas demasiado en serio. Se supone que hemos venido a divertirnos, así que intenta relajarte.


—Si alguien más vuelve a decirme que me relaje, te juro que lo estrangulo… Además, no le veo la gracia a esto de los bolos.


—Empezarás a entenderlo cuando tumbes unos pocos bolos.


—¿Tumbar? Por lo que veo este es un juego de chicos, ¿no? En ese caso…


Pedro vio que asía otra bola y miraba fijamente la línea de bolos. Contrajo los hombros casi hasta las orejas y contuvo la respiración. ¿Eso era lo que entendía ella por relajarse? Estaba tan tiesa como un palo.


—Tómatelo con calma —le aconsejó Pedro—. ¿Te lo tomas todo tan a pecho?


—Solo cuando estoy compitiendo.


—Te diré un secreto: no estamos jugando por dinero, y me da igual si me ganas o no, te lo juro. Así que relájate.


—¿Y por qué piensas que no lo estoy?


—Por esto —replicó Pedro bajándole los hombros—, y por esto —continuó, al tiempo que empezaba a darle un masaje en el cuello. Nada más tocarla, se puso aún más rígida, pero él no se amilanó: continuó hasta que la tensión empezó a disiparse.


Al poco, Paula se abandonó lo suficiente como para cerrar los ojos. Pedro se fijó en su cuello, suave, largo y pálido. La pobre pasaba demasiadas horas trabajando en la oficina. Le sentaría mucho mejor el sol de Virginia, se dijo. 


Se imaginó poniéndole crema bronceadora en la nuca, el cuello, los hombros, el pecho… Llegado a ese punto, le interrumpieron las fuertes punzadas que empezó a sentir no en la espalda, sino en otro punto más delicado… Apretó los dientes y se detuvo, ahogando un gruñido.


—¿Qué pasa? —preguntó Paula— ¿Por qué te paras?


Pedro no quería ni pensar en la cara que se le había quedado. En aquel momento lo peor que podía hacer era seguir con la sesión de «fisioterapia».


—Creo que ya te has relajado lo suficiente.


—¿Te estás burlando de mí? —Paula se sentía confundida. La cabeza le daba vueltas y estaba un poco mareada. Parecía a punto de desmayarse… Cuando trastabilló, Pedro se abalanzó para sostenerla.


Plas.


Pedro soltó un aullido.


A ella se le acababa de caer la bola en su pie izquierdo.



****


La atención médica en las salas de emergencia del sur no era más rápida que en las de Chicago. Ya era media tarde cuando Paula y Pedro salieron del hospital. Por suerte para Paula el joven lo hizo por su propio pie. No se atrevía a tocarle, ni siquiera para ayudarle, porque temía no poder parar, y después de lo ocurrido aquella mañana, no tenía la menor idea de cómo iba a reaccionar él. Puede que hasta la rechazara.


Lo miró por el rabillo del ojo. Tenía una expresión seria, preocupada. Aunque sabía que lo mejor era no decir nada, aquel silencio le pesaba demasiado; tenía que asegurarse de que no estaba enfadado.


—No sabes cuánto lo siento —empezó.


—¡Vaya! Otra vez esa palabra. ¿Sabes? Eres muy peligrosa, deberías traer un manual de instrucciones que lo indicara con letras bien grandes.


—¡Pero si fuiste tú el que insistió para que me relajara!


—Hay una gran diferencia entre quedarse relajado o catatónico.


—Por lo menos, no te he roto nada —se defendió Paula—, y esa cosa que te han puesto parece muy cómoda —añadió, señalando una especie de bota de espuma azul.


—¿Te gusta? Cuando me lo quite, dentro de dos semanas, si quieres te lo regalo. Para tu colección de zapatos. No pega con ninguna de mis pajaritas de diseño.


—¿Pajaritas? Seguro que no te has puesto ninguna en la vida.


—Hay muchas cosas que no sabes de mí —bromeó Pedro.


—Precisamente por eso he venido.


—Error: no has venido porque quieras aprender algo de mí. Has venido por tus lectores.


—Eso no quiere decir que no esté interesada.


En los labios de Pedro empezó a asomar aquella irresistible sonrisa.


—¿Cómo de interesada?


—¿Te estás burlando de mí?


—¡Qué va! ¿Acaso no te he prometido que te daría mi super—bota—especial?


—¡Ah! Ya entiendo. Se me olvidaba que te encantan los sobornos. A ver, ¿qué es lo que quieres? —le preguntó Paula dispuesta a seguirle la broma.


Pedro se volvió para enfrentar su mirada; borró la sonrisa de su rostro y enarcó las cejas. Había algo en el brillo de su mirada que no le gustó a Paula. Pedro se acercó aún más a ella. 


¡Maldición! Casi podía sentir su calor, ¿o acaso era el suyo propio?


—¿Quieres sobornarme de verdad? —le preguntó Pedro con voz ronca.


Paula asintió con un gesto. Él dejó resbalar la mirada por su rostro, su cuello, su pecho… La joven contuvo la respiración.


—Helado.


—¿Cómo?


Pedro agitó las llaves del coche delante de sus narices.


—Ya sé que te prometí una barbacoa, pero eso fue antes de darme cuenta de lo peligrosa que eras. Jugar a los bolos no es nada comparado al difícil ejercicio de asar costillas. No quiero correr más riesgos, así que me conformo con el helado. Es más suave… y seguro.


Paula parpadeó un par de veces antes de decidirse a asir las llaves. Se decidió por lo más seguro, y, desde luego, ir a tomar un helado lo era mucho más de lo que se había estado imaginando. Más seguro, pero en absoluto más satisfactorio.


—Son ya casi las seis. ¿Por qué no cenamos antes? —preguntó.


—Prefiero que nos saltemos los preliminares y vayamos directos al postre. ¿Dónde está tu gusto por la aventura?


Allí estaba otra vez esa maldita sonrisa, y esta vez acompañada de un ligero alzar de cejas que le convertían en la perfecta imagen del golfillo.


—Iremos a por un helado, después compraremos barbacoa para tomar en casa y, por último, el postre —propuso Paula, luchando con uñas y dientes para no dejarse llevar.


—Vale —convino Pedro alegremente—. No me importa disfrutar anticipando el placer.


—No estoy hablando de anticipar el placer ni nada parecido. Para su información, estoy hambrienta señor Garcia.


—Y yo también, señorita Chaves, yo también.


—¡Me refiero a la comida! —exclamó enfadada.


—Oh, oh.


Paula se quedó de pie con la boca abierta. Se había referido a la comida… ¿o no? En aquel punto, con la cabeza diciéndole una cosa y el corazón otra, no sabía con cuál de los dos había hablado.




EN APUROS: CAPITULO 37




¿Papá?


En un segundo a Pedro le subió la tensión a cien, empezó a sudar y a sentir una serie de picores en la espina dorsal, como si acabara de caerse de espaldas encima de un hormiguero. 


La adrenalina le puso en acción de inmediato: echó a Belen a un lado y se precipitó a la puerta, quedándose plantado para impedir la entrada al visitante.


—¡Tío Guillermo! —saludó, poniendo el énfasis en el «tío», lanzando una mirada de advertencia al hombre que ya había puesto un pie en el umbral y estaba a punto de poner el otro.


—¿Tío qué? —se extrañaron Kevin y Simon.


Oía por detrás el ruido de pasos acercándose. 


Tenía que reaccionar con rapidez.


—¡Qué sorpresa! —continuó como si tal cosa.


Gracias a todas las horas que se había pasado en el gimnasio y, sobre todo, al factor sorpresa, consiguió detener a Guillermo, aunque este era todo un hombretón, y empujarle fuera de la casa, hasta el porche.


—¡Qué diablos estás haciendo aquí? —susurró cuando los dos estuvieron fuera.


—Este domingo me toca estar con los chicos. ¿Y qué estás haciendo tú? ¿Dónde está Ana? Oye, ¿y por qué me has sacado al porche de tan malos modos?


Así que eso era lo que se le había olvidado decirle su hermana. Pedro aspiró con fuerza para tranquilizarse un poco. Ya estaba tramando un plan que esperaba diera resultado.


—Es una larga historia —empezó.


Desde el salón, Paula oyó a Pedro despedirse de los niños. Qué raro que no se hubiese acordado de que iban a pasar el día con su cuñado. Al parecer, su imprevista visita había sido una fuente de estrés y problemas mayor de lo que ella había supuesto en un principio.


Pero, lo que más la turbaba era lo mucho que toda aquella situación le había afectado a ella misma. Ni por lo más remoto se había imaginado que pudiera atraerle tanto y tan profundamente aquella familia, y menos aún que iba a acabar enamorada de Pedro. El hombre que ya le atraía solo por sus artículos había resultado aún más maravilloso en persona, tan sincero, cálido y… Perfecto. No, no podía negárselo a sí misma, estaba enamorada.


Al «Segador» no le haría la menor gracia si llegaba a enterarse.


Y no podía culparle. En realidad, ella y solamente ella era la única culpable. Había sido su ambición, su enorme deseo de convertirse en la primera editora jefe de Modern Man lo que le había empujado a aquella delicada situación. En definitiva la ambición era lo que la había traicionado.


Suspiró hondamente sacudiendo la cabeza. 


Temía aquel dilema: ¿se vería forzada a elegir entre el trabajo o la vida personal… O el amor? 


Tal vez con alguien tan abierto y comprensivo como Pedro podría tener las dos cosas. ¿Y arriesgarse a que él perdiera su trabajo? No, no podía hacerlo.


Vio que Pedro entraba en la casa con el rostro tenso y expresión preocupada. Sin duda, la genuina manifestación de la preocupación paternal por el bienestar de su prole. ¿Llegaría ella a sentir alguna vez algo semejante? 


Esperanza y desesperación se alternaban en su atribulado corazón. Se apartó de la ventana y fue al encuentro de su anfitrión.


—Como has podido ver, este no será un día muy típico en mi vida. Me temo que he estropeado tus planes de trabajo. ¿Qué hacemos? —preguntó Pedro.


—¿Qué sueles hacer cuando estás solo?


—Escribir.


—¡Por favor! Seguro que este es el primer día que tienes libre desde hace meses. Dime, ¿qué te gustaría hacer? —si ella estuviera en Chicago, y tuviera todo el día por delante, seguramente aprovecharía para ver una exposición o asistir a un concierto.


—Ir a la bolera —contestó Pedro.


—¿Te gustan los bolos? —preguntó Paula sorprendida.


—Hace mil años que no voy, pero no se me daba nada mal, te lo aseguro. También me gustaría ir a comer una barbacoa a Dixie Wings, y acabar en la Feria del Estado: ya sabes, atiborrarme de algodón dulce, subir a la noria…


Tenía la misma expresión ilusionada que había puesto Kevin la noche anterior, cuando ella le regalara una bolsa de gominolas. A decir verdad, parecía aún más ilusionado que el chiquillo. A Paula se le derritió el corazón, sintiendo un cálido estremecimiento en la boca del estómago: a ella también le encantaría hacer todas esas cosas, cosas sencillas que de repente parecían fascinantes ante la perspectiva de compartirlas con él.


—¡Entonces, vamos! —exclamó entusiasmada—. ¡Vamos a la bolera, y a comer algodón dulce! ¡Y también a la noria!


—¿Vamos?


Paula contrajo el rostro en una mueca de decepción y sorpresa.


—Bueno… Pensaba que… —empezó desconcertada. Pero enseguida se repuso, poniéndose de nuevo la máscara de dureza—. En fin, tienes razón. Disfruta de tu tiempo libre.


—Es que no te entiendo —protestó Pedro—. Esta mañana estabas tan formal y seria como en un velatorio, y ahora pareces encantada con la idea de salir conmigo a divertirte. No lo entiendo, a no ser que… —la miró de hito en hito, con una sonrisa burlona—, a no ser que quieras ofrecer a tus lectores otro ángulo de la historia: ya sabes, un día en la vida de… ¿O es por lo que pasó anoche?


—Por favor, déjalo. Olvidemos todo este asunto.


—¡Ya estás otra vez con lo mismo! ¿Y si resulta que yo no quiero olvidarlo?


—Entonces, lo siento, pero…


—Sí, lo mismo dijiste anoche… justo después de que te besara. ¿Qué es lo que lamentas exactamente, que te besara o que, por un momento, bajaras la guardia?


—Teóricamente, soy tu jefa. Lo que ocurrió podría ser calificado como acoso sexual.


—Sexual, desde luego —replicó Pedro—, pero lo de acoso es un poco fuerte, ¿no?


El joven se acercó un poco más a ella. Tenía un aspecto tan tentador, con sus ojos color café fijos en ella, como si pensara que era lo único que merecía la pena en el mundo. Demasiado tentador. Paula le colocó las manos en el pecho y le obligó a separarse.


—No conviene que olvides para qué he venido —le advirtió.


—Sí, para conseguir un ascenso.


—No, no lo entiendes, es mucho más complicado que todo eso.


—¡No tienes ni idea de lo complicadas que son las cosas! —rió Pedro—. De acuerdo, haremos lo que quieras, les daremos a sus lectores su ración de «Un día con papi»… pero puedes irte olvidando del algodón dulce y de la noria.


—¿Por qué? —era casi lo que más ilusión le hacía.


—Porque la Feria del Estado es en septiembre. Pero no te preocupes, todavía me quedan un par de alternativas que ofreceros.


—No contéis conmigo —les interrumpió Flasher. Apareció en el umbral con las llaves del coche en una mano y la cámara en otra. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? —. Me tomo el día libre, me voy a hacer un poco de turismo, a ver mansiones y campos de batalla —rebuscó en su bolsillo y tendió a Pedro algo que Paula. no pudo ver.


—¿Qué es es…? —empezó Pedro. Al darse cuenta, carraspeó y se lo guardó rápidamente en el bolsillo, lanzando una mirada furtiva y culpable a Paula


—No me des las gracias —dijo Flasher—. Nos vemos mañana por la mañana —se despidió, asiendo una pequeña bolsa de viaje.


—¿Mañana? No puedes irte toda la noche —exclamó Paula ¿Sonaba su voz tan aterrada, tan desesperada como se temía?


—Claro que puedo, soy mayor de edad —bromeó—Flasher, dirigiéndose al coche de alquiler que estaba frente a la casa. Paula le siguió hasta darle alcance.


—No puedo quedarme aquí sola con Pedro.


—¿Y por qué no? Que yo sepa, también eres mayor de edad. Todo lo que hagas será legal, incluso en este Estado. Es tu oportunidad de desmelenarte un poco, de dejarte llevar.


—Pero eso no es parte de mi trabajo. ¿Acaso quieres que tire por la borda toda mi carrera? —no tenía ningún sentido decirle la verdad, que temía aún más por su corazón que por su futuro laboral.


—¿Por qué consientes que sea tu vida profesional la que domine sobre tus intereses personales?


—Porque esto tiene que ver con mi vida profesional. Estoy escribiendo un reportaje, ¿o es que ya no te acuerdas?


—Lo que pasa es que tienes que enfrentarte a un pequeño cruce de cables: los romances en el trabajo se dan muy a menudo, lo sabes bien, y, según las estadísticas, más de la cuarta parte acaban en boda.


—Te lo acabas de inventar —protestó Paula.


—¿Y qué? Además, eso no es lo importante: él te gusta y tú le gustas. ¡Demonios! Si hasta te gustan los crios.


—Me encantan esos niños —reconoció Paula. 


Ojalá su relación con Pedro estuviera tan exenta de preocupaciones como la que mantenía con sus hijos.


—Entonces lánzate. Es perfecto. ¿O acaso crees que podrías mantener una relación tan prometedora con alguno de tus compañeros de trabajo?


—No, pero…


—Hombres. Todo lo que ellos pueden hacer, Paula lo hará aún mejor. Sin embargo, tus dudas no tienen nada que ver con tu carrera, reconócelo al menos. Lo que pasa es que tienes miedo. ¿Cómo piensas encontrar a Don Perfecto si ni siquiera te atreves a aprovechar la oportunidad cuando esta se presenta delante de tus narices? Podría ser él, Paula Esther. Pedro es todo lo que has estado esperando, ¿no es verdad?


Nada más cierto. Pero puede que a él no le hiciera gracia enredarse con su editora, por muy colada por él que estuviera, ya que de su buen juicio dependía, en última instancia, el que no fuera despedido de la revista. Paula apretó los labios y frunció el entrecejo.


—Relájate —le aconsejó Flasher cariñosamente—, déjate llevar, a ver qué pasa. Puedes hacerlo, tomatelo si quieres como un desafío. Y deja de morderte las uñas —le regañó dándole un manotazo.


—Y tú no me agobies —protestó Paula.


—No te estoy diciendo que te lances, solo que te dejes llevar, que levantes un poco la guardia.


Paula se mordió el labio nerviosa. Le hubiera gustado refutar los argumentos de su amigo, pero no podía. Y tampoco podía seguir sus consejos.


—Sé que me arrepentiré si te hago caso.


—Muñeca, solo te arrepentirás si dejas pasar esta oportunidad. De todo se aprende en esta vida, y, en lo que a sexo se refiere, tú estás en el parvulario.


—¡Exagerado! No soy tan mala…


—Pues demuéstramelo —dijo Flasher, y sin añadir nada más, puso el coche en marcha y se fue.


Sin niños. Sin Flasher. Pedro y ella pasarían solos el resto del día… y de la noche. Paula sintió una punzada en el pecho, mezcla de nerviosismo y anticipación, tan fuerte que casi le hizo gritar. Para evitarlo, se metió en la boca el dedo meñique y empezó a mordisquearse la uña. Tenía que mostrarse firme, guardar las distancias.


Se ruborizó hasta la raíz del pelo al darse cuenta de que Pedro se dirigía hacia ella.


—Te noto un poco acalorada. Si quieres, dejamos lo de la bolera para otro día.


—Nada de eso —replicó Paula inmediatamente.


 A decir verdad, estaba dispuesta a aceptar cualquier plan que él le propusiera. Cualquier cosa con tal de prolongar aquel día y retrasar lo más posible el regreso a la casa vacía.