viernes, 1 de marzo de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO FINAL



Paula había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba esperando, sentada en el suelo de su piso, esperando a que Pedro llegara, sin saber si tendría fuerzas para sobrellevar lo que él le iba a decir. Se levantó y puso una tetera al fuego, pero cuando empezó a silbar como loca, no tuvo fuerzas para preparar la taza y el té, y simplemente dejó que el agua se enfriara y volvió a sentarse al suelo, sedienta y preocupada. Así se quedó hasta que oyó unos golpes en la puerta.


—¡Está abierto!


La puerta se abrió y lo primero que vio fueron los zapatos negros y brillantes de Pedro. Se levantó y lo miró.


—Hola —dijo, como si los hechos de la tarde hubieran sido de lo más cotidiano.


—Hola —respondió ella con dificultad.


« ¿Dónde has estado? ¿Por qué has venido? ¿Vas a quedarte?»


—¿Quieres una taza de té?


—No, gracias —ni uno ni otro se movieron, pero la distancia entre ellos era enorme—. He pasado por casa de mi padre.


Paula, preocupada, no estaba preparada para eso y sacudió la cabeza dos veces.


—¿Qué? ¿Has ido a verlo ahora? ¿Por qué?


—Había un par de cosas que tenía que decirle.


—Ah.


—Después pasé por casa de Damian. También tenía unas cosas que aclarar con él.


—Ya veo.


—Pensé que ya que estaba con ánimo de hablar, debía hacerlo con todo el mundo —miró al suelo y suspiró antes de levantar la cabeza de nuevo, y ella apartó la mirada—. Le conté a Mike lo que me pasó cuando era pequeño.


—Lo sé —dijo ella, volviendo la mirada hacia él, incapaz de mentirle.


—Sabía que lo sabías. Me lo imaginé cuando tras marcharnos de la casa no me preguntaste cómo había conseguido hacerlo cambiar de idea. Después imaginé, por todo el tiempo que nos dejaste solos, que lo tenías todo planeado.


—No del todo. Sólo intentaba darle un empujoncito, esperando que funcionara. Siento no haberte dicho toda la verdad sobre por qué quería que vinieras conmigo.


—Nunca lamentes eso —dijo él con el ceño fruncido. Me ha cambiado la vida. Me has cambiado la vida.


—No, yo no te obligué a decirle nada a ese niño. Lo hiciste tú sólo. Sabía que podías hacerlo. Estoy muy orgullosa de ti.


Ambos se quedaron en silencio, y el torbellino que engullía el corazón de Paula era tan grande que estaba segura de que él tenía que sentirlo también, pero parecía tranquilo. Estaba desesperada por preguntarle qué pensaba, pero no quiso obligarlo a ir más allá de donde quisiera ir solo.


Pero una sonrisa se dibujó en su cara y habló como si le hubiera leído el pensamiento.


—Estoy disfrutando del hecho de que estés orgullosa de mí. Es maravilloso, así que espero seguir así.


—¿A qué te refieres?


—Que espero seguir haciendo lo correcto y que sigas estando orgullosa de mí. Por un periodo de tiempo indefinido.


Dieron un paso el uno hacia el otro.


—Nadie hace lo correcto siempre —dijo Paula con una sonrisa—. Y a veces estás haciendo lo correcto y es un completo error. ¿Qué pasará entonces?


—En ese caso, podré seguir sintiéndome bien porque en lugar de estar orgullosa de mí, sé que intentarás comprenderme, que es casi tan bueno.


—¿Cómo lo sabes?


—Tengo experiencia.


Otro pasó.


—Y para compensarte —dijo Pedro—, puedo hacer un montón de cosas por ti. Puedo asegurarme de que la puerta está siempre cerrada, puedo dejarte elegir la película y el sabor del helado y, si alguien te hace daño, saldré detrás de él con mi bate de béisbol.


Pedro, no intentes convencerme. ¿Acaso no sabes que yo ya sé que eres perfecto?


Paula creyó ver que le temblaban los labios, pero no estaba segura. Se acercó un paso más.


—Es mi turno —susurró—. Deja que intente convencerte de que soy perfecta.


—Ya lo has hecho —dijo Pedro con gravedad—. Cuando nos conocimos y después una y otra vez.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas que se derramaron por sus mejillas cuando Pedro avanzó los dos pasos que los separaban y la abrazó. Levantó una mano y le sujetó la cabeza antes de unir sus labios con los de ella. Paula le echó los brazos por encima del cuello y le acarició el pelo negro, apretándose con más fuerza contra él, y suspiró, saboreando su promesa.


Cuando él se apartó, tenía los ojos brillantes y la miró un momento antes de hundir la cara en su cuello y dejarle un reguero de besos húmedos por la curva del hombro y luego volviendo atrás con la lengua. Le atrapó el lóbulo de la oreja con los dientes y dijo:
—Te quiero —ella gimió y él continuó—. Y te querré siempre.


Paula cerró los ojos y dejó que el eco de sus palabras la llenase.


—Y yo también te querré siempre. Los dos te querremos...


—¿Qué quiere decir eso? —Pedro levantó las cejas y echó a reír—. ¿Hay algo que no me hayas dicho? ¿Acaso tienes una gemela y hay dos Paula en realidad?


—No. Estoy embarazada.


Pedro se quedó helado. Las manos se le pusieron tensas sobre los hombros. La expresión asustada que ella tenía en el rostro demostraba que no era una broma. 


Embarazada. Un bebé, su hijo. Suyo y de Paula.


Ella había dejado caer las manos para abrazarse a sí misma, pero él no la dejó allí sola más de medio segundo. La tomó en brazos y la llevó hasta el sofá, donde la sentó y ella se acurrucó contra él, hundiendo la cara en su pecho. Pedro le acarició el pelo un momento, esperando el ataque de todos sus temores.


Pero no sucedió. Lo único que sintió fue un revoloteo de mariposas en el estómago.


—No te lo he ocultado mucho tiempo. Me he enterado hace muy poco, e iba a decírtelo, pasara lo que pasara—


—Paula, cuando volví aquí a buscarte —dijo mientras la acunaba—, quería empezar un futuro contigo inmediatamente —el corazón le latía con fuerza, y Paula debía de sentirlo, porque levantó la mano y se la colocó sobre el pecho—. Bueno, pues parece que ya lo hemos hecho, sin ni siquiera darnos cuenta. Pero estoy preparado.


—¿En serio? —dijo ella contra su pecho; después levantó la cara para mirarlo—. Porque yo sí que lo estoy. ¿En serio estás preparado?


—Estoy preparado para todo lo que nos traiga el futuro.


Pedro deseó que siempre conservara aquella sonrisa y ese brillo en los ojos.


—En ese caso —dijo ella, guiñándole un ojo—, prepárate para besarme.


Y él, aún asustado pero con una energía que nunca antes había sentido, besó a su mejor amiga una y otra vez.





PAR PERFECTO: CAPITULO 60




El siguiente timbre al que llamó fue al de su hermano. Y debía de seguir estropeado, porque a los pocos segundos bajó Damian dando saltos por las escaleras en deportivas.


—Hola —dijo Damian, algo dubitativo.


—Hola —respondió Pedro, y se miraron el uno al otro—. ¿Es un mal momento?


—No, estoy repasando el libro de horarios del próximo semestre. Hay algunas clases interesantes y creo que tengo que hacer prácticas en una emisora de radio. Seré el becario más viejo que hayan tenido nunca —sonrió—. Pero no importa, porque estoy deseándolo, la verdad.


—Serás el mejor becario que hayan tenido nunca. Estoy seguro.


Damian suspiró.


—¿Estás bien?


—Sí, por eso he venido a verte. Estoy mejor que bien. Acabo de tener una charla adorable con papá.


—¿Fue a verte? —dijo Damian, helado.


—No, fui yo a su casa, a Allston.


—Discúlpame que te pregunte por qué has hecho eso.


—Tenía que verlo para alejarme de él.


—Eso parece algo paradójico.


—En realidad, no lo es. Cuando nos marchamos de Connecticut, fuiste tú el que me sacó de allí. Tú eras el mayor y tomaste la decisión. Fue lo correcto, pero no lo hice yo. Tal vez por eso no me sentía capaz de cortar todos los vínculos con él y borrarlo de mi memoria. Diecisiete años más tarde, me he cansado de llevar ese peso a mis espaldas, así que fui a verlo por última vez para decirle que me marchaba. Ahora los dos estamos libres, tú y yo.


—No puedo creer que esté oyendo esto —dijo con los ojos muy abiertos y una enorme sonrisa.


—No he venido sólo a decirte eso. Quería asegurarte que todo lo que has hecho por mí no ha sido para nada —se le rompió la voz y cegado por las lágrimas de muchos años atrás, abrazó a su hermano, su protector, su ídolo, su amigo.


Los dos se abrazaron temblando durante varios minutos y después Damian se apartó y se secó los ojos.


—Me alegra que digas eso.


—Y además voy a demostrarlo —dijo Pedro, secándose los ojos—. Por fin he enterrado mi pasado, y estoy haciendo las paces con mi presente. Ahora tengo que asegurar mi futuro, si es aún posible.


—Creo que el futuro es algo seguro. Y dile «hola» de mi parte —dijo su hermano, rodeándole los hombros con un brazo.




PAR PERFECTO: CAPITULO 59




Pedro no encontró a su padre en la casa pintada de color oscuro en la que creció, sino en un bloque de ladrillo de Allston, donde los jóvenes universitarios en monopatín se mezclaban con las viejecitas que cargaban penosamente con las bolsas del supermercado. Al subir los escalones que llevaban hasta el portal, Pedro esperó tener algún reparo, pero la determinación se impuso.


Había buscado la dirección en la guía telefónica mientras Paula se despedía de Mike, y al no encontrarla, había contactado con un policía amigo suyo que se la había conseguido en cuestión de minutos. Era increíble lo fácil que resultaba encontrar a alguien en una ciudad tan grande. Y lo irónico era que se trataba de la persona de la que se había escondido durante tantos años.


Apretó el botón del intercomunicador, tan sucio y viejo que no tuvo muchas esperanzas en su buen funcionamiento, por lo que la voz de su padre lo sorprendió aún más.


—¿Sí?


—Soy tu hijo —dijo Pedro después de aclararse la garganta.


Oyó un silencio producto de la incredulidad y la puerta se abrió. Nada más entrar en el portal oyó la voz de su padre apoyado sobre el pasamanos, que lo buscaba en la penumbra de la escalera.


—¿Damian?


—No —dijo Pedro subiendo los escalones —. Soy Pedro.


Pedro —dijo su padre cuando lo vio a su altura. Jonathan había cambiado sus asombradas facciones por una sonrisa burlona—. Qué bien recibir visitas de la familia.


Estaba erguido, imponiendo toda su altura sobre Pedro, pero éste se puso frente a él, obligándolo a dar un paso atrás y a entrar en el piso. Pedro cerró la puerta tras él.


Podía oler el aliento de fumador de su padre. Y podía notar la aprensión que creyó que sentiría en los escalones de la entrada, pero no venía de él, sino de Jonathan, por su presencia. Aquello impulsó a Pedro a decir todo lo que había ido a decirle.


—Papá —se echó a reír—. Hacía mucho que no te llamaba así. Bueno, ¿por qué crees que estoy aquí?


Su padre lo miró y Pedro no movió ni un músculo facial. Jonathan sacó un arrugado paquete de tabaco del bolsillo y encendió un pitillo en la cara de Pedro, que siguió sin moverse.


—Creo que por fin has entendido cuáles son tus obligaciones.


—¿Obligaciones? —exclamó Pedro, a punto de echarse a reír.


—Para conmigo, que me sacrifiqué por cuidaros a los dos con mi salario durante años.


—Lo siento, pero ¿de qué modo me compromete eso?


—Eso significa que tienes que echarle una mano a tu viejo de vez en cuando.


—¿Y en qué consiste eso de echarte una mano?


—Es tan fácil como firmar un cheque.


—¿Quieres que te firme un cheque para que me dejes tranquilo? ¿Y dejarás a Damian en paz?


—Sí. Hasta...


—¿Hasta cuándo?


—Hasta la próxima vez que necesite ayuda. Eres mi hijo para toda la vida, no lo olvides, y tu obligación no se acaba.


—Ésa es, papá, la diferencia entre nosotros.


Jonathan levantó la voz.


—¿Cómo dices?


—Que no tengo ninguna obligación en absoluto contigo. Ni ahora ni nunca.


—Pequeño desagradecido...


—No —dijo Pedro, cortando la sarta de insultos—. No soy pequeño. Ya no. Pero sí soy desagradecido, lo admito, por todo lo que nos diste. Tú crees que te debemos algo. Tal vez los hijos les deben algo a los padres, pero eso es crecer y hacerse dignos del orgullo de sus padres. A pesar de ti, Damian y yo hemos crecido y hemos hecho algo importante con nuestras vidas. Y ahí acaba nuestra responsabilidad contigo y —se detuvo— con mamá. Se ha acabado.
Puedes seguir llamando a Damian y llamándome a mí, pero te digo desde ahora que no servirá de nada y que tal vez debieras emplear el tiempo que pasas al teléfono en buscar un trabajo para pagar el alquiler. No te vamos a dar ni un centavo porque, aunque no supiste cuidar de nosotros, eres perfectamente capaz de cuidar de ti mismo. Espero que me estés escuchando, porque no volveré a hablar contigo nunca.


Su padre apretó la mandíbula y le cambió la expresión de la cara, pero Pedro estaba preparado para eso.


—No me asustas —dijo en voz baja y firme—. No me intimidas y no tienes ningún control sobre mí.


Su padre respiraba con dificultad mientras buscaba alguna amenaza o alguna blasfemia que gritarle.


—Adiós —dijo Pedro, y se marchó del piso con paso firme hasta que llegó a la calle. Así se alejó de su padre por segunda vez en su vida. Pero esta vez, como adulto. Era libre.




jueves, 28 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 58




Paula sabía que no debía hacer elucubraciones sobre lo que pasaría después entre ellos, con el secreto que llevaba guardado dentro, con la posibilidad de un futuro.


Cuando se despidió de Mike con su promesa de que hablaría con el psicólogo e incluso con ella, no se atrevía a anticipar que las cosas fueran a ir bien entre ellos. Tenía unos cuantos días más para decirle lo del bebé antes de que el sentimiento de culpa la consumiera, pero Pedro se merecía en aquel momento un poco de libertad. Había dejado su pasado atrás en la casa de acogida de Mike y merecía caminar ligero durante un tiempo. El sol de la tarde se filtraba entre las hojas de los árboles y se reflejaba sobre su pelo mientras el corazón de Paula iba radiante de alegría caminando al lado de su mejor amigo.


El andén exterior del metro no estaba muy lleno de gente. En ese momento pasó frente a ellos un tren de la línea verde lleno de gente que volvía a casa del trabajo y que debía de tener dificultades para respirar allí dentro. Pedro se aclaró la garganta y le dijo:
—No voy a volver a casa todavía.


—Oh —exclamó Paula, pero al estudiar su rostro vio que sus facciones estaban totalmente en calma casi beatífica. Nunca lo había visto tan relajado—. ¿Vas a volver a la oficina?


—No. Tengo que hacer un par de... recados. Tengo que hacer unas visitas. Después volveré.


—Bueno, estaré por allí —dijo ella, sintiéndose un poco estúpida—, así que ya sabes... puedes llamarme un día de éstos.


—¿Qué?


—Para contarme qué tal va lo de Mike, si te enteras de algo —acabó rápidamente, sin elucubrar nada.


—Lo siento, pero no.


—¿No?


—No. Lo que quería decir es que voy a ver a un par de personas y después iré a verte a ti —como Paula parpadeó, él añadió—: Si no estás ocupada...


—¿Ocupada? ¡No, qué va! Tengo algunos ejercicios que corregir —al demonio con los ejercicios —. Pero puedo hacerlo mientras tú haces esos recados.


—Bien. Quiero hablar contigo, pero no te puedo decir lo que creo que te voy a decir hasta que no haga unas cuantas cosas. Sé que lo entenderás.


¿Lo entendería?


—Sí...


Al oír el metro venir, ella empezó a buscar unas monedas en su bolso para el ticket, pero él le tomó la mano y le dio el dinero necesario. 


Después cerró la mano sobre la suya y ella levantó la mirada hacia sus ojos. Estaban rodeados de gente que entraba y salía a toda velocidad, pero el único contacto que Paula sentía era el de aquellos suaves y cálidos dedos.


—Me quedaré a esperar el próximo metro. Si subo contigo, tal vez empiece a hablar y es demasiado pronto aún. Tengo que atar unos cuantos cabos primero —sonrió y Paula tuvo que contenerse para evitar acariciarle el labio inferior—. Ya he dicho demasiado, márchate.


Antes de que pudiera protestar, la empujó hasta el interior del vagón. Ella fue a pagar el billete y con los nervios una de las monedas se cayó al suelo. Se agachó rápidamente a recogerla, se la dio al conductor y corrió a sentarse junto a la ventana, desde donde podía ver a Pedro mirándola, con las manos en los bolsillos. Su aliento empañó la ventana.


«Espérame», leyó en los labios de Pedro. Paula tomó aliento preguntándose si tendría fuerzas para ello.





PAR PERFECTO: CAPITULO 57




Pedro se quedó mirando la puerta que Paula no había cerrado del todo, consciente de que mientras mirara a la puerta, no tendría que mirar al niño con el que se había quedado a solas.


Al cabo de unos minutos, el niño estaba sentado, inmóvil con una pieza azul en la mano, y Pedro no dejaba de preguntarse dónde estaría Paula.


Podía sentir la mirada del niño sobre él, y se obligó a corresponderlo. Mike fue el primero en romper el contacto visual apáticamente. Pedro se sintió culpable. Era extraño, pero estaba en una habitación con una persona que había pasado lo mismo que él, así que se sintió menos solo. Pero Mike no sabía eso, así que seguía solo, encerrado en su dolor, incapaz de salir de él.


No era justo, así que Pedro debía dejar que Mike tuviera un amigo.


—¿Te gusta el béisbol?


El chico parpadeó. Pedro decidió no buscar reacciones, sino seguir hablando, como si todo fuese normal.


—Fui a un partido de los Red Sox hace unas pocas semanas, pero perdieron. Bueno, tampoco están tan alejados de los primeros puestos, tal vez aún puedan quedar campeones. Si no fuera por esos Yankees, ¿verdad?
Cuando tenía tu edad, guardaba una enorme colección de cromos de béisbol en una caja de zapatos. Ya no los tengo. Cuando me marché de casa, se me olvidó llevármelos.


Pedro se deslizó de la cama y se sentó en el suelo. Tomó una pieza de Lego y lo colocó en la base que Paula había empezado a construir hacía ya mucho rato.


—Paula, quiero decir, la señorita Chaves, volverá en un momento, creo. Ella te quiere de verdad. Ha venido hasta aquí para verte. Seguro que es buena profesora, ¿verdad?


Estaba claro que la conversación iba a ir en una única dirección.


—Ella se preocupa por ti, y mucha más gente. A tu familia de acogida también le gustas, y también a tu médico y los agentes de policía.


Pedro suspiró. No había sonado tan consolador como él había pretendido.


—Todo el mundo quiere que estés a salvo y seas feliz, pero si no hablas, nadie podrá saber cómo te sientes. Bueno, lo entiendo. Todo el mundo te pregunta que cómo estás, y tú no puedes responder porque no lo sabes.


«Porque lo mismo que te ha ocurrido a ti, me ocurrió a mí. Cuando era un niño como tú».


Pedro sintió la sangre que se le agolpaba en la cabeza y el corazón que parecía luchar por salir de su caja torácica. Se quedó en silencio, apilando los bloques de lego mientras el chico lo miraba. No estaba ayudando. Probablemente, lo mejor fuera quedarse allí jugando.


«Ahora es pequeño y si lo ayudamos, tal vez pueda vivir una vida normal».


«Papá ya no puede hacernos daño... Tú no eres como él. Mira lo que te estás haciendo a ti mismo, estás dejando que se interponga entre tú y Paula».


«Hijo, es hora de que recuerdes de dónde vienes. Es hora de pagar».


El puño de Jonathan levantado.


Paula abrazándolo aquella noche, su única noche.


—Mi padre era un nombre malvado —dijo Pedro—. Hizo muchas cosas malas. Tengo un hermano mayor que se llama Damian, y mi padre siempre estaba gritándonos. Nosotros intentábamos estar callados y no darle motivos, pero siempre encontraba algo. También le gritaba a mi madre, y a veces ella respondía, pero pocas veces. Cuando era muy pequeño recuerdo que mi padre golpeó a Damian y él chocó contra la pared. Se oyó un golpe muy grande y todo se llenó de sangre. Mi madre se llevó a Damian y yo creí que nunca volvería. Cuando pregunté dónde se lo habían llevado, él me gritó que me callara y que no hiciera preguntas estúpidas. Me quedé en mi habitación durante horas intentando no llorar porque mi hermano ya no estaba, pero mi madre lo trajo de vuelta. Se había roto la nariz y me contó que mamá no le había dejado decir lo que realmente había pasado, sino que se había caído por las escaleras.
Eso pasó unas cuantas veces más. Se rompió el brazo un par de veces y algunos otros huesos.
Siempre pensamos que algo le ocurriría a mi padre, que la policía estaba para eso, porque mi padre le hacía cosas malas a Damian, y creíamos que nos salvaría, pero no lo hicieron porque nadie les dijo nada.
Después mi padre empezó a pegarme a mí también. Mucho. Me pegaba por subir las escaleras demasiado rápido, por cerrar la puerta muy fuerte, por derramar un vaso de zumo en el suelo e incluso si mis amigos me llamaban por teléfono, porque según mi padre, ocupaban la línea.
Mamá hacía como si no pasara nada. Cuando papá nos pegaba a Damian o a mí, nos dejaba solos un rato y después nos traía galletas o nos dejaba ver la televisión un rato más. Si llorábamos, hacía como si no nos viera, como si todo fuera normal. Supongo que eso era lo que intentaba, que todo pareciera normal.
Aprendimos a vivir con ello, pero después mi madre murió.


Pedro tomó aliento y notó que se le nublaba la vista, pero sabía que Mike lo estaba escuchando. Incluso creyó que el niño se había acercado un poco más a él.


—Se ponía enferma a menudo —continuó Pedro—. Mi madre trabajaba como secretaria media jornada, pero muchos días tenía que quedarse en casa con jaqueca y el jefe acabó despidiéndola. Papá y ella se pelearon mucho y ella en aquella ocasión le contestó. Después se metió en la cama y se quedó allí tres días. Creo que mi padre se quedó en la oficina todo el tiempo. No recuerdo que volviera a casa.


Pedro se quedó en silencio, recordando los detalles. Su madre había llamado a su vecina. 


Después había tomado demasiadas aspirinas, a propósito, y se marchó en una ambulancia. 


Nunca volvió.


—Murió —dijo Pedro—. Nos dejó solos con nuestro padre cuando yo tenía doce años. Las cosas no cambiaron mucho desde entonces. Papá estuvo triste un tiempo, pero después no cambió de actitud, excepto en que todo fue a peor. Estaba tan contento de haberse quedado con nosotros como nosotros de habernos quedado con él.


—Damian y yo éramos muy distintos. Yo era muy callado y mi padre se olvidaba de que estaba allí. Leía porque no se hacía ruido, y estudiaba mucho por el mismo motivo. Por eso sacaba muy buenas notas. Pero Damian era distinto. Sabía que papá odiaba la música fuerte y él la ponía a todo volumen para ver si podía salirse con la suya. Nunca fue así. Y si papá me amenazaba cuandoDamian estaba delante, siempre se ponía en medio para librarme del golpe.
Una noche, papá y él tuvieron una pelea terrible por la universidad. Damian estaba a punto de acabar el instituto y quería ir a la universidad. 
Papá decía que eso era imposible porque era muy caro y que Damian tendría que ponerse a trabajar. Discutieron y papá pegó a Damian muy fuerte. Cuando vi a Damian llorar, corrí a mi cuarto y busqué el dinero que había ganado quitando nieve de las casas de los vecinos o cortándoles el césped. Había ahorrado casi doscientos dólares y con ellos le compré a Damian una bolsa de viaje azul preciosa como regalo de graduación, y le di el resto del dinero. 
Quería que fuera a la universidad y le dije que probablemente no necesitara mucho dinero porque era muy listo y le darían una beca. Así que podría empaquetar sus cosas y comprar un billete a Boston, donde hay muchas universidades. Se quedó allí un rato, mirando la bolsa, y después me abrazó. Fue a su habitación y cerró la puerta.


Pedro volvió a detenerse al pensar en Damian, su valiente hermano, y volvió a sentir por él la admiración que le tenía de pequeño. El niño se acercó aún más a él.


—Unos días más tarde fue el cumpleaños de Damian. Cumplía los dieciocho. Esa noche entró en mi habitación y metió algo de ropa mía en la bolsa nueva. Yo no sabía qué decir mientras él elegía la ropa que me gustaba más y la que más me ponía. Cuando la bolsa estuvo a medias, fue a su cuarto y yo lo seguí. Allí llenó el resto de la bolsa con sus cosas. Ya era muy tarde, así que me dijo que me fuera a dormir. Lo hice y me despertó a las cuatro de la mañana. Salimos a escondidas de la casa, compramos dos billetes a Boston y nunca volvimos a Connecticut.
»Tuve pesadillas durante mucho tiempo y tenía miedo todo el tiempo de que papá viniera a buscarnos y nos llevara a casa. Damian me apuntó a un instituto y convenció a los profesores de que era mi tutor legal. Desde ese día, yo le decía a todo el mundo que mi padre había muerto. Tardé un año en dejar de pensar que mi padre iba a aparecer en cualquier momento. Estaba a salvo y aún lo estoy.


Pedro le dolía la garganta y tenía la boca seca de hablar, y entonces se dio cuenta de que no estaba hablando para sí mismo. Cuando levantó la vista de la alfombra, Mike estaba a unos pocos centímetros de él y seguía mirando a Pedro a la cara, escuchando con atención.


—Tú también lo has pasado mal, ya lo sé —dijo Pedro—, y aunque no lo parezca, has tenido más suerte que yo porque no has tenido que huir de casa. Has sido muy valiente. ¿Sabes que eres la primera persona a la que le cuento esta historia? Eso es porque no soy tan valiente como tú, pero ahora te toca demostrarlo y contar tu historia. Puedes elegir a quién se la cuentas. Puedes hablar con tu familia de acogida, con el médico o con la señorita Chaves, porque las cosas malas no lo son tanto si lo hablas con alguien. Y después de eso, puedes pensar en todas las cosas felices que vas a hacer en el futuro.


Había escuchado esas palabras en innumerables ocasiones, pero nunca de sus propios labios hasta entonces. Y mientras valoraba cuánto de cierto podía haber en esa frase, Mike le colocó su pequeña manita sobre la de él.


Pedro lo había convencido.


Paula, sentada en el suelo con la oreja pegada al otro lado de la puerta, sollozó de alegría.