Pedro se quedó mirando a Paula que sostenía la bola y miraba fijamente la hilera de bolos.
Seguía tan tensa como había estado durante todo el trayecto. Cada vez que se daba cuenta de que él la miraba, se ponía aún más rígida y se mordía las uñas con más saña.
Pedro sospechaba que si no tuviera los dedos metidos en los agujeros de la bola, también estaría rumiando las uñas. Aquel pensamiento le apenó. ¿Por qué estaba tan nerviosa?, se preguntó. Sin embargo, sabía muy bien lo que le pasaba. Toda aquella tensión se debía, sin la menor duda, a lo que había pasado la noche anterior. No hacía falta ser muy sutil para darse cuenta de que la barrera que había entre ellos se había alzado después de aquel beso.
Muy bien. Si aquella era la causa, le gustaba.
Aquella mujer también le estaba afectando a él, estaba empezando a metérsele en el corazón.
¿Qué era lo que tenía que le hacía tan especial?
Se dijo que su fragilidad, la forma en la que se desesperaba por fingir que era una mujer dura, cuando, en realidad, era la más tierna y dulce que él hubiera conocido. Se moría por tocarla, por estar cerca de ella. Ahora que ya la había besado, era incapaz de no volver a hacerlo otra vez. Y tenía muy claro que no iba a quedarse ahí.
Lo primero que tenía que hacer era abatir la barrera que ella había reconstruido y reforzado desde la noche anterior. Miró cómo se dirigía al punto de tiro y lanzaba la bola; tal y como le había ocurrido en los cuatro intentos anteriores, la bola se desvió enseguida de su trayecto, saliéndose del carril.
—Creo que no he nacido para esto —gruñó.
—Te lo tomas demasiado en serio. Se supone que hemos venido a divertirnos, así que intenta relajarte.
—Si alguien más vuelve a decirme que me relaje, te juro que lo estrangulo… Además, no le veo la gracia a esto de los bolos.
—Empezarás a entenderlo cuando tumbes unos pocos bolos.
—¿Tumbar? Por lo que veo este es un juego de chicos, ¿no? En ese caso…
Pedro vio que asía otra bola y miraba fijamente la línea de bolos. Contrajo los hombros casi hasta las orejas y contuvo la respiración. ¿Eso era lo que entendía ella por relajarse? Estaba tan tiesa como un palo.
—Tómatelo con calma —le aconsejó Pedro—. ¿Te lo tomas todo tan a pecho?
—Solo cuando estoy compitiendo.
—Te diré un secreto: no estamos jugando por dinero, y me da igual si me ganas o no, te lo juro. Así que relájate.
—¿Y por qué piensas que no lo estoy?
—Por esto —replicó Pedro bajándole los hombros—, y por esto —continuó, al tiempo que empezaba a darle un masaje en el cuello. Nada más tocarla, se puso aún más rígida, pero él no se amilanó: continuó hasta que la tensión empezó a disiparse.
Al poco, Paula se abandonó lo suficiente como para cerrar los ojos. Pedro se fijó en su cuello, suave, largo y pálido. La pobre pasaba demasiadas horas trabajando en la oficina. Le sentaría mucho mejor el sol de Virginia, se dijo.
Se imaginó poniéndole crema bronceadora en la nuca, el cuello, los hombros, el pecho… Llegado a ese punto, le interrumpieron las fuertes punzadas que empezó a sentir no en la espalda, sino en otro punto más delicado… Apretó los dientes y se detuvo, ahogando un gruñido.
—¿Qué pasa? —preguntó Paula— ¿Por qué te paras?
Pedro no quería ni pensar en la cara que se le había quedado. En aquel momento lo peor que podía hacer era seguir con la sesión de «fisioterapia».
—Creo que ya te has relajado lo suficiente.
—¿Te estás burlando de mí? —Paula se sentía confundida. La cabeza le daba vueltas y estaba un poco mareada. Parecía a punto de desmayarse… Cuando trastabilló, Pedro se abalanzó para sostenerla.
Plas.
Pedro soltó un aullido.
A ella se le acababa de caer la bola en su pie izquierdo.
****
La atención médica en las salas de emergencia del sur no era más rápida que en las de Chicago. Ya era media tarde cuando Paula y Pedro salieron del hospital. Por suerte para Paula el joven lo hizo por su propio pie. No se atrevía a tocarle, ni siquiera para ayudarle, porque temía no poder parar, y después de lo ocurrido aquella mañana, no tenía la menor idea de cómo iba a reaccionar él. Puede que hasta la rechazara.
Lo miró por el rabillo del ojo. Tenía una expresión seria, preocupada. Aunque sabía que lo mejor era no decir nada, aquel silencio le pesaba demasiado; tenía que asegurarse de que no estaba enfadado.
—No sabes cuánto lo siento —empezó.
—¡Vaya! Otra vez esa palabra. ¿Sabes? Eres muy peligrosa, deberías traer un manual de instrucciones que lo indicara con letras bien grandes.
—¡Pero si fuiste tú el que insistió para que me relajara!
—Hay una gran diferencia entre quedarse relajado o catatónico.
—Por lo menos, no te he roto nada —se defendió Paula—, y esa cosa que te han puesto parece muy cómoda —añadió, señalando una especie de bota de espuma azul.
—¿Te gusta? Cuando me lo quite, dentro de dos semanas, si quieres te lo regalo. Para tu colección de zapatos. No pega con ninguna de mis pajaritas de diseño.
—¿Pajaritas? Seguro que no te has puesto ninguna en la vida.
—Hay muchas cosas que no sabes de mí —bromeó Pedro.
—Precisamente por eso he venido.
—Error: no has venido porque quieras aprender algo de mí. Has venido por tus lectores.
—Eso no quiere decir que no esté interesada.
En los labios de Pedro empezó a asomar aquella irresistible sonrisa.
—¿Cómo de interesada?
—¿Te estás burlando de mí?
—¡Qué va! ¿Acaso no te he prometido que te daría mi super—bota—especial?
—¡Ah! Ya entiendo. Se me olvidaba que te encantan los sobornos. A ver, ¿qué es lo que quieres? —le preguntó Paula dispuesta a seguirle la broma.
Pedro se volvió para enfrentar su mirada; borró la sonrisa de su rostro y enarcó las cejas. Había algo en el brillo de su mirada que no le gustó a Paula. Pedro se acercó aún más a ella.
¡Maldición! Casi podía sentir su calor, ¿o acaso era el suyo propio?
—¿Quieres sobornarme de verdad? —le preguntó Pedro con voz ronca.
Paula asintió con un gesto. Él dejó resbalar la mirada por su rostro, su cuello, su pecho… La joven contuvo la respiración.
—Helado.
—¿Cómo?
Pedro agitó las llaves del coche delante de sus narices.
—Ya sé que te prometí una barbacoa, pero eso fue antes de darme cuenta de lo peligrosa que eras. Jugar a los bolos no es nada comparado al difícil ejercicio de asar costillas. No quiero correr más riesgos, así que me conformo con el helado. Es más suave… y seguro.
Paula parpadeó un par de veces antes de decidirse a asir las llaves. Se decidió por lo más seguro, y, desde luego, ir a tomar un helado lo era mucho más de lo que se había estado imaginando. Más seguro, pero en absoluto más satisfactorio.
—Son ya casi las seis. ¿Por qué no cenamos antes? —preguntó.
—Prefiero que nos saltemos los preliminares y vayamos directos al postre. ¿Dónde está tu gusto por la aventura?
Allí estaba otra vez esa maldita sonrisa, y esta vez acompañada de un ligero alzar de cejas que le convertían en la perfecta imagen del golfillo.
—Iremos a por un helado, después compraremos barbacoa para tomar en casa y, por último, el postre —propuso Paula, luchando con uñas y dientes para no dejarse llevar.
—Vale —convino Pedro alegremente—. No me importa disfrutar anticipando el placer.
—No estoy hablando de anticipar el placer ni nada parecido. Para su información, estoy hambrienta señor Garcia.
—Y yo también, señorita Chaves, yo también.
—¡Me refiero a la comida! —exclamó enfadada.
—Oh, oh.
Paula se quedó de pie con la boca abierta. Se había referido a la comida… ¿o no? En aquel punto, con la cabeza diciéndole una cosa y el corazón otra, no sabía con cuál de los dos había hablado.
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