sábado, 6 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 37




¿Papá?


En un segundo a Pedro le subió la tensión a cien, empezó a sudar y a sentir una serie de picores en la espina dorsal, como si acabara de caerse de espaldas encima de un hormiguero. 


La adrenalina le puso en acción de inmediato: echó a Belen a un lado y se precipitó a la puerta, quedándose plantado para impedir la entrada al visitante.


—¡Tío Guillermo! —saludó, poniendo el énfasis en el «tío», lanzando una mirada de advertencia al hombre que ya había puesto un pie en el umbral y estaba a punto de poner el otro.


—¿Tío qué? —se extrañaron Kevin y Simon.


Oía por detrás el ruido de pasos acercándose. 


Tenía que reaccionar con rapidez.


—¡Qué sorpresa! —continuó como si tal cosa.


Gracias a todas las horas que se había pasado en el gimnasio y, sobre todo, al factor sorpresa, consiguió detener a Guillermo, aunque este era todo un hombretón, y empujarle fuera de la casa, hasta el porche.


—¡Qué diablos estás haciendo aquí? —susurró cuando los dos estuvieron fuera.


—Este domingo me toca estar con los chicos. ¿Y qué estás haciendo tú? ¿Dónde está Ana? Oye, ¿y por qué me has sacado al porche de tan malos modos?


Así que eso era lo que se le había olvidado decirle su hermana. Pedro aspiró con fuerza para tranquilizarse un poco. Ya estaba tramando un plan que esperaba diera resultado.


—Es una larga historia —empezó.


Desde el salón, Paula oyó a Pedro despedirse de los niños. Qué raro que no se hubiese acordado de que iban a pasar el día con su cuñado. Al parecer, su imprevista visita había sido una fuente de estrés y problemas mayor de lo que ella había supuesto en un principio.


Pero, lo que más la turbaba era lo mucho que toda aquella situación le había afectado a ella misma. Ni por lo más remoto se había imaginado que pudiera atraerle tanto y tan profundamente aquella familia, y menos aún que iba a acabar enamorada de Pedro. El hombre que ya le atraía solo por sus artículos había resultado aún más maravilloso en persona, tan sincero, cálido y… Perfecto. No, no podía negárselo a sí misma, estaba enamorada.


Al «Segador» no le haría la menor gracia si llegaba a enterarse.


Y no podía culparle. En realidad, ella y solamente ella era la única culpable. Había sido su ambición, su enorme deseo de convertirse en la primera editora jefe de Modern Man lo que le había empujado a aquella delicada situación. En definitiva la ambición era lo que la había traicionado.


Suspiró hondamente sacudiendo la cabeza. 


Temía aquel dilema: ¿se vería forzada a elegir entre el trabajo o la vida personal… O el amor? 


Tal vez con alguien tan abierto y comprensivo como Pedro podría tener las dos cosas. ¿Y arriesgarse a que él perdiera su trabajo? No, no podía hacerlo.


Vio que Pedro entraba en la casa con el rostro tenso y expresión preocupada. Sin duda, la genuina manifestación de la preocupación paternal por el bienestar de su prole. ¿Llegaría ella a sentir alguna vez algo semejante? 


Esperanza y desesperación se alternaban en su atribulado corazón. Se apartó de la ventana y fue al encuentro de su anfitrión.


—Como has podido ver, este no será un día muy típico en mi vida. Me temo que he estropeado tus planes de trabajo. ¿Qué hacemos? —preguntó Pedro.


—¿Qué sueles hacer cuando estás solo?


—Escribir.


—¡Por favor! Seguro que este es el primer día que tienes libre desde hace meses. Dime, ¿qué te gustaría hacer? —si ella estuviera en Chicago, y tuviera todo el día por delante, seguramente aprovecharía para ver una exposición o asistir a un concierto.


—Ir a la bolera —contestó Pedro.


—¿Te gustan los bolos? —preguntó Paula sorprendida.


—Hace mil años que no voy, pero no se me daba nada mal, te lo aseguro. También me gustaría ir a comer una barbacoa a Dixie Wings, y acabar en la Feria del Estado: ya sabes, atiborrarme de algodón dulce, subir a la noria…


Tenía la misma expresión ilusionada que había puesto Kevin la noche anterior, cuando ella le regalara una bolsa de gominolas. A decir verdad, parecía aún más ilusionado que el chiquillo. A Paula se le derritió el corazón, sintiendo un cálido estremecimiento en la boca del estómago: a ella también le encantaría hacer todas esas cosas, cosas sencillas que de repente parecían fascinantes ante la perspectiva de compartirlas con él.


—¡Entonces, vamos! —exclamó entusiasmada—. ¡Vamos a la bolera, y a comer algodón dulce! ¡Y también a la noria!


—¿Vamos?


Paula contrajo el rostro en una mueca de decepción y sorpresa.


—Bueno… Pensaba que… —empezó desconcertada. Pero enseguida se repuso, poniéndose de nuevo la máscara de dureza—. En fin, tienes razón. Disfruta de tu tiempo libre.


—Es que no te entiendo —protestó Pedro—. Esta mañana estabas tan formal y seria como en un velatorio, y ahora pareces encantada con la idea de salir conmigo a divertirte. No lo entiendo, a no ser que… —la miró de hito en hito, con una sonrisa burlona—, a no ser que quieras ofrecer a tus lectores otro ángulo de la historia: ya sabes, un día en la vida de… ¿O es por lo que pasó anoche?


—Por favor, déjalo. Olvidemos todo este asunto.


—¡Ya estás otra vez con lo mismo! ¿Y si resulta que yo no quiero olvidarlo?


—Entonces, lo siento, pero…


—Sí, lo mismo dijiste anoche… justo después de que te besara. ¿Qué es lo que lamentas exactamente, que te besara o que, por un momento, bajaras la guardia?


—Teóricamente, soy tu jefa. Lo que ocurrió podría ser calificado como acoso sexual.


—Sexual, desde luego —replicó Pedro—, pero lo de acoso es un poco fuerte, ¿no?


El joven se acercó un poco más a ella. Tenía un aspecto tan tentador, con sus ojos color café fijos en ella, como si pensara que era lo único que merecía la pena en el mundo. Demasiado tentador. Paula le colocó las manos en el pecho y le obligó a separarse.


—No conviene que olvides para qué he venido —le advirtió.


—Sí, para conseguir un ascenso.


—No, no lo entiendes, es mucho más complicado que todo eso.


—¡No tienes ni idea de lo complicadas que son las cosas! —rió Pedro—. De acuerdo, haremos lo que quieras, les daremos a sus lectores su ración de «Un día con papi»… pero puedes irte olvidando del algodón dulce y de la noria.


—¿Por qué? —era casi lo que más ilusión le hacía.


—Porque la Feria del Estado es en septiembre. Pero no te preocupes, todavía me quedan un par de alternativas que ofreceros.


—No contéis conmigo —les interrumpió Flasher. Apareció en el umbral con las llaves del coche en una mano y la cámara en otra. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? —. Me tomo el día libre, me voy a hacer un poco de turismo, a ver mansiones y campos de batalla —rebuscó en su bolsillo y tendió a Pedro algo que Paula. no pudo ver.


—¿Qué es es…? —empezó Pedro. Al darse cuenta, carraspeó y se lo guardó rápidamente en el bolsillo, lanzando una mirada furtiva y culpable a Paula


—No me des las gracias —dijo Flasher—. Nos vemos mañana por la mañana —se despidió, asiendo una pequeña bolsa de viaje.


—¿Mañana? No puedes irte toda la noche —exclamó Paula ¿Sonaba su voz tan aterrada, tan desesperada como se temía?


—Claro que puedo, soy mayor de edad —bromeó—Flasher, dirigiéndose al coche de alquiler que estaba frente a la casa. Paula le siguió hasta darle alcance.


—No puedo quedarme aquí sola con Pedro.


—¿Y por qué no? Que yo sepa, también eres mayor de edad. Todo lo que hagas será legal, incluso en este Estado. Es tu oportunidad de desmelenarte un poco, de dejarte llevar.


—Pero eso no es parte de mi trabajo. ¿Acaso quieres que tire por la borda toda mi carrera? —no tenía ningún sentido decirle la verdad, que temía aún más por su corazón que por su futuro laboral.


—¿Por qué consientes que sea tu vida profesional la que domine sobre tus intereses personales?


—Porque esto tiene que ver con mi vida profesional. Estoy escribiendo un reportaje, ¿o es que ya no te acuerdas?


—Lo que pasa es que tienes que enfrentarte a un pequeño cruce de cables: los romances en el trabajo se dan muy a menudo, lo sabes bien, y, según las estadísticas, más de la cuarta parte acaban en boda.


—Te lo acabas de inventar —protestó Paula.


—¿Y qué? Además, eso no es lo importante: él te gusta y tú le gustas. ¡Demonios! Si hasta te gustan los crios.


—Me encantan esos niños —reconoció Paula. 


Ojalá su relación con Pedro estuviera tan exenta de preocupaciones como la que mantenía con sus hijos.


—Entonces lánzate. Es perfecto. ¿O acaso crees que podrías mantener una relación tan prometedora con alguno de tus compañeros de trabajo?


—No, pero…


—Hombres. Todo lo que ellos pueden hacer, Paula lo hará aún mejor. Sin embargo, tus dudas no tienen nada que ver con tu carrera, reconócelo al menos. Lo que pasa es que tienes miedo. ¿Cómo piensas encontrar a Don Perfecto si ni siquiera te atreves a aprovechar la oportunidad cuando esta se presenta delante de tus narices? Podría ser él, Paula Esther. Pedro es todo lo que has estado esperando, ¿no es verdad?


Nada más cierto. Pero puede que a él no le hiciera gracia enredarse con su editora, por muy colada por él que estuviera, ya que de su buen juicio dependía, en última instancia, el que no fuera despedido de la revista. Paula apretó los labios y frunció el entrecejo.


—Relájate —le aconsejó Flasher cariñosamente—, déjate llevar, a ver qué pasa. Puedes hacerlo, tomatelo si quieres como un desafío. Y deja de morderte las uñas —le regañó dándole un manotazo.


—Y tú no me agobies —protestó Paula.


—No te estoy diciendo que te lances, solo que te dejes llevar, que levantes un poco la guardia.


Paula se mordió el labio nerviosa. Le hubiera gustado refutar los argumentos de su amigo, pero no podía. Y tampoco podía seguir sus consejos.


—Sé que me arrepentiré si te hago caso.


—Muñeca, solo te arrepentirás si dejas pasar esta oportunidad. De todo se aprende en esta vida, y, en lo que a sexo se refiere, tú estás en el parvulario.


—¡Exagerado! No soy tan mala…


—Pues demuéstramelo —dijo Flasher, y sin añadir nada más, puso el coche en marcha y se fue.


Sin niños. Sin Flasher. Pedro y ella pasarían solos el resto del día… y de la noche. Paula sintió una punzada en el pecho, mezcla de nerviosismo y anticipación, tan fuerte que casi le hizo gritar. Para evitarlo, se metió en la boca el dedo meñique y empezó a mordisquearse la uña. Tenía que mostrarse firme, guardar las distancias.


Se ruborizó hasta la raíz del pelo al darse cuenta de que Pedro se dirigía hacia ella.


—Te noto un poco acalorada. Si quieres, dejamos lo de la bolera para otro día.


—Nada de eso —replicó Paula inmediatamente.


 A decir verdad, estaba dispuesta a aceptar cualquier plan que él le propusiera. Cualquier cosa con tal de prolongar aquel día y retrasar lo más posible el regreso a la casa vacía.



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