sábado, 6 de abril de 2019
EN APUROS: CAPITULO 39
Para cuando Pedro y Paula enfilaron el camino de entrada, negras nubes se cernían sobre ellos, amenazando con descargar una tormenta. Los dos salieron del coche cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia; Pedro abrió la puerta y la urgió a pasar primero.
Se dio cuenta de que estaba temblando; inmediatamente le dieron ganas de abrazarla para hacerle entrar en calor, pero se contuvo.
Todavía estaba muy tensa. Primero tenía que lograr que se sintiera lo suficientemente a gusto como para desprenderse de su coraza.
—Espero que no te importe que cenemos en la cocina. Mi pie se puede resentir con tantas idas y venidas —propuso, mientras dejaba el helado en el refrigerador.
—Vale, me parece bien —Paula, colocó las bolsas con la comida que habían comprado en Dixie Wing en la encimera. Pulsó el interruptor de la luz, pero no pasó nada—. ¿Se ha ido la luz?
—No creo, el refrigerador funciona, y también el aire acondicionado —observó Pedro.
—¿Otro de los truquitos de Simon?
«Dios bendiga a esa criatura», pensó Pedro asintiendo con un gesto.
—Supongo que tendremos que cenar a la luz de las velas… a no ser que quieras bajar al sótano para ver cuál es la conexión que está mal. Yo no puedo hacerlo —dijo Pedro señalando su pie.
—Ojalá pase pronto la tormenta y vuelva a lucir el sol —contestó Paula estremeciéndose.
Pedro le dirigió una cálida sonrisa. Paula se esforzó por devolverle una similar, pero sabía que estaba muy tensa, y aquel gesto le salió poco natural, forzado. Para distraerse, se concentró en preparar las cosas para la cena: sacó platos y cubiertos de los armarios dejando a Pedro admirado por la rapidez con la que se desenvolvía en la cocina de Ana. El, que se había pasado horas en aquella cocina, todavía no sabía dónde se guardaban los trapos.
Y, sin embargo, no le disgustaban las tareas domésticas. A las mujeres les gustaban los hombres como él, torpes pero bienintencionados. Podían olerlos a kilómetros de distancia. Sin embargo, él no estaba dispuesto a dejarse atrapar otra vez.
A pesar de eso, tampoco podía dejar de admirar a Paula El juego de luces y sombras de la luz de las velas hacía parecer su sonrisa sabia y misteriosa a la vez. A pesar de que estaba realmente hambriento, a sus ojos Paula Chaves resultaba más atractiva que una fuente repleta de costillas.
Cuando ella le devolvió la mirada, maldijo las velas y el efecto romántico que proporcionaban a la escena.
—Me estás mirando —lo acusó.
—Tienes salsa en la barbilla —mintió Pedro.
Ella se limpió con la servilleta, y al ver que quedaba impoluta, le lanzó una mirada inquisitiva. Pedro se limitó a señalar un punto algo más a la izquierda. Paula se limpió con los mismos resultados.
—Más abajo — Paula obedeció, deslizando la servilleta por el cuello de forma deliberadamente lenta, sensual. Pedro la contemplaba como hipnotizado. Otra vez se imaginó poniéndole crema bronceadora por todo el cuerpo.
—Todavía me estás mirando.
—Te queda una manchita —señaló la nariz y después continuó comiendo costillas despreocupadamente.
Paula dirigió la servilleta al punto indicado, pero se detuvo a medio camino.
—Supongo que tendré que desarrollar mi sentido del humor —comentó, enarcando una ceja.
—Exacto. Es una especie de juego: solíamos hacer barbacoas solo para ver quién se manchaba más.
—¿Tu mujer y tú?
Pedro se quedó en suspenso, con un enorme nudo en el estómago.
—¿Has pensando alguna vez en volverte a casar?—insistió Paula.
Él negó con la cabeza y continuó comiendo.
Tenía que desviar la conversación de aquel tema si no quería arruinar la velada entera.
—No sé qué pensarían los niños, yo creo que les gustaría —apuntó Paula para tirarle de la lengua.
—Ya, claro. Saben que si me caso no seguiré escribiendo los artículos en los que les saco tan a menudo, cosa que, como podrás adivinar, no les gusta mucho —gruñó Pedro—. ¿Cómo está la barbacoa?
—¿Y eso sería tan malo? —contraatacó Paula—. Quiero decir que no pensarás seguir siempre con los artículos, ¿verdad? Los niños crecerán y se irán de casa, es ley de vida. Y tú también te harás mayor… aunque siempre puedes escribir los artículos desde el punto de vista del abuelo, ¿no? —bromeó.
—Gracias: ya me veo en la mecedora, con la mantita y todo eso. Eres única para acabar con el ego de cualquiera, ¿no te lo habían dicho?
—Muchas veces —Paula bajó la cabeza algo confusa—. Pero es algo en lo que has de pensar tarde o temprano —continuó con más suavidad—. Puede que ocurra algo imprevisto, no sé… ¿Qué harás si se acaba la columna de repente?
—¿Tengo que preocuparme? ¿Es esta tu forma de prepararme para una mala noticia? —a Pedro se le estaba quitando el apetito por momentos.
—No, te lo pregunto por pura curiosidad.
Y eso era lo que parecía: sinceramente preocupada, interesándose por él, sencillamente encantadora. Eso era lo que más le gustaba de ella; eso y la forma en la que trataba a los niños, cómo les escuchaba. Le había llegado al corazón.
—Estoy escribiendo un libro —le confesó al fin—. Es una recopilación de experiencias de padres solos: tanto las mías como las que he entresacado de las cartas que me envían los lectores.
—¿Las conservas?
—Todas y cada una de ellas. Son mis tesoros. No supe para qué servía mi trabajo hasta que empecé a recibirlas. Son mi mejor recompensa.
—¿Mejor que el dinero que te pagamos? Pedro se quedó sin saber qué decir. No lo había pensado, y no quería pensarlo y, sin embargo, ¿no le había enseñado su amarga experiencia en la universidad que lo primero eran el dinero y la seguridad?
—Bueno, ¿qué me dices?
—¿Acaso Modern Man va a empezar a recortar sus salarios?
—No te preocupes —le tranquilizó Paula—, tu puesto está seguro, y lo estará aún más después del reportaje.
—Y el tuyo también, ya verás cómo consigues ese ascenso. Brindemos por la seguridad —propuso, levantando su lata de cerveza.
El rostro de Paula, se ensombreció.
—¿Alguna vez te ha angustiado conseguir aquello que estabas deseando? —preguntó con voz frágil, sin levantar la vista del plato. Parecía tan desamparada, tan sola… A Pedro le daban ganas de levantarse, rodearla con sus brazos y consolarla, conseguir que se disiparan sus preocupaciones.
—No me ha pasado tantas veces como para llegar a preocuparme —contestó—. Mira ahora, por ejemplo: te deseo, ya sé que no debería, que es malo para mi futuro profesional y todo eso, pero no puedo evitarlo. Por desgracia, tú tienes ese escudo, tan negro y tan fuerte como nunca he visto otro. Cada vez que pienso que he quebrado un poco tus defensas, tú las vuelves a levantar de nuevo, más altas que antes si cabe.
Así que ya ves, no me preocupa conseguir lo que deseo…
—Lo siento.
—Eso ya lo has dicho antes —Pedro se levantó de la mesa y dejó su plato en el fregadero.
Maldición: lo había echado todo a perder. No debería haberse decidido por un ataque tan frontal. Lo único que había conseguido, estaba seguro, era que ella se aprestara a reforzar su armadura.
—He vuelto a hacerlo, ¿verdad? Te estoy volviendo loco —Paula se levantó y se puso a su lado.
Si cerraba los ojos, podía sentir su calor.
—No, no, no es verdad —la tranquilizó, aunque, en cierto sentido, sí lo era.
—Claro que sí, se te nota perfectamente esa vena en tu sien.
Le tocó en aquel punto. Fue un roce ligero, pero para él tuvo el mismo impacto que una granada de mano. Fue como un cortocircuito; empezó a oír un zumbido en la cabeza y el corazón se le puso a mil por hora. Asió la mano con la que ella le tocaba y se la llevó al pecho.
—¿Debo seguir mis deseos, o me arriesgo a otro lo siento?
—Tú no me deseas, Pedro, piénsalo bien. Solo estás interesado por mí porque estoy disponible… porque estoy aquí. Tú mismo dijiste que ya no tienes citas: lo que tienes que hacer es salir más, fomentar tu vida social…
—Y eso es lo que estoy haciendo, pero, por lo que veo, no me libro del «lo siento». Me temo que tus consejos no sirven para cubrir nuestras necesidades.
—Eso no es justo —se defendió Paula—. Todo lo que te estoy diciendo es que deberías salir más, esforzarte por conocer a más gente.
—A mi vida social no le pasa nada —Pedro no podía creer lo que acababa de decir. Como defensa era muy pobre, y como argumento, más miserable aún.
—Ya. Lo que pasa es que eres el típico adicto al trabajo, escondiéndote en tus supuestas obligaciones, evitando la vida, el mundo real.
Menuda andanada. Paula estaba acercándose peligrosamente a la verdad, y además, le estaba acorralando, a él nada menos, contra el fregadero.
—¡No digas ridiculeces! —dijo—. No me escondo de nada. Lo que pasa es que mi carrera es muy importante, nada más.
—¡Vaya! Eso es justamente lo que yo respondería… ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una relación seria?
—¡Venga, vamos! —Pedro se sentía francamente agobiado—. Seguro que ahora vas a preguntarme cuándo fue la última vez que mantuve relaciones sexuales.
—¿Y?
Paula levantó la barbilla y colocó los puños en las caderas, en postura desafiante. Parecía dispuesta a todo, aunque no podía negar que el simple enunciando de aquella pregunta le había puesto algo nerviosa. Incluso a la débil luz de las velas, Pedro notó que se había ruborizado. Miró en el fondo de aquellos ojos azules y vio ternura, vulnerabilidad… y deseo.
—¿Lo quieres saber de verdad? —preguntó Pedro.
—No estoy segura —su voz era tan frágil como el maullido de un gatito, pero su mirada era firme y tranquila—. ¡Maldita sea! Se supone que teníamos que evitar esto: trabajamos juntos, no podemos liarnos, y no me importa lo que diga Flasher.
—¿Y qué es lo que dice? —preguntó Pedro intrigado.
—Que estamos locos el uno por el otro.
Había tenido que ser un fotógrafo el primero en ver lo obvio.
—¿Algo más?
—Según él, estamos demasiado asustados como para hacer algo al respecto.
Como movido por un resorte, Pedro dio una palmada y le asió de inmediato por los hombros.
Ella se acercó un poco más, tanto que sus pechos le rozaron y él sintió los duros pezones contra su torso; dejó escapar un leve gemido antes de quedarse casi sin respiración.
Paula levantó la cabeza para mirarlo, sus azules ojos relucían como dos zafiros; él la asió por la barbilla, ella entreabrió los labios.
—¿Quién tiene miedo? Recuérdame que le diga a Flasher un par de cositas… —dijo y, muy despacio, pero con absoluta determinación, bajó la cabeza para besarla.
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